Kitabı oku: «Una mujer sin maquillaje»

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Una mujer sin maquillaje

Una mujer sin maquillaje

Gabriela Grinbaum

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Nota de presentación

Prólogo, Graciela Brodsky

El teatro de la vida

Una mujer sin maquillaje

Último puchito

Analista Mujer, algo de eso

Un nuevo amor

Inventarse

Una cámara encendida

Mi análisis hubiese sido imposible por Skype

Mis virilidades

Listo

Un estilo de locura

Epílogo, maitena


Grinbaum, GabrielaUna mujer sin maquillaje / Gabriela Grinbaum. - 1a ed . - Olivos : Grama Ediciones, 2020.Archivo Digital: descargaISBN 978-987-8372-13-61. Clínica Psicoanalítica. I. Título.CDD 150.195

© Grama ediciones, 2019

Manuel Ugarte 2548 4° B (1428) CABA

Tel.: 4781-5034 • grama@gramaediciones.com.ar

http://www.gramaediciones.com.ar

© Gabriela Grinbaum, 2019

Editora: Dolores Amden

Diseño de tapa: Inés Marra

Foto de tapa y contratapa: Malu Boruchowicz

Gracias Laura Filgueira, Iñaki Jankowski

A los amigos de las noches largas.

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-8372-13-6

A Gus, el amor de mi vida

Libro

Les aclaro

Se van a hartar

De mí

Me pasó a mí

No voy a ofenderme

Necesité hacer este libro

Luego de tres años de testimoniar

Tres años de hablar de mi caso

Y se van a hartar de las repeticiones

Porque soy una

Aun cuando hay muchas una

Una mujer son muchas mujeres

Y aun así me harté de mí

O mejor, de mi caso

Decidí dejar prácticamente sin retocar los diferentes testimonios que he presentado.

Como cada ocasión no sabía si habían escuchado el testimonio anterior o el anterior del anterior. Me he repetido.

Les ofrezco aquí una salida de lo femenino en un análisis de la orientación lacaniana.

Prólogo

Para el psicoanálisis, para los psicoanalistas, el enigma de lo femenino no está resuelto. Freud lo dejó en un callejón sin salida, en el mismo que él había quedado atrapado al tratar de ordenar la sexualidad a través del falo. Para salir de este atolladero no elucubró más que tres soluciones: la renuncia a la sexualidad, la identificación viril, la maternidad. Pero de alguna manera sabía que con eso no bastaba y con ese amor por la verdad del que dio pruebas, le confiesa a Marie Bonaparte, su alumna y analizante: “La gran pregunta sin respuesta a la cual yo mismo no he podido responder a pesar de mis treinta años de estudio del alma femenina es la siguiente: ¿Qué quiere la mujer?”.

Lacan toma el relevo y desde muy temprano considera que la solución a través del falo –serlo, tenerlo– lleva a una mujer a renunciar a lo más esencial de su feminidad. Le llevó años formular que “lo más esencial” era un asunto del cuerpo y del goce que lo habita, ajeno a la captura por el significante, ajeno al recorrido de la pulsión, ajeno a los objetos que a dicho goce lo condensan. Lo esencial de la feminidad era, precisamente, lo que el falo era incapaz de representar, de nombrar, de localizar.

Freud supo escuchar a las histéricas y creyó, por un tiempo, que ellas le habían revelado el secreto de lo femenino. Lacan quiso escuchar a las mujeres. Esperaba algo de ellas, alguna luz que iluminara lo que las histéricas le habían escamoteado a Freud. Pero el saber sobre el goce es esquivo. Y, entonces, concluía que de ese goce ellas no sabían nada, salvo que lo sentían… a veces.

De ahí se desprende una solución pragmática: abandonar la búsqueda de “la esencia” e interesarse en las mujeres, una por una, para escuchar lo nuevo –siempre lo nuevo– que ellas tienen para decir.

Gabriela Grinbaum lo dice a su manera, singular, inconfundible. Lo llama un estilo de locura: “La locura es, de entre lo que resta, lo más femenino que tengo”. Dice “lo que resta”, porque ella se analizó durante veintiocho años buscando la esencia de la feminidad en las mujeres que no habían sido madres, en las “viriles”, en las exitosas, en las lesbianas. Su curiosidad: el lazo de una mujer con otra. Su anhelo: ser la Otra de las mujeres. Su locura: creer en La mujer y suponer que esta se ocultaba tras las máscaras, los velos, los postizos. Su estrategia: ser una mujer sin maquillaje.

Sabemos todo esto porque habló de ello durante los tres años en los que ejerció como Analista de la Escuela (AE) luego de haberse presentado al dispositivo del pase. Lacan, el que quería saber, la habría escuchado atentamente a Gabriela, la que habla de más, la que dice lo que no conviene… Pero él no está. Ahora nos toca a nosotros, lectores, aprender de boca de una mujer lo que ella tiene para enseñarnos.

En primer lugar, que una mujer es para otra mujer un misterio tan indescifrable como lo es para los hombres, como lo era para Freud, como lo fue para Lacan. No hay sororidad que haga desaparecer el enigma; no hay identificación que no las rebaje a la anatomía o las reduzca a los semblantes.

Luego, que la irreverencia no elimina lo indecible por más que se hable a calzón quitado o se vaya por la vida a cara lavada. Porque la cara lavada no es sino otro nombre del maquillaje con el que se viste una mujer más allá de cualquier ilusión de autenticidad, de originalidad, de transparencia.

Parece que a Lacan le gustaba especialmente el cuento de Alphonse Allais, Un rajá que se aburre. Allí se narra el hastío del rajá –que vanamente los servidores intentan entretener– hasta la entrada en escena de las bailarinas:

¡Aquí están las bailarinas! Las bailarinas no impiden que el rajá se aburra.

¡Afuera, afuera las bailarinas! Y las bailarinas se van.

¡Un momento, un momento! Hay entre las bailarinas una nueva pequeña que el rajá no conoce.

–Quédate aquí, pequeña bailarina. ¡Y baila! ¡He aquí que baila, la pequeña bailarina!

¡Oh, su danza!

¡El encanto de su paso, de su actitud, de sus ademanes graves!

¡Oh, los arabescos que sus diminutos pies escriben sobre el ónix de las baldosas! ¡Oh, la gracia casi religiosa de sus manos menudas y lentas! ¡Oh, todo!

Y he aquí que al ritmo de la música ella comienza a desvestirse.

Una a una, cada pieza de su vestido, ágilmente desprendida, vuela a su alrededor.

¡El rajá se enciende!

Y cada vez que una pieza del vestido cae, el rajá, impaciente, ronco, dice:

–¡Más!

Ahora, hela aquí toda desnuda.

Su pequeño cuerpo, joven y fresco, es un encantamiento.

No se sabría decir si es de bronce infinitamente claro o de marfil un poco rosado. ¿Ambas cosas, quizá?

El rajá está parado, y ruge, como loco:

–¡Más!

La pobre pequeña bailarina vacila. ¿Ha olvidada sobre ella una insignificante brizna de tejido? Pero no, está bien desnuda.

El rajá arroja a sus servidores una malvada mirada oscura y ruge nuevamente:

–¡Más!

Ellos lo entendieron.

Los largos cuchillos salen de las vainas. Los servidores levantan, no sin destreza, la piel de la linda pequeña bailarina.

La niña soporta con coraje superior a su edad esta ridícula operación, y pronto aparece ante el rajá como una pieza anatómica escarlata, jadeante y humeante.

Todo el mundo se retira por discreción. ¡Y el rajá no se aburre más!

Lacan lo cita en el Seminario 7 para indicar que “en relación a las vestimentas, la desnudez misma nunca podría ser suficientemente desnuda”.

Finalmente, Gabriela Grinbaum nos enseña sobre lo que no puede enseñarse: de madres a hijas, si hay transmisión, es de los semblantes con los que cada mujer viste lo femenino, pero esperar de la madre un saber cómo ser una mujer conduce necesariamente al estrago. La madre como mujer solo puede transmitir su no saber y su manera, la suya propia, de arreglárselas con eso. Como la virtud, la feminidad no se enseña. Y allí donde no hay transmisión, solo queda la invención de cada una, incomparable.

Incomparable… ¡Ah! Si lo supiéramos desde siempre ¿nos ahorraríamos el trabajo, los desvelos, las exageraciones, las puestas en escena a las que nos consagramos para ser originales?

¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo sin consentir a hablarle a un analista hasta estar harta de una misma?

Graciela Brodsky

Julio de 2019

El teatro de la vida (*)

Quiero agradecer al Secretariado del pase por el placer de esos encuentros y lo súper cómoda que me sentí.

Le agradezco al Cartel del pase por la confianza que despierta.

Y por último y, especialmente, le agradezco a las pasadoras que tuve, el azar estuvo de mi lado porque fueron extraordinarias, fue genial la experiencia con ellas por el deseo, el respeto y la buena onda.

El final

Lunes. Le digo a mi analista que el jueves pasa unas horas mi marido por París. Le pido que por favor tenga en cuenta que ese día quiero que me dé las sesiones a la mañana para que yo pueda estar a la tarde con él. Me dice que sí.

Martes. Tomada por la sensación de que no me escuchó del todo le digo: “No se olvide que el jueves viene mi marido a las tres, así que vendría yo solo por la mañana”. Responde con gesto de por supuesto.

Miércoles. Seguía intranquila con el asunto e insisto a la salida de la sesión. “Le recuerdo que mañana viene mi marido a las tres, así que…”. “Ya me lo dijo tres veces”, interrumpe.

Jueves. Luego del relato de un sueño que retomaré más adelante, y extremadamente contenta por ese sueño y por el fuerte abrazo que me dio después de esa sesión, riéndome de mí misma le digo: “Hoy a las tres…”. Luego de la segunda sesión de ese mismo día me dice: “La espero a las tres”… “Pero…” entre turbada y furiosa: “Le dije que a las tres llega mi marido…”. “La veo a las tres”.

Totalmente desencajada llamo a mi marido y le digo: “Te juro que le dije veinte veces que a las tres llegabas, no sé qué le pasa a este hombre…”. “Pará, relajá, acabo de aterrizar, andá a tu sesión, te espero por ahí, me encanta caminar solo por París”. Alivio inmenso y angustia. Se las arregla perfectamente sin mí.

A los 17 años, días después de un aborto, voy a ver por primera vez a un analista, freudiano, muy angustiada. Cuarenta y tres minutos de silencio. Digo cuarenta y tres porque estuve cuarenta, y los dos primeros fueron lo que tardé en contarle el doloroso episodio. No me dijo nada de nada. Y yo no pude decir más. Sí, algo dijo: “Apague el cigarrillo, no se puede fumar acá”. Era mi segundo secreto, fumaba y mis padres no lo sabían.

Este fallido intento por iniciar tempranamente un análisis marcó un modo en mi práctica cada vez que recibo a los jóvenes que habitualmente llegan a mi consultorio.

Quería ser actriz, desde siempre, creo que desde que nací.

Hacía ya muchos años estudiaba teatro y ya había participado en varias obras de teatro independiente.

En mi familia, además de la prohibición del incesto, estaba la prohibición de no ser universitario. Así que mi padre me dijo que psicología era un buen complemento para mi formación como actriz.

Un profesor del primer año, entusiasta del psicoanálisis pronunció la frase de Lacan “La mujer no existe”. Frase que quedó resonando en mí para ser abordada en mi segundo análisis con una mujer. Vuelvo al profesor, sus clases de psicoanálisis ya me habían despertado gran interés. Y Miller dio una conferencia en el Aula Magna de Independencia y lo único que recuerdo fue su primera palabra: “Ojalá”. No tengo la menor idea de cómo siguió. La fascinación por esa voz me llevó a la sordera más absoluta.

Esto me condujo a buscar un analista lacaniano, tenía que ser el más lacaniano.

Mi primer análisis comienza a los 18 años tomada por la indeterminación: ser actriz o continuar con la carrera de psicología.

Mi padre, con la vuelta de la democracia, había abierto un teatro en San Telmo, lo que me empezó a dificultar el lazo con mis compañeros de teatro.

A los 19 años estrené Antígona, una versión de Anouilh. Al salir del Teatro Colonial, esperaba las palabras de mi padre. Las únicas que me importaban… y me dijo: “Me preocupa que no te da la voz”. La felicidad que venía palpitando desde que me habían elegido para el personaje, y que me duró toda la función, se había desmoronado en ese instante. Y cada vez empecé a tener menos voz. La disfonía era parte de mi ser. Pero si siempre había sido ronca, es verdad, y mi papá me decía que hablaba como Graciela Borges y eso me gustaba porque le gustaba a él. Pero ahora era distinto. El brillo de mi ronquera se opacó y no podría ser una buena actriz.

Fui a mi habitual sesión y mi analista dijo: “Veo que la voz de tu padre te dejó sin voz”. Alcanzó para que mi disfonía desapareciera. Fue así, o quizá, algo así, o parecido y a lo mejor el tiempo transcurrido noveló un poco las cosas…

Durante ese análisis que duró cuatro años, me recibo y decido ir a París a estudiar psicoanálisis.

A la búsqueda de reencontrar esa voz que se había interrumpido con la primera palabra: “Ojalá”.

Poco tiempo antes de partir concurro al Congreso del Campo freudiano sobre psicosis. Que además tenía un divino detalle, era en el Teatro General San Martín. Escucho una ponencia de una analista mujer, me encanta. La madre de mi mejor amigo, alguien muy especial para mí, sentada a mi lado me dice: “Gabi, ella es la analista que más sabe acerca del fantasma femenino”.

Entre “La mujer no existe” y el supuesto saber sobre el fantasma femenino. No dudo en llamarla.

No dormí en toda la noche previa a la cita, era a las siete y cuarto, pensé que quería probar mi deseo de analizarme al darme ese horario tan temprano. Fui a tomar el Métro. Le pregunté al de la oficina de tickets cómo llegar. Luego de viajar más de una hora y cuatro combinaciones, no encuentro el número de la calle. La llamo desde un teléfono público. Me grita: “¿Dónde está?” Le digo, “acá en su calle”. “Pero ¿está cerca del metro Pasteur?” “No”, le digo. “Pero está en cualquier lado, venga mañana a las ocho menos cuarto”. No volví a dormir y llegué finalmente muy puntual a esa primera cita.

Mi pregunta no era ¿qué es ser una mujer? La búsqueda que me atravesaba era ser una mujer diferente con el sello de lo original. La fascinación por las mujeres homosexuales me desvelaba. Mi desprecio por los semblantes universales de lo femenino, desde muy chica, me intranquilizaban.

Al poco tiempo de comenzar ese análisis ya había pescado que no era la única citada en ese horario, éramos al menos tres. La viveza porteña me llevó a llegar un poco, solo un poco, más tarde una vez. Cuando la analista entra en la sala de espera, me mira ofuscada, y delante de las otras personas que allí estaban, una de ellas profesora mía en ese momento en París VIII, y dice: “Mais, vous êtes en retard” (1). A lo que yo escucho, clarísimo: “Usted es retardada”. Ese lugar en la transferencia me acompañó muchos años en ese análisis.

A los 5 años, entro al primer grado del Normal Nº 3 de la ciudad de La Plata. Voy a dar algunos detalles de la cosa. Cumplo los años en julio y en la provincia el corte para estar en un grado o en otro era en mayo, con lo cual mi pediatra platense había falsificado, a pedido de mi madre, mi fecha de nacimiento para adelantarme un año. Pero había más. Estaba el grado “A” y el “B”. El “A” era para los niños más inteligentes y el “B” para los otros. ¿Qué hizo mi madre? Averiguó el test psicopedagógico que tomaban y me preparó todo el verano para asegurarse que entrase a 1º “A”. Cuando la mujer en cuestión me hace los test le digo, “pero esto mi mamá me lo hizo mil veces”. Se rió y entré a 1º “A” estando, además, adelantada.

Entre la adelantada y la retrasada circuló parte de mi vida en particular haciendo síntoma durante el segundo análisis. Síntoma que retorna al término de mi tercer análisis al retardar mandar la carta al Secretariado del Pase.

Mi segundo análisis dura 14 años. Tiempo en el que me caso y tengo dos hijas.

Ser amada y la certidumbre de que el otro me elige fue la marca de una abuela.

Mi abuela paterna, una polaca judía, atea, fumadora, adelantada, y muy amada por mi abuelo me dijo, no una vez, miles de veces, a modo de la receta del amor que más conviene: “Vos lo tenés que querer, pero él te tiene que querer mucho más de lo que vos lo querés a él”.

Comienzo a controlar con quien sería mi tercer analista. No me animaba a controlar con mi analista, ¿cómo controlar con quien me creía una retardada? Él, en cambio, me hacía de partenaire de la adelantada, la joven analista despierta y trabajadora, festejaba mis intervenciones…

Voy a reservar, en relación con el tema de las próximas Jornadas de la EOL –sobre madres, mujeres y lo femenino– aquello que a propósito de esas cuestiones fue lo elaborado durante ese análisis.

Pero diré algo. Para mi madre yo detentaba el saber sobre el lazo entre un hombre y una mujer. Convertida desde muy temprano en el sujeto supuesto saber reparar lo que cotidianamente no marchaba entre mis padres.

No arribé jamás, en mis 28 años de análisis, a la respuesta de qué me había empujado a sostener esa gozosa misión tanto tiempo. Durante el procedimiento del pase, un recuerdo traumático, ubicado en varias ocasiones en mis tres análisis, se me revela enlazado a esta trabajosa tarea.

Desde que empecé a caminar me pasaba absolutamente todas las noches a la cama de mis padres, hasta que los 5 años el agujero de quedar por fuera del goce de los padres interrumpiendo lo que con Freud aprendimos a nombrar como la escena primaria, y los golpes que recibí de mi padre irreconociblemente violento, puso fin a mis paseos nocturnos. Dejando como saldo la incesante tarea de reparar lo imposible de la relación en las parejas. De mis padres y las otras.

La no relación sexual se hace carne durante mi segundo análisis con la separación, cómo llamarla, política, de mi analista con mi controlador, entre mi madre y mi padre, lo nombraba yo.

Tocando el cuerpo, perdiendo un embarazo.

A pesar de la angustia y la turbación no estaba en duda para mí la continuación de ese análisis. No sin pagar las consecuencias de cierta incomodidad que empezó a producirme la EOL, lugar en el que siempre me había sentido como en casa.

Oscilando entre el desconcierto y cierto cinismo para sobrellevar el asunto.

La analista comenzó a llamarme por teléfono diariamente, quería saber qué se decía en Buenos Aires sobre la ruptura. Yo me ocupaba de dulcificar las versiones con la delirante idea de poder, una vez más, reparar la pareja.

Quedando ubicada exactamente en el lugar que gozosamente estaba alojada de niña con mi madre.

Me horrorizo y viajo para terminar ese análisis.

El goce de no dormir estuvo presente toda mi vida.

Es recién en el tercer análisis que se ubica como síntoma.

Básicamente porque mi marido no lo soporta más.

Exceso de planes nocturnos, vida social sin límites, “siempre una de más”, como lo llamaba el partenaire. Todo con tal de no dormir, o para ser precisa, para no dejar dormir a nadie. Muchos acá lo saben.

El no dormir conduce en la cura al recuerdo infantilísimo, para estar a tono con los superlativos del momento y que, además, me son familiares, de ir a ver a mi padre durante las noches para asegurarme que respira, deteniéndome en el movimiento de su abdomen. La no claridad por momentos me angustiaba terriblemente, creyéndolo muerto.

En el análisis se ubica el vivificar al padre muerto, no es no dormir, es no dejar dormir al otro y, en consonancia, despertar al otro hasta quedar empapada de sudor por el esfuerzo de conseguirlo.

Un padre extremadamente culto para quien yo era indiscutiblemente la favorita. Lo único que lograba correrlo de la atención de los libros era yo. Que repare en mí. Tan culto como silencioso. Había que arrancarle las palabras. Y yo me encargaba de animarle la fiesta todos los días, todo el tiempo. Siempre algo para contarle. Siempre algo para que él me cuente. “¿Y cómo termina finalmente La cantante calva?” “¿Te gusta más Ionesco o Pirandello?” “¿Por qué decís que Ibsen era feminista?” Sabía qué botón apretar para hacerlo hablar. Agotadora satisfacción.

“Si no lo mantengo despierto, muere”.

Y así con el otro, el partenaire, el analista.

Es así que me dirijo a mi tercer analista, alguien que encarnaba el lugar del padre vivo, el padre que no duerme nunca. Aun así, había que mantenerlo despierto.

En una ocasión, para mi desgracia, un colega de la EOL me cuenta que el mismísimo analista se había quedado dormido durante una sesión.

Redoblo la apuesta. Cada vez hablando de algo que lo interese más, lo divierta más, lo despierte más. Finalmente interviene: “Usted exagera para despertar más interés en el otro”. Me avergonzó como nunca. Revelando mi posición en el fantasma.

Es que iba lejos con eso. En las clases que daba en la facu, en las reuniones que organizaba en mi casa, en las jornadas de la Escuela, con los amigos, los conocidos, los vecinos del edificio, incluso con ciertos pacientes que encontraba dormidos.

En serie con esto, a veces me quejaba en el análisis del esfuerzo que implicaba atender a ciertos pacientes que no hablan y que me los derivaban a mí luego de otras experiencias fallidas: “Porque yo hago hablar hasta a las piedras”.

Mi analista lo festeja y tuerce: “Hace hablar a las piedras, es su rasgo”. Produciendo un efecto de pasaje del goce exceso a un goce amigado que restablece una homeostasis que lo vuelve placer.

Durante el análisis tengo un sueño donde soy un jovencito.

Mi identificación viril que reconozco desde pequeña fue asociada a lo que fantaseaba siendo muy niña de femenino en mi hermano.

Dice mi analista enfáticamente y dando por concluida la sesión, como en el juego de máscaras cuando se descubre a quien había permanecido oculto tras ella: “Usted es el agente de la reparación”. Tengo la impresión de que nunca me reí tanto. Y a decir verdad, a lo largo de tantos años, no había hablado de otra cosa.

Reparar al Otro, al no saber de mi madre, a vivificar a mi padre, y la lista puede seguir… es el sinthome de siempre.

Algunos años después le digo a mi analista que ya no me encontraba intentando despertar a mi padre ni a él y mucho menos a mi marido. Los estaba dejando, no siempre, pero bastante, dormir a todos.

Parto a Buenos Aires y me sorprende: “Me escribe cuando llega”. Claro, le escribí, bastante extrañada, tantas veces que lo despido y viajo y jamás me había pedido algo así, tan como de cuidado. No sé pero me dio un placer enorme escribirle. Simplemente que había llegado bien. Dejarme cuidar por un hombre.

¿Qué del teatro? Después de la fatídica frase: “Me preocupa que no te da la voz”. Los episodios de disfonía y todo eso que les conté, más vale que seguí un tiempo largo con funciones, ensayos, entrenamientos, múltiples consultas a fonoaudiólogas… luego comencé a dar clases de teatro a niños, trabajé de profesora de teatro durante toda mi carrera. También dirigí. Nada me daba más gusto.

A mi vuelta de París la docencia en la facultad es donde el circuito pulsional encuentra la sustitución de ese goce. Dar clases es para mí montar la escena que despierta al otro, despierta el entusiasmo en el sujeto y en el otro, lugar donde hago escuchar mi voz y consigo que reparen en mí.

Y me encanta.

Una amiga escritora y con mucho humor me dijo, “Tu viejo te salvó Gabi, hubieses sido pésima actriz y como analista te va bastante bien”.

Mi amigo Manuel Zlotnik, mientras hacía el pase, me ubicó una cita de Miller que jamás había leído y que me produjo una suerte de conmoción, sorpresa y alegría. Está en la Lacaniana 12, se las leo: “Me atrevería a decir que sería necesario que un análisis desembocara sobre el deseo de exhibirse, es decir, que el pase tuviera algo del deseo del actor”.

¿Qué más? Siempre una de más… no puedo evitarlo…

Se conserva la condición de lo femenino en un hombre para que el rasgo primario de perversión funcione. El activismo como respuesta al deseo femenino. La pregunta por cómo mira una mujer a otra mujer. Las noches largas.

Ah, falta algo, el sueño del final:

Ese del miércoles a la noche que le conté el jueves.

“Llego al consultorio del analista, me dice que ya no me analizo más, que terminé, pero que le viene bien que igualmente esté ahí. Que lo ayude a decorar su nueva casa. Es una especie de loft con cortinas que parecen telones y le sugiero un cambio de color de esos telones. Me cuenta que su nueva casa se debe a que se acababa de separar y me invita a que vaya a conocer a su nueva mujer. Me dirijo a esa casa, me recibe la nueva mujer de mi analista. Es una actriz, Annette Bening. Me dice que pase”.

Y pasé, dos años y medio después de la última sesión, me demoré o mejor, me retardé… un poco…

Gracias.

*- Testimonio presentado en la Noche del Pase en EOL el 4 de agosto de 2014.Publicado en la Revista Lacaniana N°17, Buenos Aires, EOL-Grama ediciones, noviembre de 2014.

1- En castellano: “Pero, usted llega tarde”.

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