Kitabı oku: «Historia del trabajo y la lucha político-sindical en chile», sayfa 2

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4. El artesanado (1750-1880)

Otro sector importante del pueblo mestizo emigró y se arranchó en las ciudades, particularmente, en Santiago. Allí se podía subsistir instalando un taller artesanal independiente, como microempresario. Y no se arrancharon en «la ciudad culta», sino en la ribera norte, inundable y arenosa, del río Mapocho («la Chimba»). Pero la inmigración era continua, y ocuparon luego el poniente (Matucana-Yungay) y el sur (Matadero). Sus «ranchos», con chimenea y acequia de entrada y salida, cercaron la ciudad por tres de sus cuatro costados (en 1865, el 69,5 % de las habitaciones del país eran «ranchos y cuartos»). Las autoridades, hacia 1840, pesarosas, anunciaron que la capital estaba tomada por la «plebe».

Por su actividad productiva, los rancheríos artesanales se infestaron de lodazales, aguas servidas y humo de hornillas y fraguas. La contaminación era tal, que muy pocos se atrevían a ir a comprar en lo que Vicuña Mackenna llamó «aduar africano», o «ciudad bárbara». Por esta razón, las mujeres de los artesanos debieron vender sus productos en el centro de la ciudad: en los puentes, plazas, atrios de las iglesias y en las calles centrales. De ese modo, entre 1830 y 1870, la «ciudad bárbara» se expandió comercialmente desde el norte, el sur y el poniente hacia el vértice de la «ciudad culta». El centro de la capital se cubrió de canastos, toldos, braseros, mujeres pregonando artesanías, niños gritando, peones ociosos de talante rudo. Y allí la «ciudad bárbara» desarrolló dos polos de concentración y expansión: el barrio de La Vega y el Mercado, por el norte, y el barrio Matadero –con su periferia de curtiembres y badanerías– por el sur. Bajando de esos polos, cientos y cientos de «regatones» pregonaban su mercadería por las calles, y aun en el primer patio de las casonas señoriales. El artesanado mestizo, zumbando como panal de abejas, se adhirió, para vivir, al corazón aristocrático de la República de Chile.


Ante esa invasión, la Municipalidad de Santiago contraatacó sin tapujos: decretó la expulsión de las fraguas y los ranchos y trazó un «camino de cintura» (San Pablo, Matucana, Avenida Matta, Avenida Vicuña Mackenna) que sirviera como frontera entre la «ciudad culta» (dentro de la cintura) y la «ciudad bárbara» (fuera de ella). A la vez, por la Ley de Patentes de 1840, creó ventajas monopólicas para las «fábricas» introducidas por los técnicos e ingenieros extranjeros.

El contraataque fue letal: detuvo en seco la expansión productiva del artesanado y tornó imposible su transformación en burguesía industrial, como había ocurrido en Inglaterra. Al mismo tiempo, el patriciado mercantil de Santiago abortó su propia transformación en burguesía industrial, fascinado (siempre) por su retrógrado afán de ser aristocracia, como en el Antiguo Régimen… Por dos vías, pues, la oligarquía chilena traicionó su destino capitalista… y el microempresariado artesanal, derrotado, devino en un peonaje asalariado subcapitalista.

Para no morir, los artesanos se rebelaron contra el librecambismo económico del régimen impuesto en 1833. A la vez, la ‘juventud oligárquica’, liberal à la francesa (se autodenominaron «girondinos chilenos»), atacó la «tiranía política» de Diego Portales y Manuel Montt; pero no pudiendo hacer oposición desde el Congreso (estaban excluidos de él), los liberales se unieron a los artesanos, que hacían oposición desde las calles… Se formó así un «frente revolucionario» de jóvenes oligarcas y artesanos mestizos, donde estos últimos, por ser «ciudadanos» con derecho a voto, eran, a la vez, milicianos con formación militar. El «frente» así formado evolucionó, pues, hacia el ‘motín armado’. Eso dio lugar a las guerras civiles de 1829, 1837, 1851 y 1859… El objetivo político de los rebeldes era restaurar la vigencia de la Constitución de 1828, que era productivista en lo económico y liberal en lo político. Pero el Ejército (convertido por Diego Portales en una guardia pretoriana) ganó, contra el dicho «frente», todas las batallas necesarias para destruirlo. No hubo, pues, ni revolución industrial, ni revolución democrático-burguesa, ni abolición de los conchabamientos entre patrón y peón. La ‘aristocracia’ de Santiago continuó, pues, reinando.

Derrotados económica y políticamente, los artesanos (recordando el rol cívico-revolucionario que jugaron entre 1823 y 1859) se refugiaron en la decencia interior de su ciudadanía política y dieron vida al movimiento mutualista que, nacido entre los trabajadores portuarios en 1825, se desarrolló progresivamente hasta 1931. A lo largo de ese siglo, los artesanos y asociados trazarían una historia ejemplar de cómo ciudadanizar la política… Lo que se expondrá más adelante.

5. La servidumbre (1700-1931)

El 95 % de los ‘conquistadores’ provenía de las masas marginales de la Península Ibérica. Sin embargo, en América, se sintieron «señores» y se rodearon de numerosa servidumbre: mujeres, niños y mocetones extraídos, al principio, de los pueblos indígenas, y después, del pueblo mestizo… El trabajo indígena fue reglamentado en detalle por la Corona, incluso la servidumbre. Pero el uso servil de los mestizos no: ni por el Rey, ni por el Estado chileno… Por eso, en lo ‘servil’, el conchabamiento sin control se practicó en formas extremas: compra, captura, crianza e, incluso, regalo (obsequio) de los niños, mujeres y hombres que debían servir.

La élite necesitaba probarse a sí misma que era aristocrática y no otra cosa… y su probanza favorita fue teniendo, bajo su mando, una masa de sirvientes, la mayoría de los cuales no eran ‘sujetos de derecho’ (los mestizos), aunque había niños y mujeres mapuche y criollos pobres que sí lo eran…. La oligarquía (admiradora de Portales) exigía sirvientes sumisos, laboriosos, honestos. Por eso prefería ‘conchabar’ niñas y niños para formarlos y disciplinarlos en la obediencia irreflexiva a sus ‘amos’. La obediencia irreflexiva fue el principio educativo que, entre 1750 y 1925, se aplicó al «bajo pueblo»: educación era servir bien. Tal ‘principio’ (hermanado con el «orden público»), en el siglo XIX, se enseñó en las casas patronales («casas de honor»), en la Casa de Huérfanos, en algunos conventos de monjas y en las «escuelas filantrópicas» creadas durante la dictadura de Diego Portales. En esa red institucional se organizó la «toma», «compra», «trato» y «educación» de los sirvientes en edad infantil; de preferencia, para los atrapados por el Ejército de la Frontera al sur del Bío Bío, llamados «chinitos y chinitas de Arauco» También se adoptaban «las huachas y huachos» de la Casa de Huérfanos, donde las madres que no podían criarlos los dejaban «expuestos» en una ventanilla giratoria: eran los «niños expósitos» (en esta Casa, la mortalidad infantil era mayor que en la calle).

El reclutamiento de sirvientes fue, pues, una red institucional nacional, que integraban el Estado, el Ejército de la Frontera y también la Iglesia Católica. La misma red actuaba sobre las «mujeres abandonadas» (huachas) que vivían arranchadas en los «ejidos de Cabildo» (suburbios de la ciudad). Ellas solían ser denunciadas por la Iglesia debido a su vida escandalosa (tener «encierros de hombres», o «vivir amancebadas»). Los alguaciles las apresaban, las enviaban a La Frontera, a «servir a ración y sin salario» en casas de los militares. Sus ranchos, incendiados. Sus niños, encerrados en la Casa de Huérfanos… Y eso duró cien años.

Así se formó el estrato laboral de sirvientes domésticos que trabajó para la oligarquía chilena en ese siglo (totalizando 20 % del ‘peonaje’)… El conchabamiento servil era, al principio, «a ración y sin salario», y los amos se permitían castigarlos (azotes). Pero lo servil, en la mentalidad patronal, estaba ‘purificado’ por lo educativo. Porque servir en «casa de honor» era –según ellos– aprender a ‘trabajar’, disciplinarse, respetar, obedecer, tener «buenas costumbres». El patrón no era, pues, abusivo, sino civilizador y evangelizador, ya que ‘ellos’ eran cristianos y los sirvientes, «bárbaros». Bajo esa acomodaticia cobertura ideológica, sin embargo, sobrevivieron resabios abusivos de la «conquista»:

a) La ausencia de salario efectivo, pues, en muchos casos, no hubo ‘trato’ original, sino –como se dijo– ‘crianza casera’ de niños. La «ración» la entendían como «darles de vivir». Y el producto educativo era una enclaustrada identidad servil; b) El ‘sistema’ era regido por un autoritario patriarcado mercantil, que hizo sentir su poder sobre sus propias hijas mujeres (matrimonio) y sobre la servidumbre femenina (castigos, violación), de donde surgió el problema de los «hijos ilegítimos» (los ‘nuevos’ niños huachos: de tinte europeo y cobrizo-blanqueados); c) Ese patriarcado, aureolado con la práctica de la «caridad cristiana» (extendida a todo el país por las «fundaciones de beneficencia» de las damas de clase alta), permitió que la servidumbre fuera una costumbre generalizada y valiosa, empezando por las relaciones personales entre amos y «criados»; d) Al punto de que esa ‘caridad’ devino en símbolo de distinción: sólo el aristócrata verdadero podía financiar la ‘crianza’ del pueblo; e) Por eso, sólo en el siglo XX, después del fracaso de la caridad ante el estallido de la pobreza (1915), se desarrolló una legislación reguladora de la servidumbre. Así llegó el Código del Trabajo, en 1931, que puso fin, en apariencia, a los ‘conchabamientos’.


6. La esclavitud (1600-1931)

Primero se proclamó en Chile la «libertad de vientres» (1811) y, luego, «la abolición de la esclavitud» (1823). La élite se enorgulleció, públicamente, de haber hecho eso. Pero, en realidad, las prácticas esclavistas (a la sombra del conchabamiento) fueron de mayor masividad y brutalidad después de la abolición, y no antes; es decir: cuando gobernó la oligarquía mercantil, no el Rey. Por eso, el trato dado a los esclavos negros en la Colonia fue más humano que el que se le dio al mestizaje conchabado durante la República.

La tendencia de los conquistadores fue esclavizar a los pueblos conquistados, siguiendo la costumbre de los imperios: esclavizar a los pueblos ‘vencidos’. Sin embargo, por presión de la Iglesia Católica, se aprobó una legislación laboral (encomienda indígena, etc.) que detuvo, en parte, esa tendencia. No obstante, en el terreno mismo, los conquistadores siguieron forzando el trabajo indígena, porque ‘ése’ era el premio a sus esfuerzos. Y desde los cabildos comunales defendieron ese «premio» contra obispos y virreyes. La esclavización era su «derecho». Pero lo que no logró la corona cristiana del Rey, lo hizo la extinción progresiva de la población indígena. Y el «derecho» en cuestión, quedó cesante... Y sólo tuvo aplicación volcándose al tráfico mercantil de esclavos negros del Atlántico Norte, respecto al cual el Rey no dijo nada, porque la nobleza de su corte lucraba allí. Por eso, el precio de los esclavos africanos subió constantemente.


Y por eso mismo, en Chile –lejos del océano mercantil–, la esclavitud negra fue una inversión de lujo (daba ‘estatus social’) más bien que una fuente de trabajo forzado. Aquí los esclavos se utilizaron en el servicio doméstico visible (como mayordomos) y no en el duro e invisible trabajo extractivo de las haciendas y la minería. Por tanto se les cuidó y se les dio privilegios negados a la servidumbre mestiza. Su aporte laboral fue, pues, más simbólico que esencial. Pero la oligarquía mercantil chilena (no industrial), excluida de los mares ‘capitalistas’, necesitaba asegurar su ganancia castigando el costo del trabajo productivo. Vivió hambrienta, por tanto, de superplusvalía. De ahí que su adicción al esclavismo no murió en 1823: al contrario, se exacerbó a nivel record. Y como controlaba el Estado en condiciones de «tiranía», no legisló jamás contra su propensión esclavista… Es la razón por la que el conchabamiento, bajo formas extremas, fue ostentoso en Chile hasta 1931.

El esclavismo ‘clásico’ se centró en el contrato de compraventa de individuos esclavizados. El esclavismo chileno, en cambio, se centró en la formación de poblados cautivos –amarrados a deudas sin fin– para extraer de ellos la plusvalía «total» o superplusvalía: la del salario, unida (y sumada) a la deuda perpetua en la pulpería del patrón. Si la esclavitud clásica se basaba en la libertad de comercio, la del «pueblo de compañía» (o company-town) se basó en el monopolio comercial absoluto. El Estado oligárquico del siglo XIX aplicó religiosamente el librecambismo hacia Europa, pero en el sector productivo interno alentó la existencia de monopolios comerciales esclavistas, porque tales fueron las «relaciones sociales de producción» que se utilizaron por más de un siglo en las haciendas y en las oficinas salitreras. Fue un sistema que no esclavizó a individuos, pero esclavizó pueblos («de Compañía»), con sus propios guardias, jueces, cárceles, castigos, administradores, escuelas, capillas y, sobre todo, pulperías, cuyos patrones, ante el peligro de un motín ‘laboral’, pedían el apoyo (asegurado por la Constitución) del Ejército… Pariente cercano fue el sistema esclavista de coolies chinos que trabajaron en las guaneras del Pacífico Sur.

El esclavismo de los «pueblos cautivos» en las haciendas y en las oficinas de la minería generó, durante el largo siglo XIX (1800-1930), la superplusvalía tan necesitada por la oligarquía chilena… para seguir siendo dominante ella misma, no para desarrollar el país… Que eso fue así, que no hubo desarrollo capitalista, lo probó la más que centenaria resistencia del ‘bandidaje mestizo’ del sur, el explosivo movimiento huelguístico del ‘peonaje pampino’ del norte, y la atrevida «toma» de las ciudades de Valparaíso (1903) y de Santiago (1905) por el ‘peonaje mestizo’ del centro. Si aquella ‘burguesía’ no cumplió su tarea de ‘clase dirigente’ (desarrollar el país) cuando correspondía, el destino histórico, en cambio, para dichos movimientos quedó abierto: eliminar el obstáculo central de su liberación y desarrollo.

Segunda Parte Las hermandades mestizas (1750-1925)

Introducción

En su mayoría, entre 1600 y 1840, los mestizos no vivieron en pueblos. No tenían cultura de ‘vecindario’. No podían ser, ni fueron por mucho tiempo, ciudadanos. Vivían dispersos: la mayoría de los hombres vagando por el territorio; la mayoría de las mujeres, arranchadas en los «ejidos de Cabildo» (tierras comunales, suburbio). Ellos («vagamundos»), robando ganado, cruzando ida y vuelta la cordillera, vadeando ríos, robando, saqueando, pero, sobre todo, huyendo de la prisión, las «levas» y el trabajo forzado. Ellas («huachas») habitando –en «consorcios» de dos o tres– un rancho común, donde vendían comida y hospedaje a los transeúntes que pasaban… Ni ellos ni ellas convivían en comunidad… Pocos de ellos formaban familia. Pero todos engendraban miles de niños «huachos» (hacia 1875, todavía el 40 % de los niños que nacían, a nivel nacional, eran «huachos»).

Y eran todos «sospechosos» por principio: se creía que eran intrínsecamente ladrones (los hombres) e intrínsecamente escandalosas (las mujeres). En los archivos judiciales se hablaba de «ladrones de nacimiento». y no siendo «sujetos de derecho», la sospecha era suficiente prueba para su represión. De modo que sobre ellos blandía a menudo la denuncia, la persecución, la cárcel, el azote, la violencia represiva… Para la élite, eran merodeadores («lobos esteparios»). Más que eso: eran, oficialmente, el «enemigo interno» de la sociedad.

Desde tal definición, las relaciones internas, entre mestizos, no fueron advertidas por la sociedad culta, ni comprendidas. Ni entonces, ni después. Pero lo cierto fue que se asociaban entre sí «al pasar»: libre, episódica y pragmáticamente. Sin reglas previas ni moralejas ulteriores: «sin Dios ni Ley». Allí no regía la majestad intemporal de la Ley, sino la fugacidad de sus relaciones. Fugaces, porque lo realmente determinante para ellos, en toda ocasión, era la larguísima duración de su identidad marginal (tres siglos de vagabundaje, montaña, represión, bandidaje, miseria, rostros oscuros, soledad). Siendo eso, tenían una identidad que les permitía reconocerse de lejos unos a otros. A simple vista. Con la certeza de que eran iguales. Confiaban en el que aparecía… sin ceremonial de presentación. Podían, por eso, improvisar de inmediato acciones de cualquier tipo sin más regla orgánica que su identidad de ‘pueblo’.

Por ejemplo, para ejecutar un asalto, uno de ellos (dueño del dato) «convidaba» a un recién conocido en una reunión abierta («fiesta del angelito») a realizar la operación. Allí mismo decidían «convidar» a un tercero o a un cuarto. Ya en el lugar señalado, «se combinaban» para ejecutar con éxito la tarea. Realizada ésta, «se repartían» el botín. Luego «se dispersaban» en todas direcciones… En las declaraciones de los presos del siglo XIX aparecen, repetidas, estas palabras: encuentro, convite, combinación, acción, reparto, dispersión. No formaban, pues, «organizaciones» estables ni jerárquicas ni estatutarias, sino grupos operativos que se asociaban y dispersaban. Por eso, nunca los alguaciles (ni el ejército) pudieron desarticular al inarticulado «vandalaje».

No necesitaban, pues, las relaciones funcionales de la ‘organización’: su igualdad intrínseca les proporcionaba una forma asociativa ‘superior’: la hermandad del ‘pueblo’ consigo mismo, la autonomía de acción que brota de la marginalidad extrema. Y también la temprana conciencia de soberanía popular que subyacía bajo todo eso.

7. Las «colleras»

En su larga historia presindical y prepartidaria, los mestizos desplegaron formas asociativas articuladas bajo el sentimiento de hermandad, propio y casi exclusivo del «bajo pueblo» (no debe confundirse con «hermandad de clase», porque ésta presupone vivir y trabajar integrado en una «sociedad estructurada en clases»).

Los hombres –que vagaban por cerros, valles y pasos cordilleranos– descubrieron que «andar la tierra» en solitario daba entereza, resistencia y poder sobre la naturaleza (era el caso del temible «lacho guapetón»), pero para robar y lucrar con lo robado, lo mismo que para defenderse de las patrullas enviadas para apresarlos, era mejor vagar «de a dos». Y montados sobre sendos caballos, ideal… La compañía de ‘otro’ duplicaba el poder de pillaje, de autoprotección, el calor nocturno al dormir juntos a la intemperie («encamarse», de donde deriva «camarada») y la posibilidad de planificar mejor los «golpes de suerte».

Para el mestizo –comúnmente «huacho»– el camarada era el «hermanito» que no se tuvo, o el padre que jamás se vio. De ahí la tendencia instintiva a deambular «acollerados» (en parejas). La hermandad –o «camaradería masculina»– fue, para ellos, una condición de supervivencia en un país excesivamente largo y ajeno.

Tal hermandad reemplazó a la familia que no existió o que se perdió. Para la pareja «acollerada» significaba, por ejemplo, dormir juntos al borde del desfiladero, en la huella del arriero, en el bosque andino, en descampado. O despresar juntos el vacuno que robaban o comían. O asaltar la hacienda de un «borrego gordo». O robar en los trapiches mineros («cangalla»). O emborracharse en la cantina de la placilla o la chingana del suburbio. O trabajar en sociedad el yacimiento minero que descubrían. O el taller artesanal en la ciudad. Y si eran arrastrados a la guerra, podían atacar ‘de a dos’ o protegerse el uno al otro. Y si uno de ellos era encarcelado y torturado, jamás el apresado soltaría el nombre de su «collera» libre. En los pueblos, la collera era temible en las riñas de cantina, no sólo porque manejaban con maestría el cuchillo de matanza ganadera o el corvo minero, sino también porque el que peleaba tenía siempre a su espalda la collera protectora.

Pero la hermandad del roto, temible en descampado y en suburbio, y en el robo y en la guerra, perdía prestancia en el poblado, particularmente en presencia de la mujer, a quien no sabía ni pudo tratar nunca con ‘urbanidad’. En la zona minera, donde no había «amancebamientos» ni «familias» mestizas, sólo existían mujeres en la pulpería de la «placilla» (por lo común, argentinas inmigradas de la otra banda). Las que, en realidad, eran prostitutas conchabadas por el pulpero. Los mineros, que trabajaban en soledad durante meses en los cerros, al bajar a la placilla a recibir el pago por sus «pastas», lo gastaban en la pulpería, donde se emborrachaban y enamoraban de alguna de las «sirvientes». Al volver a los cerros, aumentaba su enamoramiento. Pero al volver de nuevo a la placilla, descubrían que ellas eran… «infieles». Frustrados, se enardecían y agredían a la mujer. A menudo, marcándola con su corvo. Estallaban grandes riñas. El pulpero llamaba a la patrulla militar del poblado… El machismo minero fue, sin duda, el más primitivo de todos… Vicuña Mackenna –que conoció esa ‘sociedad’– escribió que la poesía minera era «poesía macha»: maldecía a la mujeres y cantaba, con amargura, su soledad. La hermandad masculina fue la punta de lanza en la conquista minera del norte. Muchos pueblos del desierto, por eso, fueron, durante largo tiempo, pueblos de «hombres solos» (Benjamín Subercaseaux).

Esa hermandad, en zonas rurales, fue menos protagónica, pues en los valles existían «familias» campesinas… Allí, día tras día, el hombre trabajaba (de sol a sol) en potreros, cerros, acequias, arreando animales... De ahí su lenguaje tosco, sus modales bruscos, secos, autoritarios. Sus mujeres, en cambio, desde el rancho, realizando múltiples labores, socializaban con la familia, los patrones, los clérigos, los comerciantes, los diezmeros, los jueces, los transeúntes… Si él se ‘trancó’ en su parquedad huraña, ella sacó, frente a todos, la voz de él, de la familia, de los pobres… Su liderazgo social fue permanente.

La Patria, desde lo alto y para sí misma, glorificó ‘sus’ triunfos militares y ‘sus’ exportaciones de trigo, cobre, plata, salitre, ignorando y aun repeliendo el esfuerzo anónimo de la hermandad mestiza… que había logrado todo eso…


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