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EL PARAÍSO Y EL COSMOS DE DANTE
Otra dificultad con la que nos encontramos cuando leemos el Paraíso es la estructura del cosmos en que Dante sitúa su viaje, obviamente muy distinta de la que conocemos actualmente. Se trata de una dificultad real, por ello vamos a abordarla enseguida, a fin de estar en las mejores condiciones para comenzar la lectura.
¿Cómo está hecho el cosmos de Dante? Como todos los pensadores antiguos y medievales, Dante adopta la descripción del universo propuesta por Aristóteles, corregida por Ptolomeo e integrada finalmente a la luz de la revelación cristiana, que él mismo expone en El convite.1 Alrededor de la Tierra, que está puesta en el centro del universo, rotan diez esferas concéntricas o cielos. Los primeros siete son los de los cuerpos del sistema solar —es decir, la Luna, el Sol y los cinco planetas conocidos entonces— y el octavo es el de las estrellas fijas; hasta aquí había llegado Aristóteles. Para explicar el origen de los movimientos celestes, Ptolomeo había añadido el noveno cielo, el Primer Móvil o cristalino, al que imaginaba formado por una materia transparente. Finalmente, los filósofos cristianos habían introducido un décimo cielo, que no pertenece al mundo creado, sino que es el lugar de Dios y de los bienaventurados, y que Dante llama en El convite «empíreo».2
Antes de proseguir, aclaremos un punto a propósito de esto. El paraíso en sentido estricto se encuentra solo en este último cielo, donde las almas de los santos gozan de la visión de Dios. Sin embargo, Dante no llega directamente al empíreo, sino que atraviesa uno a uno los demás cielos, y en cada uno de ellos se encuentra con determinados grupos de bienaventurados. Como explicará Beatriz (cf. Par., IV, vv. 28-39), esto se produce porque los bienaventurados han dejado temporalmente su sede para salir a su encuentro, para indicarle un recorrido que, a través de los distintos grados de la santidad —volveremos sobre esto enseguida—, pueda educarlo paso a paso en su camino hacia Dios.
Me gustaría añadir algo sobre la fisonomía de los santos en el Paraíso. Como veremos, los bienaventurados no se limitan a mostrarse a Dante, sino que se entretienen bastante con él, y en sus conversaciones no hablan solo de sí mismos o del paraíso, sino que a menudo se detienen sobre los asuntos terrenales, y no pocas veces con un lenguaje que es de todo menos paradisíaco. Se plantean al respecto varias cuestiones: ¿Por qué los santos pierden el tiempo, por así decir, ocupándose de la tierra? ¿Y por qué hablan de ella en términos a veces tan fuertes?
Empecemos por la segunda pregunta. El Paraíso está lleno de expresiones bastante rudas: la «cuba» de la «sangre ferraresa» (Par., IX, vv. 55-56), «soportar el hedor» (Par., XVI, v. 55), «deja que quien tenga sarna se rasque» (Par., XVII, v. 129), y muchas otras. ¿Cómo es posible que los bienaventurados se expresen con términos tan poco acordes con lugar en que se encuentran? Para empezar, el recurso a expresiones tan coloridas y punzantes tiene un valor pedagógico. Es como si Dante usase este lenguaje para darnos a entender cómo se apasionan los santos por nuestra vida, cuán profundo es el vínculo que los une a nosotros, aquí en la Tierra. Un vínculo que podrá asombrar a quien tenga una imagen desencarnada del cristianismo, del paraíso, pero que es esencial en la concepción cristiana de la vida.
Utilizando el lenguaje teológico, podemos decir que, dado que la característica principal de la Iglesia es la unidad —«Como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21)—, la Iglesia triunfante —la del paraíso— participa intensa y profundamente en la vida de la Iglesia militante, que sigue combatiendo su lucha en la Tierra. En palabras más sencillas, podríamos decir que los santos, hombres y mujeres que han experimentado toda la dureza de la condición humana, siguen participando en los sufrimientos y luchas de la humanidad. Es decir, que los santos son aquellos que han salido vencedores, que han jugado y vencido su partida; pero, justamente por eso, porque conocen el drama de la lucha, animan a los que todavía la están librando.
Ahondando más, podemos decir que es Dios mismo quien participa en los dolores y las pruebas de la condición humana. La encarnación no es un evento que se acabase con la vida y muerte de Jesús; por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el evento de la encarnación sigue actuando en la historia.
Volvamos ahora a la estructura del cosmos. Otro aspecto que hay que tener presente, además de la forma, es el movimiento del cosmos, asunto que suponía un gran problema para los antiguos y medievales. ¿Por qué rotan las estrellas y los planetas, y lo hacen con un movimiento tan regular? La respuesta de la astronomía aristotélico-cristiana es ingeniosa. El Primer Móvil, explica Dante, se mueve con un movimiento «velocísimo» porque se ve empujado por el deseo de gozar plenamente de la cercanía de Dios, que está fuera de él. De este modo, con el fin de que cada punto suyo esté lo más posible en contacto con cualquier punto de Dios y, por tanto, pueda gozar más completamente del contacto con Él, el Primer Móvil se mueve con tanta rapidez «que su velocidad resulta casi incomprensible»3. A partir de este Primer Móvil, el movimiento se propaga después a los cielos que están por debajo, bajando desde el de las estrellas fijas hasta el de la Luna.
A esta explicación del movimiento de los cielos acompaña otra que, en cierto sentido, la integra: el movimiento de cada una de las esferas celestes está gobernado por uno de los coros angélicos. Según la teología medieval, los ángeles están divididos en nueve coros, que en la imagen dantesca rotan alrededor de Dios en círculos concéntricos (Par., XXVIII, vv. 16-39); los más cercanos a Él son los serafines, después vienen, por orden, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles.4 Y cada uno de estos coros se ocupa, por así decir, del movimiento de uno de los cielos: los serafines presiden el movimiento del Primer Móvil, los querubines el de las estrellas fijas y así hasta llegar a los ángeles, que regulan el ciclo de la Luna.
Asimismo, a través de estas jerarquías de cielos y coros angélicos, no solo baja a la Tierra el movimiento del empíreo, sino que lo hacen también las virtudes;5 es decir, todas las potencias y las capacidades que Dios introduce en la creación. Como explica Beatriz en el Canto II (cf. Par., II, vv. 112 y ss.), Dios infunde en el Primer Móvil su potencia creadora, que desde allí desciende al cielo de las estrellas fijas. Aquí da comienzo una diferenciación, porque cada constelación no recibe toda la energía de Dios, sino que absorbe de ella únicamente algún rasgo, y por ello la refleja hacia abajo según un matiz determinado. Según va bajando, la potencia divina impregna los cielos de los distintos planetas, y cada uno de estos redistribuye hacia abajo la virtud específica que ha recibido de lo alto según sus propias características; de modo que, grado a grado, la energía creadora de Dios sigue modificándose, y llega a la Tierra en diferentes formas.
De este modo, todo el universo se concibe como una totalidad orgánica en la que, partiendo del único impulso creador de Dios, todos los elementos distintos que forman parte de él están vinculados entre ellos y remiten al Creador, como explica Beatriz ya en el Canto I: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (Par., I, vv. 103-105).
En el marco de esta gran arquitectura, Dante organiza los temas que ha de abordar. Aquí es preciso señalar que en el Infierno y el Purgatorio había dedicado un espacio a la explicación de su estructura en relación con la distribución de los pecados (cf. Inf., XI, vv. 1-66; Purg., XVII, vv. 91-139), mientras que en el Paraíso no encontramos una reflexión análoga sobre el orden de las virtudes. Sin embargo, la pasión racional de Dante por el orden del mundo, que se refleja en la escritura rigurosa de su poema, no podía desde luego fallar aquí; de hecho, creo que el orden con que construye el recorrido es claramente reconocible. Veámoslo.
Los cantos del I al IX, como los otros cánticos, son introductorios y plantean el tema del orden del mundo, percibido en sus distintos aspectos:
— Luna, el orden del cosmos:
• Cantos I-II: orden del cosmos.
• Cantos III-V: la libertad del hombre frente a fuerzas superiores a Él.
— Mercurio, el orden de la historia universal:
• Canto VI: la historia política: el Imperio.
• Canto VII: la historia religiosa: la redención.
— Venus, el orden de la historia personal; es decir, el sentido de las inclinaciones de cada uno:
• Canto VIII: para el bien social.
• Canto IX: para la salvación personal.
Los cantos del X al XXII tratan las distintas virtudes, por así decir, humanas:
— Sol (cantos X-XIV): la verdadera sabiduría.
— Marte (cantos XV-XVIII): el testimonio hasta el martirio.
— Júpiter (cantos XIX-XX): la justicia humana y la justicia divina (el misterio de la elección de Dios).
— Saturno (cantos XXI-XXII): la contemplación del misterio de Dios y el compromiso en la historia.
Finalmente, los cantos XXIII al XXXIII abordan las virtudes teologales y marcan el camino hacia la contemplación del mismo Dios:
— Cielo de las estrellas fijas (cantos XXIII-XXVII): las tres virtudes teologales y el triunfo de las almas del paraíso.
— Primer Móvil (cantos XXVIII-XXIX): los ángeles.
— Empíreo (cantos XXX-XXXIII): visión directa, primero de los bienaventurados y de los ángeles, y finalmente de Dios; con los tres pasos de la visión de Dios: unidad en la multiplicidad, Trinidad, encarnación.
Dicho todo esto, anticipamos la posible objeción de algún lector que sonaría más o menos así: Dante creía que todo giraba en torno a la Tierra y que los astros ejercían una influencia sobre la vida, y tenía necesidad de Dios y de los ángeles para explicar todos esos movimientos que, de otro modo, no podía justificar; pero ahora nosotros tenemos la física galileana, el cosmos newtoniano, sabemos que el universo se mueve por efecto del Big Bang y de la fuerza de la gravedad. ¿Cómo podemos tomar en serio sus afirmaciones sobre la unidad del cosmos y el orden del mundo que inducen a pensar en un creador?
Para responder a esta eventual objeción, me limito a hacer tres observaciones.
La primera: no olvidemos que el cosmos de Dante refleja, en el fondo, una sabiduría antigua. Desde siempre, los hombres han visto que todas sus actividades están ligadas a los ciclos de la naturaleza, a las estaciones, a las fases lunares, etc.; por ello, el sentimiento que percibe un vínculo profundo entre los eventos de la Tierra y los del cosmos no tiene nada de ingenuo.
La segunda: también en la época moderna, muchos científicos se han visto empujados, precisamente por el descubrimiento de las leyes que regulan el universo, a mirarlo con asombro estupefacto y a levantar los ojos hacia un posible creador, empezando por el mismo Newton: «Los movimientos que tienen ahora los planetas no pudieron surgir de ninguna causa natural sola, sino que fueron impresos por un agente inteligente».6 El mismo Einstein, entre otros, se hace eco de ello: «Cualquiera que esté seriamente comprometido con la investigación científica se convence de que existe un espíritu que se manifiesta en las leyes del universo. Un espíritu muy superior al del hombre, un espíritu frente al cual, con nuestras modestas posibilidades, solo podemos experimentar un sentimiento de humildad. De este modo, la investigación científica conduce a un sentimiento religioso».7
La tercera: incluso sin llegar explícitamente a Dios, los científicos no dejan de constatar admirados cómo el orden del mundo está en función del desarrollo de la vida humana. En el Canto X, Dante observa que la inclinación de la eclíptica permite la alternancia de las estaciones y señala que si esta inclinación fuese ligeramente distinta, resultaría muy difícil que hubiera vida sobre la Tierra (cf. Par., X, vv. 13-21). Siete siglos después, los científicos hablan de principio antrópico para indicar el hecho de que las leyes que gobiernan el universo parecen hechas aposta para permitir el desarrollo de la vida, y explican que, si una sola de las constantes físicas hubiese sido infinitesimalmente diferente de lo que es, el universo no habría tenido el desarrollo que ha hecho posible la formación de las estrellas, de los planetas y de la vida.8
Con esto no pretendo desde luego decir que el orden del mundo prueba o demuestra la existencia de Dios. Digo simplemente que, con el progreso de las ciencias, el asombro por el orden del universo y por el nexo entre este orden y nuestra vida no ha desaparecido. Ayer como hoy, el orden del mundo induce a reflexionar sobre la relación entre el hombre y el Creador. Lo cual no significa que lo demuestre mecánicamente, porque, también aquí, siempre está en juego la libertad del que conoce.
1 «Digo, pues, que del número y situación de los cielos ha habido muchas opiniones, si bien la verdad ha sido alcanzada al final. […] Y el orden de situación es el siguiente: el primero que enumeramos es aquel donde está la Luna; el segundo es aquel donde está Mercurio; el tercero es aquel donde está Venus; el cuarto es aquel donde está el Sol; el quinto es el de Marte; el sexto es el de Júpiter; el séptimo el de Saturno; el octavo, el de las estrellas; el noveno es aquel que solo conocemos por este movimiento que hemos referido, al cual muchos llaman cielo cristalino, esto es, diáfano o totalmente transparente. En realidad, además de todos estos cielos, los católicos ponen el cielo empíreo, que quiere decir cielo de llamas o cielo luminoso, y afirman que es inmóvil, por tener en sí, en todas sus partes, lo que su material requiere. Y este es el motivo de que el Primer Móvil tenga un movimiento velocísimo, pues por el vehementísimo deseo que cada una de las partes del noveno cielo, inmediato a aquel, tiene de estar unida con cada una de las partes de aquel divinísimo y sereno cielo, se dirige a este con tanto deseo, que su velocidad resulta casi incomprensible. Quieto y pacifico es el lugar de aquella suma deidad, que es la única que se ve [a sí] por completo. Este es el lugar de los espíritus bienaventurados, según lo afirma la santa Iglesia, que no puede decir mentira […]. Este es el soberano edificio del mundo, dentro del cual queda incluido todo el mundo y fuera del cual nada existe; y no está en un lugar determinado, sino que fue formado solamente en la primera Inteligencia […]. Y así, resumiendo el razonamiento hecho, son diez los cielos que hay» («El convite», II, III, en Obras completas de Dante Alighieri, BAC, Madrid, 2015, pp. 590-591).
2 En realidad, el término empíreo no aparece nunca en la Divina comedia. Sin embargo, siguiendo una tradición ya consolidada, a lo largo del comentario lo utilizaremos nosotros también para indicar el mundo que Dante contempla más allá del Primer Móvil.
3 «El convite», II, III, 9, en Obras completas de Dante Alighieri, op. cit., p. 591.
4 Que no se confunda el lector con el doble matiz de significado de la palabra ángeles. Por un lado, ángeles es un término genérico, que comprende los distintos tipos que hemos nombrado. En este sentido, serafines, querubines, etc., son todos ángeles. Por otro, el término se usa de modo específico para indicar un grupo particular, el de aquellos que solo tienen la calificación de ángeles sin pertenecer a ninguna de las otras categorías.
5 Que no se despiste el lector aquí tampoco con el doble significado del término. Por un lado, como hemos visto, virtud es el nombre de uno de los coros angélicos; sin embargo, de aquí en adelante usamos el vocablo en su significado más habitual de ‘capacidad’, ‘potencia’, como cuando se habla, por ejemplo, de las virtudes curativas de una planta.
6 I. Newton, Carta a Richard Bentley, 10 de diciembre de 1692 (traducción propia).
7 H. Dukas y B. Hoffmann, Albert Einstein. The Humane side, Princeton University Press, Princeton, 1989, p. 32 (traducción propia).
8 Cf., por ejemplo, J. D. Barrow y F. J. Tipler, Il principio antrópico, Adelphi, Milán, 2002; M. Rees, Seis números nada más, Debate, Madrid, 2001.
EL PARAÍSO: LA PALABRA, LA EXPERIENCIA, LA MIRADA
Aclarado todo lo anterior, podemos centrar ahora nuestra atención en algunos elementos claves del Paraíso.
Una primera característica a la que se refiere Dante continuamente es la dificultad para narrar con palabras adecuadas lo que ha visto. Desde el primer hasta el último canto retorna, como una especie de motivo conductor, la advertencia al lector: «Ten en cuenta que la experiencia que he tenido es tan extraordinaria que cualquier intento de referirla es limitado, inadecuado y pobre». Podría resonar aquí la objeción acerca del carácter abstracto del Paraíso. Es verdad que el Infierno es concreto, reproduce la vida tal como es, y por ello resulta más fácil comprenderlo; aquí estamos hablando de algo etéreo, extraño a la vida cotidiana, por eso las palabras de la vida resultan inadecuadas…
Para responder a esta objeción, nos remitimos a una observación general: no solo Dios, sino toda la realidad material, todo lo que tenemos ante nuestros ojos, va más allá de nuestra capacidad de comprender, y por tanto de describirlo con palabras; cualquier palabra, cualquier discurso no es más que una aproximación que trata de captar algún elemento de la realidad, pero nunca llega a agotarla.
La insuficiencia del lenguaje resulta especialmente evidente cuando abordamos los aspectos decisivos de la vida. Pensemos en las experiencias fundamentales de la existencia: ¿Qué es el amor?, ¿qué es la amistad? Podemos hablar de ello durante horas, semanas, pero nuestras palabras siempre resultarán pobres con respecto a la experiencia. Y, para alguien que no haya tenido la experiencia de un amor o de una amistad, esas palabras, por mucho que su significado literal resulte claro, siguen mudas.
Esto no quita para que las palabras puedan, en cualquier caso, constituir una invitación. Es lo que nos pasa cuando nos topamos con un testigo, con una persona que nos muestra una forma bella e interesante de vivir. Pero lo que realmente nos convence, lo que nos empuja a seguirlo, más que la comprensión exacta del contenido de sus palabras, es la alegría de su rostro, es la promesa de bien que contiene su forma de ser y de estar en el mundo.
Pensemos, por ejemplo, en el comienzo del Evangelio de Juan (cf. Jn 1, 35-41). Aquí nos encontramos con Juan y Andrés, que están escuchando al Bautista que habla y que, en un momento dado, grita: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1,36). Entonces esos dos se van detrás de ese hombre y pasan con él todo el día. Al día siguiente, Juan se encuentra con su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). ¿Qué les diría Jesús a aquellos dos para suscitar en ellos semejante certeza? No lo sabemos. Pero imagino que cuando Simón le preguntara a Andrés: ¿Cómo puedes saberlo, qué os ha dicho para que hables de este modo?, el pobre Andrés balbucearía confuso: No sé, no me acuerdo, dijo esto, aquello… No recordaría las palabras, pero la impresión que aquel hombre le había producido estaba grabada en su corazón. Exactamente como dice Dante en el Canto XXXIII (vv. 58-63):
Como aquel que soñando ve, y después del sueño la impresión recibida permanece, y no queda más en la mente, así estoy yo, que casi ha cesado mi visión completamente y aún destila en mi corazón la dulzura que nació de ella.
En este sentido, el hecho de que no basten las palabras para describir una experiencia no representa un límite; tiene un valor positivo, porque suscita en quien escucha el deseo de experimentarla a su vez. Por poner un ejemplo algo reductivo pero claro: es como cuando un amigo, al volver de las vacaciones, nos habla entusiasmado del lugar donde ha estado, de los paisajes maravillosos, de la comida exquisita, del hotel cómodo y barato… Es obvio que sus palabras consiguen solo dar una idea aproximada de lo que ha vivido, pero tú empiezas a pensar que el año que viene quieres reservar plaza en ese mismo sitio. Y, si esta dinámica vale para un detalle como son las vacaciones, cuánto más lo será para el interés supremo, el interés por la felicidad, por el significado de la vida. Es como si el interlocutor nos dijese: Sí, trataré de darte una idea con mis pobres palabras, pero estas son solo un punto de partida, una invitación para que tú mismo vivas esa experiencia.
Una vez más, vuelve a la mente el himno de san Bernardo: «Nec lingua valet dicere / nec littera exprimere; / expertus potest credere».1 Ni la palabra (lingua) ni la escritura (littera) consiguen expresar; solo quien lo experimenta puede comprender. La palabra siempre resulta pobre, pues reduce de algún modo la realidad que nombra; el valor de la palabra verdadera, del testigo que cuenta una experiencia como la de Dante, consiste en encender el deseo en la persona que escucha de vivir la misma experiencia. El mismo Dante lo recuerda repetidamente: «A los que la gracia proporcione una experiencia así» (Par., I, v. 72); «pero puede ser creído y desear verlo» (Par., X, v. 45); «pero quien toma la cruz y sigue a Cristo, me excusará por lo que dejo de decir» (Par., XIV, vv. 106-107); y así sucesivamente.
Es tan cierto que la palabra es siempre inadecuada para describir la realidad y, a la vez, constituye una invitación a vivir una experiencia, que para comunicarse a los hombres Dios no ha elegido el camino de la palabra, sino el de la experiencia; o mejor, de la palabra que toma carne en una experiencia: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Para comunicarse a los hombres, la palabra eterna de Dios no se ha quedado momificada en un libro, que contiene una descripción de la naturaleza de Dios o un manual de normas de comportamiento, sino que ha tomado carne y sigue en una realidad viviente. «Y el Verbo se hizo carne» quiere decir que el camino para encontrar a Dios, para entrar en el misterio de Dios, no es solo la lectura de un texto, sino la participación en la experiencia amorosa de su presencia en la Iglesia.
Cuando oigo hablar de las tres religiones del libro me sublevo un poco. ¡El cristianismo no es una religión del libro! Es verdad que están las Escrituras y el Evangelio, pero el Evangelio es la descripción de una experiencia que continúa en la Iglesia; y la lectura del Evangelio tiene una función análoga a la que Dante atribuye aquí a la poesía, que es invitarnos a vivir la misma experiencia que se relata en el poema. Es la experiencia lo que hace posible el conocimiento verdadero, que es, en efecto, identificación, implicación afectiva en la vida de otro, en la trama de relaciones que encontramos; y luego la palabra procura dar voz a esa experiencia.
Podríamos decir que la encarnación establece el primado de la experiencia sobre el discurso. Y, de este modo, entre otras cosas, hace que el saber sea accesible a todos: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los sencillos», dice Jesús (Mt 11,25). Ya lo observamos con anterioridad,2 pero, al emprender la última etapa del recorrido, la más rica en discursos filosóficos y teológicos, me parece importante traerlo a colación para no caer en la tentación de pensar que aquí nos las tenemos que ver con temas que solo pueden entender los que tienen una determinada formación.
Creo que nos ayudan a introducirnos en este tema algunas líneas de una carta escrita hace años por un chaval problemático y genial que, después de decir que lo único que los chavales necesitan son adultos que sepan testimoniarles una esperanza,3 prosigue así:
Su esperanza, si es verdadera, fascinará por sí misma, pero tiene que ser verdadera, vivida de verdad. Debe ser verdadera como la de mi abuelo, que, durante la guerra, fue náufrago durante dos días y dos noches porque los ingleses habían hundido su barco; que vio morir de forma terrible a muchos de sus compañeros y que después se salvó llevando consigo la angustia y los traumas de aquellos días. Y que sin psicólogos ni maestros de la expresividad sacó adelante a una familia, enseñó a amar y a «hacer las cosas con los siete sacramentos», como le gustaba decir. O mi abuela, que con ocho años tenía joroba, que vio pasar delante de ella a la muerte durante la guerra, que se montó su propia tienda en la que trabajó hasta la vejez. Mi abuelita pequeña, pequeña, a la que he visto llevar 70 kilos a la espalda y que nos enseñaba de pequeños a matar las serpientes del jardín. Que se dejó conquistar por mi abuelo, que iba a buscarla al pueblo con el carrito del helado, que usaba para cortejarla. En tres meses se casaron y permanecieron juntos toda la vida entre alzhéimer, sacrificios y problemas. ¿Entiendes, Franco?
Mi abuelo expresaba su amor con el carrito del helado, y mi abuela, que era dura como el mármol, pero inteligente como un ángel, se casó con él. Punto. Se casó con él en dialecto, se casó con él llevando dentro la esperanza. Porque el dialecto de mi abuela tenía algo que decir, tenía una esperanza. Yo no me caso ni en arameo, esperanto o serbocroata, con todos los textos de Freud y compañía, las enciclopedias y las artes, cómodamente disponibles en cualquier formato imaginable.
Estoy seguro de que, si Dante se hubiese encontrado con mi abuela, habría hablado con ella amablemente del huerto y de la tienda, y si hubiese hablado de su viaje por el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso, Dante habría dicho: «Tel se anca ti Maria, il Signur ved e prued» [«Tú también lo sabes, María, el Señor ve y provee»], y mi abuela habría entendido. Además, mi abuela escucharía gustosa la Divina comedia, siempre le fascinó. Pero habría comprendido todo en esa frase. Porque mi abuela hablaba la lengua de Dante, la abuela vivía la lengua de Dante, aunque hubiera aprendido el italiano en el colegio, y hablara en dialecto.
Frente a estos abuelos, frente a mis abuelos y a generaciones de campesinos y de artesanos que desde tiempos remotos llegan —¡gracias a Dios!—hasta nuestros días, no puedo dejar de preguntarme: ¿De dónde sacaban una sabiduría así? No habían ido al colegio, no habían estudiado, probablemente ni siquiera entendían mucho de las homilías del cura. ¿De dónde les venía una sabiduría así?
Me atrevo a ofrecer una respuesta que creo haber comprendido hace poco, gracias a la situación de reclusión a la que me ha obligado la pandemia. Para evitar lo más posible el riesgo de contagiarme de covid, me había refugiado en una aldea de montaña. Permanecí allí durante meses, y pasé casi todo el tiempo dedicado a actividades que me gustan, pero a las cuales, por la vida que he llevado, nunca había conseguido dedicarme: trabajar la madera, serrar, cepillar, abrillantar, barnizar… Y, cuanto más trabajaba, más cuenta me daba de que era un analfabeto, de que tenía que aprender desde el principio lo que habitantes del lugar, que ni siquiera habían terminado la enseñanza básica, conocían al dedillo porque lo habían mamado. Y, poco a poco, comprendí que lo que ellos habían respirado desde pequeños y que a mí me faltaba era la capacidad de obedecer a la realidad. Así es, yo veía un trozo de madera y decía para mis adentros: qué bonito, ahora voy a hacer esto, voy a hacer lo otro…, pero la madera no quería saber nada de ello: se arqueaba, se agrietaba, se rompía. Entonces, un amigo de allí me explicó con paciencia: «Bambo [en dialecto bergamasco, es una expresión afectuosa para decir ‘bobo’, ‘tontorrón’], ¿no lo ves? Aquí hay una veta, síguela; allí hay un nudo, evítalo; si vas contra ellos, la madera se te rebela a la fuerza».
De repente, se me abrió un mundo y descubrí de dónde viene esa sabiduría: de la obediencia a la realidad. Porque un campesino, un artesano, para alcanzar su finalidad, para llegar a su cosecha o su producto, ¿qué tienen que hacer? Tienen que mirar cuáles son las características del terreno, del clima, del material con el que trabajan; sin duda, también aran la tierra, riegan, sierran, cepillan…, pero lo hacen obedeciendo a las condiciones que plantea la realidad, plegándose, por así decir, a sus exigencias. Resulta patente que es lo contrario de una actitud derrotista, pasiva, pues actúan, lo intentan, se equivocan, vuelven a intentarlo, inventan, hasta que alcanzan el resultado que quieren, y después uno mejor, y otro mejor aún… Pero la raíz que les permite ser activos y creativos es la obediencia a la realidad tal como está hecha.
Entonces me dije: Por esto los que reconocen a Jesús son sobre todo pescadores, artesanos, pastores: están más acostumbrados a mirar, a reconocer los signos de lo que tienen delante, las evidencias que se imponen ante sus ojos. Por el contrario, la mayoría de las veces los sabios y entendidos se fían solo de sí mismos, y lo miden todo con el metro de sus ideas, de lo que ya saben, tendiendo con mayor facilidad a rechazarlo cuando no corresponde a sus medidas.
No quiero absolutizar en modo alguno. En efecto, sé perfectamente que en la gruta de Belén había pastores, pero también Reyes Magos, que eran ilustres estudiosos. Sabios, ciertamente, pero con una actitud abierta, con un corazón disponible, porque habían visto aparecer en el cielo una señal nueva, extraña, y la curiosidad los había impulsado a ir a ver qué indicaba esa señal. Y, cuando se encontraron ante ellos un espectáculo inesperado, se arrodillaron, plegaron su sabiduría e inteligencia a una realidad distinta de la que quizá esperaban.
Dante nos insta a asumir esta actitud, que debemos reconquistar para leer adecuadamente el Paraíso: estar delante de la realidad tal como se nos da en la experiencia, obedecer a la realidad. Consecuentemente, las palabras que nacen de esta actitud no son expresión de pensamientos abstractos, sino reflexiones sobre la experiencia, intentos de narrarla. Prueba de ello es que el Paraíso es el cántico que contiene más discursos directos, más palabras pronunciadas por los personajes: se trata precisamente del intento de profundizar cada vez más en la experiencia como acontecimiento en acto, no de sustituir la experiencia por un discurso.