Kitabı oku: «Paraíso. Divina comedia de Dante Alighieri», sayfa 6
UNAS PALABRAS DE AGRADECIMIENTO
Acababa de terminar de escribir este comentario cuando me vi deslumbrado por la lectura de la carta apostólica del papa Francisco sobre Dante, Candor lucis aeternae. Imagínese el lector con qué maravilla, con qué conmoción leí las palabras del papa Francisco, que define a Dante como «cantor del deseo humano» (n.º 4):
Dante sabe leer el corazón humano en profundidad y en todos, aun en las figuras más abyectas e inquietantes, sabe descubrir una chispa de deseo por alcanzar cierta felicidad, una plenitud de vida. […] El poeta, partiendo de su propia condición personal, se convierte así en intérprete del deseo de todo ser humano de proseguir el camino hasta llegar a la meta final, hasta encontrar la verdad, la respuesta a los porqués de la existencia, hasta que, como ya afirmaba san Agustín, el corazón encuentre descanso y paz en Dios. […] El itinerario de Dante, particularmente el que se ilustra en la Divina comedia, es realmente el camino del deseo, de la necesidad profunda e interior de cambiar la propia vida para poder alcanzar la felicidad.
Para el papa Francisco, Dante es el «poeta de la misericordia de Dios y de la libertad humana»:
No se trata de un camino ilusorio o utópico sino real y posible, del que todos pueden formar parte, porque la misericordia de Dios ofrece siempre la posibilidad de cambiar, de convertirse, de encontrarse y encontrar el camino hacia la felicidad. […] En esta perspectiva, es significativo cómo el rey Manfredi, ubicado por Dante en el Purgatorio, evoca su fin y el juicio divino: «Después de tener mi cuerpo herido / por dos golpes mortales, me volví / llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. / Horribles fueron mis pecados, / pero la bondad infinita tiene brazos tan largos / que toma en ellos a quien a ella se vuelve» (Purg., III, 118-123).
Pareciera divisarse la figura del padre de la parábola evangélica, con los brazos abiertos, dispuesto a acoger al hijo pródigo que vuelve a él (cf. Lc 15,11-32). El destino eterno del hombre —sugiere Dante narrándonos las historias de tantos personajes, ilustres o poco conocidos— depende de sus elecciones, de su libertad. Incluso los gestos cotidianos y aparentemente insignificantes tienen un alcance que va más allá del tiempo, se proyectan en la dimensión eterna.
El mayor don que Dios ha dado al hombre para que pueda alcanzar su destino final es precisamente la libertad, como afirma Beatriz: «El mayor don que Dios, en su liberalidad, / nos hizo al crearnos, el que está con la bondad / más conforme y el que más estima, / fue el del libre albedrío» (Par., V, 19-22). No son afirmaciones retóricas y vagas, porque surgen de la existencia de quien conoce el precio de la libertad: «Va buscando la libertad, que es tan amada / como sabe el que desprecia la vida por ella» (Purg., I, 71-72)».
Qué sobresalto experimenté al leer las consideraciones del pontífice sobre el hecho de que «en la visión de Dios» se recobra «la imagen del hombre» (n.º 6), como veremos justamente en el Paraíso:
En el itinerario de la Comedia, como ya señaló el papa Benedicto XVI, el camino de la libertad y del deseo no lleva consigo, como tal vez se podría imaginar, una reducción de lo humano en su realidad concreta, no saca fuera de sí a la persona, no anula ni omite lo que ha constituido su existencia histórica. De hecho, incluso en el Paraíso Dante presenta a los bienaventurados […] con su aspecto corpóreo, recuerda sus afectos y sus emociones, sus miradas y sus gestos. En definitiva, nos muestra a la humanidad en su realización perfecta de alma y cuerpo, prefigurando la resurrección de la carne. […] Resulta conmovedora esta revelación de los bienaventurados en su luminosa humanidad completa que no solo está motivada por sentimientos de afecto hacia los propios seres queridos, sino sobre todo por el deseo explícito de volver a ver los cuerpos, los semblantes terrenales: «Que bien mostraron el deseo de recobrar sus cuerpos mortales, / tal vez no por ellos mismos, sino por sus madres, / sus padres y otros seres que les fueron queridos / antes de convertirse en llamas sempiternas» (XIV, 63-66). […] El misterio de la encarnación es el verdadero centro inspirador y el núcleo esencial de todo el poema. En este se realiza lo que los padres de la Iglesia llamaban divinización, el admirabile commercium, el intercambio prodigioso mediante el cual, mientras Dios entra en nuestra historia haciéndose carne, la humanidad, en su realidad concreta, con los gestos y las palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, con el cuerpo y las emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la verdadera felicidad y la realización plena y última, meta de todo su camino.
No escondo que me conmoví frente a la importancia que daba el papa Francisco a las «tres mujeres de la Comedia: María, Beatriz, Lucía» (n.º 7):
En este contexto, la presencia femenina es significativa. Al comienzo del arduo itinerario, Virgilio, el primer guía, conforta y anima a Dante para que siga adelante, porque tres mujeres interceden por él y lo guiarán: María, la Madre de Dios, figura de la caridad; Beatriz, símbolo de la esperanza y santa Lucía, imagen de la fe. Beatriz se presenta con estas conmovedoras palabras: «Soy Beatriz la que te manda que vayas; / vengo del lugar a donde deseo volver / y es el amor quien me mueve y me hace hablar» (Inf., II, 70-72), afirmando que la única fuente que nos puede dar la salvación es el amor, el amor divino que transfigura el amor humano. Beatriz remite, además, a la intercesión de otra mujer, la Virgen María: «Una mujer excelsa hay en el cielo que se compadece / de la situación en que está aquel a quien te envío, / y ella mitiga allí todo juicio severo» (94-96). Luego, dirigiéndose a Beatriz, interviene Lucía: «Beatriz, alabanza de Dios verdadero, / ¿por qué no socorres a quien tanto te amó, / que se alejó por ti de la esfera vulgar?» (103-105). Dante reconoce que solo quien es movido por el amor puede verdaderamente sostenernos en el camino y llevarnos a la salvación, a la renovación de la vida y, por consiguiente, a la felicidad.
Dejo al lector el descubrimiento de las demás perlas contenidas en el texto del pontífice, y termino esta presentación resumida con el mismo deseo con el que el texto se cierra, y que obviamente hago mío:
Dante hoy —intentamos hacernos intérpretes de su voz— no nos pide ser solamente leído, comentado, estudiado y analizado. Nos pide más bien ser escuchado, en cierto modo ser imitado, que nos hagamos sus compañeros de viaje, porque también hoy quiere mostrarnos cuál es el itinerario hacia la felicidad, el camino recto para vivir plenamente nuestra humanidad, dejando atrás las selvas oscuras donde perdemos la orientación y la dignidad. El viaje de Dante y su visión de la vida más allá de la muerte no son simplemente el objeto de una narración, no constituyen un mero evento personal, por más que sea extraordinario.
Si Dante relata todo esto —y lo hace de modo admirable—usando la lengua del pueblo, que todos podían comprender, elevándola a lengua universal, es porque tiene un mensaje importante que transmitirnos, una palabra que quiere tocar nuestro corazón y nuestra mente, destinada a transformarnos y a cambiarnos ya desde ahora, en esta vida. Su mensaje puede y debe hacernos plenamente conscientes de lo que somos y de lo que vivimos día tras día en tensión interior y continua hacia la felicidad, hacia la plenitud de la existencia, hacia la patria última donde estaremos en plena comunión con Dios, amor infinito y eterno. Aunque Dante sea un hombre de su tiempo y tenga una sensibilidad distinta a la nuestra en algunos temas, su humanismo aún es válido y actual y, ciertamente, puede ser un punto de referencia para lo que queremos construir en nuestro tiempo. […]
En este particular momento histórico, marcado por tantas sombras, por situaciones que degradan a la humanidad, por una falta de confianza y de perspectivas para el futuro, la figura de Dante, profeta de esperanza y testigo del deseo humano de felicidad, todavía puede ofrecernos palabras y ejemplos que dan impulso a nuestro camino. Nos puede ayudar a avanzar con serenidad y valentía en la peregrinación de la vida y de la fe que todos estamos llamados a realizar, hasta que nuestro corazón encuentre la verdadera paz y la verdadera alegría, hasta que lleguemos al fin último de toda la humanidad, «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, 145).
El canto se abre en el paraíso terrenal con una breve presentación del viaje que Dante se dispone a realizar (vv. 1-12), seguida de una invocación a Apolo (vv. 13-36). El poeta se vuelve a Beatriz, que está mirando fijamente al sol; también él dirige la mirada al astro, y después de nuevo a la mujer (vv. 37-66). Entonces, experimenta una extraordinaria transformación interior (vv. 67-84), y Beatriz le señala que están volando hacia el cielo (vv. 85-93). Dante se pregunta cómo es posible, y Beatriz le explica que esa subida es conforme al orden con el que Dios ha creado el mundo (vv. 94-142).
Una vez que está «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» (Purg., XXXIII, v. 145), Dante comienza la última etapa de su apasionante viaje. Y en los primeros cuatro tercetos nos ofrece enseguida las coordenadas de dicho viaje (I, vv. 1-12):
La gloria de Aquel que todo lo mueve se extiende por el universo y resplandece en unas partes más y menos en otras. En el cielo que más intensamente recibe la luz estuve yo y vi cosas que ni sabe ni puede narrar el que desciende de allí, pues al acercarse a su deseo nuestro entendimiento profundiza tanto que la memoria no puede seguirle. Sin embargo, cuanto del santo reino haya podido atesorar en mi mente, será ahora materia de mi canto.
Siempre me ha entusiasmado el hecho de que el Paraíso se abra y se cierre con este verbo simple y fundamental: mover. «La gloria de Aquel que todo lo mueve», aquí, al principio del camino; «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» (Par., XXXIII, v. 145), en el último verso, en el culmen de la visión de Dios.
Con este verbo, situado precisamente al principio y al final, Dante señala con gran eficacia que todo lo que sucede en el mundo, desde el movimiento de los astros hasta el crecimiento de las plantas, desde la alternancia de las estaciones hasta los avatares de la historia humana, nace del movimiento originario del amor trinitario en el que las tres personas se abrazan. Dios es eterno movimiento, y el amor de Dios, que fluye eternamente, mueve el mundo, la historia y la vida de cada uno. El camino del Paraíso será el continuo desarrollo de este verbo, mover, que al abrir y cerrar el cántico recoge completamente en el movimiento del abrazo, siempre igual y siempre nuevo, de Dios a sí mismo y al mundo.
Este abrazo, además, «resplandece en unas partes más y menos en otras». La gloria de Dios es una, el origen de la belleza del cosmos es en todas partes el mismo; pero se refleja en la creación en modos y formas diferentes. Es un tema que encontraremos de forma repetida: la incesante relación entre la fuente única del bien, de la belleza y de la verdad y las infinitas formas que asume en la creación, todas distintas, pero todas reflejo de la única fuente.
Un segundo tema de esta breve introducción, que volverá como una especie de estribillo a lo largo de todo el camino, es la dificultad extrema de la empresa que nos disponemos a empezar. Dante nos plantea aquí nuevamente, de forma sintética, los factores clave del asunto: Dios como objeto de nuestro deseo, el descubrimiento de lo que Él es como una aventura que implica por completo la inteligencia (nuestro entendimiento) y la insuficiencia de la memoria para conservar una comprensión tan profunda y, por tanto, la inadecuación de la palabra para expresarla. Durante el camino, nos iremos encontrando con estos temas; aquí me limito, al igual que el poeta, a apuntarlos, pero volveremos a ellos junto con él en el momento oportuno.
Dante es tan consciente de la dificultad de la empresa que la invocación que sigue se extiende a lo largo de ocho tercetos (vv. 13-36). Observemos la progresión: un solo terceto de invocación a las musas al comienzo del Infierno (Inf., II, vv. 7-9); dos tercetos al principio del Purgatorio (Purg., I, vv. 7-12); aquí hasta ocho. Y Dante no se dirige a las musas, sino al mismo Apolo, del que ellas dependen. Para una empresa tan fuera de lo corriente, es necesario molestar al mismo dios de la poesía… La invocación termina con un terceto que ha suscitado un sinfín de debates y que se abre con un verso que se ha vuelto proverbial (vv. 34-36):
Poca chispa enciende mucha llama; tal vez después de mí, con mejores voces, se rogará para que Cirra responda.
El sentido literal está claro: de una pequeña chispa nace un gran incendio; por ello, quizá otros me sigan y recen a Apolo —Cirra era una ciudad en la Grecia antigua situada sobre el monte consagrado a Apolo— mejor que yo. Pero ¿qué quiere decir realmente Dante? ¿Qué espera? ¿Que otros, siguiendo su ejemplo, escriban sobre el paraíso obras mejores? Me parece improbable. Mantengamos abierta esta pregunta por el momento. Volveremos a ella a su debido tiempo.
Una vez terminada la invocación, y antes de emprender el viaje, Dante nos da, como ha hecho siempre, una indicación temporal precisa (vv. 37-45): es mediodía. No podemos dejar de señalar otra vez la secuencia: en el Infierno la partida se produce de noche (Inf., II, vv. 1-3), la hora de las tinieblas; en el Purgatorio, al alba (Purg., I, vv. 19-21), el tiempo de la esperanza; aquí a mediodía, en pleno día, la hora de la gloria.
Beatriz ocupa enseguida toda la escena (vv. 46-54):
Cuando a Beatriz vi volverse hacia el lado izquierdo y mirar al sol con fijeza que ni el águila pudo nunca emplear. Y así como un segundo rayo nace del primero y sale reflejado hacia arriba, como peregrino que quiere volver, así de la acción de ella, por los ojos llevada hasta mi mente, se originó la mía y fijé los ojos en el sol, cosa bien fuera de nuestra costumbre.
La relación con Beatriz se abre de nuevo, súbitamente, con su característica fundamental, que es el juego de las miradas. Lo hemos visto ya al leer el Purgatorio (Purg., XXXI, vv. 79-81 y 118-123),1 y encontraremos el mismo dinamismo multitud de veces en el Paraíso: Dante mira a Beatriz, en los ojos de ella ve reflejado el esplendor de Dios, y de este modo también él puede percibir un destello de su gloria.
Después, el gesto de Beatriz se refleja en Dante, que lo imita y consigue mantener la mirada fija en el sol más de lo que somos capaces normalmente los humanos, hasta penetrar en una luminosidad extraordinaria (vv. 61-63). Luego, el poeta dirige nuevamente la mirada hacia ella (vv. 64-66):
Beatriz permanecía con los ojos fijos en las eternas esferas, y yo en ella fijaba los míos, apartados de la altura.
Me gustaría detenerme un momento en este juego de las miradas, porque tiene un papel fundamental en la vida de todos. Lo digo con las palabras de una canción muy querida para mí, la Ballata dell’uomo vecchio, de Claudio Chieffo: «Yo quisiera ver a Dios, quisiera ver a Dios / pero no es posible. / Tiene la cara que tú tienes, el rostro que tú tienes / y para mí eso es terrible».
A todos nos gustaría ver a Dios, descubrir cuál es el misterio que sostiene el mundo, por qué de la naturaleza del ser dependen el significado y el valor de la vida. Pero esto no es posible, porque Dios, precisamente en cuanto Dios, está más allá de cualquier idea que podamos hacernos de Él.
Para colmar esta desproporción insalvable entre un deseo inextirpable y la radical imposibilidad de satisfacerlo, Dios se hizo hombre, para que en el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret, nosotros pudiésemos vislumbrar el rostro del misterio inaccesible. Como se lee en el Evangelio: «El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo» (Jn 1,9). Y esa luz sigue resplandeciendo a lo largo de los siglos en los rostros de todos aquellos que lo han seguido. Es verdad que esto es terrible, como canta Chieffo, porque aceptar que, dentro de una carne humana, con todos sus límites, resplandezca la gloria de Dios no es en absoluto fácil; se necesita humildad y un deseo tan vivo que sepa atravesar todo el barro humano que la recubre para encontrar la piedra preciosa que se vislumbra en el fondo. Pero la única posibilidad que tenemos de ver a Dios es reconocer su esplendor en los rostros de hombres y mujeres cautivados por su presencia. Quién sabe si es este el motivo de que Arnolfo di Cambio, el gran escultor contemporáneo de Dante, realizara alrededor del año 1300 para la fachada del Duomo de Florencia una virgen con los ojos de cristal, que reflejaban sobre los florentinos que la miraban la luz del sol, la luz de Dios…
Para que resulte aún más claro, me permito proponer una imagen que me gusta mucho, que he usado muchas veces en mis encuentros sobre educación. Nuestros hijos, nuestros alumnos —digo siempre— son como chicos que han crecido alrededor de una charca de agua en medio del desierto, rodeada de dunas. Nunca han visto más agua que esa. Para ellos, la máxima concentración de agua es esa charca fangosa y estancada. En esta situación, el educador es como alguien que está en la cima de la duna, y desde ahí su mirada llega hasta el mar; y entonces le dice al chico que está junto a la charca: Mira, allí está el mar, venga, vamos allá… Para el chico, ese reclamo resulta un tanto extraño, él no ha visto más que la charca en su vida; en el fondo tampoco se está tan mal, no tiene ni la más remota idea de lo que es el mar. ¿Por qué debería tomarse en serio la invitación del educador? ¿Por qué tendría que hacer el esfuerzo de subir hasta la cumbre de la duna y asumir el riesgo de emprender el viaje hacia el mar lejano? Para que un chico tenga el valor de ponerse en camino, es necesario que en los ojos del educador brille al menos un reflejo de la luz del mar.
Podríamos concluir así: Dante ha visto a Dios, y en sus ojos se refleja un destello de la luz divina. Por consiguiente, hundiendo nuestra mirada en las páginas que nos ha dejado, también nosotros podremos percibir un destello de la belleza que él ha descubierto y trata de narrarnos.
En este momento, contemplando a Beatriz que contempla a Dios, sucede algo extraordinario (vv. 67-72):
Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses. El transhumanarse no se puede expresar con palabras; baste, por eso, con el ejemplo de aquellos a los que la gracia proporcione una experiencia así.
El poeta dice que se ha transformado, que se ha producido en él un cambio como el de Glauco —personaje de la mitología griega—cuando comió la hierba prodigiosa que lo transformó en un dios.
Transhumanar es un verbo acuñado por Dante para tratar de comunicar algo que no se puede expresar con palabras, que es imposible comunicar verbalmente. Por eso avisa al lector: si quiere hacerse una idea de lo que ha sucedido, tendrá que conformarse con el ejemplo de Glauco. Se trata de un personaje de la mitología griega, un pastor que se había dado cuenta de que los peces que pescaba, después de haber comido una cierta hierba, saltaban de nuevo al mar vivos y coleando; por eso la había probado también él, y entonces se había transformado en una divinidad marina.
En resumen —dice Dante—, esta visión de Beatriz que resplandece con la luz de Dios me ha conducido de modo misterioso a participar de la naturaleza del mismo Dios. Y desde luego es así, pues de la identificación con la gran presencia que uno ha encontrado en los ojos del otro, surge la «criatura nueva» de la que habla san Pablo (2Cor 5,17), un proceso que Dante indica con esta palabra maravillosa, transhumanar.
En el lenguaje de la Comedia, este término tiene un valor técnico, con el que Dante nos está diciendo que su cuerpo terrenal se ha transformado en lo que la teología llama cuerpo glorioso. El cuerpo glorioso, según explican los teólogos, es el que tiene Jesucristo resucitado, por el que conserva todos sus rasgos físicos y su consistencia, hasta el punto de que Tomás puede meter la mano en la llaga de su costado, pero al mismo tiempo tiene características de una naturaleza distinta, de modo que puede pasar a través de las puertas cerradas y, en un momento determinado, subir al cielo. Y cuerpo glorioso es el que tendremos todos el día del juicio universal, cuando con la resurrección de la carne, almas y cuerpos se reúnan (el discurso volverá en el Canto XIV); y comprenderán mis palabras —señala Dante— aquellos «a los que la gracia proporcione una experiencia así»; es decir, a los que la gracia de Dios reserva la experiencia del paraíso. Dante nos está diciendo aquí que su cuerpo ha sufrido esa transformación que le permitirá, entre otras cosas —lo veremos a partir del Canto II—, pasar a través de los cuerpos de los planetas.
Sin embargo, no puedo evitar leer este transhumanar también desde el punto de vista de nuestra experiencia en la tierra. Entonces, observo que el prefijo latino trans- significa ‘más allá’, pero a la vez es la raíz de la preposición intra ‘a través’, por lo que transhumanar indica un estado que va más allá de la ordinaria condición humana, pero que, al mismo tiempo, atraviesa hasta el fondo todas las vicisitudes de la vida.
Pensemos en Jesús. ¿Cómo pudo llegar más allá de la condición humana normal? Porque aceptó pasar a través de todas las circunstancias dolorosas que la vida le puso delante. Tanto es así que su cuerpo glorioso lleva todavía los estigmas, que son las cicatrices de ese paso.
Por tanto, transhumanar no significa abandonar la condición humana, sino transformarla desde dentro, mantener los ojos fijos en el lugar donde se revela el resplandor de Dios, y pasar con esa luz en los ojos a través de todas las circunstancias que la vida nos pone delante hasta descubrir, con infinito asombro —exactamente igual que Dante—, un modo nuevo, distinto, más humano, de mirarnos a nosotros, a los demás, las cosas, todo. La realidad es siempre la misma, pero nuestra mirada ha cambiado, empezamos a mirar el mundo con la mirada llena de benevolencia con la que Dios nos mira a nosotros.
Entonces, si Dante tiene razón cuando sostiene que el significado de transhumanar solo podrá comprenderlo quien tenga la experiencia del paraíso, yo me permito añadir que quien vive ya la experiencia de un anticipo del paraíso en la Tierra puede empezar a entender desde ahora el alcance de este verbo maravilloso.
Volvamos ahora al texto de Dante. En el momento en que su cuerpo cambia de naturaleza, comienza el ascenso al cielo. Pero al principio él no comprende lo que está pasando; sencillamente, se halla inmerso en un espectáculo de luz y de armonía que lo deja sin aliento (vv. 76-84). Beatriz le explica entonces que están subiendo al cielo más veloces que el rayo (vv. 85-93).
Y Dante comenta sus palabras con una expresión que habría que enmarcar: he sido liberado de mi duda «con aquellas breves palabras dichas con una sonrisa» (v. 95) [en italiano, «per le sorrise parolette brevi» (N. del T.)]. Una fórmula que sintetiza maravillosamente una forma de hablar verdaderamente digna del paraíso: palabras sorrise, es decir, que se ofrecen sonriendo, llenas de benevolencia hacia el que las escucha, y breves, es decir, justas, medidas, las necesarias. Qué bella es la condición de ciertos conventos, de ciertas casas, en donde es esta la forma de hablar, en donde incluso los reclamos —a los hermanos, a los hijos, entre marido y mujer…— se expresan con «breves palabras dichas con una sonrisa». Es realmente un anticipo del paraíso.
Pero en este momento surge una nueva pregunta en el ánimo de Dante (vv. 97-99): ¿Cómo es posible que yo suba de esta forma hacia lo alto?
Antes de leer la respuesta de Beatriz, observemos la actitud con la que ella mira al poeta (vv. 100-102):
A lo que ella, después de suspirar piadosamente y dirigiendo los ojos hacia mí con aquel semblante que pone la madre ante los extravíos del hijo […].
¡Qué buena es esta imagen! Beatriz tiene con Dante la misma condescendencia que una madre ante un hijo que desbarra, y deja escapar un suspiro, como diciendo: Vaya cabezota, no entiende ni siquiera lo más elemental, hay que explicárselo todo… Qué ternura tan grande hay en esta relación con Beatriz; es la ternura de una madre por su hijo. Y Dante se siente justamente llevado como un niño en brazos de su madre. Este es el tono de todo el Paraíso: un niño que mira, que se asombra y aprende, y que quiere entender y amar, completamente seguro de la madre que lo guía.
Aquí Beatriz empieza su explicación, la primera de las grandes lecciones que acompañarán a Dante durante todo el viaje (vv. 103-114):
[…] replicó: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios. […] Al orden que digo tienden todas las naturalezas, de diverso modo según están más o menos vecinas de su principio, por lo cual se mueven hacia diversos puertos por el vasto mar del ser y a cada una se le ha dado el instinto que la conduce […]».
Hay que disfrutar y contemplar esta imagen maravillosa del «vasto mar del ser», del universo entero como un inmenso mar en el que cada criatura se mueve hacia su propio puerto —su propia finalidad, su propio destino— según un orden en el que el movimiento de cada una está pensado para armonizarse con el de cualquier otra. El orden y la relación nos remiten al nexo entre Dios y la creación, son el marchamo de la impronta creadora de Dios.
Esta fuerza atractiva del Omnipotente —prosigue Beatriz— es la que mueve tanto a los seres inanimados como a «las criaturas […] que tienen entendimiento y amor» (vv. 118-120), los ángeles y los hombres. Es verdad que, según explica enseguida, para estas últimas la situación es diferente (vv. 127-135):
«[…] Verdad es que, como la forma no concuerda muchas veces con la intención en el arte, porque la materia es sorda para responder, así de este camino se aparta tal vez la criatura, que tiene poder, aunque esté así impulsada, de torcer hacia otra parte (y tal como se puede ver caer el fuego de una nube) si el primer impulso decae torcido por un falso placer […]».
Nos hallamos en el umbral del paraíso, del lugar en el que todo transcurre según la voluntad de Dios, pero Dante no desaprovecha la ocasión de hacer hincapié en lo que hemos aprendido a lo largo de todo el Purgatorio: los hombres son libres. Y, por eso, al igual que a veces la materia no se deja modelar por la mano del artista, el hombre puede tomar una dirección distinta de la que Dios le asigna. Aunque Dante empieza aquí a aprender que toda la creación tiene un orden querido por Dios, no se cansa de repetir que para los hombres este orden no es automático; adherirse a él o abandonarlo es una decisión libre. Y, a fin de expresar este dinamismo, Dante vuelve a usar el vocablo que ha empleado muchas veces en el Purgatorio para indicar el deseo que se separa de su objeto natural: «torcido».2
Sin embargo —concluye Beatriz— tú ahora te has purificado, «libre, recto y sano es tu albedrío» (Purg., XXVII, v. 140), has recobrado tu libertad tal como Dios la había creado, orientada únicamente a Él; por ello, no debe asombrarte lo que está sucediendo (vv. 136-141):
«[…] No debes asombrarte más, si estoy en lo cierto, de tu ascensión quede que un río descienda desde la cumbre de una montaña hasta el pie. La maravilla hubiera sido en ti que, privado de todo impedimento, te hubieres sentado abajo, como lo sería que permaneciese quieto y pegado a la tierra el fuego vivo».
Creo que estos últimos tercetos enlazan maravillosamente los dos temas en torno a los que se construye este primer canto: el orden del mundo y el transhumanar.
Existe un orden en el mundo, «y esto es lo que hace al universo semejante a Dios» (vv. 104-105); todo lo que sucede en él —lo veremos enseguida en el Canto II, y muchas otras veces a lo largo del Paraíso— es fruto de la disposición que Dios ha dado a las cosas. Y de este orden forma parte el hecho de que todos los hombres son creados para alcanzar ese puerto que es Dios mismo; es decir, están hechos para transhumanar, para subir a lo alto, para ir hasta el fondo y más allá de sí mismos.
Podríamos conectar este transhumanar con otra palabra afín, santidad. Atravesar hasta el fondo la condición humana hasta captar su raíz en Dios y vivir la existencia desde la fidelidad a la relación con Dios que la genera es, en efecto, la condición del santo. Esta conexión entre santidad y orden del mundo nos libera de las «falsas ideas» (v. 89) que tenemos muchas veces, cuando pensamos que ser santos es una excepción o que supone un desafío que de algún modo contradice la naturaleza humana o la niega. Sin embargo, no hay nada más natural —es decir, nada más correspondiente a nuestra razón y a nuestro corazón— que la santidad, que la tensión hacia Dios, que el deseo de vivir todo según el orden con el que Dios lo ha creado. El Paraíso pone de manifiesto el continuo y progresivo descubrimiento de que la santidad coincide con la humanidad verdadera.
1 Cf. D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., pp. 349-351.
2 Cf. D. Alighieri, Purgatorio, op. cit., pp. 171 y 184.
La gloria di colui che tutto move per l’universo penetra, e risplende in una parte più e meno altrove. | La gloria de Aquel que todo lo mueve se extiende por el universo y resplandece en unas partes más y menos en otras. |
Nel ciel che più de la sua luce prende fu’ io, e vidi cose che ridire né sa né può chi di là sù discende; | En el cielo que más intensamente recibe la luz estuve yo y vi cosas que ni sabe ni puede narrar el que desciende de allí, pues al acercarse a su deseo nuestro entendimiento profundiza tanto, que la memoria no puede seguirle. |
perché appressando sé al suo disire, nostro intelletto si profonda tanto, che dietro la memoria non può ire. | |
Veramente quant’ io del regno santo ne la mia mente potei far tesoro, sarà ora materia del mio canto. | Sin embargo, cuanto del santo reino haya podido atesorar en mi mente, será ahora materia de mi canto. |
O buono Appollo, a l’ultimo lavoro fammi del tuo valor sì fatto vaso, come dimandi a dar l’amato alloro. | ¡Oh buen Apolo! Para este último trabajo conviérteme en vaso tan lleno de tu valor como lo exiges para otorgar el amado laurel. |
Infino a qui l’un giogo di Parnaso assai mi fu; ma or con amendue m’è uopo intrar ne l’aringo rimaso. | Hasta aquí, una de las cumbres del Parnaso me bastó; pero ahora las dos me son necesarias para entrar en lo que me queda por recorrer.1 |
Entra nel petto mio, e spira tue sì come quando Marsïa traesti de la vagina de le membra sue. | Entra en mi pecho y canta por mi boca del mismo modo que cuando sacaste a Marsias de la vaina de sus miembros.2 |
O divina virtù, se mi ti presti tanto che l’ombra del beato regno segnata nel mio capo io manifesti, vedra’mi al piè del tuo diletto legno venire, e coronarmi de le foglie che la materia e tu mi farai degno. | ¡Oh divina virtud! Si me ayudas de modo que pueda manifestar una sombra del bendito reino estampada en mi mente, me verás llegar a tu árbol predilecto y coronarme entonces con aquellas hojas, pues la materia de que trato y tú me haréis digno de ello. |
Sì rade volte, padre, se ne coglie per trïunfare o cesare o poeta, colpa e vergogna de l’umane voglie, che parturir letizia in su la lieta delfica deïtà dovria la fronda peneia, quando alcun di sé asseta. | Tan raras veces, padre, se consigue eso para triunfar como césar o como poeta, culpa y vergüenza de la voluntad humana, que podría infundir alegre dicha en la serena deidad délfica el follaje del árbol peneo cuando alguien siente sed de alcanzarlo.3 |
Poca favilla gran fiamma seconda: forse di retro a me con miglior voci si pregherà perché Cirra risponda. | Poca chispa enciende mucha llama; tal vez después de mí, con mejores voces, se rogará para que Cirra responda.4 |
Surge ai mortali per diverse foci la lucerna del mondo; ma da quella che quattro cerchi giugne con tre croci, con miglior corso e con migliore stella esce congiunta, e la mondana cera più a suo modo tempera e suggella. | Desde puntos diversos llega a los mortales el resplandor de la lámpara del mundo, pero cuando viene desde aquel que une cuatro círculos en tres cruces, sale con mejor curso y con mejor estrella, y la cera del mundo más a su modo sella y atempera.5 |
Fatto avea di là mane e di qua sera tal foce, e quasi tutto era là bianco quello emisperio, e l’altra parte nera, quando Beatrice in sul sinistro fianco vidi rivolta e riguardar nel sole: aguglia sì non li s’affisse unquanco. | Hecho había, saliendo de tal lugar, que allí fuese mañana y aquí noche, y todo aquel hemisferio estaba blanco y la parte opuesta negra cuando a Beatriz vi volverse hacia el lado izquierdo y mirar al sol con fijeza que ni el águila pudo nunca emplear. |
E sì come secondo raggio suole uscir del primo e risalire in suso, pur come pelegrin che tornar vuole, così de l’atto suo, per li occhi infuso ne l’imagine mia, il mio si fece, e fissi li occhi al sole oltre nostr’ uso. | Y así como un segundo rayo nace del primero y sale reflejado hacia arriba, como peregrino que quiere volver, así de la acción de ella, por los ojos llevada hasta mi mente, se originó la mía y fijé los ojos en el sol, cosa bien fuera de nuestra costumbre. |
Molto è licito là, che qui non lece a le nostre virtù, mercé del loco fatto per proprio de l’umana spece. | Mucho es permitido allí que aquí no se permite a nuestras facultades, merced a que aquel lugar se creó para la especie humana. |
Io nol soffersi molto, né sì poco, ch’io nol vedessi sfavillar dintorno, com’ ferro che bogliente esce del foco; e di sùbito parve giorno a giorno essere aggiunto, come quei che puote avesse il ciel d’un altro sole addorno. | No pude sostener la mirada mucho tiempo ni tan poco que no viese un resplandor en torno, como de hierro candente que sale del fuego, y de repente pareció como que un día se agregaba a otro, como si Aquel que todo lo puede hubiese adornado el cielo con otro sol. |
Beatrice tutta ne l’etterne rote fissa con li occhi stava; e io in lei le luci fissi, di là sù rimote. | Beatriz permanecía con los ojos fijos en las eternas esferas, y yo en ella fijaba los míos, apartados de la altura. |
Nel suo aspetto tal dentro mi fei, qual si fé Glauco nel gustar de l’erba che ’l fé consorto in mar de li altri dèi. | Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses.6 |
Trasumanar significar per verba non si poria; però l’essemplo basti a cui esperïenza grazia serba. | El transhumanarse no se puede expresar con palabras; baste, por eso, con el ejemplo de aquellos a los que la gracia proporcione una experiencia así. |
S’i’ era sol di me quel che creasti novellamente, amor che ’l ciel governi, tu ’l sai, che col tuo lume mi levasti. | Si yo era solo aquella parte de mí que creaste primeramente, ¡oh amor que gobiernas el cielo!, tú lo sabes, que me elevaste con tu luz. |
Quando la rota che tu sempiterni desiderato, a sé mi fece atteso con l’armonia che temperi e discerni, parvemi tanto allor del cielo acceso de la fiamma del sol, che pioggia o fiume lago non fece alcun tanto disteso. | Cuando la esfera que gira por desearte eternamente me atrajo a sí,7con la armonía que tú mides y distribuyes, me pareció entonces que tanta parte del cielo se encendía con la llama del sol, que ni las lluvias ni los ríos formaron nunca un lago tan inmenso. |
La novità del suono e ’l grande lume di lor cagion m’accesero un disio mai non sentito di cotanto acume. | La novedad del sonido y el gran resplandor me encendieron en un deseo de conocer su causa, nunca sentido tan agudamente. |
Ond’ ella, che vedea me sì com’ io, a quïetarmi l’animo commosso, pria ch’io a dimandar, la bocca e cominciò: «Tu stesso ti fai grosso col falso imaginar, sì che non vedi ciò che vedresti se l’avessi scosso. | Por lo cual ella, que veía en mí como yo mismo, para sosegar mi ánimo turbado, antes de que yo preguntase, abrió la boca y empezó a decir: «Tú mismo te confundes con falsas ideas, de modo que no ves lo que verías si las hubieses desechado. |
Tu non se’ in terra, sì come tu credi; ma folgore, fuggendo il proprio sito, non corse come tu ch’ad esso riedi». | No estás en la tierra como crees, sino que el relámpago, huyendo de su esfera, no corre tanto como tú al ascender aquí». |
S’io fui del primo dubbio disvestito per le sorrise parolette brevi, dentro ad un nuovo più fu’ inretito e dissi: «Già contento requïevi di grande ammirazion; ma ora ammiro com’ io trascenda questi corpi levi». | Si se me aclaró la primera duda con aquellas breves y amables palabras, me encontré envuelto en otra nueva, y dije: «Ya satisfecho me veo libre de aquella gran admiración, pero me admiro ahora de cómo yo me levanto sobre estos cuerpos leves». |
Ond’ ella, appresso d’un pïo sospiro, li occhi drizzò ver’ me con quel sembiante che madre fa sovra figlio deliro, e cominciò: «Le cose tutte quante hanno ordine tra loro, e questo è forma che l’universo a Dio fa simigliante. | A lo que ella, después de suspirar piadosamente y dirigiendo los ojos hacia mí con aquel semblante que pone la madre ante los extravíos del hijo, replicó: «Todas las cosas obedecen a un orden en sí y entre sí, y esto es lo que hace al universo semejante a Dios. |
Qui veggion l’alte creature l’orma de l’etterno valore, il qual è fine al quale è fatta la toccata norma. | En ello ven las criaturas de naturaleza elevada la huella de la eterna sabiduría, la cual es el fin para el que está hecha aquella ley. |
Ne l’ordine ch’io dico sono accline tutte nature, per diverse sorti, più al principio loro e men vicine; onde si muovono a diversi porti per lo gran mar de l’essere, e ciascuna con istinto a lei dato che la porti. | Al orden que digo tienden todas las naturalezas, de diverso modo según están más o menos vecinas de su principio, por lo cual se mueven hacia diversos puertos por el vasto mar del ser y a cada una se le ha dado el instinto que la conduce. |
Questi ne porta il foco inver’ la luna; questi ne’ cor mortali è permotore; questi la terra in sé stringe e aduna; né pur le creature che son fore d’intelligenza quest’ arco saetta, ma quelle c’hanno intelletto e amore. | Este lleva al fuego hacia la luna, es motor del corazón de los mortales, aprieta y reúne la tierra en sí;8 y no solo las criaturas que carecen de inteligencia reciben la saeta de este arco, sino aquellas que tienen entendimiento y amor. |
La provedenza, che cotanto assetta, del suo lume fa ’l ciel sempre quïeto nel qual si volge quel c’ha maggior fretta; | La Providencia, que todo lo ha dispuesto, sosiega con su luz el cielo, en el cual gira el móvil más veloz; ahora hacia allí, como a sitio decretado, nos lleva la virtud de aquella cuerda que todo lo que dispara lo dirige a una meta feliz. |
e ora lì, come a sito decreto, cen porta la virtù di quella corda che ciò che scocca drizza in segno lieto. | |
Vero è che, come forma non s’accorda molte fïate a l’intenzion de l’arte, perch’ a risponder la materia è sorda, così da questo corso si diparte talor la creatura, c’ha podere di piegar, così pinta, in altra parte; | Verdad es que como la forma no concuerda muchas veces con la intención en el arte, porque la materia es sorda para responder, así de este camino se aparta tal vez la criatura, que tiene poder, aunque esté así impulsada, de torcer hacia otra parte (y tal como se puede ver caer el fuego de una nube) si el primer impulso decae torcido por un falso placer.9 |
e sì come veder si può cadere foco di nube, sì l’impeto primo l’atterra torto da falso piacere. | |
Non dei più ammirar, se bene stimo, lo tuo salir, se non come d’un rivo se d’alto monte scende giuso ad imo. | No debes asombrarte más, si estoy en lo cierto, de tu ascensión quede que un río descienda desde la cumbre de una montaña hasta el pie. |
Maraviglia sarebbe in te se, privo d’impedimento, giù ti fossi assiso, com’ a terra quïete in foco vivo». Quinci rivolse inver’ lo cielo il viso. | La maravilla hubiera sido en ti que, privado de todo impedimento, te hubieres sentado abajo, como lo sería que permaneciese quieto y pegado a la tierra el fuego vivo». Y al terminar volvió la mirada al cielo. |