Kitabı oku: «Cegados Parte I»

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Cegados
Parte I
Por Fransánchez
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Cegados
Cegados Parte II
Roberto (Cegados)
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Blog Cegados por los libros
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Calificación por edades: mayores de 18 años

© 2018 Francisco José Sánchez Contreras

© Imagen de portada 2016 Francisco José Sánchez Contreras

© Blog Cegados por los libros

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Calificación por edades: mayores de 18 años

2.ª edición

Impreso en España

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Episodio 1
El Informático

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EMITIÓ UN DESESPERADO quejido al sentir un intenso dolor agudo, entreabrió los ojos y vislumbró a alguien vestido de blanco. Sus párpados volvieron a cerrarse y otra dolorida punzada le obligó a despertar. El frenesí de personal con batas y pijamas blancos por toda la sala era incesante. Aquella marea de actividad que pululaba de un lado para otro le sobrepasaba, no sabía dónde se encontraba ni que sucedía, intentó incorporase, pero le fallaron las fuerzas, optó por desistir y volver al mundo de Morfeo.

–¿Cómo te llamas?, ¿qué cómo te llamas? —oía con insistencia.

–Ra… fa… —balbuceó con los dos ojos cerrados.

–¿Cuántas pastillas te has tomado? ¿Qué cuántas pastillas te has tomado? —volvió a interrogar la joven con voz firme y decidida.

Le costaba mantener los ojos abiertos, solo le apetecía dormir y aquella gente le estaban incordiando.

–Dejadme… tengo… sueño…

–De eso nada. ¡Espabila! —ordenó la voz.

El dolor provocado por la fuerte presión en el lóbulo de su oreja le abrió los ojos, buscó enfadado la causa de aquel ataque, pero sus muñecas estaban maniatadas a la camilla.

–Tranquilo, colabora, es por tu bien.

Comprendió que se encontraba en el hospital, en urgencias, estaba muy somnoliento, pero vivo. Lo último que recordaba fue el titánico esfuerzo que realizó para pulsar la roja tecla de emergencias de su teléfono móvil de última generación.

De súbito se encontró más lúcido y espabilado, la inyección por vía intravenosa que le aplicó el enfermero por orden de la joven doctora le había hecho un efecto inmediato. La facultativa, ya en un tono más suave, comenzó a interrogarle para realizarle su historia clínica. Que si tenía alergias, si padecía alguna enfermedad, si tomaba algún tratamiento, antecedentes familiares. Rafa contestaba dócilmente mientras quedaba embobado por la belleza de la doctora; «Alicia», pudo leer de soslayo en la tarjeta identificativa que colgaba de su bata desabrochada.

Por primera vez en su vida, se sintió relajado, tranquilo y a gusto con una mujer, a excepción de su madre por supuesto. Se entretuvo contemplando a Alicia, su vaivén por la sala, escribir en el ordenador, susurrar órdenes a las enfermeras con un aterciopelado acento del norte:

–Lavado de estómago con carbón activado y después consulta con psiquiatría.

Rafa permanecía fascinado, Alicia era alta y esbelta, morena con pelo largo atado en una coleta de caballo, ojos azules, labios carnosos. Sus pechos turgentes intentaban escapar del generoso escote, cintura de avispa, tras la bata se le adivinaba un culo prieto.

–Sí, mi turno de hoy es de veinticuatro horas, salgo a las ocho de la mañana —escuchó decirle a un compañero.

Tras el típico sermón sobre las bondades de la vida y la estupidez del suicidio, le inculcó ánimos para buscar solución a sus problemas. Alicia se despidió muy amable y contoneándose por la sala de pacientes críticos se dirigió al pasillo, hacia su consulta. Debía continuar atendiendo a la larga cola de pacientes que seguían esperando atención médica en la sala de espera. Rafa la observó obnubilado mientras se alejaba.

Tras terminar de vomitar fue trasladado al área de psiquiatría. A primera hora de la mañana no tuvo más remedio que mantener una larga y sincera charla con el especialista.

Rafa fue un niño gordito, de estilo rechoncho, un negado para el deporte y todos los juegos que requerían un esfuerzo físico. Dado su peculiar aspecto, tuvo problemas con frecuencia en el colegio y en su pequeño pueblo natal, famoso por su puente de hierro, aledaño a la sierra de la Alpujarra de Granada.

Siempre fue el centro de las burlas y desprecio de sus compañeros, se mofaban bastante de él. Esto le provocó un gran aislamiento social, convirtiéndose en un solitario. En su infancia solo encontró refugio en las novelas, tebeos y enciclopedias de historia, convirtiéndose en un ávido devorador de literatura de todos los géneros.

Alcanzó su adolescencia padeciendo una timidez extrema. La única ventaja es que disponía de mucho tiempo libre para dedicar al estudio y a una de sus aficiones favoritas, la informática.

Genéticamente se parecía más a su padre que a su madre, por lo que heredó su pelo escaso y grasiento, así como su baja estatura.

Su traslado a la ciudad y la entrada en el ambiente universitario no le cambió demasiado la vida. Ya lucía además una prematura alopecia y una gran miopía adornadas con unas gruesas y poco estilosas gafas de alta graduación que resaltaban aún más su morfología.

Se licenció con excelentes notas, lo que le permitió buscar con facilidad su futuro profesional como programador. Lo encontró en Almería, ciudad del sureste, en la costa mediterránea. Pero a demasiada distancia de la única relación estable y cariñosa de toda su vida, su pequeña familia. Adecuó su trabajo a su estilo de vida, se convirtió en su propio jefe. Su profesión la realizaba en casa, sin horario. Le presentaban el desarrollo de una aplicación o el diseño de una página web, solo debía concentrarse, sumergirse en la tarea y dedicarle todo su tiempo. Descubrió que por la noche trabajaba mejor, las conexiones de Internet fluían más despejadas, su ordenador iba mucho más rápido y las páginas web subían con mayor velocidad. Así que cambió sus hábitos de vida, dormía más por la mañana y trabajaba en sus proyectos durante las tardes y las noches.

Un día se descubrió con cuarenta años, sin amigos, sin pareja, sin familia, sin relaciones, solo y amargado. Dada las circunstancias de su vida, siempre tuvo una personalidad depresiva que solventaba con medicación y muchas horas de trabajo.

Le gustaba mucho el sexo, como a casi todo el mundo, aunque nunca había mantenido relaciones, era virgen e incapaz siquiera de charlar de cosas banales con ninguna mujer. Se ponía tan nervioso que apenas conseguía articular palabra, provocándole una ridícula tartamudez. En una ocasión, recién llegado a la ciudad, intentó contratar los servicios profesionales de una prostituta. Al subir a la habitación de la pensión, mientras la chica se desnudaba, se sintió tan nervioso que un amargo sabor de boca le provocó unas arcadas que no pudo reprimir, sin previo aviso y sin poder evitarlo vomitó sobre la prostituta. La chica, que ya había cobrado por adelantado, entró en cólera y encontró la excusa perfecta para finalizar su trabajo y largarle a base de gritos:

–¡Pero será asqueroso el gordo seboso este! ¡Como que me llamo Susana, que no me vuelvas a buscar en tu vida! ¡Cerdo! ¡A la puta calle!

Tras la colosal bronca, Rafa, muy avergonzado, salió apresuradamente huyendo de allí en un lamentable estado de ansiedad. Después de esta nefasta experiencia, su sexualidad continúo reduciéndose a su colección de películas porno y a su muy querida y fiel amiga «masturbación». Sus circunstancias vitales le provocaron un fuerte rechazo a la sociedad, un resentido y profundo odio general.

Aquella fatídica madrugada las cosas iban rematadamente mal. Estaba atascado, como espeso, no le salía nada bien. Decidió tomarse un descanso, ver un poco la tele. No había nada interesante, multitud de programas de concursos de llamadas, esos de respuesta muy fácil, ganchos para sacarle dinero a la gente vía telefónica. Encontró en un canal de televisión local una estupenda y guapísima chica, con unas curvas impresionantes. Realizaba un strip tease al ritmo de una suave música, a los cinco minutos ya tenía una erección y tras otros cinco minutos se limpiaba el semen con un pañuelo.

Siguió sintiéndose mal, fue al botiquín a tomarse su acostumbrada píldora antidepresiva pero en un arrebato, entre lágrimas, se tomó el frasco entero. Se tumbó a esperar en el sillón, mientras seguía viendo en la televisión lo que más añoraba, el suave y aterciopelado contacto humano de una mujer. Cada vez le costaba más sujetar los párpados, insistían en cerrarse, no podía con ellos. No supo por qué, movido por un resorte inconsciente, quizás el instinto de supervivencia, alargó el brazo intentando coger el móvil de la mesa, el cable que lo mantenía enchufado para cargar la batería lo impidió y este cayó al suelo hacia el otro lado. Rafa se levantó para recogerlo, sus piernas ya no le sostenían y también cayó al suelo. Tras arrastrarse, consiguió alcanzarlo, estaba apagado, lo encendió con dificultad. No podía fijar la vista para marcar el pin, pulsó el botón rojo de emergencias y al escuchar la voz de la operadora, solo alcanzó a suspirar «socorro» antes de perder el conocimiento…

Rafa salió del hospital convencido de la idiotez que había cometido, el lavado de estómago había sido una experiencia que no quería volver a repetir jamás. Le había costado convencer al psiquiatra de que la crisis autolítica había cesado y que se tomaría las cosas de otro modo, encarando los problemas de su vida.

Llegó a su casa, pero le aguardaba una desagradable sorpresa, la puerta estaba destrozada, solo se mantenía cerrada por unas pegatinas de la policía local con la leyenda de «No pasar». El interior estaba algo revuelto, estaba muy cansado para ordenar, le apetecía dormir, así que dejó el desorden para después y bloqueó la puerta con una simple silla. Se acostó dejando su dormitorio a oscuras, con las persianas completamente bajadas y la opaca cortina extendida, como era su costumbre. Mientras entraba en el sueño no pudo reprimir pensar en Alicia que le había causado una honda impresión, sabía que era inalcanzable, ella nunca se fijaría en un tipo como él. Se durmió mientras fantaseaba como podría conseguir atraer su atención.

Descansó durante varias horas, aunque, a pesar de tener un sueño profundo, unas voces lejanas le despertaron. Estaba empapado en sudor, volvió a oír voces, pero esta vez más cerca. Abrió la puerta del dormitorio y la voz se oyó con más fuerza, no entendía lo que decía, pero sí, era aquí en su piso, dedujo que alguien se había colado en casa aprovechando la rotura de la puerta.

–¡Un ladrón! —pensó preocupado.

Tenía unos equipos informáticos por valor de más de quince mil euros, se iba a enterar el «chorizo», cogió una pesada lámpara de la mesita de noche y se dirigió con sigilo hacia la cocina de dónde provenía el ruido. Entró y se encontró al individuo de espaldas, como no era del género valiente quiso evitar un enfrentamiento, no lo dudó y le asestó un fuerte golpe en la cabeza. El delincuente cayó al suelo inconsciente y un hilillo de sangre que manaba de la cabeza, invadió con rapidez el suelo de la cocina. La visión de tanta sangre le asustó.

–«Me lo he cargado» —pensó.

Se arrodilló y volteó el cuerpo dejándolo boca arriba.

–¡Mierda, pero si es el vecino!

No sabía ni cómo se llamaba, solo le conocía de «hola» y « adiós» en el pasillo. Le tomó el pulso y no lo encontró, no respiraba, efectivamente estaba muerto.

Le entró pánico y mil pensamientos brotaron en su mente: la policía, la detención, el juicio, la cárcel…

–Serénate Rafa —pensó en voz alta.

Podría alegar que fue en defensa propia, que estaba bajo los efectos de una fuerte medicación, además que demonios hacia el vecino en su casa, ¿curioseando? Pero, ¿y sí no estaba muerto?, él no era médico. Lo mejor era pedir ayuda, así que cogió el móvil y marcó el 112, la línea estaba ocupada. Volvió a intentarlo con el 061, línea ocupada, marcó entonces el 092, este si daba llamada, aunque no lo cogían.

–«Que vergüenza de país» —pensó.

Lo intentó con el 091, una grabación le indicaba que volviera a llamar pasados unos minutos. Decidió centrarse en el 112 y marcó de nuevo, ocupado, estuvo pulsando rellamada durante unos minutos y nada.

Observó más detenidamente al vecino, por el charco de sangre que había avanzado por la cocina y la creciente lividez de su cara, supo con certeza que había fallecido. Decidió bajar a la calle a pedir ayuda, nada más salir del portal se dio de bruces con un señor.

–Ayúdeme —le espetó.

Su interlocutor le respondió malhumorado:

–¿Qué?, ¿también está ciego?, ¿otro con la bromita?, ¡pues váyase a la mierda!

Y se alejó dando pequeñitos golpecitos de un lado a otro de la acera con su blanco y alargado bastón.

Rafa no entendía nada, de pronto se percató de un extraño alboroto y al prestar atención reparó en el paisaje, era dantesco. Multitud de vehículos habían colisionado entre ellos, otros fusionados por grandes impactos, irreconocibles, algunos humeaban, otros ardían, otros se hallaban empotrados en las tiendas y en los locales comerciales. Un automóvil de un conocido fabricante francés, colgaba peligrosamente del desnivel de una rampa de acceso a un aparcamiento subterráneo.

La gente pedía ayuda y auxilio sin cesar. Se movían con torpeza y sin sentido, tropezando con la maraña desordenada de coches, de hierros retorcidos, de piezas y partes de vehículos, defensas, retrovisores y puertas arrancadas, chatarra diversa esparcida por el asfalto.

Algunas personas envueltas en llamas, otras yacían inmóviles en el suelo, ensangrentadas, otras patinaban y caían cómicamente en la calzada por la capa de aceite y residuos que derramaban los coches destrozados. Otros, asustados, permanecían dentro de los vehículos accidentados. Algunos viandantes permanecían abrazados entre ellos, apiñados, formando una extraña reunión, como una melé en un partido de rugby.

Le causó una honda impresión un autobús de línea que había colisionado con una de las paradas de más afluencia, aplastando y arrollando a un numeroso grupo de ciudadanos, sembrando la acera de cuerpos mutilados en diferentes formatos, miembros amputados y vísceras bañadas en sangre.

En otra zona de la calle observó como una señora caía rodando por una escalinata, quedando inmóvil en el suelo. A otro señor, lo vio hundirse dentro de una zanja de obras, otro tropezó sobre una alfombra de cristales de un escaparate roto produciéndose varios cortes en manos y brazos. De pronto un vehículo humeante explotó, fulminando a las personas de alrededor y provocando una lluvia mortal de chatarra y escombros que alcanzó a otro grupo próximo.

Giró la cabeza para mirar calle abajo y el panorama era similar en toda la avenida, con diversos focos de incendios que provocaban una humeante niebla.

Rafa quedo petrificado por la sorpresa, ¿qué había pasado?, por mucho que lo pensaba no sabía que sucedía. Por sorpresa alguien colisionó con él y le cogió fuerte del brazo, con gran angustia le suplicaba y suplicaba ayuda. Otro le tropezó por detrás y le agarró de la cintura, pidiéndole auxilio a gritos. Un individuo muy cercano braceó al aire consiguiéndole coger por la otra muñeca, mientras un niño de unos siete años se abrazaba a su muslo, y casi al unísono, por delante, una madura señora de unos cincuenta años se abrazaba con fuerza a su cuello. Rafa estaba atrapado, rodeado y mientras todos voceaban, intentó zafarse con fuerza sin conseguirlo. No podía moverse, le estaban haciendo daño y se sintió muy agobiado, intentó razonar con ellos pero habían entrado en una especie de histeria colectiva, todos hablaban a la vez imposibilitando la comunicación. Ya no aguantaba más, se acercaban más personas, así que optó por perder el equilibrio y tirarse al suelo arrastrándolos a todos. Consiguió que algunos le soltaran, allí le fue más fácil desasirse del resto y rodar unos metros. Se levantó con rapidez, dolorido y erosionado dobló la esquina.

Intentaba reponerse del susto cuando de pronto alguien volvió a colisionar con él y volvió a cogerle fuerte del brazo mientras le imploraba y le imploraba ayuda. Le reconoció enseguida, era el encargado del supermercado de los bajos de su edificio.

–¿Qué le ocurre vecino? ¿Qué ha pasado? —preguntó.

–No veo, no veo nada, no hay luz, todo está oscuro, no puedo abrir los ojos —contestó.

–¿Cómo que no ve, es qué le ha caído algo dentro, algún líquido o arena? —replicó Rafa mientras le miraba directamente a los ojos.

Tenía los párpados cerrados y algo hinchados, sus pestañas estaban como soldadas por una pasta amarillenta y viscosa que le supuraba por los lagrimales.

–¡No, la luz cegadora, la luz cegadora!, —repetía sin sentido.

Rafa seguía sin entender nada y aquel hombre decía cosas incoherentes.

–¿Qué luz cegadora?, cálmese y cuéntemelo todo para que pueda ayudarle —le dijo.

El encargado se sosegó un poco, le narró cómo estaba en su supermercado, despidiendo a unos clientes, cuando de pronto todo se volvió blanco, una potente luz apareció de improviso y lo invadió todo durante unos segundos interminables. Después le surgió un gran dolor en los ojos y desde ese momento había perdido la visión, estaba ciego, le costaba mucho abrir los ojos, aunque consiguiera abrirlos, seguía sin ver nada. También le narró cómo escuchó los frenazos, los pitidos de los vehículos, las colisiones y el griterío. Le preguntó si había pedido ayuda, le respondió que sí, pero nadie había acudido, le comentó que había tropezado con varias personas, le parecía que estaban en sus mismas condiciones.

Hacía un calor extremo, inusual para esa época del año, Rafa seguía empapado en sudor y le costaba mucho pensar y tomar decisiones. Se soltó del brazo del encargado y se dirigió calle abajo, mientras este gritaba de nuevo solicitándole ayuda. Siguió caminando, eludiendo y esquivando a todo el que se encontraba a su paso, había aprendido la lección.

Al pasar junto a un vehículo estacionado se percató de que el conductor intentaba conectar repetidas veces con emergencias por el «manos libres», las líneas no funcionaban, esa historia le sonaba cercana. Mientras observaba esta escena, dedujo que no vendría nadie a ayudar, todo el mundo estaría llamando a las líneas de emergencias, además ¿y si los servicios de ayuda estaban igual y también habían perdido la vista?, ¿y si no había nadie para socorrerles?, ¿y si estaba él solo para encargarse de todo el mundo? Había muchísima gente, ¿cómo podría él organizarlo todo?, ¿qué hacer primero?, ¿qué decisiones tomar?, empezó a notar el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, le entró un fuerte pánico y echó a correr.

Mientras bajaba la avenida sin rumbo fijo, la visión de las calles adyacentes era muy similar: humo, gritos, desorden, caos, chatarra, cuerpos inertes, sangre, marañas humanas. Rafa dejó de correr enseguida, sus kilos de más y el sofocante calor se lo impedían. Tenía mucha sed, así que se dirigió a un bar cercano. Pero antes de entrar, una anciana llorosa, con una rapidez y habilidad inusitada le asió del brazo pidiendo que la ayudase, tenía una herida en la ceja que bañaba su rostro de sangre. Rafa la miró aterrorizado y sin pensarlo, casi por instinto le mintió:

–¡Ayúdeme usted, estoy ciego! —gritó Rafa.

La anciana le soltó, comprendiendo que estaba en la misma situación que ella y que de poca ayuda le iba a servir. Rafa, sorprendido con la facilidad con la que había resuelto el problema, entró en el vacío bar. Había una televisión conectada, solo emitía una imagen de una mesa vacía, sin sonido. Cambió de cadena buscando información sobre lo que había pasado, en algunas emisoras la programación era normal, películas, series, documentales. En otras era la hora de las noticias, pero no había noticias, en una enfocaban el suelo, en otra se veía una sala con gente tanteando las paredes, el panorama resultaba hasta cierto punto cómico.

Se auto sirvió una cerveza, luego otra tras otra, mientras reflexionaba. Se sentía superado, sobrepasado por los acontecimientos, impotente, se auto convencía de que su ayuda sería como una gota de agua en el inmenso desierto, que él poco podía hacer. Él ya tenía sus propios problemas con los acontecimientos de la pasada noche, además sentía rencor y odio hacia esta sociedad que tantas zancadillas le había puesto durante su vida. Siempre se había sentido marginado, humillado, ¿por qué iba a ayudarles ahora? Pensó que quizás ahora era su momento, le invadió cierta sensación de venganza. En ese momento una chica joven y hermosa entró dentro del bar, tanteando y dando brazadas al aire. Lucía unos esbeltos muslos por culpa de una cortísima minifalda que aleteaba al desplazarse, dejando al aire unos glúteos divididos por un mini tanga. Rafa se levantó y titubeó, los efectos del alcohol nublaron su razonamiento, se quedó pensativo unos largos segundos. Se acercó con sigilo por detrás, la empujó y la aprisionó con fuerza sobre una mesa, la sorprendida chica se revolvió con todas sus fuerzas mientras gritaba con gran desespero, a él no le importaron sus gritos, ya que estos se solapaban con los de la calle. Con su peso impidió el forcejeo de la chica y esperó con paciencia, trascurridos unos minutos las fuerzas de la chica fueron decayendo y ya con las defensas bajas, aprovechó y se introdujo con torpeza dentro de ella. Tras unos breves y fuertes vaivenes, se alivió después de muchos años de tensión contenida. La joven ya solo tenía fuerzas para llorar, Rafa se abrochó atropelladamente la bragueta y la invitó a sentarse para que descansara, le agarró con suavidad el brazo para guiarla pero la joven sacó fuerzas de flaqueza volviendo a agitarse en un ataque de histeria y al sentirse liberada salió huyendo a lo loco, tropezó con sillas y mesas hasta que se derrumbó en el suelo magullada y agotada.

Rafa salió del bar girando la cabeza en todas direcciones, asegurándose que nadie hubiera sido testigo de los hechos, dejando a la pobre chica allí abandonada entre lastimeros sollozos, pensando que su primera vez le había parecido incómoda y demasiado fugaz.

Caminaba sin remordimientos, convenciéndose de la justificación de sus actos, de lo mal que la sociedad se había portado con él, de lo moral y de lo inmoral, que debía adaptarse a la nueva situación y si esta le favorecía, la iba a aprovechar. No le debía nada a nadie, se sentía bien, casi eufórico, seguro de sí mismo, pensaba que sus problemas personales, que su complejo de inferioridad, podrían diluirse ante el inesperado giro de acontecimientos. No tenía obligación de ayudar a la comunidad, de la que nunca se sintió parte. Además no era un héroe, ni bombero, no era policía, no era médico, no era médico… ¡médico!, en ese instante recordó a Alicia, la intensa, buena e impactante impresión que le había causado. Ella sí merecía ser salvada, tenía que ayudarla, por ella sí era capaz de esforzarse, por ella sí podría ser un héroe, sería su héroe, así encontraría la forma de lograr atraer su atención.

Buscó un coche disponible, el que encontró, tenía las llaves puestas, sonaba música a bajo volumen en la radio. Quizás radiaban algún noticiario, sintonizó emisoras, sonaban programas varios, con seguridad de esos pregrabados, en una cadena la locutora pedía ayuda, se había quedado ciega. Siguió buscando y en una consiguió alguna vaga noticia, el locutor, que también había perdido la vista, aunque no los nervios, emitía repetidamente una especie de parte de emergencia. Narraba como la mayoría de las líneas telefónicas estaban saturadas, por un exceso de llamadas. Que todo se inició con una potente luz cegadora de la que desconocían las causas. Aventuraba varias hipótesis, podría ser por una bomba atómica, posibilidad poco probable, el país no sufría amenazas directas ni motivos para ninguna agresión. Tampoco se descartaba algún nuevo tipo de ataque terrorista. Quizás la entrada de un gran meteorito en la atmósfera provocara una gran llamarada, otra posibilidad era por un desconocido efecto climatológico o alguna anomalía provocada por el Sol como una enorme erupción solar. El locutor continuaba dando algunos consejos básicos, permanecer en casa porque ser el lugar más seguro, el que mejor conocíamos de memoria, no aventurarse en la calle por ser peligroso y esperar a recibir ayuda.

–¡Ja!, ayuda, —pensó Rafa con ironía.

Arrancó el coche y empezó a conducir por la desolada calle, era imposible avanzar, había que esquivar los demás vehículos parados, ya que circular, no circulaba ninguno. Lo peor era la gente, estaban en medio de la calzada y se movían muy lentos, cuando conseguía que un peatón abandonara la trayectoria, por otro lado se volvía a interponer otro, iba a tardar horas en llegar al hospital. Tenía que buscar otro medio de transporte, le parecía demasiado fuerte la posibilidad de avanzar atropellando gente. Abandonó el coche y anduvo un rato, ya empezaba a adaptarse a la nueva situación evitando el área de acción de los afectados. Hacía el menor ruido posible y si no tenía más remedio, gritaba ayuda, imitando a los demás.

Encontró un ciclomotor, nunca había sido demasiado hábil conduciéndolos, aunque podría servirle. Se dirigió con torpeza al hospital y claro que este vehículo era mucho más práctico, era más fácil esquivar personas y vehículos.

Entró por urgencias, aquello se parecía mucho a las películas de zombis que tanto le gustaban, caos y desorden por todos lados. Por supuesto el personal sanitario también estaba afectado, nadie ayudaba a nadie, bastante tenía cada uno con lo suyo. Deambuló por los pasillos, las salas y las consultas, no la encontró. ¿Dónde estaría?, de pronto recordó que la noche pasada Alicia le comentó a otro compañero que salía a las ocho de la mañana, por lo que pensó que quizás podría estar en el aparcamiento. Se dirigió allí con la moto, no la encontró. Observó un poco por los alrededores, hasta que vio una zona en obras con un cartel que decía estacionamiento de personal, perdonen las molestias, estamos trabajando para mejorar. Se acercó y de pronto la vio, estaba sentada en un bordillo a la sombra, con unas gran gafas de sol cubriéndole los ojos, le acompañaba alguien, supuso que un compañero.

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