Kitabı oku: «Internet y vida contemplativa», sayfa 2

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INTERNET Y LA CULTURA DIGITAL

De entre los cambios «profundos y acelerados» (GS 4) que se vienen dando desde la segunda mitad del siglo XX, quizá ninguno sea tan significativo como el del descubrimiento de internet. Y digo mal, porque no solo se trata de un descubrimiento más, es decir, la invención de una nueva herramienta o avance tecnológico que hasta entonces desconocíamos. No estamos hablando aquí del descubrimiento de una nueva forma de transmisión de datos o de un nuevo medio de comunicación. No es tan sencillo. Internet no es simplemente el ítem siguiente en la lista de medios de comunicación social después de la radio y la televisión. Este nuevo cambio profundo del que hablamos tiene más que ver con un cambio de paradigma en la existencia humana que con un mero avance tecnológico. Hemos asistido en los últimos años a un verdadero cambio de era: la transición hacia la cultura digital.

Así, prácticamente no hay ámbito de lo humano que quede al margen de la influencia de la globalización de internet. Todos ellos –la economía, la sociología, la política, la psicología o la espiritualidad, por decir algunos– se han tambaleado para bien o para mal ante el seísmo de esta revolución en el mundo de las comunicaciones. Es de admirar cómo en el campo empresarial, por ejemplo, la gestión de la presencia online como forma irrenunciable de existencia se ha convertido en el cogollo de la estrategia comercial. Debemos admitir, a priori, que la entrada en la cultura digital es un cambio de paradigma de tal importancia que todos los grandes proyectos sociales deben su éxito o su fracaso, precisamente, al éxito o el fracaso de su presencia en internet.

Ahora bien, si esto es así, ¿estamos dedicando en la reflexión sobre la vida religiosa hoy un espacio adecuado a la reflexión sobre el influjo que internet puede tener en nuestra vida? ¿Conocemos el alcance que este influjo puede tener en la espiritualidad, en la pastoral o en la cultura vocacional que pretendemos crear sin mucho éxito? Llama poderosamente la atención que, a pesar de la importancia de este cambio de paradigma social, la presencia de la reflexión sobre internet en las dos principales revistas sobre vida religiosa de nuestro país es anecdótica en comparación. Salvando un monográfico de 2012 y otro en 2020 dedicados al tema 1, en Vida Religiosa solo podemos encontrar un puñadito de breves artículos al respecto. Mucho más impactante es el caso de la revista Confer, que, al menos en los últimos veinte años, no ha dedicado ni un solo título a la cuestión. Podemos admitir, tras una rápida revisión de sus índices, que la transición a la cultura digital no tuvo la suficiente resonancia en las dos principales publicaciones sobre vida religiosa de nuestro país.

Mi misión aquí no será, desde luego, abordar todos y cada uno de los temas que a este respecto se podrían tratar. Muy al contrario, quisiera centrarme solamente, a modo de reflexión personal, en el influjo positivo y negativo que internet puede tener –y de hecho está teniendo– en la vida contemplativa, especialmente en la vida religiosa contemplativa, también para los institutos de vida mixta. De manera indirecta, espero que esta reflexión también pueda ser de gran provecho para todos aquellos que conceden una importancia especial a la vida de contemplación, aunque sea desde su consagración secular.

1. El continente digital

Una de las grandes negligencias a la hora de emprender un serio discernimiento sobre el asunto es, precisamente, no ser conscientes de la trascendencia del salto a la cultura digital. En no pocas ocasiones he escuchado a superiores o formadores –ninguno de ellos nativo digital, por supuesto– considerar internet, así sin más, como un medio o instrumento más o menos útil o indispensable para la formación, la pastoral o la evangelización. Y esta es, desde mi punto de vista, la primera y más grande equivocación. Ya hace tiempo que la Iglesia, sobre todo bajo el pontificado de Benedicto XVI, se dio cuenta de que internet no es sencillamente un instrumento de comunicación, sino más bien una puerta abierta de par en par hacia el «continente digital» 2.

Esta reflexión parte de los principios definidos en Redemptoris missio, cuando Juan Pablo II, años antes de la eclosión de internet, allá por 1990, advertía de que el trabajo con los medios de comunicación

no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, con usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes (RM 37) 3.

Sin embargo, las publicaciones anteriores a estos años no nos resultan a nosotros de tanto provecho, aunque sus principios básicos puedan haberse visto corroborados por las recientes consecuencias del cambio de paradigma cultural. Tampoco es suficiente el resto de literatura secular anterior a la eclosión del smartphone, en torno a 2010. No por ser inválidas o insuficientes, sino porque el cambio drástico de la última década –con la expansión de las redes sociales o la invención del smartphone, por ejemplo– hace que cualquier reflexión anterior, en relación con los temas concretos, haya envejecido prematuramente. De la misma forma, posiblemente este libro, dentro de quince años, será como un fósil del Pleistoceno digital, presumiblemente.

Digámoslo claramente: internet no es un medio de comunicación, es un ámbito, un lugar, una forma de existencia, un continente que habitar. En él tienen lugar todos los demás medios de comunicación: en internet se ve la tele, se escucha la radio y se lee el periódico. Para cualquier nativo digital es evidente que las posibilidades de existencia que ofrece internet no son comparables ni de lejos con las que pueden ofrecer los otros medios. Y la prueba más concluyente de esto es que internet no ha logrado, ni está en su naturaleza, sustituir a los otros medios de comunicación. Es, más bien, una ventana abierta a todo lo demás, una nueva forma de ser y de actuar. De hecho, los otros medios, sin desaparecer, se han visto obligados a incorporar internet a su dinámica comunicativa ordinaria.

Quizá sea paradigmático este breve tuit de Alvinsch, un youtuber colombiano, que llegó a la conclusión de que internet es su patria, su lugar principal de existencia. Habla más claro este ejemplo que cualquier reflexión más extensa que yo pudiera hacer. Y, en todo caso, si alguien honradamente considera que este tuit es inadmisible o ridículamente exagerado, es que no ha entendido específicamente a qué nos referimos cuando hablamos de internet.


Por eso, como cualquiera podría fácilmente constatar en la experiencia, para un adolescente perder su móvil es perder parte de su vida. Yo mismo he visto a adolescentes sufrir verdaderos ataques de ansiedad por este motivo. Para ellos es mucho peor que perder la cartera o un diario personal o, permítaseme la broma, perder un brazo. Perder tu móvil es, realmente, perder todas esas cosas a la vez. Con él se pierde una parte de tu más íntima identidad: fotos y audios personales, conversaciones íntimas, información reservada, gestión económica, contenidos comprometidos... Un usuario de smartphone que pierde su móvil pierde una forma muy íntima y propia de ser en comunidad.

Cuando valoremos más adelante la presencia de internet en los claustros, será menester no caer en el error de considerarlos como meras herramientas de trabajo, sino como lo que realmente son: un amplio portón al centro neurálgico del continente más habitado del mundo, el continente digital.


2. Una vida condicionada por internet


Tampoco podemos perder de vista otro hecho crucial: hoy en día es realmente difícil vivir sin internet. Como ha revelado especialmente la crisis del coronavirus y el confinamiento, a cada paso, la mediación de internet se vuelve imprescindible. Pocos trámites de gestiones, viajes, estudios o sanidad se me ocurren en los que no sea necesario entrar en internet. O, al menos, en todas ellas se ha de indicar una cuenta de correo electrónico. La escena de abuelas luchando contra las máquinas para sacar su dinero en las oficinas del banco, por no defenderse bien en la era digital, se va convirtiendo en un cuadro de lo más ordinario; incluso con malas palabras de por medio.

Especialmente en la vida de los jóvenes, internet ha pasado a ser connatural. Ha sido tan drástica su conversión en habitantes digitales y tan patentes las consecuencias que esto ha tenido en sus vidas que da casi risa alguna consideración un tanto anticuada, dicha por boca de religiosos, de lo que los jóvenes son y hacen. Alguna vez he visto la cara de asombro de algunos sacerdotes –sin hijos ni nietos, por supuesto– cuando he sacado a colación las últimas constataciones sociológicas de los expertos sobre la vida de los nuevos adolescentes. También es urgente aquí cambiar nuestras categorías trasnochadas sobre los jóvenes, sobre sus gustos, sus intereses y sus estilos de vida. Muchas veces nuestra pastoral vocacional peca de ingenuidad, esa misma ingenuidad contra la que queremos ir luchando en este trabajo.

Por poner un ejemplo, hace pocos meses recibí de un amigo la noticia de que la comisión de pastoral vocacional de su congregación había planificado como medida estrella la creación de una página web vocacional. Ambos nos sonreímos. Los jóvenes ya no entran en páginas web con frecuencia; su vida online se desarrolla principalmente en otros ámbitos. Si atendemos a un serio estudio llevado a cabo en 2018 por la Fundación de Ayuda a la Drogadicción (FAD), los datos sobre la frecuencia con la que los jóvenes siguen páginas web o blogs es mucho más reducida de lo que podríamos pensar: casi el 50% de los entrevistados considera que lo hace menos de “rara vez”. Y “frecuentemente” solo algo más del 25% 4. Si la página web no está respaldada por una buena campaña de difusión en redes sociales, por ejemplo, todo su fantástico potencial se verá arrojado al olvido de los oscuros abismos digitales.

Esto es solo un botón de muestra de nuestro desconocimiento. Pero hay más. No pocas veces he escuchado, sobre todo a personas de cierta edad, clamar contra una generación de jóvenes que está perdida en fiestas y excesos, una generación revoltosa y sexualizada. Esta es la visión de los jóvenes de los años setenta, ochenta y, acaso, de una parte de los noventa. Hoy, desde luego, ya no es así, al menos no en la misma medida. Desmontar este prejuicio llevaría mucho tiempo. Pero resumiremos diciendo que precisamente esta noción revela que a veces no tenemos una idea cierta de lo que la poderosísima influencia de internet está ejerciendo sobre los jóvenes. Ellos, aunque valoran salir y quedar con sus amigos, de hecho cada vez salen y quedan menos fuera de su casa. Y aunque, como es obvio, les gusta salir y divertirse, de hecho cada vez consumen menos drogas, acuden menos a fiestas y tienen menos relaciones sexuales, y, cuando lo hacen, lo hacen a una edad más tardía. A este respecto, el trabajo de la doctora Jean M. Twenge, que ha querido popularizar la denominación iGen para la llamada generación de internet, es impagable y arroja una poderosa luz sobre la realidad (aunque ya Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada de las comunicaciones sociales del año 2009, se refería acertadamente a esta generación como la «generación digital» 5). Puede parecer sorprendente, y así han sido calificados sus resultados. Pero las estadísticas que presenta, por su rigor y amplitud, parecen incuestionables, al menos para la generación de jóvenes de Estados Unidos, que, sea como esa, es la generación que está por venir en España, pues nosotros vamos, de alguna manera, a remolque de la sociedad estadounidense.

Hoy los jóvenes disponen de 3,3 dispositivos de media para conectarse a internet, y allí encuentran una parte considerable de las cosas que precisan para satisfacer sus necesidades superficiales. Un estudio de la FAD constató cómo entre los jóvenes de entre 14 y 16 años de España hay un grado de consenso del 72,4% con respecto a la siguiente afirmación: «Miro el móvil constantemente». Todo en su vida está condicionado por internet, hasta el punto de ver configurada su psicología desde edades muy tempranas, con unas consecuencias todavía insospechadas. Una de estas principales pasiones que ejerce sobre su psicología es la ansiedad y la inseguridad. El no haberse visto enfrentados al mundo de manera directa, sino a través de una pantalla, al calor de su habitación, ha retrasado, como demuestra Twenge, su paso a la adultez. De hecho, cada vez retrasan más las actividades que se asocian con la vida adulta.

Volviendo al prejuicio de que los jóvenes están todo el día de fiesta, podemos comprobar con un solo gráfico que, en todo caso, la tendencia es exactamente la contraria: los jóvenes cada vez salen menos de fiesta. Si a principios de los noventa la tasa de jóvenes de en torno a 17 años que declaraba en Estados Unidos salir de fiesta una vez al mes o más rozaba el 80%, hoy en día no supera el 60%, y la tendencia continua a la baja 6.


Figure 3.1. Percentage of 8th, 10th, and 12th graders who attend parties once a month or more. Monitoring the Future, 1976-2015.

Otra de las consecuencias de afirmar que toda nuestra vida está condicionada por internet es que, si no estás en internet, no existes. Por supuesto, esto es una exageración. No solo una exageración, es también un engaño. Esa es precisamente la convicción que los grandes de internet han querido imprimir en nuestra psique. Si sales de internet, te pierdes lo que está pasando en el mundo. Nosotros, por el contrario, afirmaremos más adelante que, precisamente, pasándonos la vida en internet, de manera descontrolada y sin discernimiento, nos estamos perdiendo todo cuanto sucede en la realidad.

Pero mantengamos provisionalmente la verdad de la premisa de que no estar en internet es no existir. En lo que esta afirmación quiere hacer hincapié es que en un mundo en el que una parte importante de nuestra existencia social es virtual, entonces no tener presencia en ese areópago se puede convertir en una verdadera dificultad. Pongamos aquí algún ejemplo: imaginemos un encuentro diocesano de jóvenes en el que los organizadores han decidido no hacer ningún tipo de promoción por internet; ningún evento ni cartel en las redes; nada de divulgarlo por listas de difusión vía WhatsApp ni permitir a los participantes comunicarse al respecto por ese medio; no usar el correo electrónico como vía de inscripción... Tenemos que afirmar con prudencia que, si estuviéramos en otro ámbito más atrayente –como una fiesta clandestina o una nueva cafetería suburbana internet-free–, quizá la convocatoria del boca a boca sería un éxito impredecible, como ya ha sucedido. Pero en la heredad que nos toca, quizá habría que lamentar, no haciendo una convocatoria online, un estrepitoso fracaso comunicativo.


3. De qué hablamos cuando hablamos de internet


Ya va siendo hora de establecer una serie de características, sin ánimo de ser exhaustivos, que permitan entender cuáles son las posibilidades y riesgos que ofrece el uso cotidiano de internet en la vida contemplativa. Difícilmente podremos entablar un diálogo fructífero al respecto si no acordamos un consenso previo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de internet?

Cuando digo internet me refiero al continente digital al cual accedemos gracias a una gran variedad de dispositivos que nos ofrecen conexión con él. Es un mundo real y virtual de intercambio en red donde se comparten de manera audiovisual, por ahora, todos los aspectos y dimensiones de la existencia humana. Es propio de la comunicación en este continente la primacía de los valores de instantaneidad, multidireccionalidad, anonimato, infinitud, «envolvencia» y atracción.

Parece que las grandes negligencias que a nivel espiritual, comunitario y carismático se han venido dando se deben, sobre todo, a una pobre comprensión que no tiene suficientemente en cuenta las características que acabamos de enunciar. Veámoslas detenidamente a continuación.


a) Instantaneidad


En internet, el proceso no existe o, al menos, tiende a desaparecer. Todo se da de inmediato, todo se consigue sin dilación. Esto es así hasta tal punto que una repentina ralentización al cargar una página puede suscitar estados de impaciencia o ansiedad, especialmente entre los nativos. El acceso a contenidos ya no admite largos trámites o barras de porcentaje que se van completando. El ciudadano digital se ha acostumbrado a la inmediatez que cada vez con mayor celeridad le concede internet. Si antes había que esperar a que los vídeos se descargaran en la pantalla –¡o incluso las fotografías!– hoy en día esto suena ridículo. Seis o siete segundos de espera pueden convertirse hoy en una eternidad. Nunca antes el hombre se ha visto tan incapaz de aceptar los ritmos y los procesos.

Por supuesto, a las grandes empresas no les interesa ni lo más mínimo la dilación. Cualquier retraso juega en contra de sus intereses económicos. Uno de los factores que posibilita el círculo de enganche es la inmediatez. El flujo constante permite, entre otras cosas, desarticular los resortes de detención. ¿Qué son dichos resortes? Son la capacidad de nuestro cerebro de darse cuenta de que «ya es suficiente» de algo. Es lo que nos dice que estamos demasiado cansados como para seguir haciendo footing o que puede que nos estamos pasando un poco comprando cosas innecesarias en las rebajas. Estos resortes saltan cuando encontramos un hueco psicológico en medio de una actividad intensa, sea cual sea. Entonces consideramos que es necesario parar o cambiar de actividad en función de las obligaciones o las necesidades.

Pero una dilación entre vídeo y vídeo de una plataforma audiovisual como Netflix puede dar pie a dichas reglas de detención. Caer en la cuenta de que teníamos otras cosas que hacer, que no hemos estudiado suficiente, que la ropa está todavía en la lavadora o que, en definitiva, se ha hecho demasiado tarde para rezar Vísperas. A Netflix no le interesa eso en absoluto, por eso desde hace tiempo ha implementado el posplay o la reproducción automática de contenidos después de unos segundos en los que apenas le da a uno tiempo de pensar qué hora es. La plataforma ha conseguido deshabilitar en nuestro cerebro cualquier tipo de regla de detención. Incluso, cuando nos caemos de sueño, ya se encarga la plataforma de que no nos vayamos a dormir. No en vano dijo el fundador de Netflix, Reed Hastings, que su gran competidor es el sueño –aserto bastante cruel, si atendemos a su literalidad–. Lo mismo pasa con plataformas musicales como Spotify: recuerdo que, hasta hace algunos años, cuando terminabas de escuchar un álbum, la reproducción se detenía automáticamente. Hoy no es así, y la reproducción de sugerencias se prolonga hasta el infinito. De esta forma se ha conseguido no dejar ni el más mínimo espacio psicológico libre para que se activen las reglas de detención.

Por eso hay quienes rompen el círculo comprándose un móvil viejo o un ordenador pasado de moda. Una de las fundadoras de uno de los centros pioneros de rehabilitación para las adicciones a internet (reSTART), Cosette Rae, decidió poner barreras artificiales para contener dichos círculos de enganche.


Cuando analizas por qué la gente usa esos aparatos con menos frecuencia, la razón es que se vuelven molestos, un obstáculo. Solía comprarme los mejores y más nuevos dispositivos electrónicos, los mejores y más nuevos programas informáticos, y aprendí, como estrategia de reducción de daños, a esperar dos o tres años antes de comprarme un producto. Tu yo adicto quiere más potencia y velocidad, mayor accesibilidad, lo mejor y más nuevo. Así que ahora doy una palmadita en la espalda a mi yo adicto y le digo: «Muy bien, no has ido corriendo a comprarte el nuevo iPhone; no has actualizado el ordenador» 7.


Y eso sin un voto de pobreza de por medio.

Esta primera característica, como casi todas las demás, distingue a internet de los medios de comunicación. La lectura de un libro no se produce con inmediatez, requiere un proceso; lo mismo pasa con la prensa. Y, aunque otros medios como la radio y la televisión ofrecen contenidos en directo, estos no son elegidos por el receptor, de modo que, si quiere acceder a lo que él quiere, entonces no le queda más remedio que esperar, y tragándose sin respirar un batido frío de anuncios. Y, en fin, ni hablemos del correo postal, hoy una antigualla para románticos.

Como decía Spiderman, un gran don conlleva una gran responsabilidad. Esta instantaneidad de contenidos es tanto una ventaja como un desafío, y representa inevitablemente un reto para la vida religiosa contemplativa, tan inevitablemente ceñida a procesos, esperas, silencios o ausencias de contenidos y estímulos... ¿Cabe hablar del «recogimiento de los sentidos» en una vida que no tiene por bien guardarse de habitar ilimitadamente en este continente de la inmediatez? Procuraré valorar esto más adelante.


b) Infinitud


Los tablones de los perfiles de las cuentas de nuestros amigos, las listas de tuits que aparecen en nuestro feed de Twitter, los vídeos recomendados particularmente para nosotros por gentileza de YouTube y las radios individualizadas que ofrece Spotify conforme a nuestros gustos, tienen algo en común: son infinitos. No acaban nunca. Podrías estar una hora de la tarde haciendo ruedecilla con el ratón en un trending topic de Twitter y nunca llegarías al final, o al menos esa es la sensación que se nos queda. Tampoco los videojuegos online parecen tener fin. Los grandes juegos de moda no acaban nunca. Eso de pasar fases y terminar el juego con el rescate de la princesa va pasando a la historia. Mucha más rentabilidad producen los llamados juegos infinitos. Fortnite o League of Legends no son juegos lineales ascendentes, en los que llegas a un determinado fin y se acabó, te liberas. El juego se puede prolongar in aeternum. Internet, como el mundo, parece no tener fin.

Esta característica está inevitablemente ligada a la anterior. Y es que no solo hablamos de inmediatez de acceso a contenidos, sino que, además, estos contenidos son prácticamente infinitos y, para colmo, todos ellos se nos presentan a un solo clic de distancia. Y yo me pregunto si somos conscientes de lo que esto significa para un joven que ha nacido educado en esta «aparente» libertad ensanchada, en la que todo lo que desean los apetitos está ahí, esperando a ser consumido de una vez. En efecto, en internet está prácticamente todo lo que uno puede imaginar y, si no está en internet, es que quizá no existe aún. La mayoría de conexiones normales ofrecen, mediante potentes motores de búsqueda, millones de resultados en milésimas de segundo. Y esto parece deseable cuando se trata de búsquedas buenas y positivas. Pero, para nuestro mal, debemos reconocer que también lo bueno se torna patológico cuando fallan los resortes de detención.

No es de extrañar, por tanto, la constatación de que los adolescentes consultan su teléfono cada siete minutos de media, robándole tiempo, sobre todo, a las horas de estudio, a las relaciones familiares y, lo que es más dramático, al tiempo de descanso. Como los contenidos que nos gustan en internet son infinitos, entonces muy probablemente cada siete minutos te vayas a encontrar algo nuevo, algo que no habías visto antes. No en vano algunas redes sociales redistribuyen sus contenidos, mostrándote algo distinto cada vez, para que esta sensación de amplitud no se venga abajo.

Si lo bueno que hay en internet es infinito, debemos reconocer también que en internet, como es propio de todo lo humano, también lo malo lo es: en el continente digital, por ser real, tienen cabida lo mejor y lo peor del hombre. También los contenidos malos o perversos están ahí, porque ahí está todo. Y no hay que ser un gran hacker para dar con ellos. Si antes la distancia entre el objeto de pecado y la mano del pecador era tan grande que precisaba saltar la tapia del convento con nocturnidad y alevosía, ahora, a plena luz del día, y solo a un clic de distancia, el tentado tiene a su disposición un catálogo infinito de perversidades en las que caer. Tampoco extraña que Google se congratule en comunicarte que la búsqueda «algo con lo que pecar» «ha producido aproximadamente 122.000.000 de resultados en 1,32 segundos» 8. No digo que antes se pecara menos, pues sería una necedad; cada uno comete actos pecaminosos en la medida de sus posibilidades. Pero ahora, reconozcámoslo, se puede pecar de manera más sofisticada.

No ser conscientes de esta realidad, en fin, es errar el tiro en la formación religiosa. ¿De qué manera puede un formando educarse en el silencio y el recogimiento de los sentidos teniendo al alcance de su mano un catálogo infinito especialmente pensado para satisfacer de manera rápida y gratuita todos y cada uno de sus apetitos más superficiales? Es el genio de la lámpara que no nos concede tres escasos deseos, sino que nos ha dado un cheque en blanco de deseos para que pidamos lo que queramos. Y las posibilidades son infinitas.


c) Multidireccionalidad


Otra de las características que distingue a internet de los medios de comunicación es sin duda la multidireccionalidad con respecto a las relaciones, cristalizada sobre todo en el concepto de «red social». Por su propia naturaleza de «continente», como hemos dicho, internet no puede ser entendido como un medio en el que una persona se comunica con otra. Es mucho más que eso: admite la comunicación en red, algo que lo acerca aparentemente al contacto no virtual. En otras palabras, un joven puede estar, sin salir de su cuarto, en medio de sus amigos, compartiendo con ellos su vida de manera audiovisual. Las comunicaciones en internet se vuelven comunitarias, interactivas, expansivas. Esto no admite comparación, ni siquiera con el uso ordinario del teléfono –sin internet–, en el que la comunicación es bidireccional y exclusivamente auditiva.

Así, por ejemplo, la diferencia que pueda haber entre el uso de internet y el antiguo carteo ordinario resulta, a mi juicio, equivalente a la diferencia que puede haber entre hablar con nuestros amigos en la plaza y el de comunicarnos con ellos por señales de humo. Por eso, no puedo evitar mostrar un profundo desacuerdo frente a los que intentan justificar el uso indiscriminado de internet dentro de los monasterios con el argumento de que santa Teresa de Jesús, monja de clausura, era una muy prolífica escritora de cartas. Como ya hemos repetido en varias ocasiones, internet es una forma de existencia en el mundo, y el envío de cartas, por el contrario, es solo un medio de comunicación 9.

Los grandes de internet conocen muy bien el valor atrayente de la multidireccionalidad de la red, y saben sacarle mucha rentabilidad económica. De hecho, cualquier plataforma online que incluya la retroalimentación social tiene muchísimas más oportunidades de mantener elevado el tráfico de visitas. En el año 2009 salió una aplicación llamada Hipstamatic, que permitía a sus usuarios retocar sus propias fotos con filtros antiguos, lo que permitía darles un aspecto mucho más atractivo, incluso para aquellos que no tenían ni idea de fotografía. La aplicación tuvo un gran éxito en todo el mundo, llegando a convertirse en «la aplicación del año 2010» en el catálogo de Apple. Un año después salió a la luz Instagram, una aplicación que, en esencia, hacía lo mismo. Pero muy pronto esta aplicación superó con creces a su predecesora y fue comprada por Mark Zuckerberg en 2012 por la estremecedora cantidad de mil millones de dólares. ¿Cuál había sido el secreto de su éxito? Que esta aplicación incluía, de manera agresiva, la interacción social.

Instagram es la primera red social del mundo entre los jóvenes. Y su poder de enganche estriba en que las personas suben contenidos a ella y la presión social hace el resto. Sus usuarios esperan la llegada de los «me gusta» –en forma de corazón– y los comentarios. Instagram es asombrosamente fácil de usar, en todos los sentidos. La mayor parte de la gente no escribe nada, no lee nada. Solo es necesario dar un «me gusta» y pasar de imagen. La mayor parte de los comentarios son emojis (iconos que reflejan un estado de ánimo o una determinada impresión). Esto favorece hasta el extremo el feedback, y resulta tremendamente adictivo, como explicaremos más adelante. La necesidad de tener muchos «me gusta» engancha y, en algunas ocasiones, se puede convertir en una patología. Mientras tanto, estamos produciendo unos increíbles beneficios a un jefe anónimo a través de nuestro trabajo gratuito. A pesar de que nuestra sensación es de absoluta libertad, lo cierto es que, en realidad, somos asalariados de una plataforma que saca rentabilidad a nuestras sonrisas.

También los videojuegos han incluido la interacción social, obviamente. Está suficientemente demostrado que jugar con otras personas hace que aumente la presión y la ansiedad de juego, así como el tiempo que pasamos ante nuestra pantalla. ¿Quién sería capaz de abandonar a sus compañeros, sea la hora que sea, cuando ellos te necesitan para alcanzar la victoria en la misión de sus vidas? Los juegos también se han vuelto increíblemente multidireccionales.

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