Kitabı oku: «El nazi olvidado»

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EL NAZI
OLVIDADO

Francisco Vera Puig



EL NAZI OLVIDADO

© Francisco Vera Puig

© Ilustración de portada: María Piqueres Martínez

© de esta edición: Loto Azul, 2021

ISBN: 978-84-17307-75-2

Producción del ePub: booqlab

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KALOSINI, S. L.

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A Simona, Candela y Francesco

Para que nunca se olvide lo que ocurrió

y para que no se vuelva a repetir.

Para que prevalezca el amor

en cualquiera de sus facetas frente al odio.

A la memoria de todos los que sufrieron,

porque sin duda fueron un ejemplo de superación.

No solo perdimos nuestra ropa aquí,

sino también nuestras almas.

VITTORE BROCHETTA, TRIÁNGULO ROSA, N.º 121631,

CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE FLOSSENBÜRG.

PRÓLOGO

Las historias de nazis me han atrapado desde siempre. Conocer sus atrocidades me provoca una adictiva mezcla de terror, angustia, inquietud y también cierto alivio por haber nacido varias décadas después del inicio del III Reich (1933-1945).

Pero esta no es una historia más de nazis. Esta es la diáspora de Simon, un joven judío que traspasa todos sus límites para sobrevivir e intentar salvar a los pocos familiares que le quedan y que, como él, están condenados a morir en un país que los desprecia profundamente. En su huida hacia adelante, el protagonista despierta a la sexualidad y al amor con un alto cargo de la Alemania nazi, un médico exterminador que le cambia la vida para siempre.

Durante la búsqueda sin tregua de su hermano Gabriel, Simon descubre que en los campos de concentración de Flossenbürg y Buchenwald a los homosexuales —se calcula que fueron detenidos unos cien mil bajo el mando de Hitler— los distinguen del resto de los presos por un triángulo rosa cosido a su traje de rayas. Que en los barracones de los «desviados» como él nunca se apagan las luces, ni de noche. Que les obligan a tener las manos a la vista en sus camas para que estos «depravados» sexuales eviten la tentación de masturbarse, acto que los nazis consideran incontrolable para estos «enfermos». Es realmente estremecedor adentrarse junto a Simon en estos campos de la muerte y pasar su mismo miedo, su angustia ante la posibilidad de ser descubierto, su pánico a acabar como los demás judíos, homosexuales, gitanos y comunistas.

La primera y única vez que estuve en Berlín fue en 2007. Recorrí la ciudad impresionada por su historia, su muro y sus heridas. Recuerdo el escalofrío que sentí cuando, en mi visita al Reichstag, descubrí unas fotos del interior del Parlamento alemán en la época del III Reich con los escaños llenos de uniformes nazis. En ese momento tomé conciencia de que Hitler llegó al poder a través de las urnas. Y me asusté. Mucho.

En cada crisis política, económica y social siempre resucita el discurso del odio al diferente. Solo hay que mirar atrás para recordar hacia dónde encaminan sus pasos los que juegan con el miedo de la gente, los que juegan a negar el pasado más oscuro y terrible. Esta novela es una gran oportunidad para revisar nuestra historia para no repetirla. No bajemos la guardia. Ni un paso atrás.

Carlota Corredera

CAPÍTULO 1

El profesor Daniel Richter miró su reloj, cerró su libro y dio por concluida la clase. Tras unas cuantas horas de matemáticas, historia, ciencias sociales y naturales, por fin podría volver a casa y disfrutar, como tanto me gustaba, del camino de regreso y, por supuesto, de la sopa. Esta era una exquisitez que mi madre cocinaba sin prisa durante toda la mañana. Meter el pan duro en ese líquido espeso humeante era una de esas cosas que hacían que adorase a mi madre. Hoy todavía pienso en aquel caldo y, pese a que la nostalgia me produce un nudo en la garganta, se me sigue haciendo la boca agua.

La escuela de Wilnsdorf era pequeña y no tenía buen aspecto: las paredes estaban desconchadas, por algunas zonas las baldosas estaban sueltas y el mobiliario era escueto e incómodo; no había presupuesto para más. Pese a todo, me sentía bien allí, me agradaba aprender cosas nuevas, estar con algunos compañeros y saborear cada nueva lección del maestro. Este era un gran hombre y se notaba que disfrutaba mucho con su trabajo, se preocupaba por mostrarnos todo con paciencia y dedicación. Era alto, moreno y lucía un bigote muy divertido y elegante que se empeñaba en peinar y estirar con la punta de los dedos cada cinco minutos. Perdió a su mujer nueve años antes al dar a luz a dos gemelos. Murieron los tres, así que no le quedó más opción que refugiarse en su trabajo. A pesar de que la escuela no era oficial y que no siempre asistían todos los niños de las aldeas, él daba clase. Le gustaba abrir las mentes de los estudiantes rurales que asistíamos, con mayor o menor frecuencia, a la escuela. Se empeñaba en ofrecernos más de lo que nos merecíamos. El médico, el rabino y él eran las personas más cultas en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Recuerdo que yo no falté casi nunca.

Casi todas las mañanas le llevaba al maestro el periódico atrasado de parte de mi padre. Al vivir en una aldea, el cartero no venía a diario; de todas formas, mi padre no se lo enviaba sin haberlo leído primero, así que recibía los periódicos con por lo menos cinco días de retraso. Mi padre y él eran amigos, los sábados se reunían junto con otros vecinos en asamblea en la plaza cerca de la sinagoga. Allí pasaban largas horas sentados en el banco pintado con cal, debatiendo sobre política y acerca de qué cosas se podían mejorar por el bien de la aldea.

Por aquel entonces mi padre era el alcalde. Sí, el alcalde, y yo estaba orgulloso de él. Pertenecía al partido comunista, pero él únicamente pretendía ayudar a los demás habitantes; el partido no era su máxima preocupación y los vecinos estaban muy contentos con su labor. A veces hasta descuidaba la carpintería donde trabajaba para echar una mano a cualquiera que se lo pidiera, y si no podía ir personalmente, nos mandaba a mi hermano o a mí. En aquella época la política no era una cosa de vital importancia para ningún vecino. La paz era una constante.

Aquella mañana no le llevé el periódico.

Mi afición por la naturaleza y el amor hacia los animales también se los debo a mi profesor. Recuerdo con todo lujo de detalles el día que nos llevó a todos de paseo a una fuente natural. Era un paraje maravilloso en todo su esplendor. Lo conocíamos, pero quiso explicarnos cosas acerca de la naturaleza, detalles interesantes y desconocidos que llenaron de información mi curiosidad. Fue un día soleado de primavera. Los árboles, las flores, los arbustos, las aves, las ardillas y hasta las hormigas nos daban los buenos días con toda la alegría posible. También guardo en mi mente la sensación placentera al cerrar los ojos e inspirar el aire puro con perfume fresco. No puedo olvidar el efecto que me produjo la visión en su conjunto al mirar desde lo alto de una colina hacia las humildes y lejanas casas desperdigadas de mis vecinos. Algunas nubes adornaban el maravilloso cielo azul y las águilas peinaban el aire con sus majestuosas alas.

Era un «goce» sentir en las mejillas la hierba húmeda mientras Hansel me daba con sus nudillos en la cabeza. Había que disfrutar las pequeñas cosas, pese al dolor o al fastidio. Primero sentí un empujón en el hombro derecho que me hizo caer. Después, el intenso peso de su fuerte cuerpo sobre mí. A continuación, solo algunas bofetadas más y unas cuantas risas de sus lacayos. Hasta que el profesor Richter se interpuso y logró separar a mi «querido compañero», liberándome. Aquella hierba mojada en contacto con mi piel fue el mejor recuerdo que guardo de aquella enésima agresión.

Hansel tenía dos años más que yo. No iba con regularidad a la escuela porque, según decían las malas lenguas, su padre le pegaba por su comportamiento. Alguna vez lo vi con un párpado hinchado o con algún cardenal en sus brazos. Poseía un cuerpo atlético y se le daban bien los deportes, pero en el colegio no destacaba en nada más que en volver loco al profesor y en procurarme sus atenciones. Era muy rápido al esprint, tenía una fuerte espalda y unos fornidos brazos con los que pegarme a todas horas: de camino a la escuela, en esta, en la pausa, de vuelta a casa... Yo me defendía como podía, pero era insuficiente. Además, él tenía su séquito fiel que lo apoyaba en todo. Puedo decir que su única razón para ir a la escuela era yo. Así que, como buen compañero que soy, me limitaba a ser el objeto de su recreo durante las jornadas lectivas. Siempre me desagradó su comportamiento agresivo y, a veces, violento. Su familia era la única cristiana y no compartía las costumbres mayoritarias de la aldea, así que no participaban en casi nada que tuviese que ver con la comunidad. Es cierto que tampoco acudían a los eventos paganos, y eso que mi padre y demás vecinos les invitaban a asistir. Eran raros, se debían de sentir fuera de lugar y no hacían nada por evitarlo.

Recogí con ansiedad la libreta y el lapicero, me puse mi abrigo, la bufanda roída y los viejos guantes de lana heredados de mi hermano. Salí pitando, observando siempre de reojo a Hansel y a sus secuaces, que bromeaban sobre alguna cosa. Siempre se dedicaban a holgazanear y a perder el tiempo con cualquier banalidad absurda. El profesor tenía demasiada paciencia con ellos. Al atravesar la puerta percibí por detrás que alguien me tocaba en el hombro. «¡Maldita sea!», pensé. No podía creer que Hansel hubiese salido de clase antes que yo, era imposible; lo había estado observando y se hallaba en el aula junto al resto. Era increíble. En fin, apreté los molares y me giré atento para esquivar sus golpes. Pero no era él. Pude disfrutar de la sensación de alivio al comprobar que en la salida me estaba esperando mi hermano mayor, Gabriel, con el semblante triste. Él era un muchacho alegre, jovial y nunca antes había venido a recogerme a la escuela, así que me preocupé.

—Hola, Gabriel —le saludé con una sonrisa—. ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando?

—Ya ves. Hoy hemos cerrado pronto. —Observé un paquete marrón asomar por el bolsillo de su pantalón—. Hay mucho jaleo en la ciudad. Tenemos que ir rápido a casa. Padre me manda a por ti. El tío Gustav y el primo Helmo van a venir también —no comprendí la razón de esta reunión sorpresa—, así que vámonos. —A continuación, se llevó su mano al bolsillo y palpó con disimulo aquel pequeño paquete, como intentando protegerlo. Inició la marcha con rapidez.

—¿No te ha explicado nada padre? —le pregunté.

—Venga, Simon, camina más rápido y no hagas preguntas. —Le miré y asentí sin decir nada más.

Caminamos en silencio durante todo el camino a casa. Él no quería hablar, eso estaba claro. Tenía prisa, quería llegar cuanto antes. Yo no sabía qué podía haber pasado en la ciudad, pero me preocupaba ver a mi hermano así. Aceleré el ritmo, solo abrí la boca para respirar. Sudé y los pulmones trabajaron duro. Gabriel era un poco grueso y no muy alto, pero sus zancadas fueron rítmicas y rápidas, se notaba que estaba acostumbrado a caminar. Todas las mañanas se despertaba temprano, cuando todavía era de noche, e iba a la ciudad para trabajar en una pastelería; siempre lo hacía a pie. Descargaba sacos de harina y de azúcar cuando llegaba el repartidor y después ayudaba a su jefe a preparar los dulces y los panes. También repartía los productos a algunos mesones de la zona a los cuales iban las personas adineradas. Nunca volvía a casa antes del mediodía, pero las escasas veces que lo hacía ayudaba a madre en sus tareas. Me gustaba estar con él, me sentía tranquilo a su lado.

Gabriel también echaba una mano en la carpintería, ya que padre a veces necesitaba ayuda para terminar los pedidos, y él colaboraba encantado. Muchas veces cantaba mientras cortaba madera, limaba o clavaba. Mi padre y yo éramos sus privilegiados espectadores. Su ópera preferida era la de las valquirias de Wagner, la dominaba. Pasábamos largas horas escuchándolo, junto con el olor a serrín en el ambiente. Qué maravilloso recuerdo. Estaba claro que tenía un don en la garganta, hasta un sordo lo hubiera sabido. Gabriel también solía cantar en las reuniones familiares y hasta en la sinagoga.

A padre le gustaba vernos en el taller, aunque yo no fuera demasiado hábil con las herramientas. Al final solo hacía trabajos menores, barrer el serrín y poco más. Yo era consciente de mis limitaciones, pero no me importaba.

En la pastelería donde trabajaba mi hermano despachaba la hija del jefe, Sonja. Era una chica hermosa y muy simpática, pues siempre que me veía me regalaba un trozo de dulce de limón. Por eso, siempre que podía iba a la ciudad con alguna excusa estúpida y pasaba a saludar a Gabriel. La pastelería era humilde, pero, pese a eso, tenía una clientela fiel. Todos trabajaban con esmero y pasión, y eso se notaba. Hacían toda clase de panes y estaban especializados en postres y pastelería; dominaban a la perfección el Schwardzwälder Kirschtorte de frutas del bosque y el Kasekuchen de queso. Como he dicho, a mí me gustaba el dulce de limón. A Gabriel, la sonrisa de Sonja.

Aquel día queríamos llegar a casa cuanto antes; yo, para conocer el motivo de la reunión, y él, con seguridad, para dejar a buen recaudo aquel misterioso paquete.

—¿Qué llevas ahí? —le pregunté, señalando a su bolsillo.

—Es de madre.

—¿Y qué es?

—Dinero. —«¿Dinero?». Tomé aire, pero cuando me disponía a hablar me cortó—: Camina, hermano. No desperdicies el aire en hacer más preguntas.

Así que cerré el pico, bajé la vista, me concentré en el camino y con la mirada intenté mostrarle mi enfado. A un ritmo normal se podía tardar una media hora en llegar a casa, pero lo hicimos en menos de quince minutos. De vez en cuando miré a Gabriel, pero él no levantó la mirada en ningún momento. No vimos a nadie durante el trayecto. Me dolían los pies, deseaba llegar para poder quitarme las botas; sentía calor y me sobraban todas las prendas de abrigo.

Al llegar, exhausto, a casa, me apoyé contra una pared, cerré los ojos e intenté respirar. Estaba sudando, así que me quité el abrigo, los guantes y la bufanda, y los colgué en el perchero que mi padre había construido con madera. Este tenía un diseño precioso y unas bonitas formas redondeadas, en las cuales poder colocar la chaqueta o cualquier bolsa. Tras la media maratón y el calor hogareño, era suficiente solo con la camisa de felpa. Mi hermano desapareció sin quitarse ni siquiera el abrigo. Una vez dentro de casa, no distinguí el inconfundible olor a la comida preparada por mi madre. Quizá el cansancio y la respiración acelerada alteraron mi percepción, o a lo mejor no había preparado nada.

En el comedor estaba sentado padre junto a la mesa desnuda. Sobre ella solo vi una hoja de papel llena de garabatos ilegibles y un lápiz. Ni vasos, ni cucharas, nada. Padre levantó la mirada y pude leer parte de su preocupación observando sus verdes pupilas. Aquel gesto no era muy habitual en él; sus ojos estaban vidriosos y rojizos, tal vez por el estrés del momento. Nunca antes me había fijado en sus arrugas. Pese a tener solo treinta y nueve años, se le notaban especialmente las del contorno de los ojos y las bolsas oscuras, pero le daban un aire experimentado a su bello rostro. Se llevó la mano derecha a los ojos y se los frotó con sumo cuidado. Luego se masajeó las sienes, intentando encontrar los pensamientos apropiados. Con gran expectación me senté en silencio justo delante de él. Me moría por saber el motivo de aquella reunión. Mi hermano volvió y, ya sin abrigo ni sobre, se sentó a mi lado. Respiré hondo y tragué saliva.

—¿Qué ocurre, padre?

Silencio. Observé a mi hermano, que miraba al vacío. Impertérrito.

—¿Tenéis hambre, hijos? —nos interrogó mi padre mirándonos de reojo.

Esperé a que contestase Gabriel. Lo cierto es que, al sentarme y descansar, algo de hambre sí que tenía. «Ojalá diga que sí».

—No mucha, padre —«maldición»—, pero supongo que Simon sí. Yo beberé agua, estoy sediento. —Dibujé una ligera sonrisa. «Menos mal». Deseaba tanto mi sopa que empecé a percibir su olor.

En aquel momento apareció mi madre con dos platos rebosantes y humeantes. Era increíble cómo podía portar los platos hondos con la sopa hasta el mismo borde y no derramar ni gota.

—Hola, Simon. —Me lanzó una sonrisa cómplice para despejar el ambiente. Me levanté de la silla y le di un beso y un abrazo. Hacerlo siempre me gustó: la suavidad de sus manos, el tono amable de su voz y la dulzura de sus palabras eran mi cobijo; su perfume sutil a harina, verduras, brasas de leña, aceite caliente o queso me hacía volver al paraíso de mi niñez, me transmitían tranquilidad. Me sentía protegido. Nada podría ir mal si ella estaba junto a mí...—. ¿Cómo ha ido hoy la escuela?

—Muy bien, sin novedad. —Me giré hacia mi padre y, decidido, le hablé—: Padre, me ha dicho Gabriel que van a venir el tío Gustav y el primo Helmo. ¿Para qué? ¿Podremos ir después al bosque? —Noté el pinchazo de un gran aguijón, la mirada de Gabriel.

—Simon —dijo padre—, primero come. Luego ya veremos que podéis hacer. —«Entendido». Aquella tarde no iría con mi primo al bosque.

—Acompáñame un momento a la cocina, Simon, así me ayudarás con unas cosas... —intervino muy hábil mi madre para cambiar de tema.

Obedecí rápidamente. Gabriel, tras su mirada incisiva, volvió a contemplar el vacío. No sé qué había de interesante en ese vacío, pero a mi hermano le gustaba mucho. Siempre fue muy discreto, obediente, educado y se mantuvo fiel con padre. Yo era igual que él, solo que, si yo tenía dudas o no comprendía algo, lo preguntaba de inmediato.

Enfilé la puerta que daba acceso a la cocina, el santuario de mi madre, donde ella era la reina suprema. Allí controlaba y nada se le escapaba; todo ordenado; el fogón limpio y siempre disponible para preparar los alimentos que nos podíamos permitir. Mi padre por aquel entonces solía decir que era una mala época, así que ella se las arreglaba para poder conseguir verduras, lácteos y, rara vez, carne de vacuno al mejor precio. Tenía la maravillosa habilidad para transformar cualquier alimento en un manjar celestial. Los cubiertos y la vajilla, todos organizados en los cajones que padre había construido. En la alacena solía guardar queso, fiambres y dulces. Algunos meses antes, un vecino que encargó a padre unas estanterías no pudo pagarle y a cambio le ofreció tres gallinas, una pierna de cerdo, varios kilos de fiambre, un queso y dos litros de vino. ¡Menuda fiesta se montó en casa!

Encontré el misterioso paquete detrás de un recetario.

—Madre, ¿qué hay en este sobre?

—¿No te lo ha dicho tu hermano?

—No.

—Verás, tenía algunas cosas en casa que no necesitábamos y se las he dado a Gabriel para que se las vendiera a la mujer de su jefe. —«Misterio resuelto»—. Es dinero, solo eso.

Conforme con su explicación, cogí los vasos y las cucharas, y ella hizo lo mismo con la jarra de agua. Al llegar al comedor todo seguía igual, en silencio. Madre sirvió el agua, luego masajeó los hombros apesadumbrados de padre y, sin decir nada, me dejó comer la sopa, que estaba buenísima como de costumbre. Cuando terminé recogí todo, lo llevé a la cocina y fregué. En aquel momento, escuché la campanilla de la puerta. «Serán el primo Helmo y el tío», pensé. Salí corriendo para recibirles, aún con las manos mojadas. Efectivamente, allí estaban. Mi tío se parecía mucho a padre, pero era más joven y con unos cuantos kilos más. Tenía el semblante serio, pero, aun así, me acarició el pelo como siempre hacía. Por su parte, Helmo me dio un fuerte abrazo.

Pasamos todos al comedor. Mi padre y mi tío se sentaron en los extremos de la mesa y el resto, enfrente. Padre, antes de empezar, tomó aire.

—Bueno, quiero anunciaros que mañana por la mañana Gustav y yo partiremos hacia Berlín. Están ocurriendo muchas cosas en política y nuestra obligación es marchar hacia allí. Junto con el profesor Ritcher, el doctor Hartwig y algunos vecinos más, cogeremos el tren en Bonn por la madrugada, y antes del anochecer llegaremos a la ciudad. Por la mañana hemos quedado con muchos representantes y militantes del partido. Iremos a manifestarnos en contra del nuevo canciller y sus políticas poco democráticas y dictatoriales —miró a mi tío—, y algunas barbaridades más. —Gustav miró al suelo—. Forzaremos una huelga general. Haremos todo lo posible para que no se salga con la suya. Mientras tanto, Gabriel será el cabeza de familia. Madre será la capitana de la casa y estaréis absolutamente bajo sus órdenes.

—Helmo estará con vosotros aquí hasta que volvamos —dijo mi tío Gustav—. No dará problemas y ayudará como el que más. ¿A que sí, Helmo? —Mi primo miró a mi tío y, sonriendo, asintió varias veces con su cabeza pelona.

—Y será como un hermano más —añadió padre—. Ahora prepararemos algo de ropa y después iremos a la plaza para una última asamblea. Podéis venir y jugar un poco allí si queréis.

Era la primera vez que padre se marchaba y nos dejaba solos. Miré a mi madre y ella me regaló una mirada de tranquilidad y una leve sonrisa. Siempre sabía lo que yo necesitaba. En cambio, Gabriel seguía serio. Helmo me miró con cara de sorpresa; seguramente tampoco sabía nada del viaje de nuestros padres.

—Supongo que tendréis preguntas. Antes de nada, quiero tranquilizaros, no hay nada que temer. Tenemos una responsabilidad con el partido, pero, sobre todo, con vosotros, porque os afectaría el hecho de que nos quedásemos de brazos cruzados. Está en juego el futuro de todos. Pero estamos seguros de que nuestra protesta causará el efecto positivo que pensamos. A ver, ¿quién es el primero en preguntar?

El resorte que tengo en el brazo derecho, y que no puedo controlar, ejerció su mecanismo y levantó mi brazo sin que me diera cuenta de ello. En clase era cuando más se accionaba. Solía acribillar al profesor con mis preguntas.

—Padre, ¿cuánto tiempo vais a estar fuera? Porque Gabriel debe ir a trabajar a la pastelería. Si no, su jefe se enfadará con él y seguro que lo despedirá.

—Simon, no te preocupes por eso ahora —dijo mi hermano. Mi padre, madre y el tío Gustav rieron al unísono.

—Estaba seguro de que el primero que preguntaría serias tú, Simon. Estate tranquilo, volveremos en tres o cuatro días. Casi ni os daréis cuenta de nuestra ausencia. Ya he hablado con el jefe de tu hermano, no hay problema en que se ausente unos días.

Bueno, si solo eran tres o cuatro días, tampoco había de qué preocuparse. «Pero ¿ya estaba, nadie tenía más preguntas?». Yo sí que las tuve. «¿Dónde iban a dormir?, ¿qué clase de persona era ese nuevo dirigente?, ¿era seguro ir en su contra?». Pocas veces en mi vida había frenado mis ansias de saber, pero no dije nada más. Padre parecía más tranquilo y no quería estropear la divertida tarde que me esperaba junto a Helmo.

—Bueno, chicos —añadió madre con una sonrisa—, es hora de obedecer mis órdenes.

—Diga qué desea, tía Laura —respondió veloz Helmo.

—Acercaos los dos a la tienda de los Thelen. Os darán un paquete con queso y algo de fiambre. Tú, Gabriel, ve a la pastelería a por dos panes grandes. Aquí tenéis el dinero.

Gabriel y Helmo lo cogieron. Mientras, padre y el tío se levantaron y dieron por terminada la reunión. Salieron hacía la carpintería y los acompañamos.

—Padre, me gustaría acompañaros a la estación para despediros. ¿Me dejarás ir? —pregunté acercándome a él y separándome unos metros de Helmo.

—Pequeño Simon, no creo que sea necesario. Nos vamos muy temprano, hará frío y no me apetece despertarte.

—Bueno, tienes razón —respondí poco convencido.

—Prometo traerte un libro de esos que tanto te gustan.

En fechas señaladas solía regalarme libros de historias, poesía e incluso de anatomía y medicina básica. Mis autores favoritos eran los hermanos Grimm. Cuando el tiempo me lo permitía, podía pasarme tardes enteras leyendo en el bosque, bajo mi árbol centenario.

—No hace falta, padre. Con que volváis pronto es suficiente.

—Desde luego que sí, Simon. Ahora id a cumplir el encargo que os ha hecho vuestra madre.

Padre movió la cabeza en señal de aprobación y me dio un beso. Fue extraño, él me daba pocos, muchos menos de los que me hubiese gustado. El tiempo se ralentizó y disfruté de aquel beso por un tiempo mucho mayor. Sentí sus labios en contacto con mis mejillas y su aliento cálido en mi piel. El olor de hombre, de hombre fuerte, curtido en mil batallas. Los hombres no se dan besos entre ellos..., pero aquella tarde lo hizo. Me besó. No existía en la historia de la literatura un beso que pudiese igualar al que mi padre me dio. No sé si él se lo imaginaba siquiera —yo desde luego no—, pero aquel sería el último beso que me daría. Así que, tristemente, con el paso de los años, comprendí que fue un beso de despedida.

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