Kitabı oku: «Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri»
Colección Digital • Serie Experiencias
Director:
Francisco J. Bueno Pimenta
Comité científico asesor:
Javier Barraca Mairal
Mauro Jiménez Martínez
M.ª Antonia Labrada Rubio
Belén Mainer Blanco
Wilfredo Rincón García
© 2021 Franco Nembrini de los comentarios
© 2021 Gabriele Dell’Otto de las ilustraciones
© 2021 José Mateos de la introducción
© 2021 Editorial UFV. Universidad Francisco de Vitoria
Comentarios y versos en italianos extraídos de la obra, Purgatorio, Mondadori, Milán, 2020. ISBN: 9788418746055.
Textos de los cantos en español extraídos del libro, Obras completas de Dante Alighieri, BAC, 5.ª edición, Madrid, octubre de 2002. ISBN: 9788479141554.
Traducción de los textos de Franco Nembrini: Belén de la Vega
Revisión y adaptación a la edición española de los textos de Franco Nembrini: Carmen Giussani
Primera edición: abril de 2021
ISBN edición impresa: 978-84-18746-04-8
ISBN edición digital: 978-84-18746-05-5
ISBN epub: 978-84-18746-08-6
Depósito legal: M-9142-2021
Preimpresión: MCF Textos, S. A.
Impresión: Punto Verde Artes Gráficas
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Impreso en España - Printed in Spain
ÍNDICE
ANOTACIONES ANTES DEL PURGATORIO
PURGATORIO
EL CÁNTICO DE LA MISERICORDIA.
NATURALEZA Y ESTRUCTURA DEL PURGATORIO
EL PURGATORIO EN CINCO PALABRAS
LA UNIDAD RECOBRADA
CANTO I
CANTO II
CANTO III
CANTO IV
CANTO V
CANTO VI
CANTO VII
CANTO VIII
CANTO IX
CANTO X
CANTO XI
CANTO XII
CANTO XIII
CANTO XIV
CANTO XV
CANTO XVI
CANTO XVII
CANTO XVIII
CANTO XIX
CANTO XX
CANTO XXI
CANTO XXII
CANTO XXIII
CANTO XXIV
CANTO XXV
CANTO XXVI
CANTO XXVII
CANTO XXVIII
CANTO XXIX
CANTO XXX
CANTO XXXI
CANTO XXXII
CANTO XXXIII
EL CAMINO DE LA LITURGIA
ANOTACIONES ANTES DEL PURGATORIO
José Mateos
Probablemente no exista ningún otro clásico que se haya admirado más y leído menos que la Divina comedia. Su importancia ha permanecido indiscutida a lo largo de los siglos y aun en nuestros días, tan proclives a la alergia religiosa, no creo que haya nadie capaz de pensar que un mundo sin la Divina comedia no sería mundo más incompleto, más feo e insustancial, y en el que con toda seguridad mucha de la mejor poesía europea que vino después no hubiese sido posible.
* * *
La Divina comedia requiere una lectura diferente a la que nos han acostumbrado los folletines y novelas del siglo XIX, del siglo XX. La Divina comedia exige, como quizá ninguna otra obra del pasado, constancia y esfuerzo, y una atención dilatada a lo largo de los años.
Cuando uno empieza a familiarizarse con la Divina comedia lo primero que aprende es que no ha leído la Divina comedia quien la ha leído una sola vez.
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A lo largo de su poema, Dante se nos revela como un gran preguntón, como un hombre curioso hasta la impertinencia y siempre insatisfecho. Dante recorre todo su poema con la angustia de saber más ù savere angosciosa». Siempre más. Y en esto se nos presenta como un contemporáneo nuestro, como el mejor representante del hombre occidental. Nada le es indiferente. Todo le interesa.
Al igual que Dante ante la realidad que le rodea, nosotros también queremos saber más, leemos la Divina comedia para saber más, para entender más. Y una y otra vez recorremos sus páginas, paseamos por sus impenetrables misterios, impulsados por el presentimiento de que ese libro contiene todas las respuestas a las preguntas que nos hacemos mientras lo leemos.
La poesía de Dante es como ese personaje del Purgatorio que se oculta en su propia luz. La misma luz que desprende su poema es la que oculta todo lo que Dante quiere saber, todo lo que nosotros queremos saber.
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Lo que Dante nos ofrece en la Divina comedia no es solo un compendio filosófico, o una glosa teológica, o un sistema armónico de todos los saberes de su época. Si fuera así, solo podrían disfrutar de la Divina comedia unos pocos eruditos familiarizados con la ontología tomista o con el modelo ptolemaico del universo. Lo que nos conmueve y lo que fascina de la Divina comedia es la realidad que Dante ha conseguido dejar ahí. De su libro salimos, no sabiendo mucho más de lo que nos espera tras la muerte, pero sí sabiendo más del ser humano, de sus pasiones, de sus anhelos, de lo que nos jugamos aquí en este mundo.
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Con ese esquema tan previsiblemente monótono que ya encontramos en el libro VI de la Eneida, de encuentros y despedidas, de castigos y expiaciones, y con todo el fardo de su época, Dante consigue fascinarnos durante más de quince mil versos, sorprendernos siempre con nuevas situaciones, personajes, diálogos, etcétera. En cualquier otro, ese esquema tan razonado, tan meticuloso, que Dante sigue paso a paso, le hubiera cortado las alas, hubiera ahogado la emoción y el misterio que todo poema requiere. Sin embargo, el milagro de esta poesía es que vuele como ninguna otra llevando toda esa carga o, mejor, que vuela gracias a esa carga.
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La poesía como método de salvación personal es el gran descubrimiento de Dante. La Divina comedia es, al fin y al cabo, una crónica de viaje, la crónica de alguien que busca, no el toisón de oro o el regreso a su patria, sino su salvación. A partir de Dante, el ser humano sentirá, cada vez con mayor exasperación, con mayor resentimiento, la necesidad de hacer ese viaje hacia las tinieblas de sí mismo. Y, lo que quizá es más importante para el posterior desarrollo de la literatura occidental, Dante nos enseña que hacer ese viaje y cantarlo pueden ser la misma cosa.
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La Divina comedia comienza con alguien perdido en una selva oscura y termina con alguien perdido en la visión de Dios. Entre esos dos extravíos, quince mil versos en los que Dante consigue que la realidad parezca un sueño y que el más allá parezca más real que la realidad.
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Ya desde los primeros versos Dante nos da el tono de su poema. Ese tono seco, directo, propio de quien levanta acta oficial de algo que realmente ha sucedido. El hallazgo de ese tono que mezcla sabiduría y candor, inteligencia y frescura, es fundamental para que Dante consiga llevar a buen puerto su empresa.
Gracias a ese tono y a la elección de los tercetos como estrofa única, Dante consigue que su poema nos trasmita la sensación de movimiento, de estar avanzando conforme él se adentra más y más en el ultramundo. Pero no solo eso, con la rima encadenada de los tercetos, con esa música repetida, Dante va adormeciendo nuestros prejuicios y nuestro estrecho sentido de la realidad y nos obliga, como un buen hipnotizador, a entrar en un estado donde acabamos aceptando las situaciones más difíciles, los diálogos más asombrosos, las visiones más increíbles.
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El viaje que emprende Dante al más allá no es para huir del mundo, ni para vengarse del mundo como creyó Nietzsche, sino para verlo de otra manera. Por eso Dante es uno de los poetas que mejor ha mirado el mundo. Porque domina como nadie el primer plano, el detalle. Porque concede a las cosas más pequeñas, más modestas e inapreciables, la dignidad de significar las cosas más grandes.
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Para Dante, como para el campesino de antes de la Revolución Industrial, esa generalización un tanto absurda que denominamos naturaleza no existe. Existen los pájaros, las florecillas del campo, los perros, las ocas, los bueyes, las ranas…, todo eso que a san Francisco le hacía entonar sus himnos de alabanza y le conmovía hasta las lágrimas.
Ese amor por la realidad, esa atención que Dante presta a todo lo real, incluso a las manifestaciones más groseras y despreciables de la realidad, sirve de contrapeso a las construcciones de la fantasía y a todas esas disertaciones rigurosas o eruditas que engrandecen su poema.
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El más allá de Dante supone el concepto cristiano de persona que la posmodernidad ha intentado liquidar a fuerza de marxismo, de estructuralismo, de psicoanálisis… Supone que el ser humano es libre para realizarse en el bien o en el mal. Y este es quizá el mayor inconveniente que algunos lectores actuales puedan tener a la hora de enfrentarse a la Divina comedia: la discusión que Dante mantiene hoy con algunos de los principios de la posmodernidad. Después de Marx, de Freud, de Deleuze, de Foucault…, nuestra idea del ser humano es la de un ser condicionado desde fuera y desde dentro. Desde fuera, por la sociedad y sus estructuras; desde dentro, por el lenguaje y por la red de moléculas que nos conforman. ¿Cómo aceptar entonces la responsabilidad de la persona, que es fundamental, que es la premisa que hilvana la Divina comedia?
Dante acepta que puede haber en algunos seres humanos una disposición natural, incluso social, no buscada por ellos a la incontinencia, a la bestialidad o a la malicia. Pero lo que hace culpable a ese ser humano, según Dante, no es esa disposición, sino el no haberla sabido vencer. Para Dante la voluntad y la razón son más poderosas que la sociedad o la naturaleza.
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El castigo es en la Divina comedia un regreso repetido hasta el infinito de lo que esencialmente el culpable realizó contra otros o contra sí mismo. Lo que Dante hace no es tanto juzgar a este o aquel personaje, sino utilizarlos como un símbolo de una pasión dominante y reflexionar sobre ella como reflexiona la poesía, por medio de imágenes y situaciones.
Sabemos, sin embargo, que ningún ser humano es de una sola pieza, que cada uno de nosotros somos una multitud: no somos solo el violento, el avaro, el perezoso, el justo, el generoso… Ninguna de las personas que Dante retrata como paradigmas de este o de aquel vicio o virtud lo fueron exclusivamente. Y, no obstante, cuando alguien muere, toda esa complejidad se acrisola en unos pocos rasgos, se resume en nosotros en unas pocas palabras, incluso en una sola palabra como aquella que, en la película de Orson Welles, pronuncia Charles Foster Kane en su lecho de muerte: «Rosebud». Los personajes de Dante pueden ser a la vez ejemplificaciones morales de una actitud dominante en ellos y, al mismo tiempo, seres históricos, reales, por esa razón, porque están muertos.
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Lo que hace Dante con sus contemporáneos, convertirlos en símbolos, resumirlos una vez muertos en un vicio o en una virtud, es una tendencia natural de la condición humana.
Es nuestro desconocimiento de esos personajes, el olvido de la repercusión que sus acciones tuvieron en su momento, lo que nos produce la impresión de un Dante soberbio, cruel, de hiena que versifica en los sepulcros, como dijo Nietzsche.
Para la mayoría de los contemporáneos de Dante los personajes que en la Divina comedia ejemplifican vicios y virtudes eran propicios para simbolizar lo que simbolizan en esa obra. Si los sustituyéramos por otros más cercanos a nosotros, la impresión de que Dante se sobrepasa en sus juicios, de que adopta un papel que ningún ser humano debería arrogarse, desaparece inmediatamente. Porque comprendemos entonces que no es tanto Dante el que los juzga como una tendencia natural del ser humano que Dante ha sabido escuchar dentro de sí mismo. Si colocáramos a Hitler entre los tiranos violentos, a Marx entre los falsos profetas o a Nixon entre los mentirosos, a nadie se le ocurriría tacharnos de crueles o soberbios. Tras su muerte, esas figuras históricas han dejado de ser personas para convertirse en símbolos.
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En el más allá de Dante se cumplen los deseos de una manera esencial y para siempre.
A pesar de lo que pueda parecer en una lectura precipitada, esos reinos de ultratumba que en la Divina comedia se describen tan minuciosamente están muy lejos de ser una proyección de la venganza de Dante, o una especie de gran ley del talión divina, es decir, un lugar donde en cada caso se hace contabilidad de las culpas y, según estas, se aplican aumentados los castigos o las penitencias correspondientes. El purgatorio precisamente está ahí, en el centro de ese universo fantasmal, para señalarnos lo contrario. El purgatorio es la pieza esencial del más allá de Dante: un proceso de recomposición, de perfeccionamiento, que, gracias a la contrición que se hizo en vida, se desarrolla después de la muerte mediante la reparación y la enmienda. Y, cuando no ha existido esa contrición, como en los reos que marchan en el Infierno, Dante se limita a dar el asunto por perdido, a dejar al condenado a su suerte, a merced de sus deseos.
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En el Infierno y en el Paraíso se sintetizan y se desarrollan las dos concepciones que del más allá de la muerte han tenido otras culturas. En ocasiones una visión esperanzadora y en otras, una visión más siniestra y terrible. El purgatorio es, por el contrario, una invención cristiana que no se corresponde con nuestros sentimientos más elementales sobre la muerte, sino más bien con nuestra concepción de la vida. El Purgatorio señala la constitución fundamentalmente moral del hombre.
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En el purgatorio se repara lo que se hizo mal o se realiza lo que se dejó de hacer. Como Dante dice por medio de Virgilio «se compensa o se recompone la negligencia o la tardanza en el bien».
Según Dante el alma culpable tiene que pasar por el siguiente proceso si quiere limpiar la mancha del pecado: contrición, confesión, reparación y enmienda. Las dos últimas se pueden realizar en el más allá, en el purgatorio. Las dos primeras tienen que darse en esta vida, aunque sea en el último instante de esta vida.
La diferencia entre infierno y purgatorio, por tanto, no consiste en los castigos que se aplican a cada reino (con frecuencia estos castigos son los mismos, pero distintos en intensidad), sino en una actitud, en la disponibilidad al perdón de los condenados.
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El Purgatorio contiene alguno de los episodios más admirables y menos conocidos de la Divina comedia: el del bosque sagrado o el del barco de las ánimas y encuentros tan inolvidables como el de Bonconte, el de Arnaut Daniel y, por supuesto, el de Beatriz. Pero, por si esto fuera poco, es en el Purgatorio donde Dante se nos aparece como un maestro consumado, como ese gran poeta que sabe pulsar las cuerdas más variadas de la poesía. Todo lo domina. Desde lo grotesco hasta lo sublime, desde la precisión del detalle hasta el razonamiento más complicado.
En el Purgatorio empiezan las profundas disertaciones filosóficas —sobre el amor, sobre la naturaleza del alma, sobre nuestra condición temporal…— y todas esas sutilezas intelectuales que harán de la Divina comedia algo más que un catálogo de estupendas tremendas atrocidades o un magnífico relato de aventuras paranormales, el libro más grande, más asombrosamente vivo, que jamás se haya escrito.
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Por si todo esto fuera poco, la edición que aquí presentamos cuenta con unos comentarios excepcionales de uno de los divulgadores más fiables, vehementes e imaginativos de La Divina Comedia, Franco Nembrini. Él será nuestro Virgilio, y de su mano comenzaremos el ascenso, no sólo a una de las cumbres de la creación humana, sino a la cumbre inalcanzable de la misericordia divina.
Por debajo de estos comentarios del profesor italiano hay mucho conocimiento teológico, muchas lecturas y mucha información bien asimilada, pero lo que más sorprende en Nembrini es cómo consigue que toda esa carga erudita palpite, arda de tan llena de amor hacia los asuntos que trata; sea, en fin, más que unos comentarios al uso, vida, pura vida que nos interpela y nos alecciona.
PURGATORIO
¿Preguntas por qué hay que compadecerme? Es cierto. ¡No hay por qué compadecerme! Lo que hay que hacer es crucificarme, ¡clavarme en la cruz y no compadecerme! Pues, crucifícame, tú que eres el juez, crucifícame y compadéceme después de haberme crucificado. Y entonces yo mismo iré, iré por mi pie, a la crucifixión porque no es gozo lo que ansío, sino dolor y lágrimas… Dolor y lágrimas es lo que he hallado y saboreado. Quien nos compadecerá es el que a todos ha compadecido; el que a todos y a cada uno ha comprendido: Él es el único juez. Vendrá ese día […] Y dirá: «¡Ven a Mí! Ya te perdoné una vez… Te perdoné una vez… Y ahora se te perdonan tus muchos pecados porque has amado mucho...». […] Él juzgará y perdonará a todos, a los buenos y a los malos, a los sabios y a los humildes… Y cuando haya concluido con los demás, nos llamará también a nosotros: «¡Venid ahora vosotros! —dirá—. ¡Venid los borrachos, venid los débiles, venid los vergonzantes!». Y nosotros saldremos todos, sin sentir sonrojo, y compareceremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois unos cerdos! Sois imagen de la Bestia y lleváis su estigma. Pero venid también vosotros». Entonces dirán los sabios, entonces dirán los sensatos: «¡Señor! ¿Por qué acoges a estos?». Y Él dirá: «Los acojo, ¡oh, sabios!, los acojo, ¡oh, sensatos!, porque ninguno se ha considerado digno de ello». Nos abrirá sus brazos y nosotros nos hincaremos de rodillas ante Él… Y lloraremos… Y lo comprenderemos todo. ¡Entonces lo comprenderemos todo! Entonces lo comprenderemos todo y todos lo comprenderán…1
1 Fiódor Dostoievski, Crimen y castigo, Cátedra, Madrid 2003, pp. 90-91.
EL CÁNTICO DE LA MISERICORDIA
«Por donde salimos para ver de nuevo las estrellas».1
Hemos acompañado a Dante y Virgilio en su viaje para sondear el abismo del mal, el propio y el del mundo, el mal que los hombres hacen cuando tergiversan el deseo que los constituye. Cuando, en vez de acoger la belleza del mundo como ocasión para levantar la mirada y dirigirla a su Hacedor, fijan la vista en un objeto deseado —el dinero, una mujer, el poder, la fama…— y acaban por clavarse ahí, reduciendo a un objeto limitado el alcance de su humanidad, que está hecha para el infinito; y con ello arruinando también lo que es bueno, cualquier relación y la posibilidad misma de comunicarse con otros.
Pero Dante y Virgilio salen del infierno «para ver de nuevo las estrellas», y nosotros vamos con ellos. El último canto del Infierno ya nos dejó a los pies de la montaña del purgatorio, sin que el camino de los dos protagonistas hubiera cambiado de dirección: lo que parecía un descenso se reveló como el inicio de una subida. Es como si Dante nos dijera que el solo hecho de mirar a la cara el mal y de llamarlo por su nombre puede constituir ya el comienzo de un cambio, el alborear de la salvación. Pero con la condición de realizar una inversión: tanto Dante como Virgilio, al llegar a la cadera de Lucifer, volvieron su cabeza hacia donde antes estaban sus pies y viceversa.2 Se convirtieron, cambiaron de posición y recobraron su postura original, la que el hombre tenía en el paraíso terrenal. Y así, de esta manera pudieron comenzar su ascensión hacia el paraíso.
Antes de seguirlos en su recorrido por el purgatorio, quiero señalar algunas observaciones introductorias para que también nuestro camino existencial con ellos pueda resultar interesante y que la lectura de la Comedia sea una ocasión para comprender el carácter dramático de nuestra vida y nos ayude a entender mejor para qué estamos en el mundo.
Para empezar, de los tres cánticos el Purgatorio es el que más fácilmente podemos sentir como nuestro. Porque es nuestra y cotidiana la pregunta dramática que impulsa todo el recorrido: ¿se puede volver a empezar? El mal existe, eso es indudable, y a veces parece invencible; por más que nos esforcemos recaemos siempre en él, pero ¿es esta la última palabra? ¿No se puede volver a empezar? En la respuesta a esta pregunta estriba la diferencia entre Judas y Pedro que vimos al comentar el último canto del Infierno: el primero, clavado para siempre en su traición; y el segundo, arrepentido, salvado y rescatado.3
Se trata del problema que se formula en el célebre pasaje evangélico de Nicodemo, que de noche va a ver a Jesús y, en un momento determinado, le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?» (Jn 3,4).4 ¿Se puede nacer de nuevo? ¿Cómo se puede empezar de nuevo sin sucumbir al peso del pasado? ¿Cómo podemos levantarnos cada mañana sin vernos aplastados por el mal que hemos cometido y sufrido?
La respuesta de Jesús a Nicodemo es lapidaria: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Es decir: solos no podemos, hace falta alguien que nos vuelva a levantar. Hace falta un gesto de misericordia. Hace falta alguien que mire el deseo bueno que Dios ha puesto en nuestro corazón y se dirija a él, en vez de fijarse en el mal que aparece en primer plano, como hacemos muchas veces entre nosotros, con nuestros hijos, con el marido o la mujer: «Siempre estás igual, haces siempre lo mismo, nunca haces esto o aquello…».
La primera palabra que hay que tener presente, el pilar que sostiene la arquitectura de todo el Purgatorio, es la «misericordia». O el «perdón», que remite a lo mismo. Pero prefiero hablar de misericordia porque se hace eco del grito: «Miserere» («Ten piedad») del primer canto del Infierno y del terceto final del Himno a la Virgen en el último canto del Paraíso (Paraíso XXXIII vv. 19-21):
En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, se reúnen con toda bondad que se pueda encontrar en la criatura.
La misericordia es la clave del Purgatorio porque es la experiencia que vive Dante en la relación con Beatriz, mucho antes de pensar en la Comedia. De hecho, en la Vida Nueva escribió: «Digo que cuando ella aparecía dondequiera que fuese, ante la esperanza del admirable saludo, no me quedaba ya enemigo alguno; antes bien, nacíame una llama de caridad que me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido; y si alguien entonces me hubiera preguntado cosa alguna, mi respuesta habría sido solamente: “Amor”, con el rostro lleno de humildad».5
No se puede decir mejor. En un momento determinado de la vida, acontece un hecho inesperado que tiene una consecuencia extraordinaria: «Me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido». Y a quien me preguntaba cómo era posible eso —prosigue Dante— solo podía responderle balbuceando la palabra «Amor». No es una definición teórica, una idea o una fórmula: la misericordia es un hecho que se experimenta en la propia vida. Un hecho con el que uno se topa y que parece humanamente imposible porque supera cualquier medida humana.
Quiero subrayar este carácter «imposible» de la misericordia con un pasaje de don Giussani6 muy querido para mí:
Dan ganas de decir que la palabra «misericordia» debería arrancarse del diccionario, porque no existe en el mundo de los hombres, no hay nada que corresponda a ella. La misericordia está en el origen del perdón, es el perdón afirmado en su origen, que es infinito, es el misterio del perdón. La misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio —es el Misterio del que proviene todo, en el que todo va a terminar— en cuanto se comunica ya a la experiencia del hombre. […] El concepto de perdón, con una cierta proporción entre faltas y castigos, es de alguna manera todavía concebible para la razón; pero no en cambio este perdón sin límites que es la misericordia. Recibir el perdón, en este segundo caso, nace de algo que es absolutamente incomprensible para el hombre, nace del Misterio, es decir, de la misericordia. […] Porque la vida de Dios es amor, caritas, gratuidad absoluta, amor sin contrapartida, humanamente «sin motivos». Desde el punto de vista humano parece casi una injusticia o una irracionalidad, precisamente en la medida en que, para nosotros, no parece tener razón de ser. Porque la misericordia es algo propio del Ser, del Misterio infinito.7
No quisiera que sonara exagerado afirmar que la misericordia es imposible para los hombres. De hecho, lo afirma también la Biblia en los versículos 11-12 del Salmo 85: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo». Para nosotros es imposible que la misericordia y la fidelidad a la verdad se encuentren, porque estas dos realidades nos resultan alternativas. Cualquier padre o profesor lo sabe: cuando intentas ser misericordioso, queda comprometida tu fidelidad a la verdad; y cuando quieres ser fiel a la verdad, no puedes ser benévolo con el otro. Efectivamente, por un lado nos parece que para ser bondadosos con los demás tenemos que ser menos claros, menos firmes en afirmar la verdad; por el otro, cuando intentamos ser fieles a la verdad, nos volvemos duros, no conseguimos acoger la diversidad, nos cuesta aceptar que el otro tenga una manera propia de entender la realidad, distinta de la nuestra, y nos enrocamos en defender lo que nos parece justo.
Pero las palabras del salmo bíblico no hablan de algo imposible, sino que constituyen más bien un anuncio: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» es la promesa que el texto sagrado hace a los hombres. El salmo identifica esta conciliación imposible con un acontecimiento futuro, el cumplimiento de la promesa de Dios a su pueblo. Los cristianos afirmamos que esta promesa se ha cumplido en Jesucristo: en él se realiza lo que, de otra forma, sería imposible. Dios manifiesta su acción en la historia haciéndose compañero del hombre en Jesús, que es misericordia y perdón.
La diferencia entre infierno y purgatorio reside en esto.
De forma ingenua, tendemos enseguida a pensar que los condenados han sido «peores», que han cometido pecados más graves; y que las almas del purgatorio también pecaron pero un poco menos, que sus culpas no fueron tan graves. En cambio, no es así. La diferencia de fondo no está en la gravedad de los pecados cometidos. Por citar un ejemplo palmario, Bonconte da Montefeltro se pasó la vida matando a gente, como su padre Guido, pero Guido está en el infierno y Bonconte en el purgatorio. ¿Por qué? «Por una lagrimita» (Purgatorio V v. 107). Bonconte se arrepintió y su padre no. La diferencia determinante entre los condenados y los purgantes no está en la gravedad del pecado, sino en la actitud que la persona asume ante su pecado. Los condenados son hombres y mujeres que se han obstinado y cerrado en su propio error; las almas del purgatorio son pecadores que, desde lo hondo de su mal, han alzado la mirada, han reconocido sus errores, han pedido perdón y han aceptado la misericordia de Dios. Cada uno de ellos podría hacer suyas las palabras de Manfredi, que sintetizan maravillosamente lo que estamos diciendo (Purgatorio III vv. 121-123):
Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve.
Lo esencial no es pecar un poco menos o ser algo más bondadosos, sino aceptar el perdón que se nos ofrece. Y, dado que es la clave de toda nuestra experiencia humana, quiero que nos detengamos en ello, sugiriendo tres imágenes —una cinematográfica y dos literarias— que han sido fundamentales en mi historia, en mi comprensión tanto del arte como de la vida.
La primera imagen es una secuencia de La misión, una película sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay del siglo XVIII.8 El protagonista de la historia, Mendoza —interpretado por un soberbio Robert de Niro—, asesina a su hermano en un duelo por celos y, encarcelado, no habla, no come y quiere morir. Sin embargo, el sacerdote que acompaña a los presos le convence de que es posible volver a empezar y, así, acaba entrando como novicio en la Compañía de Jesús. Pero todavía no ha experimentado en sus carnes el perdón, aún no ha pasado página de verdad; es más, parece que su elección de una vida religiosa fuera una forma de penitencia para expiar el mal cometido. Esta dinámica queda reflejada en una escena inolvidable en la que Mendoza trepa por una pared escarpada, llevando a hombros una pesada red que contiene toda la chatarra que le recuerda su vida pasada, su vida de soldado y, por tanto, su delito. Siempre he visto en esta escena el peso del pasado del que nunca logramos liberarnos, que sigue frenándonos, que nos impide volver a empezar libres de ataduras y con el corazón en paz. En la cima están los guaraníes, aquellos a los que él daba caza como comerciante de esclavos, mirándole con preocupación. Al verle sufrir de tal manera, uno de ellos se le acerca de repente, coge un cuchillo y corta la cuerda que sujeta esa carga, que se precipita por el despeñadero. Y Mendoza rompe a llorar. Es la escena de llanto más bonita que he visto jamás, se trata de un llanto liberador. Este ser perdonado representa verdaderamente el «renacer de lo alto», la posibilidad de volver a empezar.