Kitabı oku: «¿Sacerdotes sin bautismo?»
Si hay algún tema
que la Iglesia católica deba afrontar
con absoluta sinceridad,
sin tapujos de ninguna clase
y sin la más mínima constricción interna o externa,
es precisamente la situación de sus clérigos.
(E. DREWERMANN)
PREFACIO
En un tiempo se decía que es inútil llevar «vasos a Samos o lechuzas a Atenas», pues Samos era famosa por los vasos que allí se fabricaban, y la lechuza era precisamente el símbolo de Atenas. En igual medida resulta inútil presentar un escrito del Hno. Michael Davide, el monje benedictino ya conocidísimo por sus escritos, sobre todo por los de carácter litúrgico, según la inspiración específica de su Orden.
Se me ha pedido que escriba el prefacio para su última obra, y he aceptado no solamente por la estima y gratitud que siento por él, sino también para introducir el tema, que puede parecer paradójico, como si uno pudiese ser ordenado sacerdote sin haber recibido antes el bautismo.
Al presentar una novela no hay que revelar enseguida su conclusión, a fin de dejar al lector la incertidumbre sobre el curso que seguirá el argumento. Pero, en nuestro caso, digo de inmediato que el tema de este escrito es el de hacer presente que la ordenación presbiteral no puede ser algo que predomine, sino que debe estar al servicio del bautismo, es decir, del ser cristiano: el bautismo nos une al sacerdocio de Cristo, que es un sacerdocio de elección (según el rito de Melquisedec) y no una transmisión por genealogía o por casta (como el de Leví o el de Aarón). Ya desde el título, esta declaración quiere ser «una provocación, no un juicio», como confirma el autor en las últimas páginas, después de haber subrayado su respeto a los pastores de la Iglesia y su sincera fraternidad hacia los presbíteros de la Iglesia, «con los cuales –declara– siento que comparto la alegría y el esfuerzo de una fidelidad en la que estamos llamados a comenzar cada día de nuevo y en la que, en muchos aspectos, seguimos siendo principiantes».
En el fondo hay una «revolución copernicana». Igual que el científico polaco había demostrado que no es el Sol el que gira en torno a la Tierra, sino esta en torno al Sol, así el Concilio Vaticano II, después de haber demostrado prácticamente que no es el mundo el que está al servicio de la Iglesia, afirma que ella está al servicio de la humanidad («sacramento –dice desde el comienzo la Constitución Lumen gentium– o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano») y que en la Iglesia no son los fieles los que están en subordinación respecto a la jerarquía, sino esta última al servicio del pueblo de Dios: el presbítero no debe sentirse en primer lugar el jefe al que los bautizados han de sentirse subordinados: antes bien, debe sentirse destinado por el sacramento del orden –que es extensión del sacramento del bautismo– a ponerse al servicio de los bautizados; y como también él es fundamentalmente un bautizado, y «la gracia presupone la naturaleza» –como recordaba santo Tomás de Aquino–, deberá cuidar de su crecimiento humano: por ejemplo, deberá darse cuenta de la realidad del erotismo, de la dimensión afectiva de la humanidad y, por tanto, del valor de la sexualidad, y de que su celibato, antes de estar en función del servicio, debe llegar a estar al nivel de una intimidad espiritual y disponibilidad para una compasión extrema para con todos. La misma homosexualidad no debe ser considerada en la Iglesia –ni siquiera expresamente– como pecado y enfermedad y, por tanto, como una disposición que hay que excluir preventivamente del sacerdocio, sino como exigencia de relaciones humanas, como condición concreta con la cual medirse.
El autor cita la exhortación del papa Francisco a los presbíteros en el contexto de su visita a los lugares de actuación de Don Milani a ser «clérigos, no clericales», como lo hace asimismo con otras afirmaciones del papa Francisco, pero también de Benedicto XVI. Como es obvio, cita la Biblia y el Concilio, pero hace también lo propio con otros varios autores, por ejemplo Rupnik y Theobald, pero también Panikkar y el mismo Drewermann, que, más allá de ciertas expresiones que le han acarreado la desconfianza de la jerarquía, tiene un profundo conocimiento de la psicología humana y, por tanto, hace útiles observaciones que es preciso tener en cuenta.
Así pues, este escrito de Michael Davide es interesante y valioso, alimento de aquella esperanza a la que exhorta en el último párrafo Cipriano de Cartago, o sea, un obispo docto, santo y mártir.
+ LUIGI BETTAZZI,
obispo emérito de Ivrea
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LA NECESARIA INDIGNACIÓN
1. Inevitable
Hace años ya que la Iglesia católica se está viendo sacudida por toda una serie de escándalos vinculados con la vida afectiva de los presbíteros. En realidad, y para utilizar una imagen bíblica –tal vez inapropiada y hasta un tanto irreverente–, «nada nuevo hay bajo el sol» (Ecle 1,9). Para afrontar esta situación, a veces inmanejable, es necesario recurrir a la sabiduría del escriba evangélico del que habla Jesús, diciendo que es capaz de extraer del tesoro del corazón «lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52). En realidad, el esfuerzo de los presbíteros en la fidelidad a la promesa de celibato y de los religiosos para gestionar durante toda una vida el voto de castidad es conocido desde siempre. Por cierto, el hecho de que varios concilios y sínodos se hayan ocupado de ello –Elvira (305), Letrán IV (1215) y también Trento (1563)– no carece de significado. Aunque pueda parecer políticamente incorrecto, podría decirse incluso que en el pasado hubo tiempos más inquietantes que el nuestro respecto al comportamiento de los clérigos, tanto en la sexualidad como en la gestión de los bienes materiales. En efecto, hay que reconocer que solo en nuestros días estamos comenzando a descorrer el velo de silencio que ha cubierto durante siglos todo aquello que, de manera un tanto acrítica, estaba circundado por un halo de respeto reverencial. Y lo mismo ha sucedido siempre, por razones de sacralidad y de reconocida autoridad, ya mucho antes de la historia de la Iglesia, frente a aquellos hombres que desarrollaban un papel particular en el funcionamiento de los mecanismos de lo sagrado.
Las páginas de los diarios, los portales de Internet, las imágenes de las televisiones, como también algunos textos documentados y películas de gran éxito 1, siguen interrogando a la opinión pública sobre temas dolorosos y difíciles de gestionar en el seno de la comunidad eclesial, que se halla despojada de su respetabilidad frente al mundo. Hasta la renuncia de Benedicto XVI ha sido atribuida, por lo menos en parte, al gran esfuerzo de gestionar como papa lo que había comenzado a afrontar valientemente como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Entre las decisiones importantes tomadas por el papa Francisco están, sin duda, las relativas a los problemas de la pederastia en el seno de la Iglesia. Se han creado organismos y se han establecido procedimientos para hacer más eficaz el cuidado y la prevención de toda una serie de escándalos. Estos escándalos siguen resultando costosos para la Iglesia no solamente en términos económicos, sino, sobre todo, en términos de credibilidad y de fiabilidad.
Hay que reconocer que, en estos últimos años, tanto desde abajo, desde la vida cotidiana de la gente sencilla, como desde arriba, desde las instituciones, ha habido una verdadera revolución en la actitud. Tal revolución es también el fruto de la desestabilización debida a la denuncia cada vez más masiva de comportamientos inadecuados por parte de sacerdotes, sobre todo con menores. A pesar de algunas ambigüedades, esta nueva manera de encarar las cosas ha hecho finalmente posible cerrar la época del encubrimiento y de la protección de la casta clerical. Por el contrario, cada vez se da más espacio a la necesaria y urgente indignación por toda una serie de situaciones que, en otros tiempos, habrían gozado de la omertà, la ley del silencio encubridor. No obstante, en el punto al que hemos llegado, aunque en modo alguno es posible aflojar la presión de la indignación, tampoco podemos detenernos en ello. Es necesario pasar de la indignación a la conversión. En efecto, no basta con indignarse: es necesario dejarse interrogar profundamente por los escándalos y por los abusos. El desafío es el de entrar en un intenso proceso de conversión del corazón y de la mente. Este es el primer paso para iniciar y llevar a cabo los cambios necesarios, tanto a nivel personal como institucional. La indignación, para ser auténtica, debe abrirse de par en par a la conversión, que no puede contentarse nunca con declaraciones de principio o de reparación de los daños causados, sobre todo a inocentes y menores. La indignación debe abrir –y de par en par– las puertas a nuevos estilos y nuevas prioridades también a nivel espiritual y, naturalmente, en la disciplina eclesiástica.
La palabra del Señor Jesús puede alentarnos en una disposición de serena urgencia frente a toda una serie de realidades negativas que deben mencionarse, corregirse y cambiarse. «Es imposible que no haya escándalos; pero ¡ay de quien los provoca! Al que escandalice a uno de estos pequeños más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar. Tened cuidado» (Lc 17,1-3).
La fuerza rigurosa de la segunda parte de este dicho del Señor parece ser directamente proporcional al reconocimiento de algo «imposible» de evitar. Sin embargo, lo que es inevitable no es en modo alguno aceptable, y no es nunca justificable. Para permanecer en el aliento evangélico podemos decir que en el seno de la comunidad de discípulos es preciso ser conscientes de que, constitutivamente, somos pecadores perdonados. Lo que debe poner en marcha procesos de renovación no es el escándalo desenmascarado y deplorado desde el exterior, que pone al descubierto la fragilidad, sino el deseo renovado de permanecer en un estado de constante conversión que, en ciertos casos, se hace particularmente urgente. Aunque sea paradójico, bienvenido sea el desenmascaramiento de las hipocresías eclesiásticas con tal de que pueda asumirse realmente la responsabilidad de un camino de conversión elegido y no sufrido. La conversión no puede ser simplemente la reacción a las denuncias que vienen de fuera, sino el fruto de un estremecimiento de auténtico deseo de fidelidad al Evangelio y a sus exigencias dentro de la Iglesia, en el corazón de cada discípulo y en lo íntimo de cada ministro ordenado.
Lo «inevitable» que evoca el Señor Jesús debería hacer que los hombres de Iglesia estén menos heridos por el sueño roto de superioridad moral que durante demasiado tiempo ha amenazado con servir de autorización para despreciar y juzgar continuamente a los demás (cf. Lc 18,9). Lo inevitable con lo que la Iglesia debe finalmente confrontarse con parresía evangélica puede transformarse en una ocasión preciosa para volverse más sensibles a las posibilidades de conversión. Esta conversión no tiene que ver solamente con la moral a nivel personal, sino que afecta necesariamente a la estructura institucional. Un camino de conversión real implica inevitablemente un replanteamiento dogmático-ritual. Pensándolo bien, lo que hay de «nuevo» no son los «escándalos» en cuanto tales, sino la reacción de profunda y creciente indignación frente a ellos. Esta indignación es síntoma de un innegable incremento de sensibilidad evangélica en el seno de la comunidad de los discípulos. En cuanto discípulos, estamos llamados a dejarnos interrogar y hasta baquetear por todos aquellos que, desde fuera, miden, por decirlo así, la compatibilidad y fiabilidad evangélicas de nuestras decisiones y de nuestros comportamientos. Nunca como en nuestro tiempo, y hasta con la ayuda de la intransigencia de cuantos se presentan como «adversarios» de la Iglesia y de sus instituciones ya no «sagradas», como la realidad clerical, estamos obligados a un aumento de fidelidad al Evangelio y no a nosotros mismos y a nuestras veneradas –aunque no siempre venerables– instituciones. Décadas han pasado desde que el poeta vasco-francés Francis Jammes, en su novela El señor cura de Ozerón, describió al sacerdote como símbolo, representante y hasta garante espiritual de un mundo que –a pesar de toda la debilidad y de toda la culpa de los hombres– ha seguido estando siempre contenido en las manos de Dios. La figura del sacerdote debía hacer visible la realidad invisible y divina de modo tal que las personas pudiesen captarla. Donde había un sacerdote, Dios debía convertirse en el pan de los seres humanos, despojándose de su grandeza y majestad para venir como alimento cotidiano en medio de la humanidad. Y, viceversa, el sacerdote, mediante su oración de bendición, debía santificar el pan humano y elevarlo a la condición de lugar de aparición de lo divino.
A partir de esta cita podemos decir que, hasta hace poco tiempo, la simple presencia de un sacerdote era suficiente para mantener unida y viva a una comunidad de hombres y mujeres que se encontraban esperando a la sombra de un campanario; la simple presencia de un sacerdote sonaba como una promesa de orientaciones posibles, mucho más que en el caso del guardián de un faro. Si eso funcionaba o comenzaba a no funcionar ya en el tiempo al que se refiere Jammes, no dependía ni depende principalmente de una creciente neurastenia de los nuevos sacerdotes. Es la consecuencia del simple hecho de que ya ha llegado a su fin la época en que «el señor cura» constituía un centro espiritual, cultural, social y político. Sobre la base de este papel se le consideraba el tutor, si no oficial, al menos fiable, del orden público y, en cierto sentido, el garante de una manera de estar en el mundo que ya no existe. Después de la Revolución francesa y del subsiguiente proceso de sana secularización se ha producido un cambio radical. Ya no se da más crédito a las versiones oficiales de los funcionarios en cuanto tales, sino a las personas consideradas dignas de confianza. Por más agradable o desagradable que pueda ser, esto vale también para los presbíteros.
Lo que ha cambiado profunda e ineluctablemente no es solo el modo de relacionarse con la autoridad, sino también lo que se percibe como fundamental para reconocer a la autoridad en cuanto tal. Simplificando, puede decirse que la investidura –pensemos en la ordenación presbiteral, por lo que aquí nos concierne– no es ya suficiente para un reconocimiento de autoridad fiable. En efecto, todos los procesos relacionales están sometidos ahora a la prueba de la credibilidad, que pasa por la relación entre personas y que, aun no estando siempre en pie de igualdad, nunca se supone ni, menos aún, se impone. El «papel» o «rol» ya no es suficiente para asegurar la inmunidad que pone al reparo de la confrontación y de la crítica más o menos constructiva. Esto implica el hecho, por lo demás muy positivo, de que nadie está al resguardo del deber de mirar de frente y de asumir la propia fragilidad, compartiendo con todos los demás hombres y mujeres el desafío de nuestra condición de «vasijas de barro» (2Cor 4,7).
2. El desafío de la fragilidad
La Iglesia, en todos los lugares donde vive y, en particular, en la realidad clerical, está llamada a medirse de una manera radicalmente nueva con el desafío de su fragilidad. La consciencia de la comunidad creyente ha tenido siempre claro que es casta et meretrix. El conocimiento de los textos de la tradición, sea de mayor o de menor antigüedad, nos da testimonio de una continua reprobación de algunos comportamientos del clero. De la reprobación han nacido muchos movimientos de reforma o, simplemente, de apoyo a la vida del clero, caído demasiado a menudo en situaciones ambiguas. Al decir esto se puede tomar nuevamente conciencia de que el problema no es nuevo y de que, a pesar de la justa reacción de descontento y desaprobación, no es más grave que en tiempos pasados. Sin embargo, en la sensibilidad actual, tanto dentro como fuera de la Iglesia, se hace cada vez más urgente reaccionar contra toda una serie de comportamientos con los cuales se ha convivido desde hace tiempo de forma más superficial que serena.
Afirmar esto no significa en absoluto decir que entonces todo va bien y que no hay nada de qué preocuparse, ni menos aún que no sea necesario dar los pasos apropiados. Lo que es nuevo y debe recibirse como un no subestimable signo de los tiempos es el desafío de las fragilidades no ya como la excepción de casos particulares que hay que aislar, a veces de manera tan hipócrita que resulta incompatible con el Evangelio. No: la fragilidad es un estado habitual en el que cada cual está llamado a vivir el propio combate espiritual hasta volverse capaz de convertirse en apoyo y hasta en guía para otros en la lucha contra aquello que deshumaniza. Lamentablemente, hay situaciones en las que justamente parece que se deponen las armas de la lucha espiritual para ceder a las propias pasiones, confiando en una suerte de «estado de gracia» que se transforma en un «estado de desgracia». Como explicaba aguda y casi proféticamente –estamos en 1991– Eugen Drewermann:
Con eso, el problema de la psicología del estado clerical adquiere una relevancia de primer orden y se presenta, cada día más, como el verdadero punto débil de la Iglesia católica. Porque, en la medida en que la Iglesia se considera esencialmente representada y constituida por sus clérigos, participa necesariamente en la misma falta de credibilidad que hoy día se atribuye a esos clérigos como corporación 2.
Retomando las figuras protagónicas de la novela de Hermann Hesse Narciso y Goldmundo 3 como tipificaciones de las actitudes de una vida ordenada y de servicio riguroso el primero y de libertad de expresión y toma de distancia respecto de las reglas preestablecidas el segundo, Drewermann afirma:
Hoy día, el estado clerical solo podrá recuperar un cierto grado de credibilidad si logra comprender la unidad entre «Narciso» y «Goldmundo» y la convierte en vida propia. Solo así podrá reproducir en la realidad más íntima de su existencia el mismo ejemplo de Jesús, que no fue monje ni sacerdote, sino más bien profeta y poeta, vagabundo y visionario, médico y confidente, predicador itinerante y trovador, arlequín y mago del amor de Dios y de su inagotable y eterna misericordia 4.
El modo en que las personas de nuestro tiempo nos percibimos, también gracias a la consciencia que nos viene de las ciencias humanas, es muy diferente del modo en que se percibían los que nos han precedido en la vida, en la fe y en el ministerio eclesial. De un modo corporativo de pensar a la persona dentro de un sistema de funcionamiento en cadena que aseguraba la vida de la sociedad y también de la Iglesia se ha pasado a un modo de concebir a cada persona como un misterio que hay que acoger y vivir en su singularidad, única y compleja. Hoy en día, cada cual es llevado más fácilmente a relacionarse consigo mismo no a partir de la «corporación» a la que pertenece –incluida la clerical–, sino de lo que vive en la profundidad de su vida íntima. La intimidad personal se percibe como el lugar más importante e irrenunciable para reconocerse, presentarse al mundo y hacer la propia aportación a la vida de los demás en un servicio generoso y apasionado. El cuidado de la propia dimensión personal e íntima de la vida no entra automáticamente en competencia con la dedicación ministerial.
En el pasado, la fragilidad se escondía de muchas formas, entre ellas la mistificación espiritual. Hoy, en cambio, la vulnerabilidad es un lugar primario de autoconsciencia que se torna en fuente de compartición y de recíproca compasión en un generoso acompañamiento empático interpersonal. Como dijo Xavier Le Pichon hablando a los sacerdotes:
Nuestras fragilidades están en el corazón de nuestras relaciones con el otro, con el Otro […] y es un tema inmenso. Pensemos, por ejemplo, en las fragilidades ligadas a nuestra sexualidad. El enfoque de la sexualidad a partir de las fragilidades relativas a la esfera afectiva es tan rico como aún inexplorado 5.
La actitud heroica del pasado, apoyada por una inserción en papeles claros y precisos, parece no ser ya adecuada a nuestro modo de sentirnos hombres y mujeres llamados a la felicidad y necesitados de ser veraces con nosotros mismos y con los demás.
El reciente Sínodo de los obispos, celebrado en octubre de 2018, el siguiente después del realizado sobre las problemáticas vinculadas a la vida familiar, ha tenido por tema: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional». Alguien dijo que el papa Francisco quería celebrar un sínodo sobre la vida de los presbíteros en la Iglesia de nuestro tiempo. Es de desear que, más allá de los títulos y de las comprensibles guerras «de pasillo», el fruto del sínodo sirva para tomar conciencia no solamente de cómo ha cambiado el mundo, sino también de cuán profundamente se ha transformado nuestro modo de sentirnos personas y creyentes. El cambio antropológico que está ante los ojos de todos no es necesariamente un cambio a peor… habría que decir que es a mejor, a pesar de los «inevitables» escándalos. Creo poder decir que, a pesar de las carencias de cada cual, globalmente hablando, el modo de sentirnos personas, más que haberse deteriorado, ha mejorado. Hemos crecido de forma decidida en cuanto a conciencia y a realismo sobre nosotros mismos y sobre el mundo que habitamos juntos. La pregunta no es si y en qué medida el cambio histórico que atravesamos es acertado o erróneo, inevitable o corregible. La verdadera pregunta que debemos responder es qué queremos hacer a partir de todo lo que vivimos y sufrimos a fin de ser testigos de un Evangelio susceptible de ser vivido y transmitido a las nuevas generaciones.
Frente a todos los escándalos que han sacudido a la Iglesia en los últimos años se ha enarbolado la bandera de la «tolerancia cero». Como dijo Enzo Bianchi en un editorial para la revista Jesus, la «tolerancia cero» no puede ser un modo evangélico de reaccionar a los inevitables «escándalos». Detrás y, más precisamente, dentro de esos escándalos hay siempre personas a las que hay que acoger y rodear de misericordia. Se trata de no excluir a nadie de la misericordia, evitando cuidadosamente que ese manto de compasión no se transforme en «cobertura» de situaciones que deben denunciarse claramente. En efecto, la atención a las víctimas no puede hacer olvidar la preocupación por los «verdugos», que, no raras veces, han sido ellos mismos víctimas de los mismos abusos, hasta el punto de que, demasiado a menudo, están aprisionados en una espiral de coacción que se ven llevados a repetir. Desde este punto de vista, aun debiendo superar radicalmente la mentalidad de corporación o, peor aún, de casta autorreferencial y protectora, no hay que perder el sentido profundo de sentirse parte del mismo cuerpo místico de Cristo. Esta coparticipación se produce ante todo en virtud del bautismo, y solo por extensión en virtud del sacramento del orden. Como recuerda el apóstol Pablo, el espíritu de cuerpo, que debe ser purificado de toda tendencia de casta, cubre con más cuidado las partes más débiles, menos decentes y más indecorosas (1Cor 12,23).
Cuando en la Iglesia nos confrontamos con revelaciones espantosas –por ejemplo, sobre una anomalía pulsional, o sobre alguna perversión sexual, o sobre diferentes formas de abuso sexual y hasta espiritual–, no bastará nunca con tranquilizarse afirmando que la responsabilidad recae sobre el interesado. Del mismo modo, no basta, aunque sea necesario, apartar del ministerio a la persona que se ha manchado con delitos más o menos graves. La persona que ha pecado o que ha demostrado ser inadecuada por grave patología o inmadurez debe ser puesta ante su responsabilidad, pero no evitada como un leproso que, a partir de ese momento, tendrá que mantenerse a distancia para no ensuciar el santuario de la respetabilidad de la Iglesia. Cuando la Iglesia se comporta de manera más «levítica» que «evangélica», no hace más que refugiarse en una imagen ideal de sí misma, sin medirse con la realidad de su dimensión humana. Viéndolo bien, una reacción purista o puritana ante las problemáticas personales de los clérigos no haría más que confirmar una modalidad desencarnada y descontextualizada de ser y de sentirse Iglesia. En realidad, esta suerte de idealización abstracta es el origen y no la solución del problema.
No se puede subestimar el hecho de que los ministros ordenados corren el peligro de ser víctimas de una formación que los lleva a «sobreestimarse» a sí mismos. Este peligro de sobreestimación idealizada se basa en un modo ambiguo y a veces peligroso de entender la «vocación sacerdotal». Una exageración sobre el «privilegio» de la vocación sacerdotal amenaza con hacer que, con mayor o menor consciencia, los clérigos se vuelvan radicalmente insensibles a la propia vulnerabilidad humana. Así, se corre el riesgo de que la fragilidad termine embalsamada en el sarcófago del papel sacerdotal. Esto no puede sino hacer que ellos, hijos de su tiempo, como sus coetáneos, resulten radicalmente fragilizados. La consecuencia de un discernimiento y de una formación basada en la sobreestimación amenaza con incapacitar a los clérigos para hacerse cargo de su propia vulnerabilidad como no sea en la forma de la negación y de la mistificación. Ambas soluciones son humanamente peligrosas y evangélicamente inaceptables.
Como afirma varias veces Eugen Drewermann, el ideal de la vocación y del ministerio de los clérigos corre el riesgo de permanecer en una visión tan ideal que no case con la propia realidad, de modo que el clérigo termine cayendo en la actitud de los fariseos y de los doctores de la Ley, tan duramente estigmatizados por el Señor Jesús, como lo atestiguan los evangelios. El papa Francisco, al hablar a los presbíteros y a los religiosos en sus encuentros con ellos, tanto en el Vaticano como durante sus viajes, no pierde ocasión de llamar la atención sobre este punto. Con ocasión de una liturgia de ordenación presbiteral en la basílica de San Pedro, celebrada el 7 de mayo de 2017, el papa les recordó: «Tened siempre delante de los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no ha venido a ser servido, sino a servir. Por favor, no seáis “señores”, no seáis “clérigos de estado”, sino pastores, pastores del pueblo de Dios». El papa Francisco no hace otra cosa que retomar, confirmar y radicalizar lo dicho por el Concilio:
Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y ordenación, están en cierto sentido puestos aparte en medio del pueblo de Dios, no para estar separados de él o de cualquier hombre, sino para consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los ha elegido. No podrían ser ministros de Cristo si solo fueran testigos y administradores de la vida de esta tierra, pero tampoco podrían servir a los hombres si estuvieran ajenos a su vida y sus condiciones. Su mismo ministerio exige por título especial que no se identifiquen con este mundo. Al mismo tiempo, sin embargo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen atraer incluso a las que no son de ese redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y haya un solo rebaño y un solo Pastor. Para poder conseguir esto, ayudan mucho las virtudes que con razón se aprecian en el trato humano. Tales son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza y constancia de ánimo, la preocupación constante por la justicia, la cortesía y otras que recomienda san Pablo cuando dice: «Tened en cuenta lo verdadero, lo honesto, lo justo, lo santo, lo amable, la buena fama, la virtud, lo digno de alabanza» (Flp 4,8) 6.
Al concluir la homilía en la liturgia arriba mencionada, el papa Francisco dijo unas palabras muy fuertes cuya idea aparece a menudo en su magisterio: «Y sea alegría y apoyo a los fieles también el perfume de vuestra vida, porque la palabra sin el ejemplo de la vida no sirve, mejor volver atrás. La doble vida es una enfermedad fea en la Iglesia». El papa Francisco se mueve en la misma línea del dicho del Señor citado más arriba y constata que «la doble vida es una enfermedad». Esta enfermedad hace mal ante todo a los clérigos, que, de ese modo, se convierten en «médicos solo en apariencia» (Job 13,4). Con esas afirmaciones, en lugar de negar el peligro, el papa llama la atención de los clérigos sobre sus propias enfermedades «profesionales». Solo la consciencia puede generar una vigilancia capaz de mantener viva la atención sobre sí mismos sin negar la complejidad y la ambigüedad que forman parte de la vida de todos y son también parte constitutiva de la experiencia de los clérigos. Por la gracia del sacramento recibido, los presbíteros están llamados a ejercer el ministerio de la «compasión» (Mt 9,36), no porque, por la «gracia de estado» o de su «papel», estén exentos de la confrontación con las propias fragilidades, sino justamente porque las conocen y aceptan gestionarlas con humildad y sabiduría. El papa Francisco insiste a menudo en la formación del corazón de los presbíteros para evitar que en las casas de formación crezcan «pequeños monstruos» 7. La reflexión teológico-ministerial de la carta a los Hebreos se revela en este caso capital para la «desacerdotalización» de los presbíteros del Nuevo Testamento. Puede ser útil retomar aquí por lo menos algunos versículos:
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