Kitabı oku: «ARN, El Fruto Prohibido»
ARN, el fruto prohibido
Primera parte
Frank Pedreno
ÍNDICE
1 Prólogo
2 1. ROMPIENDO DOGMAS
3 2. EL COMITÉ
4 3. EL VIKINGO LOCO
5 4. UNA LARGA TRAVESÍA
6 5. ALEA JACTA EST
7 6. EL ATEO QUE JUGABA A LOS DADOS CON DIOS
8 7. EL MALDITO CROMOSOMA Y Y SU CÓMPLICE, LA TESTOSTERONA
9 8. UN PECECILLO RODEADO DE TIBURONES
10 9. ATP AZZIP
11 10. RÁPIDA ASCENSIÓN A LA CIMA
12 11. BAJA DE LA NUBE, INGENUO
13 12. CONCORD
14 13. VENGANZA
15 14. EL ETERNO SUFRIMIENTO DE UNA VIDA TRISTE
16 15. LA ESTUPIDEZ DEL SER HUMANO
17 16. LOS INVOLUCIONISTAS
18 17. LAS GUERRAS GÉNICAS
Querida Alisha,
De todas las equivocaciones que he cometido en mi vida, la que más lamento es no haber cumplido la promesa que te hice. No voy a buscar excusas, fui el único culpable de que no pudieras publicar el resultado de tu brillante trabajo. No te pido que me perdones, solo que algún día comprendas por qué pasó.
Este cuento lo he escrito recordando las charlas que tuvimos en aquel pequeño despacho del MIT.
James Andersen, Cambridge, MA, marzo de 2024.
Cueva de Gorham (Gibraltar, Península Ibérica) 28.000 a.e.c.
El miedo y las lágrimas mezcladas con saliva apenas le dejaban respirar y el llanto entrecortado competía con el oscuro silencio de la cueva. Tumbado boca arriba, sentía con fuerza los latidos de su corazón y su atormentada cabeza le hacía, una y otra vez, la misma pregunta, «¿por qué?»
Lentamente, extendió la mano hacia lo que aún quedaba de la cara de Ella para apartar con delicadeza la tierra que ocultaba sus ojos. El profundo dolor se hizo insoportable al ver su desesperada y desnuda mirada, la que expresaba el terrible sufrimiento de sus últimos instantes de vida. Entre el amasijo de huesos, carne desgarrada y vísceras expuestas, pudo identificar la mano de su pequeño, que agarraba con fuerza la flauta de fémur de oso que Ella le había hecho. No podía dejar de llorar al pensar que la tierna carne de su hijito había sido un manjar exquisito para los malditos dientes de sable.
El intenso olor de la masacre se había adueñado de la cueva y fue en ese instante cuando adquirió plena conciencia de que los había perdido para siempre. Un escalofrío le recorrió la espalda y expulsó un grito desgarrador que rompió el amargo silencio. Intentó ponerse de pie para caer de nuevo al suelo de rodillas y postrarse ante ellos, tan solo quería acariciarlos, pero una violenta arcada lo obligó a incorporarse y vomitar. Desesperado, no dejaba de preguntarse cómo habían podido encontrar la entrada de la cueva. Salió a la luz del día desorientado y, tambaleándose, descendió como pudo por el sendero que llevaba hasta la pequeña cala. Al llegar, se desplomó sobre el suelo. Las lágrimas le anegaban los ojos, pero no le impidieron ver el hueso que sobresalía de la arena. Torpemente lo desenterró y vio que era la quijada de un animal muerto hacía mucho tiempo en la que apenas había restos de carne, pero, al ver que tenía un poco de sangre fresca, volvió a sentir el frío por la espalda y el gusto ácido del miedo le quemó la boca. Como pudo, se incorporó y volvió a la cueva sosteniendo con la mano la maldita quijada ensangrentada, mientras tanto, en lo alto del peñasco que dominaba la cala, seis hombres delgados, altos y de larga melena desgreñada, lo observaban en silencio.
***
Seis años habían pasado desde que decidieron huir juntos hacia las lejanas tierras del sur para buscar un lugar donde vivir. Aunque ninguno de los dos lo sabía con certeza, cuando huyeron, Ella debía tener unos trece años y El, no más de quince. El viaje duró muchas lunas hasta que encontraron el que sería su hogar, una pequeña cueva con la entrada apenas visible en un abrupto acantilado, desde el cual se divisaba una gran extensión de agua que jamás habían visto antes, el mar. Entre los matorrales que ocultaban la entrada, se abría un sendero angosto que se bifurcaba hacia adentro de los espesos pastizales. Hacia el norte, una pronunciada cuesta llevaba a la cima de un peñasco de piedra caliza, rodeado a medias por una pequeña llanura que debió haber sido verde, pero que ahora estaba cubierta de una fina capa de hielo. Hacia el sur, un suave desnivel conducía a una pequeña cala de arena blanca y aguas cristalinas, repleta de moluscos y crustáceos que les garantizarían el sustento.
Cuando llegó el primer verano, Ella estaba embarazada y, aunque lo ignoraba, se había convertido en el último miembro de su especie, porque los dos machos con los que había convivido desde su nacimiento habían sido, por fin, cazados y sacrificados por los salvajes depredadores.
Aún era oscuro cuando El estaba preparando los utensilios para salir a cazar, pero aquel aciago día, rompiendo la costumbre, Ella y su pequeño no lo acompañarían. Al salir el sol subió a lo alto del peñasco donde permaneció inmóvil y en silencio hasta divisar alguna presa que cazar. Al cabo de poco tiempo vio una manada de jabalíes en la que el ultimo ejemplar apenas podía seguir el ritmo rápido del grupo. Emitió un gruñido de satisfacción y decidió emprender la persecución. A medida que avanzaba, el gran peñasco iba empequeñeciéndose, pero no se preocupó porque sabía que Ella cuidaría de su pequeño camuflando perfectamente la cueva para que ningún depredador los encontrarse. Pero se equivocó.
Arcy-sur-Cure
(Francia) 28 000 a.e.c.
Aquel invierno estaba siendo muy duro. Las lenguas de hielo cubrían por completo lo que habían sido verdes praderas, y la falta de alimentos era cada vez más acuciante. A pesar de las adversas condiciones meteorológicas, de los reiterados ataques de los grandes depredadores y de la carencia de alimentos, los de su especie siempre habían resultado vencedores en la lucha por la supervivencia. Las razones de este éxito se basaban en sus portentosas cualidades físicas que, durante cientos de miles de años, les habían permitido adaptarse a los distintos medios en los que tuvieron que habitar. Tenían todos la nariz grande y achatada y un gran olfato que les permitía percibir a distancia el olor de cualquier depredador. La poderosa mandíbula desprovista de mentón había resultado ser una herramienta muy eficaz para inmovilizar a sus presas y los grandes dientes aumentaban su notable capacidad defensiva. El aspecto ceñudo del entrecejo prominente mejoraba sin duda la visión focalizada y el cuerpo achaparrado, con anchas caderas y robustas piernas, los hacía torpes para la carrera, pero, por el contrario, los dotaba de gran resistencia para la marcha en las largas distancias. Por lo demás, todos hacían de todo y no existían entre ellos funciones asignadas para los machos o para las hembras, así había sido desde el origen y así debía continuar siéndolo por siempre.
Hacía un tiempo que habían empezado a sentirse amenazados por un peligro del que intentaban huir por cualquier medio. Un nuevo adversario se había instalado en el valle, al pie de las grandes montañas, y los acechaba cada vez más de cerca. Cuando los depredadores llegaron por primera vez solían traer comida, abalorios y extraños utensilios, y siempre venían en grupos formados por varios machos que aprovechaban para copular con las hembras de la manada. La madre de Ella fue forzada en varias ocasiones por varios de ellos ante la ingenua mirada de los machos de su grupo, hasta quedar preñada. Ella era una cría nacida de esas aviesas y cada vez más frecuentes visitas.
Cuando nació, aunque tenía rasgos físicos similares a los del resto de las hembras de su grupo, se hizo evidente que algo era diferente. Su nariz seguía siendo grande pero no estaba achatada y su entrecejo no era ceñudo. Su cabello, sin embargo, era rojizo como el de todos, y su tez era clara y pecosa, con abultados mofletes. Tenía, sin lugar a duda, un aire muy especial. Como todas las hembras de la manada, era de cuerpo robusto, pechos voluminosos y vientre abultado que solía decorar con pigmentos negros obtenidos de plantas que solo ella conocía. Sin embargo, lo que de verdad la hacía sentirse especial y diferente, era su pequeño mentón, casi insignificante, pero para ella muy hermoso. El resto de las hembras no lo tenía.
Al cabo de poco tiempo los depredadores dejaron de venir con comida o regalos sino con armas y empezaron a cazar sin piedad a los de su grupo para después sacrificarlos en extraños rituales. Todas las estrategias de defensa que les habían sido tan útiles durante milenios no les sirvieron de nada ante estos nuevos y feroces adversarios.
De los veintiún miembros que formaban el grupo solo quedaban con vida seis. Cinco machos viejos que pasaban de los treinta años y Ella, la única hembra, que apenas tenía doce. El miedo los forzó a huir a tierras remotas para alejarse del horror y, después de mucho caminar, encontraron una pequeña cueva en una de las paredes de un peligroso desfiladero. Ingenuamente pensaron que allí conseguirían sobrevivir y prolongar su agonía unos pocos años más, pero tres machos del pequeño grupo no pudieron sobrevivir a las heridas que les hicieron los depredadores y murieron, quedando tan solo dos machos viejos y enfermos y Ella.
Cada mañana, poco antes de la salida del sol, cuando los dos viejos machos aún dormían, Ella subía en silencio por el empinado sendero hasta alcanzar la pequeña colina. A su lado corría la amenazante garganta del desfiladero, pero a ella apenas la intimidaba. La entusiasmaba el espectáculo del amanecer y permanecía allí sola mucho tiempo. Poco a poco había empezado a llamar con sonidos diferentes a las cosas que la rodeaban, de tal forma que «gur» era cielo, «lar» la tierra, «jor» los árboles, y así hacía con los animales y otras muchas más cosas. Los tres vivían tranquilos y aparentemente seguros, por lo que empezaron a olvidarse de la existencia de los sanguinarios depredadores.
***
En un pequeño valle más allá de las montañas, una comunidad de algo más de ochenta individuos habitaba en cuevas protegidas por afilados peñascos. Los machos saltaban y daban vueltas alrededor del jefe del grupo, ataviado con llamativas pieles. Como el resto, era alto, delgado, de tez blanca y cráneo redondeado, largo cabello oscuro y nariz afilada. Con asombrosa agilidad flexionaba y extendía su musculoso cuerpo, siguiendo el ritmo que marcaban los gritos de los otros machos. Con la mano derecha aferraba una gran lanza de madera quemada y con la izquierda una aguzada punta de flecha. A sus pies, como un preciado trofeo, yacía muerto un soberbio ejemplar de mamut y El, su hijo de unos catorce años, compartía los honores de la cacería. Todos mostraban su alegría porque sabían que esa noche comerían hasta hartarse y podrían guardar suficiente alimento para afrontar el crudo invierno. A pocos metros, las hembras observaban en silencio el ritual y las crías no dejaban de brincar y gritar, pero siempre bajo la atenta mirada de ellas, que las mantenían alejadas del grupo de los machos. Todos tenían algo en común: un pronunciado y bien definido mentón.
De repente el jefe alzó la voz y todo el grupo calló. Los depredadores vivían bajo el poder y control de los machos y todos aceptaban la actitud dominante de sus líderes, porque ese orden jerárquico era vital para la supervivencia del grupo. Mientras que las hembras eran relegadas a tareas secundarias y se dedicaban al cuidado de las crías y a la recolección de frutos, a los machos les gustaba la caza y viajar para descubrir nuevos territorios, pero, sobre todo, para encontrar objetos nuevos que pudieran utilizar como herramientas. Solo tenían un afán, apoderarse de los avances que poseían otras tribus, ya se tratara de atavíos, utensilios o cualquier otra cosa que pudiera ser útil para el grupo. En muchos de sus viajes se encontraban con otros grupos de depredadores y, si no podían adquirir sus herramientas de manera pacífica, lo hacían por la fuerza. El botín para el triunfador era suculento, el aumento de la capacidad tecnológica conducía al crecimiento del grupo y eso era más importante que la simple supervivencia individual. En muchas ocasiones El escuchaba a su padre explicar una y otra vez que sobrevivir era importante, pero lo era mucho más conseguir nuevas herramientas, ya que solo así podrían dominar a todas las tribus rivales.
En los últimos años, los suyos habían tenido éxito en la búsqueda de nuevas herramientas y, a medida que las incorporaban y mejoraban, fueron convirtiéndose en un grupo mucho más numeroso y, sobre todo, más destructivo. Esa característica empezó a ponerse de manifiesto en un ritual que habían incorporado después de descubrirlo en uno de sus viajes exploratorios, las cacerías que se organizaban para la iniciación de los jóvenes cuando cumplían diez años. Este cruel ritual consistía en cazar a los sin mentón, nombre con el que llamaban a los que eran como Ella. En muchas ocasiones el joven hijo del jefe se había mostrado en desacuerdo con las reglas del grupo. Se negaba a participar en esas sanguinarias cacerías y no entendía por qué las hembras del grupo tenían que estar sometidas al poder de los machos. Poco a poco el muchacho fue dándose cuenta de que el gran poder destructivo de su tribu se basaba en el sacrificio de la individualidad de cada uno de sus miembros y en el mantenimiento de un orden jerárquico basado en un patriarcado sin sentido. Siempre pensó que las hembras de su grupo eran diferentes biológicamente, pero iguales a ellos. Creía que el poder del grupo no se tenía que basar en la fuerza de los machos, sino todo lo contrario, en la complementariedad de las capacidades de ambos sexos, las de los machos y las de las hembras. Sin embargo, desde bien pequeños, solo a los machos les enseñaban que tenían la obligación de interaccionar con otros grupos, ya fuese pacífica o agresivamente. El no estaba en absoluto de acuerdo con las ideas de su tribu, y aunque había discutido en muchas ocasiones con su padre, no podía negarse a participar, como todos los machos, en los viajes que hacían para buscar nuevas herramientas. Pero lo que nunca hizo fue participar en el sometimiento de las hembras del grupo.
Había pasado el invierno y era el momento de iniciar un nuevo viaje. Aquel día, doce machos, incluyéndolo a El y a su padre, emprendieron la travesía hacia las lejanas tierras por donde cada mañana salía el sol. Recorrieron grandes distancias sin mucha suerte y, después de tres meses, el jefe decidió retornar al poblado. El viaje había sido muy poco productivo, apenas traían nuevas herramientas y habían perdido cinco individuos luchando contra otros grupos rivales. Cansados, hambrientos y malheridos, se acercaron al desfiladero que marcaba el límite de sus dominios. El jefe no quería correr más riesgos, recordó cómo en alguna ocasión, después de viajes parecidos, alguno de los suyos, por descuido y cansancio, se había precipitado al vacío. Mandó parar al llegar a una colina que le pareció segura y donde había una cueva que estaba flanqueada por el peligroso y profundo desfiladero.
***
Como cada mañana, cuando los viejos machos todavía dormían, Ella subió por el empinado camino hasta la pequeña colina. Al llegar a la cima se percató de que un grupo de depredadores había pasado la noche en el interior de la cueva. El, que estaba sentado guardando la entrada, giró la cabeza en dirección hacia el acantilado y vio la silueta y el rojo cabello de la joven, iluminados por el sol naranja que apenas asomaba por el horizonte. Por un instante se cruzaron las miradas. Lentamente se incorporó y dejó caer la lanza que empuñaba como muestra de que no quería dañarla. Ella no entendió su gesto y se dio la vuelta para desaparecer con rapidez por el acantilado. El continuó mirando, pero el intenso brillo del sol lo cegó. Dio un salto y corrió hacia el borde del acantilado, quería volver a verla, pero Ella había desaparecido. Aquella mañana, cuando los de su grupo se despertaron, no dijo nada, y emprendieron el regreso hacia el poblado. Durante todo el trayecto no dejaba de preguntarse quién era aquella hembra de pelo como el fuego que había aparecido entre los rayos del sol.
Pasaron muchos días y Ella no se atrevía a subir a la colina, aunque poco a poco empezó a pensar que, si no había ocurrido nada, era señal de que no tenía que temer por el joven depredador ya que, si hubiese querido, todos estarían muertos. Sin poder evitarlo, empezó a pensar en el joven macho y recordó su altura, sus largos cabellos castaños y en especial el mentón que sobresalía de su cara alargada. Sin darse cuenta, fue componiendo la imagen con la imaginación para ir haciéndola poco a poco, suya. A partir de aquel instante, cuando subía a la colina a contemplar la salida del sol ya no la entretenía darle nombres a las cosas que la rodeaban, ahora todo el tiempo lo pasaba pensando en él.
Aunque ya habían pasado varios días y sus noches desde que la había visto, no podía sacar de su cabeza la imagen de aquella joven hembra de cabello rojizo y mofletes abultados. No pasaba ni un solo día en el cual no pensara en ella. Una y otra vez se preguntaba qué podría hacer para verla de nuevo y le intrigaba sobremanera el pequeño mentón que se insinuaba en su cara pecosa, detalle que lo desorientaba y, aunque se daba cuenta de que era muy diferente a las hembras de su grupo, le resultaba imposible dejar de preguntarse si ella era también una sin mentón. Pero ¿si no era un sin mentón, entonces qué era?
Aquella mañana la actividad en el valle era frenética porque estaban preparando otra gran cacería. Hacía un par de días que habían visto muy cerca del río una gran manada de mamuts y, siempre que tenían que cazar a la más grande de las bestias, la excitación se apoderaba de todos y, aunque se trataba de una fiesta, también sabían que alguno de los machos no volvería.
El día de la cacería, decidió que había llegado el momento de ir otra vez al desfiladero, deseaba con todas sus fuerzas volverla ver. La confusión y la agitación del momento le permitirían escabullirse, pero era consciente de que, tan rápido como se dieran cuenta de que no volvía con el grupo, su padre organizaría una expedición para ir en su búsqueda y removería la tierra entera hasta encontrarlo, porque la sola idea de perder a su hijo lo volvería loco. Pensó que en ese caso diría que durante la cacería había tenido una caída y que había quedado postrado y sin conciencia y que, aunque no sabía cuánto tiempo había pasado, ni bien se había despertado había intentado volver, pero la desorientación lo había llevado hacia otro lugar y había estado caminando sin rumbo, hasta que encontró el camino para retornar al poblado. Decidió que tendría que hacerse una herida lo suficientemente convincente para que su padre no sospechara, para lo que necesitaría utilizar una piedra afilada que le hiciera un corte profundo. Con tal de volver a ver a la joven, estaba dispuesto a todo. Era una sensación que no reconocía y lo desorientaba, nunca había sentido algo así.
Tal como lo había ideado, en plena batida, aprovechó un momento de gran confusión para dejarse caer por un desnivel y ocultarse bajo unos matorrales. Esperó a que todos los machos estuviesen bien lejos para tomar la dirección opuesta. Después de dos días llegó a la pequeña colina del desfiladero y fue hasta la entrada de la cueva desde donde la había visto la primera vez para quedarse allí sentado hasta que apareciera. La mañana del quinto día, cuando ya apenas le quedaban esperanzas, por fin vio aparecer su silueta bañada por los rayos del sol.
Cuando Ella lo vio se sobresaltó y permaneció inmóvil, quizás pensando cómo escapar, pero él le hizo un gesto con la mano y esbozó una sonrisa. Con cautela, se fueron acercando hasta estar a pocos metros el uno del otro y se sentaron en las piedras casi al mismo tiempo, hasta que de repente El empezó a hablar diciendo cosas que Ella no entendía. Entonces lo interrumpió y, señalando el cielo, dijo «gur» y después, tomando un puñado de tierra, dijo «lar». El calló y aguardó hasta que la joven volvió a extender el brazo derecho y señaló los árboles. «Jor», dijo, y repitió todo el ritual, esperando que el joven macho la comprendiera. A la cuarta vez, él consiguió repetir los sonidos al mismo tiempo que señalaba el cielo, la tierra y los árboles. Entonces ella lo miró a los ojos y le devolvió la sonrisa. Pasaron horas emitiendo sonidos con significado, aprendiendo el uno del otro y ninguno parecía quererse ir, hasta que de repente ella se puso de pie, se dio media vuelta y volvió a la cueva. Antes de que se fuera, él la miró y le hizo unas señas que querían decir que volvería y dijo algo que ella no comprendió, aunque de alguna manera interpretó, y tuvo la seguridad de que muy pronto lo volvería a ver.
De camino al poblado, empezó a inventar lo que diría que le había pasado. Cogió una piedra afilada y se hizo una herida en la cabeza lo bastante grande como para dejar una cicatriz que no ofreciese dudas, su padre era muy astuto y sabía que desconfiaría. Al cabo de un día, se cruzó con la expedición, que llevaba cinco días buscándolo y ya empezaban a pensar que habría sido devorado por los dientes de sable. Al verlo, su padre se abalanzó sobre él para estrecharlo con fuerza contra su pecho, nadie sospechó nada y todos mostraron su alegría, también El, porque sabía que muy pronto la volvería a ver.
Pasadas dos semanas, la espera se le hizo insoportable y decidió que había llegado el momento de volver a verla. La excusa en esta ocasión sería una cacería de jóvenes machos, puesto que este tipo de expediciones eran frecuentes y seguro que su padre no pondría ningún reparo. Y así fue, pero le asignó tres acompañantes porque no quería que se repitiese ningún accidente y, antes de que partieran, los reunió y les dió instrucciones para que no dejaran nunca solo a su hijo y que, pasara lo que pasase, tenían que estar de vuelta al sexto día. Al cabo de dos días y en plena batida de una manada de uros, aprovechó el caos para desembarazarse de la vigilancia de los tres acompañantes. Se dejó caer montaña abajo hasta que le frenó una gran roca. Había conseguido su objetivo, pero del golpe quedó confuso y magullado, y como pudo se incorporó para emprender la marcha hacia la colina de su joven hembra.
Llegó en la madrugada del tercer día antes del alba, decidió recostarse sobre las paredes de la entrada de la cueva y esperar a que ella apareciese con los rayos del sol.
Aquella mañana, al llegar a la cima, Ella se asustó al verlo tumbado en el suelo, inmóvil. El golpe le había dejado muy dolorida la zona de las costillas y, aunque no parecía tener ninguna rota, el dolor era tan fuerte que le dificultaba la respiración. Se acercó, extendió el brazo y él cogió la mano que le tendía. No sabían que, a pocos metros de la colina, escondidos en la espesa maleza, los tres machos jóvenes los estaban observando, contemplando con asombro y asco como él la acariciaba y ella apoyaba la cabeza sobre su hombro. Con sigilo, se fueron arrastrando hacia atrás, hasta salir del campo de visión, se incorporaron y emprendieron la vuelta hacia el poblado de la tribu.
Ella lo ayudó a levantarse, le ofreció apoyo sobre su hombro derecho y se dirigieron hacia el interior de la cueva donde, semanas antes, el grupo de depredadores había pasado la noche. Al entrar, lo ayudó a tumbarse sobre el suelo e inmediatamente salió a comprobar que no había peligro alguno en la cercanía. Al cabo de unos pocos segundos volvió al interior y se acercó, para ver que tenía la frente empapada en sudor. Con la piel de antílope con que se cubría, le empezó a secar la transpiración y el joven macho abrió los ojos y pudo verla, inclinada sobre él, estrujando su falda con movimientos torpes, sin darse cuenta de que le estaba mostrando todo su sexo. Notó una extraña sensación que recorría todo su cuerpo, con cada movimiento de cadera de la joven hembra aumentaba su excitación. Ella lo advirtió, pero no dejó de secarle el sudor de la cara y el pecho. Durante un breve instante ninguno de los dos sabía qué debía hacer a continuación, aunque ambos sí sabían lo que querían hacer. Sin saber cómo, los cuerpos desnudos se encontraron y, por primera vez, ella deseó que la penetración no fuese rápida y con la acostumbrada brutalidad de los machos, quería que él siguiese acariciándola y besándola una y otra vez, y que no parase nunca. El muchacho sentía una fuerte presión en su interior que, instintivamente, lo instigaba a penetrarla, pero también aguantó, porque lo que más deseaba era prolongar aquel momento todo el tiempo posible y que fuese ella quien le pidiera, quien le suplicara que por favor la penetrara. Entonces ella lo miró a los ojos y, tal como él deseaba, se lo pidió con la mirada y acto seguido sintió dentro de sí toda la fuerza del joven macho. Por primera vez en su corta vida, sintió que no se estaba apareando, sino que la estaban amando. Los lentos y profundos movimientos, junto con el sudor de los cuerpos desnudos, los llevaron a un inmenso e inacabable clímax que, al final, dio paso a un grito agudo, compartido, que pareció durar una eternidad. Ella, de alguna manera, supo en aquel mismo instante que acababa de quedar preñada.
***
Habían pasado varios meses desde su llegada a las lejanas tierras del sur. Eran dos jóvenes adultos de catorce y dieciséis años, ajenos a todo lo que sucedía a su alrededor, a quienes jamás importó abandonar sus grupos, porque solo querían amarse. Siendo el hijo del jefe, El tenía asegurado el poder, pero nunca estuvo de acuerdo con las reglas de los depredadores y su padre siempre fue consciente de su rebeldía. Ella, desde el nacimiento, también se había sentido diferente, por lo que ninguno de los dos estaba dispuesto a renunciar a la posibilidad de vivir juntos. Durante ese primer año, Ella aprendió a acariciar, a sonreír y, sobre todo, conoció esa sensación que no sabía definir y que era sentirse amada. El pasaba horas observándola, sentía un inmenso placer solo con verla dormir, comer o cuando, con suma destreza, descarnaba las piezas de los animales que cazaban juntos y, aunque tampoco sabía decir lo que sentía, la amaba, y ella le demostraba a cada instante que se daba cuenta. No se asignaron ningún papel ni función entre ellos, de modo que la caza, la búsqueda de alimentos y la protección de la cueva, eran tareas de ambos, por fin pudo vivir con una hembra como realmente quería, como dos personas complementarias. Hacía mucho frío y la nieve todavía no había empezado a derretirse, pero Ella sabía que la cálida luz del verano la ayudaría con la llegada del pequeño ser que llevaba en su vientre.
A principios del verano, parió un hermoso varón de pelo oscuro, tez blanca y nariz pequeña. Las diferencias con los machos de su especie quedaron marcadas por la perfecta mandíbula y el hermoso y bien definido mentón. Sería un macho alto, aunque posiblemente no sobrepasaría la altura de su padre, pero eso a él no le importaba en lo más mínimo. Mientras ella repasaba todo el cuerpo de su pequeño descartando cualquier imperfección, él los besaba y pensaba que muy pronto enseñarían a su pequeño a correr, saltar, nombrar objetos y escuchar, reír, llorar y, sobre todo, a amar. En aquella pequeña cueva de las templadas tierras del sur, había nacido el futuro y era hijo de una Homo neanderthalensis, los llamados sin mentón, y de un Homo sapiens, los depredadores.
Lo que no sabían era que, desde que habían hecho el largo viaje hasta el sur, el padre de El no había dejado de buscarlos. Nunca se había fiado de su hijo y las continuas discusiones que tenían, así como las mentiras acerca de las falsas cacerías, habían hecho mella en su corazón, en el que ahora solo albergaba rencor. Sabía que algo peligroso estaba sucediendo y tenía la obligación, por el bien del grupo, de averiguar qué tramaba su hijo. Por eso lo había hecho acompañar por los tres jóvenes machos a la cacería en la que había desaparecido.
Cuando estos regresaron, después de seis días, el jefe los estaba esperando arropado por dos machos jóvenes mientras las hembras, en silencio y atentas, esperaban en el exterior de la cueva. Los tres machos, temerosos de la furia del jefe, no sabían cómo explicar lo que había ocurrido. Cuando terminaron con su relato, la cara del jefe no mostró sufrimiento, todo lo contrario, en sus facciones se dibujaba el odio y la mandíbula fuertemente cerrada le profería un semblante amenazador. Las hembras se agitaban nerviosas y los machos jóvenes que guardaban la espalda del jefe permanecían inmóviles y en silencio, esperando nerviosos sus órdenes y temiendo su reacción.
A la mañana siguiente, el jefe designó a otros seis machos jóvenes que partieron en busca de su hijo. Tenían claro que los únicos rastros que podrían seguir estarían en donde había habitado la hembra sin mentón. Buscaron en los alrededores de la colina, donde los habían visto antes de fugarse, hasta que dieron con la cueva escondida en el borde del desfiladero. Entraron y mataron salvajemente a los dos viejos y, después de revisar todos los rincones, lo único que encontraron fue algunas viejas pieles de la hembra, que guardaron con cuidado y se las llevaron, porque sabían que mientras conservaran el olor, les serían útiles. Prosiguieron la expedición, no se podían permitir regresar al poblado sin el hijo del jefe.
***
Habían transcurrido seis inviernos desde que Ella y El decidieron partir hacia las cálidas tierras del sur y aquel verano su pequeño cumpliría cinco años. Eran muy felices viendo cómo, durante la infancia del pequeño, poco a poco, iba aprendiendo los sonidos, después las palabras y, hacía tan solo un año, era capaz de hablar bastante bien. Aunque no podía hablar como ellos, Ella les entendía y se hacía entender con sonidos y con gestos. Una mañana salieron los tres a cazar. Ella iba delante porque su poderoso olfato la facultaba mucho mejor para detectar a largas distancias el olor de los animales. La seguía el pequeño, que iba aprendiendo a rastrear todas las huellas, pisadas, ramas rotas, excrementos, cualquier cosa que pudiera ser importante para detectar la presencia de algún animal, y El los completaba, pero siempre atento a los pasos de su pequeño. El jovencito imitaba a su madre haciendo gestos con la nariz, aunque todavía no podía interpretar los olores como su madre, y con sus pequeñas y delgadas manos cogía los trozos de ramas que su padre dejaba caer después de haberlas examinado con detenimiento. Los padres reían mirando a su pequeño explorador imitar lo que ellos hacían. Estaban seguros de que muy pronto estaría preparado para encontrar alimento él solo.