Kitabı oku: «Tu rostro buscaré»

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© Fundación José Rivera, 2015 (www.jose-rivera.org)

© de esta edición, Ediciones Trébedes, 2016. Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D. 45005, Toledo.

Portada: Ediciones Trébedes

Nihil obstat: Con licencia eclesiástica. Toledo, 30 de Junio de 2016

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ISBN: 978-84-945948-3-0

D.L. TO 620-2016

Edita: Ediciones Trébedes

Printed in Spain.

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Fundación José Rivera

TU ROSTRO BUSCARÉ

JORNADAS DEL

90 ANIVERSARIO DEL

NACIMIENTO DE

JOSÉ RIVERA


Ediciones Trébedes

PRESENTACIÓN POR DON FERNANDO FERNÁNDEZ DE BOBADILLA

El día 30 de septiembre de 2015, a las 6:00 de la tarde, recibía el Papa Francisco al Cardenal Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Mons. Angelo Amato, en su despacho privado de la Casa Santa Marta, en el Vaticano. Tras presentarle los informes pertinentes, el Cardenal pidió formalmente al Santo Padre que reconociera públicamente la heroicidad con la que D. José Rivera Ramírez, sacerdote diocesano de Toledo, había vivido todas las virtudes teologales y cardinales, así como las sacerdotales. El Santo Padre mandó que al día siguiente, 1 de Octubre y Fiesta de santa Teresa del Niño Jesús, se hiciese público el decreto por el que se reconoce oficialmente que nuestro venerado D. José, ya venerable, efectivamente las vivió en grado heroico.

El Sr. Arzobispo de Toledo, Mons. Braulio Rodríguez Plaza, inmediatamente decidió que se debía celebrar una Misa en la Catedral, en la que la Iglesia Diocesana diese gracias a Dios por el reconocimiento de las virtudes heroicas de este sacerdote, hijo de esta Iglesia, que tanto se distinguió por su amor, entrega y sacrificio por la Iglesia Diocesana. El Sr. Arzobispo fijó la fecha del domingo 25 de octubre, día en que se celebra la Solemnidad de la Dedicación de la Santa Iglesia Catedral Primada. Fue una celebración memorable, preciosa, cargada de emociones y de fervor, en la que Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas junto con un nutrido grupo de seglares, dimos gracias a Dios por la Iglesia Santa que engendra hijos virtuosos y santos que, a su vez, vivifican y embellecen a la Iglesia Madre.

La Fundación José Rivera por su parte, y queriendo ser fiel a los fines marcados por sus Estatutos, en los que se compromete a promocionar y mantener viva la memoria de la ejemplaridad de la vida y de las virtudes de D. José Rivera, tenía prevista desde hacía algún tiempo la conmemoración del 90 aniversario del nacimiento de D. José, el día 17 de diciembre, organizando unas Jornadas en las que se pusiera de relieve el ejemplo de vida de nuestro querido D. José. El reconocimiento oficial por parte de la Santa Sede de la heroicidad de las virtudes de D. José, y su declaración como venerable, obligaba a la Fundación a dar un giro significativo a la celebración del 90 aniversario del nacimiento del ya venerable José Rivera. Había que sacar a la luz pública la heroicidad de sus virtudes, y había que desentrañar lo que D. José vivía y no conocíamos muchos de los que nos sentíamos cercanos a su intimidad. Así surgieron los títulos de las dos conferencias que fueron pronunciadas los días 16 y 17 de diciembre. La primera, “José Rivera, profesor y maestro de virtudes”, fue pronunciada por D. Félix del Valle Carrasquilla, profesor del Tratado de Gracia y Virtudes en el Instituto Teológico de Toledo. La segunda, “Sorpresa y riqueza de un Diario Personal”, a cargo de D. Alejandro Holgado Ramírez, profesor de Teología Moral en el mismo Instituto Teológico. La presidencia de la celebración eucarística de cada uno de esos días correspondió a Mons. Demetrio Fernández González, Obispo de Córdoba, y a Mons. Ángel Fernández Collado, Obispo Auxiliar de Toledo.

Presentamos en este libro los textos de las dos conferencias, así como los de las homilías pronunciadas por los Obispos los días 16 y 17 de Diciembre. Cada una de estas intervenciones, desde su perspectiva, nos aporta más luces acerca de la talla humana, cristiana, sacerdotal, apostólica, profética y eclesial del venerable José Rivera. Sin duda, en la medida en que se vayan estudiando los escritos personales de este sacerdote diocesano ejemplar, se nos irá agrandando más y más la valoración y el aprecio de su testimonio; y resplandecerá más evidentemente la belleza de la acción de la gracia de Dios en su vida, a la que D. José correspondió con tanta vehemencia como confianza.

Por último, hemos querido añadir el texto de la homilía pronunciada por el Sr. Arzobispo de Toledo en la Misa de acción de gracias del día 25 de octubre en la Catedral que, aunque no fue pronunciada con motivo del 90 aniversario del nacimiento del venerable José Rivera, merece que la recordemos por su contenido y por la proximidad de las fechas de ambos eventos.

Estamos seguros de que la lectura pausada de estos textos ayudará a muchos a conocer mejor a D. José Rivera. Pero, más aún y más importante, ayudará a muchos a desear responder a la gracia de Dios con el celo y la esperanza con que respondió el venerable José Rivera.

Fernando Fernández de Bobadilla

Vicepostulador

DECLARACIÓN DE VENERABLE

Decreto de Virtudes Heroicas

por el que se declara Venerable a José Rivera Ramírez


TOLEDO

Beatificación y Canonización

del Siervo de Dios JOSÉ RIVERA RAMÍREZ

Sacerdote Diocesano

(1925-1991)


Decreto de Virtudes Heroicas

«Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 27,8-9).

La invocación del salmista de Israel constituye el motivo dominante en la vida y en el recorrido espiritual del Siervo de Dios José Rivera Ramírez. Él buscó asiduamente la voluntad del Señor, vivió su sacerdocio como un incansable y generoso servicio a los hermanos y a todos, con una palabra dulce, profunda y con la ejemplaridad de una vida amable y coherente, supo proponer un camino de fe y de santidad.

El Siervo de Dios nació en Toledo el 17 de diciembre de 1925, siendo el último de cuatro hijos de una familia profundamente cristiana. El padre era médico y Presidente de la “Federación de Padres de Familia Católicos”, mientras la madre estaba dedicada principalmente a la educación de los hijos. José recibió el bautismo el 2 de enero de 1926 y la Confirmación el 27 de marzo de 1927. Recibió la primera Comunión en junio de 1933, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Ya desde joven manifestó un carácter, en cierto modo, rebelde y anticonformista, que fue cambiando gradualmente sobre todo tras la reflexión y la lectura, a la que dedicaba mucho tiempo. Un gran influjo ejerció sobre él el ejemplo de su hermano Antonio, presidente de la Juventud de la Acción Católica, llamado el «ángel del Alcázar», célebre también por su compromiso apostólico y social. Al finalizar la guerra civil (1936-1939) el Siervo de Dios se inscribió en la Acción Católica.

En su búsqueda espiritual y existencial, percibió los signos de la vocación al sacerdocio; para ello cursó los estudios de filosofía en Comillas y los de teología en Salamanca, donde, en 1951, consiguió la licencia. El 4 de abril de 1953 fue ordenado sacerdote en la capilla del Arzobispado.

Desarrolló con celo el ministerio pastoral asumiendo diversos cargos en Salamanca, Palencia y Toledo. De manera más específica, fue director espiritual de generaciones enteras de seminaristas de cualquier parte de España. Fue también profesor de teología dogmática, además de confesor y director espiritual, en el Seminario Mayor de su Archidiócesis.

La vida de oración, penitencia y estudio fueron los ingredientes de su eficaz dirección espiritual y de su múltiple actividad en la predicación de tandas de ejercicios espirituales, conferencias y retiros en toda la nación. Fue también escritor fecundo, publicando varios libros de carácter ascético y espiritual.

El ejercicio constante de las virtudes es testimonio manifiesto de una existencia dedicada enteramente al seguimiento de Cristo. El Cardenal Marcelo González Martín llegó a afirmar que «su fe, esperanza y caridad eran en él visibles, vivas y ardientes». Su generosidad se puso de manifiesto de manera plena y total en su constante y extensa ayuda en favor de numerosos pobres y marginados, entre los que se encontraban los gitanos.

En la vida del Siervo de Dios se manifiestan dos momentos de crisis, que él superó madurando una particular intensidad espiritual. El primero tuvo lugar a los diecisiete años, cuando José, vencido por la desazón, llegó a pensar incluso en el suicidio. El segundo, a los cuarenta y cinco años, cuando era padre espiritual en el seminario de Palencia, al constatar desviaciones en el postconcilio sobre todo en el ámbito litúrgico. En estas y otras situaciones él continuó “esperando contra toda esperanza”; más aún, su esperanza no tenía límites, llegando un día a decir: «Nunca, ni siquiera en las peores circunstancias, he dejado de esperar a llegar a la plena santidad».

En la Navidad de 1988 ofreció su vida, con voto de víctima, por la conversión de un sacerdote que estaba en crisis y que luego volvió al ministerio. Esta experiencia corresponde al carácter específicamente sacerdotal que el Siervo de Dios vivió en su espiritualidad y que trató de transmitir a sus compañeros en el sacerdocio, siendo para todos ellos un límpido punto de referencia en el compromiso pastoral.

Su vida de sacerdote y de educador puede ser un extraordinario ejemplo de fidelidad al Evangelio, siempre obediente al magisterio de la Iglesia, humilde y caritativa en todas sus circunstancias. Tuvo fama de santidad entre los sacerdotes, seminaristas y fieles.

Murió el 25 de marzo de 1991. Su cuerpo, por explícita voluntad suya, fue donado al Instituto de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Este deseo tuvo sus motivaciones en su espíritu de pobreza, para que se ahorraran los gastos del funeral; en la humildad, para que nadie pudiese saber dónde se encontraba y, sobre todo, en la caridad, para que su cuerpo pudiese ser útil incluso después de muerto, gesto extremo de toda una vida comprometida en el amor al prójimo. Sin embargo, dos años después, sus restos mortales fueron consignados al Arzobispo de Toledo y sepultados en la capilla del Seminario de Santa Leocadia en su Archidiócesis.

En virtud de la fama de santidad, del 21 de noviembre de 1988 al 21 octubre del 2000, en la Curia eclesiástica de Toledo se celebró el Proceso Diocesano, cuya validez jurídica fue reconocida por esta Congregación con decreto del 18 de enero del 2002. Preparada la Positio, se discutió, según el procedimiento habitual, si el Siervo de Dios ejerció en grado heroico las virtudes. Con éxito positivo, el 23 de abril del 2010 se celebró el Congreso Peculiar de los Consultores Teólogos. Los Padres Cardenales y Obispos en la Sesión Ordinaria del 29 de septiembre del 2015, presidida por mí, Card. Angelo Amato, han reconocido que el Siervo de Dios ha ejercitado en grado heroico las virtudes teologales, cardinales y anexas.

Finalmente, hecha una cuidadosa relación de todas estas cosas al Sumo Pontífice Francisco por el que suscribe, Arzobispo Prefecto, Su Santidad, aceptando los votos de la Congregación de las Causas de los Santos y ratificándolos, en el día de hoy declaró que: Sí consta del ejercicio de las virtudes teologales Fe, Esperanza y Caridad, tanto en Dios como en el prójimo, así como de las cardinales Prudencia, Justicia, Templanza y Fortaleza, y de sus anexas, practicadas en grado heroico, por el Siervo de Dios José Rivera Ramírez, Sacerdote Diocesano, para el caso y el efecto del que se trata.

El Sumo Pontífice ordenó, finalmente, que este Decreto se hiciese público y que fuese consignado en las Actas de la Congregación de las Causas de los Santos.

Dado en Roma, el día 30 de septiembre a. D. 2015.

ANGELUS Card. AMATO, S. D. B.

Praefectus

+ MARCELLUS BARTOLUCCI

Archiep. tit. Mevaniensis

a Secretis

Homilía de la Misa de Acción de Gracias por la declaración de Venerable de don José Rivera, por don Braulio Rodríguez Plaza

Santa Iglesia Catedral Primada.

Domingo 25 de octubre de 2015

Las virtudes heroicas de don José Rivera nos reúnen en la Catedral en una Misa de acción de gracias por su persona. El que tantos de ustedes han conocido ha sido declarado por el papa Francisco “digno de veneración”. Él ha vivido todas las virtudes evangélicas en grado heroico. Cuando el Señor quiera, don José será proclamado “beato” por la autoridad de la Iglesia y podremos tributar ese culto público que se reserva a los bienaventurados y, más tarde, cuando llegue la canonización, el que reciben los santos. Hay en nosotros una cierta repugnancia a ser considerados “santos”, como san Pablo llamaba a los cristianos de las distintas comunidades. ¿Por qué este rechazo interior? Primero, porque nos conocemos y reconocemos un tanto desalentados que dejamos mucho que desear. Pero, en nuestra más íntima interioridad, la repugnancia puede venir también porque no hemos entendido del todo qué es eso de ser santos. Consideramos con frecuencia que ello no merece la pena; que no nos realiza como personas, ya que se llama santos a gentes sin relieve, aburridos, que se ocupan de actividades que no llenan. ¡Qué enorme equivocación! ¡Qué turbación ha introducido la cultura dominante en nuestra Iglesia!

Los santos son los que conocen a Cristo, han entendido lo que vale la vida que nos ha traído con el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, y viven como Él, alimentando su vida por el Evangelio. En principio, santos somos todos los cristianos, si hemos apreciado la perla preciosa de la vida cristiana, el tesoro escondido que se nos da en la Iniciación cristiana y que renovamos constantemente. Eso sí, hay que ser muy lúcidos y saber que donde más nos separamos los cristianos de la cultura que domina nuestra sociedad es en la manera de concebir la vida y de considerar la muerte. Cómo hay que entender la vida está reflejado claramente en vivir nosotros las bienaventuranzas que san Mateo ha reunido al inicio del Sermón de la Montaña. Ser bienaventurado es ser feliz. ¿No queremos ser felices? Pues ahí tenemos una manera muy práctica de serlo. El primer bienaventurado, feliz, es Jesús, porque su vida es cara a Dios y para los demás y por eso es pobre, y manso, y llora, y tiene hambre y sed de justicia, y misericordioso, limpio de corazón, y trabaja por la paz y es perseguido por causa de la justicia.

Don José sabía bien que la santidad es la sustancia de la vida cristiana. Es cierto, porque la idea de que el santo no es un superhombre es exacta, de modo que el santo es un hombre “real”, porque sigue a Dios en Cristo y, en consecuencia, al ideal por el que fue creado su corazón y del que está hecho su destino. Desde un punto de vista ético, todo esto significa “hacer la voluntad de Dios” en una humanidad que, sin perder su condición humana, experimenta un cambio,…aun ”viviendo en la carne ahora, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). En efecto, la santidad es el reflejo de la figura del único ser en el que la humanidad ha encontrado perfecto cumplimiento: Jesucristo. Vivir el misterio de la comunión con Dios en Cristo nos enseña a ver las cosas a través de un valor único, gracias al cual todos los juicios y decisiones tienen su origen en una única medida. De esta fuente de profunda riqueza nace una concepción de la vida de gran simplicidad, que tiñe con su luz todas las cosas. Gracias a esto, el yo se siente con y en todas las cosas, incluso cuando está frente a la muerte. Leyendo la vida de don José también se entiende esta única medida. La muerte está redimida, es tránsito hacia la vida. Por consiguiente, no hay nada que callar, no hay nada que temer, nada que eludir artificiosamente. “Yo, ante la muerte, –confiesa el protagonista del Diario de un cura rural de G. Bernanos– no intentaré hacerme el héroe o el estoico. Si tengo miedo diré: tengo miedo; pero se lo diré a Jesucristo”.

El santo es el hombre o la mujer que más aguda y dramáticamente experimenta esta fragilidad natural y también la conciencia del pecado. Ser pecador es el modo existencial que mejor ejemplariza el límite de nuestra libertad, del cual nace la posibilidad del mal, del pecado. San Francisco de Sales decía: “¿Qué hay de extraño en que la debilidad sea débil?”. De modo que solamente la compañía del Hijo de Dios, que ha entrado en la historia junto a “los que el Padre le ha confiado”, puede dar a la vida humana la capacidad de una realización adecuada a su destino. Por eso, en la fisonomía del santo, el amor a Cristo es el comportamiento más respetable y sorprendente, y el sentido de su Presencia es el aspecto más determinante. Me atrevería a decir que, en cierto sentido, lo que el santo desea no es la santidad como perfección, sino la santidad como encuentro, apoyo, adhesión, ensimismamiento con Jesucristo. El encuentro con Cristo le da la certeza de una presencia cuya fuerza lo libera del mal y hace que su libertad sea capaz de hacer el bien. Claro, hermanos, porque la santidad no consiste en el hecho de que el hombre da todo, sino en el hecho de que el Señor toma todo.

El santo no renuncia a algo por Cristo, sino que quiere a Cristo, quiere la llegada de Cristo de modo que su vida se empape visual y formalmente de Él. Tal vez los que habéis conocido personalmente a don José podéis corroborar lo que estoy diciendo. Nada expresa mejor la psicología del santo que lo que dice san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo el que vive en mí” (Gál 2,20). Por eso dice también el Apóstol: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13). Así que la santidad no es no equivocarse, sino intentar continuamente no caer. Podemos decir, pues, que los santos son la demostración de la posibilidad del cristianismo y, por ello, pueden ser guías en un camino hacia la caridad de Dios que, de otro modo, parece imposible recorrer. Habría que citar también las palabras de la Didajé: “Buscad cada día el rostro de los santos y hallad consuelo en sus discursos”. Sabemos muy bien, por otro lado, que ha sido santo aquel o aquella que ha reconocido y ha vivido el misterio de Cristo “en su cuerpo, que es la Iglesia”, según la expresión de san Pablo. Y como el camino de la santidad del cristiano es la edificación de la Iglesia, ella propone ahora a este Venerable para que sea para nosotros “digno de veneración”. No se nos ocurre ahora dar culto a la persona de don José o a sus restos. Guardamos con veneración todo los suyo y pedimos a Dios que pronto sea proclamado “beato” y “santo”.

+ Braulio Rodríguez Plaza

Arzobispo de Toledo

Primado de España

DON JOSÉ RIVERA, MAESTRO DE VIRTUDES, POR FÉLIX DEL VALLE CARRASQUILLA

16 de diciembre de 2015

INTRODUCCIÓN

Me parecería un poco pretencioso por mi parte pensar que voy a ofrecerles a ustedes una conferencia en toda regla; y ello debido a varias razones: como saben, yo puedo haber sido materialmente el sucesor de don José en la asignatura de gracia y de virtudes pero –como ustedes comprenden‒ no tengo su ciencia y ni muchísimo menos su santidad; además no voy a ofrecerles una conferencia con citas tomadas de los textos del diario y los escritos de don José: voy a citar su magisterio oral, lo que le escuché junto a otros muchos en las clases, en los retiros, en las conversaciones personales… Al no aportar citas textuales sino referirme a su palabra, tendrán ustedes que fiarse de la mía. Este magisterio oral él lo ejerció en tres campos distintos, pero que no son sino expresiones distintas o modos distintos de buscar un mismo fin, al partir también de un mismo origen; estos tres campos fueron:

 El testimonio de su vida: los que tuvimos la gracia de conocerlo, pudimos ver reflejadas en su vida las virtudes vividas de una manera intensa, heroica al final de su vida terrena.

 La predicación y la dirección espiritual: ese ministerio explícito de la ayuda en nombre de Cristo y de la iglesia, a santificar a las personas aconsejando e iluminando sus vidas en grupo o individualmente.

 La enseñanza de la Teología: las clases a las que él se dedicó también durante años, con el ministerio recibido del Obispo, fundamentalmente como profesor del Tratado de Gracia y de Virtudes.

Quienes pudimos gozar del privilegio de recibir de don José su magisterio sobre las virtudes en estos tres campos –contemplando el testimonio de su vida, recibiendo su predicación y su consejo, teniéndole como profesor en sus clases– yo creo que pudimos ver que no había gran diferencia entre lo que el proponía en un ámbito y en otro: unas veces lo hacía de manera más técnica, científica, intelectual, con más acopio de doctrina, más razonada, más ordenada –como hacía en las clases–, pero en el fondo era lo mismo que proponía en las predicaciones y en el trato personal, como es también lo mismo que él quería vivir, lo que quería entender personalmente y profundizar cada vez mejor.

El único fin que perseguía don José con estas tres propuestas, esas tres maneras distintas de hacernos llegar su único magisterio sobre las virtudes, era ayudar a crecer en santidad, es decir, ayudar a recibir de Dios el aumento o crecimiento de la vida virtuosa, que es la vida cristiana.

LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD

Querría partir de la llamada universal a la santidad, es decir, a la heroicidad en las virtudes. Don José exponía él siempre, siguiendo la enseñanza del Concilio Vaticano II en el capítulo V de la constitución Lumen Gentium, que todo cristiano está llamado a la santidad heroica; y él explicaba que este calificativo –heroico–, referido a las virtudes, o referido a la vivencia cristiana, no había que entenderlo al modo corriente –ya saben que a él le gustaba distinguir entre “corriente” y “normal”–, como lo solemos entender a la luz de la literatura épica, o de las películas, en las que el héroe suele ser el que hace hazañas extraordinarias que están al alcance de muy pocos. Don José decía que el término “heroico” la Iglesia lo tomaba análogamente del concepto griego de “héroe”: en la literatura griega el héroe es aquel cuya vida está dirigida y movida por los dioses, a veces sin saberlo él, sin ser él mismo consciente. Recuerdo haberle escuchado en alguna ocasión poner el ejemplo de Edipo Rey: su historia es la de un hombre que trata de huir de su destino, pues escuchó de joven un oráculo que le decía que mataría a su padre, y este hombre, Edipo, huye de su casa e intenta escapar de su destino; sin embargo misteriosamente los dioses mueven los hilos de su vida para que termine asesinando a su propio padre, sin que él lo sepa.

No es éste el concepto cristiano de héroe. La Iglesia lo toma análogamente, entendiéndolo por tanto de otra forma: para la Iglesia las virtudes heroicas son aquellas que están totalmente movidas por el Espíritu Santo. El cristiano que llega a la vida heroica es aquel que interiormente, libremente, conscientemente, personalmente está movido por el Espíritu Santo. Tal vez eso no se traduzca en hazañas asombrosas externamente, en realizaciones extraordinarias, porque lo que califica la heroicidad de las virtudes es esta moción del Espíritu Santo. Esto no es que esté al alcance de todos en el sentido que todos podamos lograrlo; está al alcance de todos porque es el don que Dios quiere concedernos a todos. Porque es un don, acción divina y no logro humano. Por ilustrarlo con una expresión suya referida directamente al perdón, cuando hablaba de él utilizaba con frecuencia un modo de hablar que a quien se lo escuchaba por primera vez le resultaba chocante, sobre todo al escuchar la primera parte de la frase; don José decía: “Del pecado no hay salida”; entonces uno se quedaba extrañado: ¿cómo no va a haber salida del pecado? Y don José añadía: “Hay sacada”.

INICIATIVA DIVINA

Del pecado no hay “salida” sino “sacada”; del pecado no salimos sino que somos sacados por Dios. Del mismo modo, a la santidad no llegamos sino que somos llevados; a la heroicidad de las virtudes no llegamos, no logramos llegar con nuestras fuerzas, sino que somos conducidos y llevados a ella por pura acción de Dios, por puro don de Dios.

Esto significa, en segundo lugar, la primacía en la vida cristiana, y en la vivencia de las virtudes, de la iniciativa de Dios, la iniciativa de la gracia. Las virtudes cristianas son consideradas como virtudes infusas, no adquiridas; para don José “infusas” significaba no solamente que nos son dadas por Dios en un primer momento, que son infundidas por la gracia de Dios normalmente en el momento de nuestro bautismo, sino que nos son mantenidas por Dios, nos son comunicadas continuamente por Dios. No es que Él nos las dio y somos nosotros quienes las conservamos, sino que Él nos las tiene que estar –y así lo hace– comunicando continuamente.

Pero no solamente nos las da, y nos las comunica, sino que nos mueve a actuar con ellas. Todo acto virtuoso cristiano es un acto que tiene su origen en el impulso interior del Espíritu Santo. En la moción de Cristo Cabeza la iniciativa no es nuestra. Y también el aumento de las virtudes es también un don de Dios. Así todo en la vid cristiana procede de Dios por la acción del Espíritu Santo, pues con respecto a Jesucristo sólo podemos recibir.

Como una manera de ilustrar esta iniciativa divina en la que insistía continuamente, recuerdo la homilía de final en mi curso de espiritualidad, el curso 1983-84; en esa homilía nos contó dos historias, de las que ahora les voy a contar una, pues dejo la segunda para el final. Nos quiso ilustrar esta iniciativa de la gracia divina en la vida cristiana con la historia de un concurso de vagos: nos contó que había un concurso de vagos, y se presentaron unos cuantos y cada uno tuvo que contar su historia; el que ganó el concurso había contado la historia de mayor vagancia y al final le dicen que tiene que pasar a recoger el premio, y él responde: “No, a mí que me entren. Yo no entro, que me entren”. Y decía don José: ésa es la vida cristiana, que consiste en dejarnos llevar por el Espíritu Santo, dejarnos mover por él, como nos recuerda tantísimas veces la Palabra de Dios. Está bien claro en la Palabra divina y en el magisterio de la Iglesia, pero el testimonio de don José hacía entender que lo que dicen ambos es real, no son solamente ideas o frases.

“Sin mí no podéis hacer nada” dice Jesucristo en el capítulo 15 de san Juan. Quienes no lo vivimos, lo tomamos como una palabra que no se corresponde con la vida. Es verdad que lo dice el Señor en el Evangelio, pero planteamos nuestra vida como si pudiéramos actuar sin Él, como si fuéramos nosotros los artífices, los protagonistas, los sujetos de nuestra vida cristiana. “Los que se dejan mover por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” dice san Pablo; pues don José enseñaba a entender y a vivir que realmente somos movidos, que la iniciativa de la vida es la iniciativa de la gracia.

Cuando él explicaba en clase las virtudes infusas, recordaba que hay dos opiniones teológicas. Una es la opinión de Santo Tomás de Aquino –a quien él seguía en muchísimas, en casi todas o en todas sus enseñanzas–: santo Tomás de Aquino opina –y así pensaba también don José– que todas las virtudes cristianas son infusas. Es de fe que las que llamamos las virtudes teologales –la fe, la esperanza y la caridad– son infusas, pero no es de fe que también las virtudes morales lo sean; esta doctrina tomista sobre las virtudes morales infusas, don José la veía totalmente coherente con la manera de entender y plantear la vida cristiana como totalmente receptiva de la acción de Dios. San Pablo dice: “qué tienes que no hayas recibido”. Todo lo que podemos, lo que hacemos, lo estamos recibiendo de Dios, porque es Él –recuerda también San Pablo– “quien activa en nosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor”.

La fe nos dice que, realmente, si algo podemos, a Dios se lo debemos. Que si podemos rezar, creer, amar, perdonar, si podemos confiar en Dios, si podemos experimentar arrepentimiento de nuestros pecados, si podemos desear a Jesucristo, lo estamos recibiendo. No tenemos nada, no podemos hacer nada, que no estemos recibiendo. Es la primacía absoluta de la iniciativa de la gracia de Dios.

PRINCIPALIDAD DE LAS VIRTUDES TEOLOGALES

En tercer lugar, querría hablar de la principalidad de las virtudes teologales. Cuando don José enseñaba cómo vivir la vida virtuosa y crecer en ella, centraba la vida cristiana en la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes teologales. Recuerdo haberle escuchado más de una vez hablar de esto en la preparación de la confesión. Él recordaba cómo el catecismo que muchos de nosotros que estudiamos de pequeños hablaba de los cinco actos para prepararse a confesar: el examen de conciencia, el dolor de los pecados, el propósito de la enmienda, el decir los pecados al confesor y el cumplir la penitencia. Y decía que no hiciéramos mucho caso, no porque esos actos no tengan sentido, sino porque no son los principales. Así decía que tendemos a hacer de la confesión un ejercicio de las virtudes morales, olvidando que lo principal en la confesión –como en todo en la vida cristiana– son las virtudes teologales. Es imposible tener arrepentimiento, contrición, dolor de los pecados y propósito de la enmienda, si no partimos de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.

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