Kitabı oku: «Y si me da por...»
Y si me da por…
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico
Dirección editorial: Ángel Jiménez
Y si me da por…
© François Pérez Ayrault
© Éride ediciones, 2015
Espronceda, 5
28003 Madrid
Éride ediciones
ISBN: 978-84-18848-69-8
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
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Y si me da por...
François Pérez Ayrault
Y si me da por…
(Inspirado en hechos reales)
Fueron meses difíciles, de mucho trabajo y mucha presión por los compromisos y deudas contraídos para sacar adelante nuestro pequeño negocio, que además compatibilizaba con el trabajo en la Academia General del Aire.
El invierno pasó y se presentó un largo fin de semana que se anunciaba soleado y despejado.
—Nos vamos a La Coruña.
Un fin de semana para desaparecer y solazarnos con las bondades del paisaje marítimo, verdeante, y disfrutar de un plan lúdico-gastronómico en el que pugnaríamos una vez más por encontrar el mejor pulpo, los mejores percebes, nécoras, cigalas, el lacón con grelos, la ternera más jugosa…, todo ello debidamente acompañado del irrepetible pan gallego, los vinos, cada vez más trabajados, y un par o más de orujos, preludio de la siesta del siglo.
Ya echaba cuentas de los puntos que subiría de colesterol, ácido úrico, transaminasas y triglicéridos, además de un sensible aumento de los kilos adiposos agregados a mi monolítica corpulencia. Tan solo y si había caso, y confiaba en que no lo hubiera, saldría a correr unos metros, siguiendo el prudente consejo de mi médico de familia, a quien ya le veía tentado de ofrecerme los servicios de un embalsamador de confianza, al parecer primo hermano suyo.
La gestión de un breve viaje de tres noches en un mundo cuerdo se resuelve con tres mudas, un par de camisas, algún jersey, dos pares de calcetines, una chaqueta de entretiempo, un escueto neceser para los útiles de aseo personal y poco más, máxime cuando las previsiones indican tiempo soleado y temperaturas suaves. Y el litoral marítimo suele ser bondadoso con las temperaturas. Si he de juzgar lo que mi pizpireta esposa habría de llevar, dejado del natural apego a lucir su mejor apariencia, convendría en admitir que en su caso tales elementos se multiplicarían por dos; lo normal.
Pero eso es en un mundo cuerdo. El breve relato que comienzo se basa en los hechos vividos en aquel despejado fin de semana de finales de marzo, coincidiendo con la festividad de San José, día en el que te sorprenden con una corbata con tarjeta de regalo por si la quieres —y quiero— devolver, o un infame dibujo hecho con la complicidad de una profesora de primaria que probablemente te deteste y al que debes dedicarle un espontáneo gesto de incredulidad y asombro que llene de ilusión y entusiasmo a tu hijo o hija pródigo y autor de semejante desastre. Si bien podría ser peor: un trabajo manual hecho con pinzas de la ropa. Pero eso es en ese mundo cuerdo, regido por el sentido común, la sensatez y la observancia objetiva de las cosas y sus necesidades.
Pero en el mundo real es otra cosa.
—Pepe, cariño, mañana nos levantamos, hacemos una maleta y nos vamos, y ya tomaremos algo por el camino.
Asiento con la convicción de quien sabe quién lleva los galones en casa.
Pepe soy yo, el que lleva los pantalones. Ella, Yuleidys, también lleva pantalones, los galones los lleva en su mirada, algo que genera mucha más autoridad que los galones de mi jefe directo, un teniente coronel.
En efecto, me levanté, me duché, me afeité, me vestí de manera informal, hice un paquete con mis necesidades básicas para el viaje, ya expresadas unas líneas más arriba, y bajé a la cocina a preparar un frugal desayuno.
—Pepe, cariño, sube la maleta grande.
Ya empezaba la locura. Bajé al trastero y tomé la maleta grande. Su tamaño invitaba a mudarse, más que a un viaje de placer. Haciendo un poco de Tetris, en esa maleta cabía hasta la bicicleta, el cochecito del niño, y los electrodomésticos de casa. Pero obré con cordura. Ni una palabra. Bajé, como digo, al trastero, tomé la maleta y la subí a nuestro dormitorio. Desplegué la maleta sobre la cama de un metro sesenta de ancho y la cubrió. Sobre la almohada estaba mi pequeño hatillo de viaje, que ocupaba, grosso modo, una quincuagésima parte de la maleta. En un arrebato me atreví a sugerir tímidamente:
—Yuleidys, doy por sentado que sabes que nos vamos para tres noches. No te lo digo por nada, solo para que lo tengas presente.
La mirada de Yuleidys viró hacia mí con las tres estrellas que sus vivarachos ojos exhalaban para dejar claras las cosas. Con un deje entre la condescendencia y una contenida iracundia tan propia de ella, cuyo biorritmo emocional subía y bajaba como un sismógrafo registrando un terremoto de 8,5˚ en la escala de Richter, me espetó en un tono casi amable.
—Pepe, sé lo que piensas. Pero yo ya no soy la misma, he engordado y no sé qué ropa llevarme. Así que me llevo un poco de todo por si acaso.
En efecto, el paso del tiempo en mi pizpireta esposa ha sido, a juicio de ella, devastador. Sin ir más lejos, el día que se casó lo hizo con una talla 38, y hoy, diez años después, gasta una talla 38; si bien, según los casos, pues dependiendo de qué marcas, también le sirve una 38. Pero lo más devastador no es eso, es que ella pesaba 52 kilos hace diez años, y hoy pesa 53. Pero no olvidemos que este es el mundo real, no el cuerdo. Yo, sin ir más lejos, cuando me casé, en primeras nupcias, era un apolíneo y joven alférez de poco más de 80 kilos, y hoy soy un co-mandante menos apolíneo y menos joven de 110 kilos de peso. No recuerdo mi talla de joven e ignoro mi talla de hoy, competencia que dejo delegada a Yuleidys, pues le gusta ocuparse de ese negociado, pero sospecho que la diferencia de entonces a hoy es de unos trescientos puntos básicos, como la deuda nacional. Así y todo preferí confirmarle que nos íbamos para tres noches, no para seis meses.
Siguiendo mi rutina bajé a continuar preparando el desayuno. Yuleidys bajó a mi llamada, le serví café, un zumo de naranja, y le tenía preparada una tostada de pan integral con un poco de queso de untar ligth y una mermelada de ciruela light, la leche que le serví era desnatada y le puse dos comprimidos de sacarina. En un taller literario donde colaboro, a los alumnos les explico lo que es un oxímoron con el desayuno de mi pizpireta esposa.
Yo me apreté un café con leche, un montadito caliente de panceta con queso y un cruasán.
—Estoy gordísima. No me cabe nada.
—Yuleidys, cariño, yo sé lo que es que algo no te quepa, tú no.
—¿Te acuerdas de los pantalones que me compraste, unos vaqueros de Armani, que me quedaban estupendos? Me están súper apretados. Casi no me los puedo abrochar.
En un mundo cuerdo, esos vaqueros súper apretados se llaman ajustados, que es como le quedaban a ella, hacía diez años cuando se los compré, y hoy, diez años después en los que un exceso de un kilo debidamente distribuido por su cuerpo habrían de aumentar el perímetro de su cintura en aproximadamente una micra, que es más o menos lo que le aumentó.
Pero estamos en el mundo real, y el mundo real trae lo que trae.
—Me voy a llevar las zapatillas de deporte por si me da por correr.
—Es una gran idea, yo te acompañaré.
—He pensado en que me voy a llevar los dos lienzos que tengo sin acabar, el caballete y las pinturas por si me da por pintar.
—Me parece muy bien, Yuleidys. Hay que ocuparse en cosas gratificantes.
El desayuno concluyó, y ella volvió a su titánica tarea de proveerse de lo esencial para pasar tres noches en nuestro coqueto apartamento. Recogí el desayuno. Ya estaba listo y subí para ver si podía ser de utilidad en algo y bajar la mastodóntica maleta al coche.
El paisaje del dormitorio me llevó a los días pasados en Afganistán. Era un paisaje distópico. La ropa, en cantidades ingentes, se hallaba desparramada por toda la superficie del dormitorio, colgada de los lugares más inverosímiles, la maleta apenas contenía algo de ropa interior, un par de blusas y unos pantalones vaqueros, los ajustadísimos vaqueros de Armani.
—Yuleidys, cariño, ¿te queda mucho?
—¿Algún problema con mi equipaje?
El tono seco y cortante me invitó a batirme en retirada. A veces es mejor recular y esperar un momento más propicio para abordar la siguiente fase de la operación: salir de una puta vez. Desde que me levanté hasta ese momento ya habían pasado dos horas y media. Bajé a mi despacho y me entregué por espacio de media hora a revisar el correo y echar un vistazo a las portadas de los diarios digitales. Pasaron tres cuartos de hora y acometí, con el valor y arrojo con que me tomo las misiones más peligrosas, la ascensión hacia nuestro dormitorio. El paisaje cambió algo y ya no parecía tan desolador. La maleta estaba llena de ropa con la que estimé que podríamos vestir a una compañía de fusileros para un baile de carnaval. Mi hatillo seguía en el mismo lugar, encima del almohadón y sin opción alguna de compartir espacio con los hatos de mi pizpireta esposa. Algo que su preclara inteligencia advirtió en mi mirada de gilipollas.
—Tienes que cogerte una maleta para ti. Aquí no cabe tu ropa. Lo siento.
Ese «lo siento» no tenía entidad en sí mismo. Era una fórmula de rigor, como el tratamiento protocolario correspondiente en un despacho militar. No había convicción en sus palabras. Que no lo sentía, vaya.
—No hay problema, Yuleidys. Cojo una maleta, cierras la tuya, la bajo aprovechando que estoy aquí, y nos vamos antes de que se haga de noche.
—¿Dónde puedo llevar los zapatos?
—¿Cómo?
—No te hagas como que no me oyes. Ya que bajas, me subes la cesta de mimbre para llevar los zapatos.
Hice una estimación geoespacial del maletero del coche, en el que había que meter una maleta gigante, una maleta liliputiense, lienzos, el caballete de pintura, el maletín con las pinturas, y una cesta de mimbre para los zapatos que mi pizpireta esposa iba a necesitar en las tres noches que íbamos a pasar en nuestro recoleto apartamento.
Cabía todo. Mi cartesiana mente de ingeniero todavía me daba alguna alegría.
Tomé la pequeña maleta de mano, donde me cupo mi hatillo de ropa, el neceser, y aún me sobraba sitio para echar un par de libros, las zapatillas de deporte, unas mallas y un par de camisetas, y aún quedaba un hueco para meter diverso material, como un fusil de asalto debidamente desmontado. Confieso que lo consideré por unas centésimas de segundo. Subí la cesta a mi mujer para que echara, si no conté mal, siete pares de zapatos, unas zapatillas de deporte, unas sandalias y unas chanclas por si el tiempo acompañaba y era preceptiva una visita a las playas cercanas.
—He pensado que me voy a llevar el cesto de las lanas por si me da por hacer un poco de ganchillo.
Tuve que descomponer mentalmente la distribución del maletero y rehacerla de nuevo para agregar el cesto con las lanas y los ganchillos.
—Cariño, en mi equipaje de mano me caben cosas, por si quieres meter un par de libros.
—No, me voy a llevar los libros del curso, el tuyo, y el de Ana Karenina.
—Pero, Yuleidys, cariño… El coche no tiene remolque.
—Sí, pero es que no sé cuál querré leer cuando estemos allí. ¿Y si me da por leer Ana Karenina y no tengo el libro ahí?
—Siempre puedes suicidarte.
Esto último lo dije en un susurro imperceptible que ella, inteligente y despejada como es, no quiso interpretar, ni traducir.
—Yuleidys, cariño, cuando vamos al apartamento me acabas pidiendo que te compre toda la prensa rosa que hay en el quiosco.
—Vale, pero me llevo el de Ana Karenina y los del curso.
El maletero completó con los libros su máxima capacidad. La primera fase de la operación «Viaje de tres noches a nuestro apacible apartamento» llegaba a su inminente conclusión. La siguiente fase era hacer posibles los cálculos mentales que hice y que todo cupiera conforme a mis rigurosas estimaciones, dando por sentado que mi larga experiencia en logística daría sus frutos. Me disponía a cerrar la maleta de mi mujer utilizando mi orondo y descomunal físico para ello cuando Yuleidys me miró como si fuera a hacer una locura y con voz tonante me abroncó.
—¿Qué haces?
—Yuleidys, me llevo la maleta al coche.
—¿Y la colchoneta de yoga?
—Cariño, para tres noches que vamos bastará con que corras algo y te sosiegues con una buena siesta.
—Y si me da por no correr, ¿qué hago?
Decidí no presentar batalla por un «quítame allá esa colchoneta»; bastaría con saltar desde la terraza, desde una altura de dos metros, sobre la maleta para comprimir su contenido y cerrarla.
—De acuerdo, dame la colchoneta de yoga.
—Y la fitball.
Lo que faltaba, un balón del tamaño de un neumático de tráiler.
—¿Lo podemos llevar atado del parachoques?
Me miró con un candor calculado; estaba bajando mis niveles de tensión arterial, que andarían superando sus límites por enésima vez.
—Qué tonto eres. Ven, dame un beso.
Acudí, feliz como una perdiz, a recibir tan suculenta recompensa.
—Solo tienes que desinflarlo y allí me lo inflas.
La tensión se recuperó y se mantuvo en sus parámetros habituales de 10 de mínima y 17 de máxima. Lo normal en un día de saludable convivencia con mi pizpireta esposa.
Bajé a por la colchoneta y el balón de marras y lo desinflé, lo que me llevó su buen cuarto de hora metiendo una cánula por el agujero de inflado y presionándolo con mi cuerpo como si abrazase a un oso polar que no quería dejarse abrazar. Lo plegué y lo guardé en mi maleta, donde lamentaba no haber hecho realidad mi secreto sueño de meter el fusil de asalto. Avezado ya en estas lides, tomé el aparatoso inflador y lo metí en el hueco donde debía entrar el fusil, cuya ausencia ya hacía que me brillaran los ojos de contenida emoción. Dejé mi lado oscuro y cavernario y seguí con los breves preparativos para una salida de tres noches. El mediodía acechaba. Una cosa sabía que no podría ser: tomar algo por el camino.
—Pepe, ¿sabes esas zapatillas de Calvin Klein que son como de deporte pero con tacón?
Saberlo, lo que se dice saberlo, lo sabía.
—No cariño, no sé qué me dices.
—Es por si me da por pasear.
—Yuleidys, cariño, puedes pasear con unos simples zapatos.
—Sí, pero tú sabes que cuando paseo con zapatos de vestir, a los diez minutos me molestan. Anda, hazme el favor, búscalos, que sabes cuáles son, y los pones en la cesta.
—¿Y las botas de buzo, por si te da por rescatar pecios fenicios?
—Tonto, no te metas conmigo.
Mi pizpireta esposa frunció los labios y me guiñó un ojo. Me fui a por las deportivas con tacón de cuña de diseño de Calvin Klein, pensadas para una mujer moderna, sensual, a la que le gusta pasear con un aire informal por alamedas y jardines japoneses en los atardeceres de primavera, sin perder por ello su naturalidad mientras degusta con displicencia un zumo natural de brócoli, berzas, berberechos y mojama, y las metí en la puta cesta de los zapatos con los que podíamos calzar a toda la marinería del portaviones Eisenhower. Retomé la idea de meter el fusil de asalto y la consideré seriamente. Tras unos instantes de sesuda reflexión, lo desestimé. Existían altas probabilidades de que le diera uso.
Con la firmeza y marcialidad que rigen mis actos, subí de nuevo y salté sobre la tapa de la maleta, que tan solo logré que quedara en un ángulo de 90˚. Me tumbé sobre ella brincando sobre mis glúteos hasta que tras unos minutos de paciente bombeo pude por fin cerrar la maleta. La maleta iba, según aprecié, a un 600% de su capacidad.
Bajé la maleta con la ayuda de mi hijo en unas poleas improvisadas, y con mi hija, que tenía el teléfono con el 112 en modo de marcado por si sucedía la peor de las previsiones. Después de un largo rato pudimos colocar todo en el maletero del coche, puesto que las plazas traseras las ocupaban tres perros del tamaño de un berbiquí que eran el delirio de mi pizpireta esposa, y nos dieron las tres y media de la tarde. No tenía objeto iniciar el viaje, así que preparé un pequeño refrigerio a modo de comida. Y tras la obligada siesta, nos dispusimos a salir.
—¿Por qué va el coche tan bajo de atrás?
—Igual es porque he metido una baraja de cartas para echarme unos solitarios y ya iba cargado.
—¿Y no la puedes llevar aquí delante para que se nivele?
—No lo había pensado, cariño. Siempre estás en todo.
—Te estoy tomando el pelo, tontorrón. Ya sé que soy yo. Cuando lleguemos a La Coruña tenemos que ir a Ikea a comprar unos juegos nuevos de sábanas para las habitaciones.
Excelente programación para el viaje. Irse a Ikea a comprar juegos de sábanas. Sonaba espectacular.
—Y luego podríamos pedir presupuesto para cambiar las ventanas de las habitaciones.
Se me estaba haciendo la boca agua. Ya visualizaba entusiasmado el poderoso diálogo entre mi pizpireta esposa y el profesional de las reformas para cambiar las ventanas, seguramente aprovecharía para pedir un presupuesto de pintura y alguna otra cosa se le ocurriría por indicación insidiosa del profesional de las reformas que no entendería cambiar las ventanas y no cambiar las persianas, y así el presupuesto pasaría de mis utópicas tres cifras a las más que probables de cuatro dígitos.
El fin de semana largo transcurrió sin que a mi pizpireta esposa le diera por correr, hacer yoga, punto, pintar ni ninguna de las actividades que programó para su asueto y mejor aprovechamiento. De la biblioteca que trajo, ojeó apenas unas páginas de uno de los tomos del curso y leyó toda la prensa del corazón de la que pude hacer acopio. Todo lo que aconteció fue contraprogramación. Dos visitas a Ikea para comprar sábanas y velas, y una visita del profesional de las reformas que se alargó casi dos horas y media y quedó en pasarnos un presupuesto para cambiar las ventanas, las persianas, el solado de las habitaciones, pintar las habitaciones y el salón, cambiar la puerta de entrada, dar de llana al pasillo y pintarlo también. Le pregunté si poniendo un euro más me podría dejar el apartamento como una réplica a escala del Palacio de Buckingham, ya puestos.
De todas las colecciones de ropa tan solo usó unos vaqueros, tres blusas y una chaquetilla.
Eso sí, yo me apreté unos percebes, y me traje un par de kilos. Por si me daba por cocerlos.
No repetiré la experiencia de casarme con una mujer veinte años más joven. Mis terceras nupcias serán conmigo mismo.
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