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ACOGER EL TESTIMONIO DE DANTE ALIGHIERI
Al finalizar esta breve mirada a la obra de Dante Alighieri, un filón casi infinito de conocimientos, experiencias y consideraciones en cada ámbito de la búsqueda humana, se impone una reflexión. La riqueza de figuras, narraciones, símbolos e imágenes sugestivas y atrayentes que Dante nos propone suscita ciertamente admiración, maravilla y gratitud. En él, podemos vislumbrar a un precursor de nuestra cultura multimedia, en la que palabras e imágenes, símbolos y sonidos, poesía y danza se funden en un único mensaje. Se comprende, entonces, por qué su poema ha inspirado la creación de innumerables obras de arte de todo tipo.
Pero la obra del sumo poeta también suscita algunos interrogantes para nuestros días. ¿Qué puede comunicarnos a nosotros, en nuestro tiempo? ¿Tiene algo que decirnos, que ofrecernos? Su mensaje, ¿tiene para nosotros alguna actualidad, alguna función que desempeñar? ¿Todavía nos puede interpelar?
Dante hoy —intentamos hacernos intérpretes de su voz— no nos pide que sea solamente leído, comentado, estudiado y analizado. Nos pide más bien ser escuchado, en cierto modo ser imitado, que nos hagamos sus compañeros de viaje, porque también hoy quiere mostrarnos cuál es el itinerario hacia la felicidad, el camino recto para vivir plenamente nuestra humanidad, dejando atrás las selvas oscuras donde perdemos la orientación y la dignidad. El viaje de Dante y su visión de la vida más allá de la muerte no son simplemente el objeto de una narración, no constituyen un mero evento personal, por más que sea extraordinario.
Si Dante relata todo esto —y lo hace de modo admirable— usando la lengua del pueblo, que todos podían comprender, elevándola a lengua universal, es porque tiene un mensaje importante que transmitirnos, una palabra que quiere tocar nuestro corazón y nuestra mente, destinada a transformarnos y a cambiarnos ya desde ahora, en esta vida. Su mensaje puede y debe hacernos plenamente conscientes de lo que somos y de lo que vivimos día tras día en tensión interior y continua hacia la felicidad, hacia la plenitud de la existencia, hacia la patria última donde estaremos en plena comunión con Dios, amor infinito y eterno. Aunque Dante sea un hombre de su tiempo y tenga una sensibilidad distinta a la nuestra en algunos temas, su humanismo aún es válido y actual, y ciertamente puede ser un punto de referencia para lo que queremos construir en nuestro tiempo.
Por eso, es importante que la obra dantesca, aprovechando la ocasión propicia del centenario, se dé a conocer aún más y de la mejor manera, es decir, que se presente de modo accesible y atrayente no solo a estudiantes y estudiosos, sino también a todos los que, ansiosos de responder a los interrogantes interiores, deseosos de realizar la propia existencia en plenitud, quieren vivir su itinerario de vida y de fe de manera consciente, acogiendo y viviendo con gratitud el don y el compromiso de la libertad.
Por este motivo, felicito a los docentes que son capaces de comunicar con pasión el mensaje de Dante, de presentar el tesoro cultural, religioso y moral contenido en sus obras. No obstante, es necesario que ese patrimonio sea accesible más allá de las aulas de las escuelas y universidades.
Exhorto a las comunidades cristianas, sobre todo a las que están presentes en las ciudades que conservan las memorias dantescas, a las instituciones académicas, las asociaciones y los movimientos culturales, a que promuevan iniciativas dirigidas al conocimiento y la difusión del mensaje dantesco en su totalidad.
También animo de manera especial a los artistas para que den voz, rostro y corazón, que otorguen forma, color y sonido a la poesía de Dante, siguiendo la vía de la belleza, que él recorrió magistralmente; y que así se comuniquen las verdades más profundas y se difundan, con los lenguajes propios del arte, mensajes de paz, libertad y fraternidad.
En este particular momento histórico, marcado por tantas sombras, por situaciones que degradan a la humanidad, por una falta de confianza y de perspectivas para el futuro, la figura de Dante, profeta de esperanza y testigo del deseo humano de felicidad, todavía puede ofrecernos palabras y ejemplos que dan impulso a nuestro camino. Nos puede ayudar a avanzar con serenidad y valentía en la peregrinación de la vida y de la fe que todos estamos llamados a realizar, hasta que nuestro corazón encuentre la verdadera paz y la verdadera alegría, hasta que lleguemos al fin último de toda la humanidad, «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, 145).
Vaticano, 25 de marzo
Solemnidad de la Anunciación del Señor,
del año 2021, noveno de mi pontificado.
Francisco
1 Cf. Dante Alighieri, Obras completas, BAC, Madrid, 2015.
2 In praeclara summorum (30 abril 1921): AAS 13 (1921), pp. 209-217.
3 Cf. ibid., p. 210.
4 Nobis, ad catholicam (28 octubre 1914): AAS 6 (1914), p. 540.
5 Discurso al Sacro Colegio y a la Prelatura Romana (23 diciembre 1965): AAS 58 (1966), p. 80.
6 Cf. AAS 58 (1966), pp. 22-37.
7 Discurso a los participantes en un congreso internacional organizado por el Consejo Pontificio Cor Unum (23 enero 2006): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (27 enero 2006), p. 13.
8 Ibid.
9 Cf. n.º 4: AAS 105 (2013), p. 557.
10 Mensaje al presidente del Consejo Pontificio para la Cultura (4 mayo 2015): AAS 107 (2015), pp. 551-552.
11 Ibid., p. 552.
12 L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (16 octubre 2020), p. 11.
13 Cf. Conf., I, I, 1: PL 32, 661.
PARAÍSO
¿Estás preparado? | y la espiga y el racimo |
—el ángel sonríe— | absorben mi sonido, |
Lo pregunto, aunque sé | y aun así, |
que, desde luego, estás preparado. | desde esta roca rosada quebrantada, |
No hablo a quién sabe quién, | levantando el brazo |
sino a ti, | astillado por la Guerra Mundial, |
hombre cuyo corazón | déjame que te recuerde: |
no conoce la traición, | ¿estás preparado? |
a su soberano terreno, | ¿Lo estás para la peste, para el hambre, para el terremoto, |
que aquí, coram populo, | el fuego, la incursión de los enemigos, la ira |
fue coronado, | que se abate sobre nosotros? |
ni a otro Señor, | Es cierto, todo esto es importante, |
el Rey de los cielos, nuestro Cordero, | pero no es de esto de lo que te quiero hablar. |
que muere con la esperanza | No es esto lo que tengo el deber |
de que me oigas otra vez; | de recordarte. |
y cada día de nuevo, | No he sido enviado para esto. |
y cada noche | Yo te digo a ti: |
mi nombre resuena | ¿estás preparado |
en el tañido | para una felicidad increíble? |
aquí, en tierra de trigo espléndido | |
y uva luminosa, | El ángel de Reims, Olga Sedakova |
DIFÍCIL Y MARAVILLOSO
Digámoslo enseguida: el Paraíso es difícil.
Pero es también bello, increíblemente bello.
De los tres cánticos de la Divina comedia, el Paraíso es el más difícil y a la vez el más bello.
Y es normal que sea así, porque así es la vida. Es más difícil escalar una montaña que subir allí en funicular, es más difícil ganar los mundiales de fútbol que dar cuatro patadas al balón entre amigos del barrio, es más difícil amar a un hombre o a una mujer durante toda la vida que cambiar de pareja cuando cambia el viento. Y es mucho más bonito llegar a la cima de una montaña con las propias piernas, recoger los frutos de muchos entrenamientos durísimos, mirarse a los ojos después de una vida perdonándose mutuamente… Los ejemplos se podrían multiplicar indefinidamente, pero la ley sigue siendo la misma: las cosas más bellas son, con frecuencia, también las más exigentes. Y viceversa, las más exigentes resultan ser las más bellas. Las grandes empresas requieren compromiso, paciencia y entrega, pero regalan satisfacciones que lo fácil y barato no nos puede dar.
Y ahora nos disponemos a dar el último paso en nuestro camino con Dante, con el ansia de afrontar el desafío exigente que nos propone para poder gozar de toda la belleza que ofrece. Por lo demás, es él mismo quien nos advierte de la dificultad de la empresa en la admonición que dirige al lector al comienzo del Canto II (Par., II, vv. 1-15):
¡Oh, vosotros, los que en una lancha pequeñita, deseosos de escucharme, seguís detrás de mi barco, que cantando navega, volveos a ver de nuevo vuestras playas! No os adentréis en alta mar, porque tal vez, perdiéndome, quedaríais extraviados. El agua que voy a cruzar no se atravesó nunca. Minerva me inspira y Apolo me conduce y las nueve musas me muestran las Osas. Vosotros, los pocos que alzasteis el rostro a tiempo hacia el pan de los ángeles, del cual se vive aquí sin saciarse nunca, podéis entraros en el alto mar con vuestro navío, atentos a seguir mi estela, tras la que el agua se cierra de nuevo.
Quien me haya seguido hasta ahora —dice Dante— «en una lancha pequeñita», es mejor que vuelva atrás, porque aquí nos embarcamos en una empresa que nadie ha intentado nunca; solo los que «a tiempo» han levantado la cabeza hacia el «pan de los ángeles» pueden continuar la travesía siguiendo la estela que va dejando «mi barco, que cantando navega», mi poesía que señala la ruta.
¿Qué quiere decir Dante con esta imagen? Para entenderlo, debemos observar atentamente los términos clave de la metáfora. ¿Qué es el «pan de los ángeles»? Muchos comentaristas consideran que se refiere a la teología. Pero es una hipótesis que no me convence. En el siglo XIV, al igual que en nuestros días, la teología era un estudio reservado a unos pocos, para especialistas. Sin embargo, Dante está hablando para todos; tan es así que escribe en lengua vulgar. Entonces, ¿qué es lo que se necesita para vivir plenamente? ¿La teología, es decir, el estudio de Dios? Diría que no. Lo que nos hace vivir plenamente es la experiencia que tenemos de lo que es Dios, de la relación que tenemos con Él; una relación que nunca que nunca se agota, que «satisfaciendo del todo, aviva de nuevo el deseo» (Purg., XXXI, vv. 129).
La meta a la que Dante quiere acompañar al lector, la finalidad de la Comedia, es llegar a ver a Dios más de cerca; en la medida en que es posible para las capacidades humanas, tener una experiencia de Dios parecida a la que tienen los ángeles. Para tener esta experiencia, no basta con haber estudiado teología, con ser doctos o sabios; es preciso avanzar en una lancha que no sea pequeñita, insuficiente, inadecuada. ¿Qué es esta «lancha pequeñita»? Es el navío de Ulises, que se había echado a la mar «solo con una barca», cuyo relato se articula con una triple repetición de la palabra picciola (cf. Inf., XXVI, vv. 101-102, 114, 122), para señalar su pretensión de acometer la travesía con medios inadecuados, contando solo con sus propias fuerzas.
Pues bien, ¿qué se necesita realmente para seguir a Dante en esta última etapa? Releamos con atención. Dante dice: «Vosotros, los pocos que alzasteis el rostro a tiempo hacia el pan de los ángeles». No está exhortando ahora al lector a cambiar de actitud, no está diciendo: Si queréis venir tras de mí, ahora tenéis que alzar la cabeza. Está diciendo: Solo quien haya empezado ya a ponerse en la actitud justa podrá seguirme.
Pero ¿cuál es la actitud justa de la que habla? ¿Quién podrá seguir a Dante también en esta etapa final? Quien tenga de verdad hambre de ese pan; es decir, quien experimente un deseo verdadero, una necesidad acuciante de encontrar el significado de la vida. He aquí la verdadera dificultad a la hora de afrontar el Paraíso. No se trata del lenguaje, de las explicaciones, de las imágenes que utiliza Dante. La verdadera dificultad radica en que, para adentrarnos en su poesía, debemos tomarnos en serio la respuesta que nos ofrece Dante, la hipótesis de significado que nos indica.
Para entenderlo, volvamos al comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1,35-38). El Bautista, al ver a Jesús, grita: «¡Este es el Cordero de Dios!», y Juan y Andrés se van detrás de él. «Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: “¿Qué buscáis?”» (Jn 1,38). ¿Qué buscáis? ¿Qué andáis buscando de verdad? ¿Tenéis hambre realmente de un significado para vuestra vida? Porque esta es la condición necesaria para seguirme. La muchedumbre que se reunía cada día para escuchar al Profeta, curiosa y tal vez divertida por las invectivas y las profecías oscuras de ese extraño personaje, no se dio cuenta de ese grito. Solo dos, Juan y Andrés, comprendieron, se levantaron y lo siguieron. Esperaban desde siempre al Mesías, al que salvaría a su pueblo, y, ante la pregunta de Jesús, respondieron curiosos: «Rabi, ¿dónde vives?». Se trataba de dos personas que, «a tiempo», habían alzado el rostro «hacia el pan de los ángeles».
En definitiva, es como si Dante dijese: Hemos hecho juntos este recorrido, pero quien ha llegado hasta aquí con motivaciones válidas pero flojas, por interés intelectual o por el gusto estético de la poesía, quien cree tener ya resultas las preguntas de la vida, es mejor que lo deje. Solo me podrá seguir quien tenga un deseo de verdad tan ardiente que esté dispuesto a descubrir cosas que van más allá de lo que creía posible. En otras palabras, únicamente me podrá seguir quien tenga una actitud verdaderamente moral; es decir, quien ame la verdad de las cosas más que las ideas que tiene sobre ellas, más que sus propios juicios previos.
Dante lanza este desafío al lector mientras se dispone a afrontar una empresa completamente nueva. Yo hago mío este desafío y os lo vuelvo a lanzar. Querido lector, aquí vamos a ir hasta el fondo de la realidad, vamos a descubrir que mirar a Dios a la cara no significa separarse del mundo, sino comprenderlo, entender qué es la vida humana, nuestra vida, cuando se vive a la luz del misterio de Dios.
TEOLÓGICO, ES DECIR, HUMANO
Para abordar el Paraíso de modo adecuado, para entender que también aquí se habla de nuestra vida terrena, cotidiana, en primer lugar es preciso desechar el prejuicio que lo acompaña.
De hecho, todos aquellos que hayan estudiado la Divina comedia en el colegio habrán escuchado decir resueltamente que la poesía del Paraíso es demasiado teológica, demasiado abstracta, y presenta imágenes ajenas a la vida real.1 Esto, sencillamente, no es verdad.
Para empezar, no es verdad que el adjetivo teológico sea exclusivo del Paraíso, ¡porque toda la Divina comedia es teológica! Todo el viaje de Dante está impregnado de la presencia de Dios; negado, objeto de blasfemia y añorado en el infierno, esperado y deseado en el purgatorio, gozado finalmente en el paraíso, Dios es el gran protagonista de todo el poema.
Dicho esto, es cierto que en el Paraíso la dimensión teológica, en sentido estricto —es decir, la reflexión racional sobre el misterio de Dios—, tiene una relevancia mayor. Quizá lo comprendamos mejor si decimos que el Paraíso es el canto más contemplativo. ¿Qué significa contemplativo? Contemplar deriva del latín templum ‘templo’, considerado como el recinto sacro; pero, antes de referirse a un lugar concreto, el término se empleaba para indicar el cuadrante del cielo al que los adivinos dirigían la mirada para observar el vuelo de los pájaros. Entonces, contemplar es mirar al cielo, mirar el espacio sagrado del cielo, el lugar donde reside Dios. Pero me gustaría añadir que, para Dante, contemplar quiere decir también gozar; contemplar es ver la verdad, aquello para lo que estamos hechos; por tanto, el máximo de la visión es el máximo del gozo.
Es preciso aclarar que decir que el Paraíso es el cántico más contemplativo no equivale a decir que no se ocupa de la vida del más acá; al contrario, según se sumerge Dante en la visión de Dios, más profunda se vuelve su comprensión de la vida terrena. Tratemos de comprender esta aparente paradoja.
En el último canto, cuando Dante se encuentra cara a cara con Dios, ¿qué es lo que contempla? Primero, la unidad de todos los elementos de la creación, que encuentra en Él su fundamento; por lo tanto, el misterio de la Trinidad y el misterio de la encarnación. Realmente, no hay nada más humano que esto.
Me explico. Cuando de niño estudié de memoria el catecismo de san Pío X, como se hacía entonces, entre las fórmulas que se aprendían y que nunca he olvidado estaba esta: «Los dos misterios principales de la fe son: unidad y trinidad de Dios, encarnación, pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo». La Trinidad y la encarnación son el núcleo, el corazón mismo de la doctrina cristiana, del anuncio que hace el cristianismo sobre la naturaleza de Dios.
Y, justamente por esto, son lo más alejado de lo abstracto, de lo desencarnado que se pueda pensar. Por el contrario, precisamente porque Dios es la raíz de toda la realidad, descubrir la naturaleza de Dios quiere decir descubrir el fundamento de la condición humana, poner bajo la luz adecuada los misterios fundamentales de la vida terrena. Recurro a las palabras de don Giussani, que han sido para mí una ayuda determinante para comprender de mayor lo que de pequeño había aprendido sin entender:2
«Dios uno y trino» no es una formulación abstracta, sino algo que pertenece a la raíz de la existencia de todos y cada uno de los hombres, que explica y aclara su sentido último. No se puede comprender al hombre mas que a la luz de este Dios uno y trino, a la luz del hecho de que el ser […] implique una realidad comunional. […] El anuncio de que el ser del que todo depende, en el cual todo acaba y del cual está hecho todo, es el uno absoluto y al mismo tiempo comunión, explica como ninguna otra cosa el modelo de la convivencia, sobre todo el modelo de la relación entre el yo y el tú, entre el hombre y la mujer, entre padres e hijos. Ningún análisis practicado con la sola razón logra explicar la paradoja del carácter único y múltiple que simultáneamente tiene la experiencia del hombre, el cual nunca pronuncia con tanta intensidad la palabra «yo», jamás percibe con tanta pasión la unidad de su propia identidad, como cuando dice «tú», o como cuando dice «nosotros» con el mismo amor con el que dice «tú».
Dicho de otra manera, el hecho de que Dios sea uno y trino es el misterio que responde a este interrogante: las relaciones que tenemos en nuestra vida, ¿conservan nuestra individualidad o la suprimen? ¡Es una pregunta fundamental! Si ponemos nuestra vida en común, si vivimos en compañía, si nos convertimos en un pueblo, ¿somos más nosotros mismos o lo somos menos? Si me confío a una relación —con la mujer, los hijos, los amigos…—, ¿soy más yo mismo o no? «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13) recita el Evangelio, y todos, creyentes o no, admiramos y estimamos a quienes sacrifican su vida por otros. ¿Por qué han realizado su humanidad entregándose a otros y no son unos fracasados?
La respuesta no resulta obvia en absoluto, porque la cultura moderna se ha construido sobre el culto al individuo. El ideal humano realizado es el individuo; es decir, alguien que se pretende independiente de todas las relaciones, percibidas como vínculos, como condicionamientos, alguien que afirma su propia singularidad contra todos y todo. Pero, al final, el resultado de este culto al individuo es una terrible soledad. Lo documenta el precioso libro de Mattia Ferraresi Solitudine, que recorre la trayectoria que, partiendo de la exaltación renacentista del individuo, culmina en las trágicas soledades que caracterizan a la sociedad contemporánea.3
En cambio, para la tradición cristiana, para el Medievo de Dante, el ser humano no es un individuo aislado, sino una persona. Persona es el término que el lenguaje teológico emplea para la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres personas. Aunque muchas veces utilizamos la palabra persona como sinónimo de individuo, estos dos términos tienen un significado muy distinto. El término individuo indica a alguien aislado, que se ha apartado de todas las relaciones; en cambio, la persona se define en relación con una serie de vínculos que la generan y la alimentan.
Según esto, decir que la naturaleza de Dios es trinitaria equivale a decir que toda la realidad, en su origen misterioso, es relación. Cada una de las tres personas divinas ama y es amada por las otras dos. Se trata de una unidad originaria: los tres existen porque cada uno es afirmado por los demás.
Y, si nosotros estamos hechos a «imagen y semejanza» de Dios, esto define también nuestra naturaleza. En efecto, todos existimos porque alguien nos ha dado la vida, nacemos de un acto de amor entre dos personas. Cuando le preguntaban a mi madre por qué había tenido diez hijos, ella respondía: «Porque mi marido y yo nos hemos querido mucho». Esto vale para todos: existimos porque hemos sido queridos por nuestros padres y, más en profundidad, por el Padre Eterno.
Además, no solo nacemos de una relación, sino que crecemos y vivimos siempre gracias a una red de vínculos: una familia, un pueblo, un barrio concreto de una determinada ciudad, un grupo de amigos, un círculo de compañeros… Para ser humanos, todos necesitamos una trama de relaciones vivas. Por citar un caso extremo pero ejemplar, recuerdo que, a finales del siglo XVIII, en un bosque francés, se encontró a un chico que había crecido en ese bosque, lejos de todo contacto con los humanos. Los filósofos ilustrados exultaron creyendo que habían descubierto al buen salvaje, al hombre incontaminado, tal como habría sido si la civilización no lo hubiese corrompido. El problema era que este buen salvaje no tenía los rasgos distintivos de la humanidad (y no consiguió adquirirlos): no hablaba, no se relacionaba, no conseguía entrar en relación con nadie.4
Alguien podría insinuar que necesitamos las relaciones porque somos limitados, finitos, pero Dios, que es infinito, perfecto… Pues bien, el descubrimiento más apasionante es justamente que la relación, la comunión, es la forma propia del Dios cristiano, de la Trinidad. La naturaleza de la Trinidad es este movimiento perenne, esta relación amorosa que incesantemente se cumple y se renueva. Y, por la sobreabundancia de este amor —Dante lo explicará muchas veces—, por el desbordamiento de esta relación amorosa, Dios crea el mundo de forma incesante.
Fijémonos ahora en el segundo misterio de la fe, la encarnación del Hijo de Dios. Mediante su encarnación, Dios asumió una carne humana en el hombre Jesús de Nazaret. Pero, si Dios ha tomado carne humana en Jesús, significa que ese acontecimiento «se plantea como el sentido de toda la historia: […] [Jesús] afirma que todo le pertenece a Él. […] Cristo resucitado proclama que en la historia todo es redimible, que de la vorágine de los acontecimientos no se pierde nada».5
En definitiva, con su encarnación, Dios no ha asumido solo la carne de un hombre, ¡sino toda carne humana! Entonces ya nada me es ajeno, ni el amigo ni el enemigo, ni los éxitos ni los fracasos, ni la alegría ni el dolor, ni el escándalo terrible por el mal injusto o por el dolor inocente. Todo es acogido y recapitulado en el Cristo sufriente que, en la cruz, abraza a toda la humanidad y toda la historia, según la estupenda formulación con la que Juan Pablo II abrió su primera encíclica: «Cristo, redentor del hombre, es el centro del cosmos y de la historia».6
Entonces, la encarnación es la posibilidad de que todo se vuelva amigable; es la posibilidad de estar alegres sin necesidad de olvidar nada, de censurar el mal, el dolor y las contradicciones que la vida nos pone delante. Por consiguiente, la salvación no es una recompensa en el más allá por una vida de sufrimiento o de mortificación en el más acá, sino la posibilidad de vivir aquí y ahora la experiencia del ciento por uno: «Quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más —casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones— y en la edad futura, vida eterna» (Mc 10,29-30).
Es una expresión que Giussani citaba frecuentemente y que significaba que “querrás cien veces más a tu chica, serás cien veces más capaz de amistad, te apasionará la justicia en la convivencia social cien veces más, comprenderás a tus padres cien veces más; tendrás una curiosidad por la verdad cien veces mayor; entenderás qué es este brotar misterioso del ser tan lleno de palpitación y qué es la naturaleza, cien veces más; disfrutarás de la música cien veces más.7
Este «ciento por uno» se manifiesta en la vida de los santos. En efecto, los santos son personas que han vivido los dos misterios de la fe, que han vivido en el abrazo de Dios encarnado, y por tanto en comunión con la Trinidad; y todo el Paraíso muestra, virtud tras virtud, santo tras santo, la posibilidad real de vivir esta experiencia de Dios en la tierra.
Los santos no han sido hombres y mujeres perfectos, en el sentido de impecables, siempre moralmente intachables; en el Paraíso nos encontraremos personajes de todo tipo, y no es raro que Dante sitúe codo con codo a hombres que en la tierra no habían tenido relaciones demasiado cordiales entre ellos. Pero la santidad no es una abstracta perfección moral; lo veremos repetidamente, es más bien el abandono confiado en el abrazo de Dios, según la admirable expresión sintética de Piccarda Donati: «En su voluntad está nuestra paz» (Par., III, v. 85).
Resumiendo, decir que el Paraíso es el cántico más teológico, más contemplativo, significa decir que acompañaremos a Dante en su descubrimiento de los misterios de lo que es humano. Lo acompañaremos hasta vislumbrar el misterio mismo de la Trinidad, hasta ver si es cierto que, cuanto más se entrega a la relación que la constituye, tanto más se hace grande y libre una persona; y el misterio de la encarnación, que hace posible vivir cien veces más intensamente la vida sin olvidar ningún aspecto concreto.
1 Véase, por ejemplo, Francesco de Sanctis, Storia della letteratura italiana, Rizzoli, Milán, 2006 [1870], p. 251: «En el infierno la vida terrena se reproduce tal cual, al estar el pecado todavía vivo y la tierra todavía presente ante el condenado. Esto confiere al infierno una vida completa y robusta, que, al espiritualizarse en los otros dos mundos, se vuelve pobre y monótona. Es como ir del individuo a la especie y de la especie al género. Cuanto más avanzamos, más desencarnado y generalizado está el individuo. Se trata, sin duda, de perfección cristiana y moral, pero no de perfección artística. Por ello el infierno tiene una vida más rica y sensible y es el más popular de los tres mundos. Por el contrario, la vida en los otros dos mundos no tiene respaldo en la realidad y es pura fantasía extraída de lo abstracto del deber y del concepto, e inspirada por los ardores estáticos de la vida ascética y contemplativa» (traducción propia).
2 L. Giussani, Por qué la Iglesia, Encuentro, Madrid, 2005, pp. 235-236.
3 M. Ferraresi, Solitudine. Il male oscuro delle società occidentali, Einaudi, Turín, 2020.
4 La historia del chico que fue encontrado en los bosques franceses está relatada, entre otros, en F-X. Bellamy, Los desheredados, Encuentro, Madrid, 2018, pp. 94-96.
5 L. Giussani, op. cit., pp. 237-238.
6 Juan Pablo II, carta encíclica Redemptor hominis, n.º 1.
7 A. Savorana, Luigi Giussani: su vida, Encuentro, Madrid, 2015, p. 609.