Kitabı oku: «El mal»
EL MAL
COLECCIÓN ESTUDIOS TOMISTAS
VOLUMEN 7
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PUBLICACIONES DE ESTUDIOS TOMISTAS
Francisco Canals
Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador
Lucas Prieto, hnssc
Apuntes de filosofía tomista
Thomas-Joseph White, op
El Señor Encarnado. Estudio tomista de cristología
Xavier Prevosti, hnssc
La libertad, ¿indeterminación o donación?
Romanus Cessario, op & Cajetan Cuddy, op
Tomás y los tomistas. El logro de Tomás de Aquino y sus intérpretes
Edward Feser
Cinco pruebas de la existencia de Dios
EN PREPARACIÓN
Thomas Petri, op
Aquinas y la teología del cuerpo
Martin F. Echavarría
De Aristóteles a Freud, y vuelta
FRANÇOIS-XAVIER PUTALLAZ
EL MAL
Primera edición: 2021
© François-Xavier Putallaz
© Éditions du Cerf, para la edición francesa
Título original: Le Mal (2017)
Traducción castellana de Xavier García Camprubí
© 2021 EDICIONES COR IESU, hhnssc
Plaza San Andrés, 5
45002 - Toledo
ISBN (papel): 978-84-949744-4-1
ISBN (ebook): 978-84-18467-12-7
Depósito legal: TO 313-2021
Imprime: Ulzama Digital. Huarte (Navarra).
Printed in Spain
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. LOS TRES POLOS DEL MAL
2. LA OBJETIVIDAD DEL MAL
3. LA NATURALEZA DEL MAL
4. LA DIVERSIDAD DEL MAL
5. LA EXPERIENCIA DEL MAL
6. LA PRODUCCIÓN DEL MAL
CONCLUSIÓN
MEDITACIÓN
INTRODUCCIÓN
¿Qué es el mal?
Esta pregunta se distingue de todos los demás interrogantes humanos: no es una pregunta como las demás. Es diferente porque quien la plantea está implicado en ella. Por ello, uno no suele preguntarse acerca del mal con el desapego sereno de la inteligencia humana que contempla un poco de lejos, con una mirada crítica y por lo tanto distante, una cosa del mundo que tiene a la vista: ahí, el objeto estudiado está delante de nosotros. Con el mal sucede algo distinto. Si planteamos la pregunta es porque nos sentimos teniendo parte en la cuestión. No es lo mismo decir: ¿qué es el arcoíris? ¿cuál es la organización de la vida de las abejas? que: ¿qué es el mal?
En efecto, semejante implicación del hombre en el seno de aquello de lo que habla es algo habitual en la historia de la filosofía, e incluso es una característica distintiva de la misma, ya que no podemos imaginar a nadie preguntarse por el bien o la verdad sin reconocer que habla también de sí mismo. ¿Cómo preguntarse por la belleza sin vibrar internamente con las composiciones más hermosas de Bach o los poemas de Víctor Hugo? Cada una de las grandes afirmaciones filosóficas sobre la vida, el amor, la justicia o el cuerpo, implica al hombre de manera distinta a como lo hacen otras disciplinas: en cada una de ellas él está implicado.
Pero, con el mal, sucede algo más: la pregunta no es del mismo tenor. No solo sacude a todos y cada uno, no solo el mal abruma a la humanidad, no solo conmueve al mundo entero, sino que parece no tiene más realidad que justamente esta sacudida interna. El mal parece existir solo con la experiencia que da fe de él.
Y es necesario, en cierto sentido, dar razón de este sentimiento: porque no hay en el mundo árboles, perros o pájaros, abejas, seres humanos y además males. Parece como si la experiencia del mal abarcara la totalidad del campo arado por él.
¿Qué es el mal?
No se trata de una pregunta más, ya que el mal no es una cosa más, porque no tiene «algo que». El ser humano se dio cuenta muy pronto: no tiene ante él planetas, animales, seres humanos y, junto a ello, una categoría propia que abarcaría las cosas malas. ¿Por qué? Porque el mal no es una «cosa». Es una «privación», como dicen los filósofos.
Un día, uno de mis hijos me preguntó, entre toda una serie de preguntas divertidas: «¿Puedes decirme qué es un agujero, pero sin decir lo que hay alrededor?» Si el lector se detiene en ella un momento, no tardará mucho en darse cuenta de que no puede responderla. El agujero no es una «cosa», una materia más entre las cosas que vemos o tocamos. No es una «realidad» como las otras, visible o tangible: el agujero es una «privación» de tela en este lugar concreto de los pantalones rotos, una «privación» de gas en tal lugar de la capa de ozono, una «privación» de la vista en un in-vidente1 o en uno que ve mal, una «privación» de la vida en este cuerpo cadavérico.
El agujero servirá ciertamente de metáfora útil. Pues lo que inmediatamente impide que el mal tenga un «algo que» a semejanza de las otras realidades observables es lo que hace que no tenga una «esencia», una cierta densidad. He aquí aquello que explica la singularidad de la pregunta «¿Qué es aquello que es el mal?». No hay «algo que»: como un agujero, es rotura, ausencia y destrucción; existe al modo de un hueco o una laguna. El mal sería un defecto, una falta, una deficiencia, una insuficiencia o un fallo. A un solo término de este listado se le podrá achacar defecto: el de «privación». No habrá, pues, «definición» del mal en sentido estricto ya que no se definen más que las esencias.
¿Qué es el mal?
La pregunta se distingue de todas las demás todavía por otra razón, la más temible, que, lejos de hacer de ella una pregunta inconveniente, le da su alcance existencial. Pues si el mal no tiene esencia, ¿por qué razón nos preguntamos por él? Si la mente humana solo se preocupa por las cosas que existen y no le interesa lo que no tiene ser, ¿por qué interrogarse por el mal? Es porque una segunda pregunta se esconde detrás de la primera. Lo que pone en marcha toda inteligencia no es tanto «¿qué es el mal» cuanto «¿por qué el mal?». Lo que nos importa, a fin de cuentas, es descifrar ¿por qué me afecta esta enfermedad? ¿Por qué el cáncer se ha llevado a este joven? ¿Por qué la guerra de Siria devasta tantos pueblos? ¿Por qué la miseria de estos emigrantes que se enfrentan al Mediterráneo? ¿Por qué unos terroristas fanáticos lanzan un automóvil contra unos transeúntes en Londres? ¿Por qué se divorcia esta pareja, cuando lo tenía todo para tener éxito? ¿Por qué este fracaso arruina nuestros proyectos más nobles? ¿Por qué ha muerto mamá? ¿Acaso no es tanto el mal que golpea nuestras vidas cuanto su por qué?
Incluso si las dos preguntas están relacionadas, incluso si la segunda depende de la primera, e incluso si el «qué» es una forma de preguntar «por qué», no es menos cierto que la experiencia del mal está agazapada tras el mal sobre el cual el espíritu se interroga. ¿Quiénes somos nosotros que, a fin de cuentas, sentados en este sillón, leyendo con relativa comodidad, quiénes somos para atrevernos a hablar sobre el mal? Simplemente atrevernos. ¿Quiénes somos nosotros, científicos, filósofos o teólogos, padres o madres de familia? ¿Quiénes somos nosotros, trabajadores de fábrica, amenazados por el desempleo, jubilados, enfermos o sanos, quiénes somos nosotros para hablar de Auschwitz, Alepo o del horror de la guerra? ¿Quiénes somos para hablar de la perversidad del mal? ¿Por quién nos tomamos, golpeados quizás en nuestras propias vidas, pero al fin y al cabo vivos, para hablar en nombre de los muertos? ¿Quiénes somos nosotros, torpes portavoces de los enfermos y de los que sufren, para abrir nuestras bocas, esbozar algunas palabras o pensar en el mal, cuando tanto sufrimiento anega a los seres humanos? ¿No sería más decente callar? Uno puede ya adivinarlo: este libro terminará en el silencio. Es la única opción real. Pero para alcanzar mejor este silencio, para hacerlo un poco más rico, un poco más denso, un poco más misterioso, debemos atrevernos a preguntarnos por el mal al tiempo que atendemos a una experiencia radical: la de la desgracia.
Entre las dos opciones, uno debe tener la audacia de hablar, el valor de pensar y de decir algo ajustado y verdadero, unas pocas migajas, al menos, que iluminen el camino.
¿Qué es el mal?
La pregunta es singular incluso por una tercera razón: no hay misterio del mal. Si bien hay misterio para todas las demás cosas de la vida, de la ciencia y del pensamiento: el amor, la libertad, el embrión humano, este girasol o la vida de los insectos, todo esto está lleno de misterio. Pero el mal no.
Se llama «misterio» a una realidad, y una realidad de tal densidad que por más que uno entra en ella, su espíritu no alcanza a abarcarla. Cuanto más se penetra en ella, más uno se da cuenta de que esta realidad lo supera, hasta el punto de que ninguna inteligencia finita la agotará. Descubrimos un misterio en el amor humano porque siempre hay más para amar en la persona amada que lo que de hecho amamos. Un misterio en el universo, que asombraba a Einstein, simplemente por el simple hecho de que pudiera existir una física2. Un misterio de la vida, y especialmente de la vida de las personas, cada una de las cuales es más grande de lo que uno se cree. Existe, por supuesto, el misterio por excelencia, el de Dios.
Pero no existe un «misterio del mal» por la simple razón de que el mal no tiene esencia, ninguna densidad: en términos de vacío, de corrosión, es una «nada». Por lo tanto, es ininteligible: nada de ser en él permite que se le amarre la inteligencia para captarlo. No es que sea demasiado grande, al contrario, es demasiado nada.
De ahí la inmensa paradoja de hablar sobre el mal, de elaborar una tesis respecto a ella, de construir una doctrina sobre él, o incluso de circunscribirlo: no hay definición de lo que conlleva déficit de ser. Nadie puede decir aquello que es, ya que el mal no tiene «aquello que». Por lo tanto, cualquier discurso sobre él tenderá a cosificarlo, a cosificarlo para hacer de él algo, a desnaturalizarlo de alguna manera, como si detrás del sustantivo de nuestros idiomas se ocultara una sustancia. En cuanto se habla de él, se le da una consistencia, impidiendo a la intención alcanzar su objetivo.
Por el contrario, entendemos por qué no lo entendemos. No por exceso de inteligibilidad, como sucede con un misterio, sino por defecto de inteligibilidad, como pasa con un agujero: el mal es como la nada. Por lo tanto, la más mínima aparición del más mínimo mal en el más mínimo mundo seguirá siendo incomprensible: el mal es absurdo, porque cae bajo la jurisdicción de lo ininteligible.
Lo misterioso, pues, no es el mal, sino su presencia. Lo que supera realmente la inteligencia no es el mal, sino la existencia de semejante grieta en el seno del bien, su articulación con aquello que es. El misterio no es tanto el mal, cuanto el sentido de la coexistencia de Dios y de tal privación, el sentido del fracaso posible o real de nuestros más bellos proyectos, las rupturas en el amor que solo busca durar, las deformidades que desnaturalizan la belleza, las epidemias que diezman las poblaciones, la muerte de los inocentes, y también la de los no-inocentes, las heridas infligidas a los niños y el llanto de esta madre por sus hijos.
Pero lo más misterioso, lo más angustiante, lo más insoportable y, por desgracia, lo más seductor, es el daño producido por la libertad humana que induce mentiras y violencias, provoca las guerras, la traiciones, los robos y las rapiñas, las agresiones sexuales y tantos otros dramas. La letanía se extendería sin fin, tal vez infinitamente, menos infinitamente, sin embargo, que la larga cadena de acciones hermosas y alegres, aunque más visible, más impactante, más insoportable, pues uno se pregunta cómo es posible que los seres humanos realicen actos de tal atrocidad. Y no estoy hablando únicamente de los horrores que la humanidad ha producido desde siempre, con una extensión nunca parecida a la del siglo XX, sino que me refiero a lo más sorprendente: a estos pequeños actos del día a día, en el trabajo, en las asociaciones y en las familias. ¿Cómo es posible que, tratando de hacer lo mejor, uno llegue a dañar a los que ama? ¿No es un extraño funcionamiento de nuestro psiquismo que el amor produzca rupturas? Porque es siempre bajo capa de amor que el corazón humano se desgarra, que las familias se dividen, que las parejas se separan, que los cónyuges se alejan, que unos y otros, a veces con la más honesta sinceridad, animados con las más loables intenciones, se arrancan el corazón y dejan lamentablemente alejarse a sus seres queridos.
En el conjunto de males y desgracias, este mal cometido a sabiendas por los seres humanos, el «mal moral», es sin duda el más singular, porque se adorna con los oropeles del bien: bajo la apariencia de «buena voluntad» o benevolencia se acurrucan las miserias más devastadoras. Lo sabemos desde hace dos mil años y cada uno lo experimenta a diario: en el momento en que hago el mal, nunca lo percibo como tal, sino que me persuado de estar haciendo lo mejor. Así pues, será necesario explicar esta extraña seducción.
Lo haré un poco al final de este libro, pero comenzaré poniendo el acento en la objetividad del mal, continuando el análisis por la resonancia subjetiva que recibe en el corazón humano: el mal produce ordinariamente desgracia. El objetivo de este libro es distinguir claramente estos dos polos, primero el objetivo y luego el subjetivo, el mal por un lado y la desgracia por otro, para articularlos entre sí sin confundirlos ni separarlos. Porque la confusión se instala de manera inquietante tan pronto como uno reduce el mal solo a la resonancia subjetiva que provoca: uno se engaña a sí mismo imaginando que solo hay daño si uno lo experimenta. Confundir el mal y el sufrimiento conduce a esta ilusión: que bastaría con reducir el sufrimiento para vencer el mal. ¡Como si un analgésico curara una enfermedad! No es así. Y, sin embargo, esta forma de «pathocentrismo» se está extendiendo por todas partes en este inicio del siglo XXI, transmitida por corrientes filosóficas de moda como el utilitarismo, cuya naturaleza deletérea induce una buena conciencia engañosa: hace creer que bastaría con escapar del sufrimiento para vencer el mal. Semejante actitud, conocida familiarmente como la «política del avestruz», entierra la cabeza en la arena del bienestar. Esta tendrá el efecto de aliviar el sufrimiento (polo subjetivo), lo cual es una buena noticia, pero velándose el rostro porque deja hacer al mal (polo objetivo), lo cual es una noticia menos alegre. Esta observación crítica no implica de ninguna manera desequilibrar su vida en la dirección opuesta, lo cual fue el destino de los doloristas hasta llegar a hacer la apología del sufrimiento. ¡No! Debe combatirse el mal en todas sus formas, sin respiro ni cuartel, en su contenido objetivo y en su repercusión subjetiva, sin indulgencia, incluso si el sufrimiento no tiene que ser suprimido a cualquier precio y especialmente si su atenuación indujera un daño mayor. Algunos ejemplos nos servirán para ilustrarlo, tomados principalmente del campo de la medicina y del de la bioética, en razón de su actualidad. Baste por el momento indicar que son los dos polos conjuntos, subjetivo en la desgracia experimentada, objetivo en el mal, los que servirán como hilo conductor de este análisis. Procederé por profundizaciones sucesivas, voluntariamente repetitivas, y por círculos concéntricos, donde se insertarán algunos temas de actualidad.
1. Se ha querido conservar el juego que hace el autor con el prefijo a- (prefijo de origen griego que indica negación o privación) en la palabra aveugle (ciego o invidente) escribiéndola a-veugle para resaltar la privación de la visión. Lo mismo haremos con otras palabras a lo largo de la obra. (N. del T.)
2. «Aquello que permanece eternamente incomprensible en la naturaleza, es que uno pueda comprenderla», y por una buena razón, ya que la física no puede explicar la física; es necesario una «metafísica», que muestre una y otra vez que no hay ciencia sin presupuestos. Así esta celebre cita puede leerse más allá de la limitación kantiana en la que Einstein la mantiene explícitamente: «Se puede decir esto: lo eternamente incomprensible en el mundo es que sea comprensible. Es un importante descubrimiento de Emmanuel Kant haber entendido que colocar un mundo externo sin inteligibilidad sería absurdo». («Man kann sagen: Das ewig Unbegreifliche an der Welt ist ihre Begreiflichkeit. Dass die Setzung einer realen Aussenwelt ohne jene Begreiflichkeit sinnlos ware, ist eine der grossen Erkenntnisse Immanuel Kants.») «Physic und Realität», The Journal of the Franklin Institute, 221/3 (mars 1936), 313-47, aquí p. 315.
1. LOS TRES POLOS DEL MAL
En realidad, hay tres dimensiones y no solo dos polos que se entrelazan. Ante todo, está el mal en sí mismo; en segundo lugar, el conocimiento que se adquiere de él; y, finalmente, la respuesta afectiva que se le da.
En sí, el mal está en las cosas, nos guste o no, lo sepamos o lo ignoremos, tanto si lo padecemos como si no sentimos de él el más mínimo rasguño: he aquí el polo objetivo. Luego, puede suceder que nos informen o que tomemos conciencia de él: este segundo aspecto, que actúa como bisagra de los otros dos, es de gran importancia, pero aquí será solo bosquejado rápidamente, evocado en aras de completitud. Finalmente, el mal duele y por su causa sentimos tristeza, dolor o desgarro: he aquí el polo subjetivo. Es por aquí, por donde generalmente surge la pregunta acerca del mal: casi siempre con motivo de un sufrimiento experimentado. No es habitual que la pregunta acerca de él se inicie como fruto de un camino de reflexión filosófica. Entramos en el mal por el otro extremo, si puede decirse así, y es ahí por donde todo comienza: por la desgracia devastadora. Es porque uno sufre que se pregunta acerca del mal: tal es el camino ordinario de la experiencia humana. Debido a que alguien tiene dolor, irá a ver a un médico, de quien sin duda espera que le alivie, pero también y primeramente que haga un diagnóstico (he aquí el conocimiento), identifique exactamente la enfermedad (he aquí el polo objetivo), con el fin de sanar y aliviar (he aquí el polo subjetivo).
¿Dónde está la causa? ¿Dónde el efecto? La causa es la enfermedad, cuyo efecto percibido es el dolor. Por el contrario, la causa que me empuja a solicitar una cita con el médico es el dolor padecido. El orden de las causas acaba de invertirse ante nuestros ojos, según consideremos la realidad (la enfermedad causa el dolor) o la reacción subjetiva (el dolor experimentado causa la toma de conciencia de la enfermedad). El orden de las cosas es inverso al orden del conocimiento que alcanzamos de ellas. Esto es habitual en todos los campos del conocimiento humano (excepto en el de la lógica): lo primero es la causa, pero ésta es captada en último lugar; lo primero que se conoce es el efecto. La causa que realmente hace que una manzana caiga del árbol es la atracción de la masa de la Tierra, pero lo que conozco en primer lugar es la caída de la fruta: el efecto es conocido antes que la causa, como lo muestra la historia de la mecánica. La señal de ello es que durante siglos las personas han visto caer cosas, pero no fueron capaces de comprender la causa. La atracción de las masas no esperó a Newton para ejercer su causalidad, la cual estaba solamente oculta a la sagacidad de los seres humanos, quienes explicaban el fenómeno observado con la doctrina de los cuatro elementos, suponiendo que las cosas en las que dominaba el elemento «tierra» tendían a ir hacia abajo como a su lugar natural. ¡Sencillamente, se equivocaban! Newton no cambió su causa, sino que proporcionó una explicación más exacta.
De distintas formas nosotros observamos el efecto antes de conocer su causa, que, sin embargo, goza objetivamente de la primacía: observamos las nubes y la lluvia sin conocer los fenómenos meteorológicos que las producen. Los ejemplos son innumerables en todas las ciencias experimentales, ciencias exactas o ciencias humanas. Lo mismo ocurre con la filosofía: los fenómenos aparentes de las cosas nos son conocidos antes que su realidad más íntima. Finalmente, así es la vida: lo que percibo de la apariencia de alguien me es accesible antes que su vida íntima. La sustancia de las cosas nos es conocida a través de sus manifestaciones, que se dan primero a la experiencia sensorial.
La causa de los sucesos nos es, pues, conocida después que sus efectos. Lo mismo sucede con el mal. El hecho negativo que produce tristeza nos es revelado por la tristeza experimentada. Es el dolor el que alerta de una enfermedad, aunque la enfermedad haya causado el dolor. Sería una irresponsabilidad conformarse con aliviar un dolor sin tratar de delimitar el mal para eliminarlo. Curar un síntoma rara vez es suficiente. Pero al mismo tiempo conviene subrayar que es el dolor el que ordinariamente advierte, y que es por este efecto que el mal objetivo se nos manifiesta: la desgracia revela el mal.
No obstante, por oficio, los filósofos tienden a insistir en la causa, hasta llegar, a veces, a descuidar sus efectos. Durante siglos, han «teorizado» sobre el mal, dejando la preocupación por el sufrimiento concreto a los médicos, cuidadores, psicólogos o religiosos. Y porque centraron su atención en el mal, mientras pasaban de puntillas sobre el dolor, prepararon el actual giro de 180 grados: las reacciones «pathocéntricas» más perturbadoras se estaban preparando para llenar este vacío. ¿Acaso Platón y Aristóteles, aparentemente poco inclinados a los sentimientos, no fueron inmediatamente seguidos por la reacción epicúrea, centrada en el placer y el dolor? ¿Acaso la hipertecnologización médica y científica no induce hoy a una reacción utilitarista, obsesionada con maximizar el bienestar (etiquetado con el término de «felicidad») para el máximo número de seres sensibles, y a mitigar el sufrimiento, incluso de los animales?
¿Y si se evitaran estos movimientos pendulares? ¿Y si, en lugar de balancearse de un polo (objetivo) a otro (subjetivo), nos esforzáramos en mantener uno y otro en su justo lugar? Es para alcanzar este proyecto de delicado equilibrio que se esforzará nuestro análisis. Pero como este es de orden filosófico, destacará el primero de los tres aspectos. Puesto que la mayoría de nuestros contemporáneos están obnubilados solo por sufrimiento, el análisis insistirá en la objetividad del mal.
Hay, pues, que distinguir tres niveles: el mal, el conocimiento del mal y la resonancia del mal.
El polo objetivo: el mal como privación
El mal es real y está en las cosas antes de que tomemos conciencia de él. Existe una realidad del mal, independientemente del hecho de que podamos sufrirlo y anterior a todo conocimiento.
«El mal está en las cosas, pero no es una cosa.» Este es el leitmotiv. Con razón, los filósofos dicen que es una privación. Ello no impide que comporte una objetividad independiente de nuestra evaluación, y que su gravedad no sea necesariamente proporcional a la devastación de nuestra desgracia. Ahora mismo puede ocurrir en el otro extremo del mundo un cataclismo, una inundación, un tsunami o un terremoto que destruya casas y equipamientos: todos estos son males objetivos, independientes de la información que aún no nos ha llegado, independientes también de la emoción subsiguiente. Se tratará de males tanto más graves cuanto que los bienes destruidos sean de mayor categoría: personas humanas, infraestructuras, animales, campos o bosques. Sostenemos, por lo tanto, que existe el mal, gritamos que existe el mal, a veces terrible, en las cosas mismas, y que no es suficiente con mirar hacia otro lado, cerrar los ojos o ignorarlo para que desaparezca. Tal es la irreductible existencialidad del mal en las cosas.
Imaginemos que alguien tiene cáncer y está enfermo sin saberlo: por el momento, no han aparecido ningún síntoma, ni hay ningún diagnóstico. Pero la enfermedad está ahí, aunque esté en un estado inicial, aunque sea en la ignorancia más total, aunque esté sin doler.
Enfermedad, muerte, fracaso, desequilibrios ecológicos o cataclismos: he aquí la comitiva de males que devastan el mundo. Este polo objetivo es obviamente el primero, es el más radical y condiciona a los otros dos. Volveré sobre ello en detalle.
El conocimiento del mal
El segundo aspecto atañe al conocimiento que tomamos de este mal objetivo. Cuando un noticiero informa de un cataclismo devastador en Nepal, los periodistas transmiten una información a través de canales rápidos y variados. La información, por supuesto, no produce la calamidad: en cuanto información veraz y correcta, no es mala. Sería «mala» información solo si, a su vez, estuviera echada a perder por el mal, si estuviera mal hecha, es decir, faltara a la verdad o a la calidad requerida. En resumen, si estuviera privada de lo que debería ser. Supongamos, por el contrario, que es de calidad: es entonces una buena información, aunque traiga malas noticias.
Del mismo modo, un paciente espera del médico que haga un buen diagnóstico, aunque sea preocupante por su contenido objetivo. El mal diagnóstico añadiría mal a una enfermedad ya suficientemente grave; añadiría mal al mal e introduciría otro mal. La enfermedad no empeora debido al mal diagnóstico; este afecta al conocimiento, el cual, probablemente, conducirá a estrategias susceptibles de empeorar la salud en lugar de sanarla.
La paradoja se expresa de la siguiente manera: el conocimiento debe ser bueno, aunque su objeto sea malo. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede establecer un buen diagnóstico de una enfermedad? ¿Cómo realizar un buen reportaje sobre un drama humanitario? Finalmente, ¿se puede hablar bien del mal? Ciertamente, y más vale, incluido en lo que respecta a las doctrinas. Es por eso que es temible, imposible en cierto sentido, hablar del mal, ya que precisamente uno desearía hablar bien de él. Es por eso también que es difícil encontrar las palabras correctas frente a alguien devastado por un mal. De ahí la sensación de impotencia, apenas acompañada de miedo y estremecimiento, para cualquiera que se ponga a enseñar sobre el mal.
Hablar mal del mal es añadir oscuridad, al modo como un mal diagnóstico empeora una enfermedad que de por sí no lo necesita, al modo como un mal juicio de un tribunal no solo no restaura la vida a la víctima asesinada, sino que añade un nuevo daño a sus seres queridos y a la sociedad en razón de la injusticia cometida.
Si se quiere dictar una sentencia justa, realizar un buen diagnóstico o producir un buen reportaje sobre males, debe ser, pues, posible hablar bien del mal. Es por ello que los filósofos insisten, en esto más que en otros temas, en la precisión absoluta, no solo en el tono sino especialmente en el contenido doctrinal. Una mala filosofía incrementa aquello que desearía evitar: no solo introduce el error, sino que, al impedir el planteamiento de las preguntas correctas, evita respuestas fructíferas. Es, pues, una de las tareas de la filosofía hoy poner un poco de claridad, un poco de verdad, si es posible, en un mundo ya suficientemente lúgubre como para que los amantes de la sabiduría añadan confusión u oscuridad.
¿Cómo es posible por lo tanto hablar bien del mal? Si el mal es privación, una «nada» en el seno del ser, el conocimiento verdadero es, en cambio, algo: un diagnóstico verdadero es un diagnóstico que está en correspondencia con la realidad; una doctrina verdadera es de la verdad, incluso si su correlato, aquello de lo que habla, no tiene consistencia. La dificultad radica en esto: es necesario como cosificar el mal para hablar sobre él y otorgarle una consistencia que, precisamente, no tiene; por lo tanto, traicionarlo.
Para la inteligencia humana, en efecto, en su función cognitiva, la verdad no es otra cosa que la correspondencia adecuada entre el juicio realizado y la cosa. Si alguien dice que «esta puerta está cerrada», la proposición expresada por estas palabras es verdadera si, y solo si, la puerta está realmente cerrada. La verdad radica en esta adecuación. Un diagnóstico que describe un «carcinoma metastásico en estadio IV» es verdadero si, y solo si, es así; será un buen diagnóstico en la medida en que es verdadero, lo más completo posible y lo más cercano a la enfermedad objetiva. De ahí el problema: el mal, precisamente, no es una cosa sino una privación de salud. ¿Cómo puede entonces un diagnóstico corresponder a una «no-cosa», a una «no-salud», a un «des-orden»? La respuesta radica ciertamente en el hecho de que el diagnóstico correcto corresponde a la verdadera existencia de esta no-salud. En este sentido, es un buen diagnóstico, que responde a lo que se espera de él.
La trampa radica en la siguiente ilusión, casi insuperable. Para expresar esta falta existente, esta enfermedad real, utilizamos palabras («carcinoma», «metástasis», «estadio IV») que significan conceptos, que corresponden a realidades que están ahí y que son cosas (un desarrollo observable de células). Pero estas células, en sí mismas, no son mal: son realidades que producen un mal debido al desorden que introducen en el organismo. Ahora bien, este desorden no es del ser y no siendo algo, siendo no-ente, escapa inmediatamente a nuestro entendimiento, a nuestros conceptos y a nuestras palabras. La inteligencia, de hecho, capta las cosas solo en la medida en que son entes: primo cadit in intellectu ens («lo primero que cae bajo la concepción del entendimiento es el ente») decía con precisión una fórmula mil veces repetida en la historia. De ahí la propensión a cosificar aquello de lo que hablamos y aquello sobre lo que pensamos. Esta es la raíz de la ilusión. Dado que un médico habla bien de este mal al realizar este diagnóstico, espontáneamente imaginamos que las células de las que habla son mal, que la metástasis o el estadio de desarrollo del carcinoma también lo son. En cuanto identificamos conceptualmente un mal, nos sentimos como obligados a atribuirle una esencia, siendo que no la tiene, a cosificarlo cuando no es una cosa, a presentarlo como ente cuando es una privación.
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