Kitabı oku: «¿Y tú qué miras?», sayfa 4

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Me lo dijo una vidente

Gabby, todo lo que tienes de clarividente lo tienes de chiflada.

—Jussie Smollett

¡Anda! ¡Se me ha olvidado decir que Tola era vidente! O, al menos, así es como se ganaba la vida. Cuando mamá, Ahmed y yo nos mudamos de nuestro apartamento en Brooklyn y Tola se instaló con papá, la habitación de Ahmed se convirtió en su consulta. Digo «consulta» siendo un poco generosa. Seguía pareciéndose mucho a la habitación de Ahmed, incluso seguía estando allí su cama. Tola hacía pasar a esa habitación a sus clientes y se sentaba en el suelo mientras ellos tomaban asiento en la cama o delante de ella, también en el suelo. Tenía una bolsita con conchas de cauri y, al parecer, era capaz de leerlas para predecir el futuro. De niña, yo me lo creía a pies juntillas. Y pensaba que todos lo hacíamos, así que nunca me molesté en preguntar si de verdad era vidente o no. No se me ocurría que alguien pudiera fingir algo así. ¡Ay! ¡Era tan joven e inocente!

En los primeros tiempos después de la ruptura, mis padres hicieron un intento de custodia compartida. Ahmed y yo regresábamos a Brooklyn los viernes después de la escuela y volvíamos a casa de mi tía Dorothy, en Harlem, el lunes al salir del colegio. Yo me pasaba el fin de semana en nuestro antiguo apartamento, con su nuevo mobiliario, sus nuevos olores, mi nueva madrastra y mi nuevo hermanito. El apartamento en el que me había criado no me resultaba familiar sin mi madre allí. Sin mi familia allí. Había unas cuantas fotografías de mí y de Ahmed en un estante, pero parecían fuera de lugar. Parecíamos dos niños estadounidense en casa de una familia africana. Mi padre y Tola hablaban en wolof. Yo solo sabía un poco de wolof de cuando había visitado Senegal y no entendía bien lo que decían. Las únicas voces americanas que había por allí eran la mía y la de Ahmed, y ninguna de las dos parecía contar. Nosotros éramos los extranjeros ahora. Cuando Tola tuvo a su segundo hijo, mi hermano Abdul, a mi padre volvió a parecerle importante enseñarme a ser una «buena mujer y madre musulmana». Por eso tenía que ayudar a Tola con el recién nacido mientras mi padre conducía un taxi por la ciudad de Nueva York. A mí no me importaba. Quería mucho a Abdul y no quería perderme ni un segundo de su vida de bebé. Aunque por entonces yo solo tenía nueve años, me ocupaba de Abdul mientras Tola atendía a sus clientes.

Africanos de un montón de países distintos acudían a ver a Tola para conocer su futuro. Gente de Senegal como ella y como mi padre, gente también de Malí, de Nigeria, de Sudáfrica, ¡de todas partes! Para mí era como un arcoíris de todas las tonalidades y culturas de negro y marrón. En una ocasión, mientras estaba allí, ¡vinieron incluso unas afroamericanas! Era un domingo. Lo recuerdo porque aquellas dos mujeres mayores negras venían directamente de la iglesia, vestidas de punta en blanco. Una vestía de amarillo integral con un sombrero blanco. Y la otra iba toda de blanco con un sombrero blanco y negro. Me encantaron. Estaba emocionadísima de ver a otras estadounidenses en aquel apartamento. Tuve la sensación de haber estado perdida en otro país cuyo idioma no hablaba pero, al doblar una esquina, vi un McDonald’s y supe que todo estaba bien. Cuando llegaron aquellas señoras vestidas de domingo, Tola estaba atendiendo a otro cliente, así que se sentaron en el salón conmigo mientras yo veía un programa infantil en Comedy Central y cebaba a Abdul. Yo apenas hablaba con los africanos que venían a que les leyeran el futuro. Me gustaba hablar con ellos lo justo para escuchar sus acentos y dialectos, pero luego solía volver a concentrarme en lo que fuera que estuviera viendo en la tele, así que la conversación era mínima. ¡Pero el día de las afroamericanas no fue así para nada! Sometí a aquellas señoras a una batería de preguntas indiscretas. Les pregunté por qué querían que les predijeran el futuro, quién les había hablado de Tola y dónde estaba su iglesia. Ellas me preguntaron si Abdul era mi hijo o mi hermano. ¡Qué mala educación! Comentaron que hablaba muy bien inglés. Les di las gracias y les dije que llevaba practicándolo desde que tenía un año. Parecieron impresionadas, pero solo porque no se dieron cuenta de que estaba siendo sarcástica. Me encantaron aquellas señoras negras. No solo me recordaron a mi madre y a cómo solía ser nuestro apartamento, sino que me ayudaron a darme cuenta de que Tola podía ejercer de vidente para todo tipo de personas. De alguna manera, yo había dado por sentado que solo podía predecirles el futuro a africanos, que hablaba con espíritus africanos que le desvelaban los futuros secretos de otras personas africanas. Recuerda que tenía nueve años. Y entonces se me ocurrió que, si podía leerles el futuro a aquellas señoras negras, ¡entonces igual también podía decirme a mí qué me depararía la vida!

Una noche de verano, cuando ya tenía diez años cumplidos, le pedí que me leyera el futuro. Ella soltó una carcajada, porque debí de parecerle muy mona, y me dijo que sí. Sacó sus conchas de cauri y nos sentamos en el suelo del salón mientras papá miraba las noticias francesas en la televisión. (Juro por Dios que siempre mira el telediario francés. Debe de preocuparle mucho lo que sucede en Francia). En aquel entonces, Abdul ya había empezado a andar, pero yo lo retenía como un rehén sobre mi regazo porque solo tenía la sensación de que me quería si lo tenía abrazado. Tola me preguntó qué quería saber. Lo que yo de verdad quería saber era si alguna vez tendría un novio. Quería saber si Thomas, que vivía en mi edificio, estaba tan pillado de mí como yo de él. Y también quería saber si me vendría pronto la regla. Pero papá estaba a cinco pasos de distancia, en el sofá, y no me pareció apropiado formular ese tipo de preguntas. En lugar de eso, solté una risita, puse los ojos en blanco y dije:

—¡Yo qué sé! ¡El futuro! Lo que quiero saber es… el futuro y todo eso.

Agarró sus conchas en una mano, las agitó unas cuantas veces y luego las dejó caer en un bol que había colocado en el suelo entre ambas. Volvió a agarrarlas, las agitó de nuevo y las lanzó otra vez al bol.

—Veo que te espera un gran futuro —dijo al fin.

—¡¿Voy a ser psicóloga?! —le pregunté muy emocionada.

Tola no entendió la pregunta, así que la pasó por alto y respondió:

—Vas a ser famosa.

¡Buá! Eso sí que no lo había visto venir. Cuando era algo más pequeña había querido ser cómica, pero había abandonado ese sueño a los ocho años. También me había imaginado siendo famosa. Lo que más me habría gustado era ser cómica, para poder ir a clubes nocturnos y viajar.

—¿Haciendo de cómica? —quise saber.

Tampoco entonces Tola entendió mi pregunta, pero me dijo:

—No. No lo sé. ¡Pero sí sé que serás famosa!

—¿Cómo? —insistí yo.

—No lo sé, pero vas a serlo —me tranquilizó.

No me cuadraba. En aquel entonces, mamá había dejado de ser una maestra paraprofesional y se había convertido en una destacada intérprete en el metro. (Sí, lo sé, pero ya lo explicaré un poco más adelante). Tenía un montón de fans bajo tierra y Ahmed y yo estábamos seguros de que un día alguien la descubriría, se haría famosa, sonaría en la radio y nosotros nos haríamos ricos y papá y su estúpida familia nueva, Tola incluida, se arrepentirían de habernos obligado a mudarnos de nuestra casa y de haber convertido nuestro antiguo apartamento en un pequeño Senegal. Entonces mi madre adoptaría a Abdul y seríamos felices. Ese era el plan. Yo pensaba que eso era lo que iba a ver Tola. No estaba segura de cómo había dado con eso de que quien se haría famosa iba a ser yo.

—¿Estás segura?

Agarró las conchas, las agitó y volvió a lanzarlas al cuenco.

—Sí. Vas a ser famosa como Oprah.

—¿Estás segura de que no quieres decir que mi madre va a ser famosa?

Tola miró las conchas, pero no las volvió a recoger. Parecía estar viendo algo realmente en aquellas conchas, parecía estar viendo algo que no acababa de entender.

—Tu madre… un poco. Pero eres tú. Tú eres la famosa. Tu madre es famosa porque tú eres famosa.

Pues perfecto. No estaba segura de por qué me veía siendo famosa, pero me parecía fantástico. Fantástico y sospechoso.

—¿Y qué más? —pregunté, ansiosa por saber más.

—Que te quedarás muy flaca.

Aquello sí que empezaba a sonar bien.

—¡Hala! ¡Papá! ¡Voy a ser flaca! —exclamé, emocionada de compartir aquella noticia con él, a la que él respondió con una de sus extrañas risotadas.

—Tendrás gemelos cuando seas mayor —vaticinó Tola—. Dos niñas.

Aquello se le estaba yendo de las manos. Dejé que Abdul se marchara a cuatro patas de mi regazo y de mi útero. Por supuesto… era posible. Mi abuela materna tenía una gemela, eso lo sabía, así que lo llevábamos en los genes. Pero tener gemelos sonaba caro. Un bebé era divertido, pero no sabía cómo iba a costearme tener dos bebés al mismo tiempo.

—¿Seré rica? —le pregunté.

—Hummm —respondió ella.

—Ay, qué bien. Suena bien…

Era una pregunta tonta. Si iba a ser famosa, ¡por supuesto que también sería rica! ¡Buá! Y si Tola sabía que sería famosa y rica, entonces estaba claro que era la mejor vidente del mundo. ¡Y, además, iba a quedarme flaca! Eso explicaba por qué todos los africanos de la ciudad viajaban a Bed-Stuy para verla. ¡La muy capulla hablaba sin tapujos!

—Entonces ¿tendré un marido? —le pregunté, como si mi padre fuera a permitirme tener hijos fuera del matrimonio.

—Por supuesto —respondió Tola—. Tu marido será un buen musulmán.

Me vine abajo. Si las miradas matasen, Tola haría tiempo que ya no estaría entre nosotros. De adulta, he conocido a muchos tipos geniales que han resultado ser musulmanes. Pero, de niña, casarme con un musulmán significaba casarme con mi padre. Y eso era algo que, a la edad de cinco años, ya había decidido que no pasaría nunca.

—Serás una buena esposa musulmana casada con un buen africano musulmán —continuó Tola.

Entonces fue cuando me di cuenta de que, en realidad, no era vidente. Era imposible. Yo era incapaz de ser una «buena esposa musulmana», como tampoco lo había sido mi madre cuando se había casado con papá.

Le expliqué a mamá lo de mis vaticinios y nos reímos juntas. ¿Gemelas? ¿Fama? ¿Yo una «buena esposa musulmana»? Supuse que la gente iba a videntes para poder reírse luego de sus predicciones. Tres años después, Tola dio a luz a gemelas. Dos niñas. Y aquella fue la última confirmación que necesitaba: Tola podía ser vidente, pero no veía bien.

Diría que sí creo en los videntes. Lo confieso. Creo que algunas personas tienen la capacidad de ver las cosas con más claridad que la mayoría. Y creo que todos tenemos un sentido de la intuición, pero que algunos de nosotros tenemos una capacidad innata de ver algo que aún no ha sucedido. Y si esa habilidad es tan potente que puedes cobrarles a los demás por ponerla en práctica, me parece bien. Mi madre asegura que su madre era vidente, que si MaDear (así es como mi familia llama a mi abuela) decía que iba a ocurrir algo, acababa ocurriendo. Mi madre también dice que, cuando era niña, descubrió que también era vidente. Dice que soñó con una familia en África que era igual que la suya en Georgia y que más que un sueño le pareció un recuerdo. Pero aquello la asustó, de manera que rezó a Dios para que le quitara ese poder y, según mi madre, lo hizo. Acabo de telefonear a mi madre para confirmar todo esto y dice que no se acuerda de pedirle a Dios que le quitara ese poder y que, desde luego, ella nunca diría que su madre o ella eran videntes. Aun así, yo sigo creyendo que somos una familia intuitiva y que esa intuición es solo parte de ser mujer. Las mujeres son las que dan a luz y también son las que saben que vas a echar tu vida a perder si te haces un tatuaje en el cuello. Quizá lo de ser vidente nos venga de familia. O quizá lo que me venga de familia sea pensar que eres mucho más especial y tienes mucho más talento que nadie.

Si me dejo llevar por la sospecha, podría pensar que Tola me dijo lo que creía que yo quería escuchar. A fin de cuentas, yo no era más que una niña. Si realmente podía leer aquellas conchas, ¿por qué no le revelaban cuánto los odiaba a papá y a ella? ¿Dónde estaban aquellas conchas cuando tuve que compartir mi habitación y mi cama con la amante de mi padre que fingía ser solo su prima? ¿Fueron esas conchas las que le revelaron a Tola que yo era infeliz y sufría en aquel apartamento con ellos? Lo más probable es que se compadeciera de mí y decidiera decirme que sería rica y famosa para que me sintiera mejor. (No lo digo como algo malo, pero eso no convierte a Tola en vidente). Si de verdad hubiera sido vidente, me habría dicho que me pusiera ropa interior aquel día de séptimo en el que me rompí el tobillo y tuvieron que enyesarme el pie mientras me intentaba tapar la vagina con una libreta. ¡Muchas gracias, Tola! El hecho de que yo haya acabado siendo famosa no demuestra nada. Es pura coincidencia.

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#Blackgirlmagic

Gabby SidiBae

@GabbySidibe

Necesito hacerme amiga de una chica guay de mi

edificio a la que no le importe venir a ayudarme a

quitarme las trenzas.

#objetivos

18:44 - 21 Mar 2015

Creo que me gusta la idea de los videntes porque me aburre la cotidianeidad. Es más divertido fantasear con lo que pasará o debería pasar. Mi vida es mucho mejor en mi cabeza. Ahí hago lo que quiero. Por ejemplo, tengo una fantasía recurrente y muy real con afeitarme la cabeza. En mi fantasía, estoy de pie en un dormitorio con una luz preciosa y grandes ventanales. Llevo puesto un pijama de seda rosa, como el que TLC llevaba en el vídeo de «Creep». Proyecto la vida en la distancia. Pétalos de flores caen flotando sobre mi rostro y una suave brisa acaricia mi pijama. Una maquinilla eléctrica llega hasta mis manos volando por la habitación. Lentamente, me afeito el cabello, línea a línea, hasta quedar completamente rapada. Entonces sonrío. Al fin soy feliz.

Me paso la vida rodando una película o una serie de televisión, lo que significa que, durante gran parte del año, mi aspecto recae en manos de más personas de las que soy capaz de contar. Si me apetece cortarme el pelo, no puedo hacerlo sin antes hablarlo con cuatro productores, un presentador de televisión y el director del departamento de peluquería. Tengo que pedir permiso y luego tiene que haber una reunión. Me paso siete meses al año llevando una peluca rubia mientras ruedo cada temporada de la serie Empire1. Es exactamente igual que cuando tenía catorce años y mi madre me prohibió ponerme un pendiente en la nariz. Con la salvedad de que Empire me paga más que mi madre, así que me inclino más a hacer lo que me dicen. (Eso sí, sigo cerrando la puerta de mi dormitorio de un portazo y farfullo por lo bajini: «¡Odio este sitio!»).

Pero ahora estoy de vacaciones, ¡así que mi pelo vuelve a ser mío! Ahora mismo llevo largas extensiones trenzadas. Se las llama «trenzas senegalesas». Son de un tono castaño medio con, supuestamente, reflejos castaño miel. Pero, vamos, los reflejos en realidad son rubios y no me queda más remedio que admitirlo. No es el color que yo quería. Yo quería un cabello moreno que se confundiera con mi color natural. Quería algo sutil, porque no soy del tipo de personas que se arriesga con su aspecto. Llevo toda mi vida esforzándome por encajar y me da la sensación de que llevar el pelo teñido es como dibujarme una diana alrededor de la cara. ¿Cómo he podido acabar siendo rubia?

Cuando fui a la tienda de trenzas de la Calle 34 donde compro el pelo (¡Ah, sí! Voy a una tienda a comprar pelo. ¡No finjas que no has visto Good Hair, anda!), la dependienta, que hablaba como una metralleta, me sugirió que me decantara por tonos más claros. Parecía mucho más segura que yo y yo me sentía cada vez menos segura y cada vez más incómoda, porque la gente empezaba a mirarme. Aquel día no iba demasiado bien peinada. La noche antes me había cortado las trenzas y me había plantado en la tienda de pelo con una peluca, una gorra con visera negra de los Yankees y gafas de sol. Pretendía ir de incógnito, pero uno de los dependientes ya me había preguntado si me importaba sacarme una foto con los empleados y un cliente había preguntado si yo era «la famosa Gabrielle Swordbee». Y yo lo único que quería era largarme de allí lo antes posible. Estaba demasiado incómoda para pensar con claridad en reflejos, así que me limité a aceptar el consejo de la dependienta de que mis trenzas tenían que ser castañas y rubias. ¡Maldita seas, Dependienta Tan Segura de Ti Misma!

Ahora vuelvo a estar en mi apartamento. Es la 1:30 h de un viernes por la noche (¿o sábado de madrugada?) y llevo todo el día conectada a Internet bregando con encargar pelo con la esperanza de que puedan arreglarme las trenzas y tener toda la cabellera negra en lugar de castaña y rubia porque ya ha habido quince personas en Instagram que se han metido con mi pelo. Dejé que me pusieran trenzas rubias porque intentaba arriesgarme a probar algo nuevo. ¡Sé divertida! ¡Vive un poco! Ese pelo rubio que tengo que llevar nueve meses al año podría ser mío de verdad. (¿O no?). Pensé que, una vez me tiñera, podría dejar de preocuparme por todo eso. Debería haber sido más lista y no haberme aventurado a salir de mi zona de confort «castaña oscura-morena». ¡Menuda decepción!

No estoy segura de por qué me importa tanto lo que digan esas quince personas (y subiendo) acerca de mi pelo. Si soy sincera, también les parece horrible mi vestido, pero eso no me hace sentir tan mal. Estoy acostumbrada a que detesten mi ropa. ¡Pero no mi pelo! ¿Por qué me ha abandonado Dios así? Lo que pasa es que me he condicionado a que gran parte de mi confianza en mí misma dependa de mi pelo. Mi seguridad en mí misma se basa, en parte, en mis movimientos de pelo y, en otra parte, en enroscarme mechones alrededor del dedo. Así es como flirteo. Y así es como mamá gana dinero. El tema de la ropa no lo tengo resuelto. Nunca estoy segura de cómo debería ir vestida a un evento elegante. Pero ¿el pelo? Yo siempre sé exactamente cómo quiero ir peinada: con el pelo suelto y al vuelo, con un flequillo que me enmarque la cara. Nunca llevo el pelo recogido. ¡Jamás! Ha habido algunos intentos. Algunos peluqueros han intentado hacerme coletas, pero, en cuanto salgo por la puerta, me las quito y me disculpo ante ellos con un «Lo siento. No me lo permiten. Decisión ejecutiva». Un día me gustaría llevar un moño alto, pero lo que a mí me gustaría y aquello con lo que me siento cómoda no tiene nada que ver. He reflexionado mucho sobre esto, lo cual me lleva a pensar que tengo resuelto el tema del pelo. Así que, cuando alguien me ataca por ese flanco, me duele.

De niña, era mi madre quien mandaba sobre mi pelo. Yo no tenía control alguno sobre él. Los fines de semana me hacía poner dos cojines del sofá en el suelo delante de ella mientras se sentaba en el único cojín que quedaba en su sitio. Me hacía sentarme en los cojines del suelo, entre sus piernas, y me trenzaba el cabello mientras miraba todas las series de televisión que había grabado durante la semana.

Que me trenzaran el pelo era una tortura. Permanecer sentada a lo indio durante horas hacía que se me durmieran mis regordetas piernecitas. Me revolvía en los cojines hasta acabar cayéndome y obligar a mi madre a dejar de peinarme, de estirarme del pelo y de trenzármelo el tiempo suficiente para ponerme de pie y volver a sentarme en otra postura. Movida por la impaciencia, me llevaba la manita al pelo para palpar cuánto quedaba sin trenzar, lo cual hacía que me despeinara y entonces mi madre me pegaba en la mano con el peine y me decía que me estuviera quietecita de una vez.

Había indultos. Mi madre hacía pausas de diez minutos cada hora para fumarse un pitillo y yo aprovechaba para dar saltitos arriba y abajo para despertarme las piernas. Cuando acababa la pausa del cigarrillo, ambas íbamos a hacer pipí y luego me decía que dejara de lloriquear y volviera a sentarme en los cojines para que pudiera acabar.

—¿Cuántas faltan? —le gritaba yo entre lágrimas, con los ojos hinchados.

—¡Cien! ¡Siéntate! —respondía mi madre.

Y yo me sentaba y ponía muecas de amargura y deseaba haber nacido niño. A veces mi madre tardaba dos días en trenzarme el pelo, lo que demuestra que se lo tomaba con calma. En la actualidad, un peluquero profesional tarda unas cinco horas en peinarme, y tengo una cabeza de tamaño adulto. Apuesto a que si no me hubiera quejado tanto y mi madre no hubiera tenido que fumarse un cigarrillo cada hora para tranquilizarse, podría haber concluido mi cabeza de tamaño niña en unas cuatro horas. ¡Quizá incluso en tres!

Lo confieso: en aquel entonces yo era un poco exagerada. ¿Que si dolía? ¡Pues claro que dolía! Era un martirio. (Ahora ya no duele porque tengo el cuero cabelludo muerto y no noto nada). Yo era una niña dramática y, sobre todo, me molestaba que mi hermano pudiera hacer lo que quisiese mientras yo tenía que permanecer sentada con mi madre durante horas. Solo nosotras dos. No empleaba aquel rato para pedirle consejos sobre enamoramientos o sobre cómo hacer amigos, y ella tampoco lo aprovechaba para enseñarme nada. Yo me quejaba y ella miraba sus series.

Secretamente, me gustaba ver a mi madre mirar sus series. Cuando me quedaba en silencio, daba la sensación de que se olvidaba de mi presencia y trenzarme el pelo se convertía solo en algo que hacía con las manos. Lo mismo podría haber estado tricotando o jugando con un yoyó. Estaba sola, mirando las series que le gustaban tras una larga semana de trabajo y de criar a dos hijos. Y yo la observaba ser una adulta, una persona, no solo mi madre. La escuchaba hablar con la pantalla del televisor cuando reaparecía la hija largamente desaparecida de Erica Kane, Kendall, en Todos mis hijos. O cuando Viki Lord rompía con Clint Buchanan y luego, un año más tarde, volvía a casarse en Solo se vive una vez. Me daba la sensación de poder espiar quién era mi madre cuando sus hijos no estaban cerca. Quizá incluso estuviera espiando mi propio futuro. Quizá estuviera viendo a la mujer en la que me convertiría…, una mujer con un pelo largo y sedoso…


Servicio de guardería Gabby. ¡Sí, llevo ropa con estampado de palmeras! ¡No sabes nada de moda! Aunque no se vean en la foto, mis calcetines también tenían palmeras. Me gustaría que se me tuviera en cuenta, por favor, gracias. ¡Y mira otra vez qué nariz! ¡Es que NO PUEDO! ¡Qué mona!

Cortesía de Gabourey Sidibe

Mi madre y yo tenemos el pelo muy diferente. Mi madre lo tiene moreno y brillante y es fácil de mantener. Aunque toda persona negra que haya existido sobre la faz de la Tierra lo haya dicho ya un millón de veces, aclararé que se supone que ese pelo procede de ancestros amerindios. Por la razón que fuera, mi madre se llevó el gordo en cuanto a herencia capilar. Cuando yo iba a primero, se teñía el pelo de un rojo púrpura oscuro y vestía prendas de ropa rojas a conjunto. Fue una de las épocas más emocionantes de mi vida. Me parecía que mi madre era tan moderna… y lo era de verdad. Recuerdo un día a punto de llegar el verano en el que llevaba un vestido cruzado con cinturón rojo, un sombrero con ribete rojo a conjunto y aquel cabello rojo púrpura perfectamente peinado hacia dentro en una melenita. Y pintalabios rojo. ¡Era una fuerza de la naturaleza! (¡Mi padre no le llegaba ni a la suela de los zapatos!). Me moría de ganas de crecer y ser como ella. Quería tener su mismo pelo rojo púrpura y vestir ropas rojo púrpura también. Y quería vivir en una casa rojo púrpura y conducir un coche rojo púrpura y vivir a lo grande, una vida rojo púrpura. Ese era mi sueño. Sé que suena infantil y, por favor, no me juzgues, pero sigue siéndolo.

Yo, por otra parte, tengo el pelo áspero de nacimiento. Nací con la cabeza cubierta de rizos pequeñitos, morenos y grises. Has leído bien, nací con pelo gris. Un pelo gris duro y tieso, imposible de domar. Mis padres imaginaron que aquellos mechones grises desaparecerían al cabo de un tiempo, pero no. Cuanto mayor me hacía, más pelo gris me salía. A mi madre la paraban desconocidos en el tren para decirle:

—¡Anda! ¡Tu bebé tiene el pelo gris! ¡Debe de ser muy afortunada! Eso es una bendición.

Pero, en la escuela, lo que me decían los otros niños era:

—¿Por qué tienes el pelo gris? ¡Eres vieja! ¡Te han echado una maldición!

Y yo lo odiaba: las bromas, no mi pelo. Mi pelo me encantaba. Cuando mi madre me dijo que tendría todo el pelo canoso cuando tuviera veintitantos, me puse megafeliz. Me moría de ganas de parecerme a Lena Horne en su fase mayor, la más elegante. O a Alexandra de Josie y las melódicas. Creía que el pelo gris me hacía parecer distinguida, como un caballeroso capitán de barco. O como la sabia abuela sauce de Pocahontas. Esperaba que mi cabello gris acabara adoptando la forma de un relámpago en medio de mi cabeza. Me sentía especial… salvo en la escuela. Allí, esa sensación de ser «especial» se convertía más bien en una sensación de ser «diferente». Los niños son unos capullos y lo fastidian todo.

En el instituto confeccioné una lista de todas las cosas por las que se mofaban de mí. El objetivo de aquella lista era comprobar qué podía cambiar para que dejaran de meterse conmigo. El pelo gris me pareció lo más fácil de abordar, así que le pregunté a mi madre si podía teñirme. Estaba segura de que me diría que no. El año anterior, cuando le había preguntado si podía hacerme la permanente en lugar de trenzarme el pelo, estuvimos dos meses batallando antes de que finalmente diera su brazo a torcer. Ella misma llevaba el cabello con una permanente muy prieta, a lo Shirley Temple, y con demasiada espuma (para mayor fijación). Cuando por fin cedió, me hizo exactamente el mismo peinado que llevaba ella y parecíamos gemelas. ¿Dónde estaba el Departamento de Bienestar Infantil entonces?

A mi madre parecía gustarle mi pelo gris tanto como a mí, pero acabé convenciéndola de que me dejara teñírmelo negro azabache. La mañana después de teñírmelo, me moría de ganas de ir a la escuela. ¡Y mi madre también estaba emocionadísima! Decidí no mencionarles nada a mis amigos y compañeros de clase; prefería deslumbrarlos con mi nuevo peinado. Pero no fue eso lo que pasó. Ni siquiera se dieron cuenta. Empecé a dejar caer pistas, pero nadie se percató. Después de comer, acabé soltando:

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¡Tengo el pelo moreno! ¡Ya no es gris! Me lo he teñido.

—Ah —respondieron mis amigos—. Sí, es verdad. Te queda bien.

Se me llevaban los demonios.

Cuando llegué a casa, mi madre me estaba esperando para que le contara qué tal había ido mi gran cambio de look.

—¿Qué te han dicho tus amigos del pelo? —me preguntó con una sonrisa.

—¡Mamá! ¡Que solo es pelo! No tiene ninguna importancia.

—Ah. Vale —respondió ella.

Y ella también se llevó un disgusto. Estaba tan triste como yo. Los niños son unos capullos que lo echan todo a perder.

En secundaria, mi madre había dejado de preocuparse de mi pelo por completo. Estaba harta de tener que ocuparse de mí y de mi hermano todo el tiempo, así que se limitó a hacer la señal de la paz y gritar: «¡Me retiro!». Y hablaba tanto del pelo como de casi todo lo demás. Seguiría pagando lo que Ahmed o yo necesitáramos, pero se nos permitía tomar la mayoría de las decisiones y cometer nuestros propios errores. No teníamos hora de vuelta a casa, podíamos hacer pellas y cambiarnos el cabello a nuestro antojo. Mi hermano abandonó los estudios en secundaria. Y yo tomé una decisión igual de nefasta: me teñí el pelo de rubio. Una permanente mal hecha me había obligado a cortarme el cabello, que se había vuelto aún más indomable que antes, de manera que, cuando un amigo me sugirió que me lo decolorara, fui lo bastante joven y estúpida como para contestar «¿Por qué no?». Mi amigo, un tipo llamado Calrisian, decidió teñirse de rubio platino también. Tenía problemas con sus padres y se había ido de casa, a vivir con su hermano mayor. Como yo, apenas tenía normas que cumplir y faltaban pocas semanas para las vacaciones de verano. Nuestras vidas se habían convertido en una película de Mad Max. Y pensamos: «¡A freír espárragos! ¡Nos teñimos de rubio!».

Él lo hizo primero. Creo que compramos (robamos) una especie de pasta decolorante de la tienda de productos de belleza y se la puso en el pelo. Luego Calrisian me la aplicó en el cabello y me lo peinó enmarcándome la cara y alisándomelo por detrás de las orejas. Unos veinte minutos más tarde, ambos colocamos la cabeza bajo la ducha en el cuarto de baño y nos quitamos el decolorante. Su pelo quedó de color rubio platino, justo como él quería. El mío quedó… naranja, como la fruta. Mi pelo gris había adquirido un tono amarillento enfermizo y se había vuelto aún más alambrado e indomable. Pero eso no fue lo peor.

¿Sabes ese vello facial que todos tenemos, tan corto y fino que normalmente no se aprecia? Pues a mí tampoco se me veía… hasta que se volvió naranja fluorescente porque el decolorante que me puso mi amigo se me había escurrido por la cara. Cuando me aclaré el pelo y me lo sequé con el secador parecía que acabara de sacar la cabeza de una bolsa de Cheetos. No recuerdo cómo reaccionaron mis amigos de la escuela a mi nuevo peinado. Es posible que haya bloqueado el recuerdo, en cuyo caso, ¡gracias, cerebrito mío!

Con el tiempo tuve que afeitarme la cara porque el resplandor naranja atraía a las polillas. En cuanto a mi pelo naranja… ¿sabíais que el decolorante y el cloro no son buena combinación? Porque yo no. Fui a la piscina con mis primos y ¡adiós, pelo naranja! ¡Hola, pelo verde! Así es, se me puso el pelo verde. No recuerdo qué hice para quitarme aquel color. (Gracias otra vez, cerebrito). Supongo que le prendí fuego, cobré el dinero del seguro y luego me mudé a Canadá.

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