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7. Y la transformación de las alpargatas en calzado de cuero no había sido especialmente reciente. Inducida inicialmente por la demanda de los cuerpos armados y posteriormente por el crecimiento de la industria en otras partes de España, la producción de calzado de cuero empezó a principios del siglo XX, paralela a la constante producción de alpargatas.

8. Usamos el frase laxa «posiciones de poder» porque no se trataba solo de los que ostentaban cargos políticos formales. También tomaban parte los curas, así como las milicias de la juventud del Movimiento Nacional. Para comprender cómo funcionaba la posterior economía informal de Valencia de los años sesenta y setenta, es importante reconocer también esa tradición de una política informal.

9. Notemos que en esta imaginería –en la que la relación trabajo-capital se reemplaza por el concepto de capital humano y, en consecuencia, los trabajadores son meras miniempresas en el seno de las empresas– el concepto de explotación en su acepción técnica (frente a la peyorativa) no tiene sentido.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1
LAS HISTORIAS DE LA ECONOMÍA POLÍTICA REGIONAL

Hay muchos aspectos que sugieren que nuestra zona de estudio pudiera reunir muchas de las características adscritas a las economías regionales con éxito, como la «Tercera Italia» y Baden-Württemberg. Combinando una zona árida de cultivos y un área litoral de regadíos (aunque con pocos recursos) y también la agricultura y la industria rural, la provincia de Alicante ha sido desde hace tiempo un lugar de pluriactividad rural. Durante años las actividades agrícolas se han complementado con una cantidad casi infinita de trabajos no agrícolas, desde el comercio al transporte y las manufacturas. Existía pluriactividad tanto a nivel familiar, con cada miembro ocupado en labores muy diferentes, como a nivel individual, realizando una única persona una variedad de ocupaciones muy diferenciadas en un único marco temporal simple o pasando por una serie de experiencias laborales muy diferentes durante el curso de su vida económicamente activa.

Tal pluriactividad es común a la mayoría de economías regionales, pero esta descripción bastante estática oscurece lo que para nosotros resultó ser un elemento crucial de la realidad histórica. Mientras investigábamos la historia del área, descubrimos que las diferencias cualitativas –de una microrregión a otra, en la mezcla ocupacional de un hogar, etc., lo que llamamos heterogeneidad– a lo largo del tiempo condujeron a la gente por caminos diferentes que produjeron efectivamente diferencias en el nivel local, tanto sociales como culturales.

EL ESCENARIO GEOGRÁFICO

Aparte de Alicante, importante ciudad portuaria mediterránea, la mitad sur de la provincia puede entenderse mejor como tres zonas geográficas: (1) El litoral que va desde el extremo sur hasta la ciudad de Alicante. (2) El valle del río Vinalopó, que discurre sur-sureste desde Almansa y Villena hasta Elche, un área de agricultura volátil que se benefició históricamente como eje principal en el tráfico de mercancías entre Alicante, el puerto mediterráneo más activo de España, y Madrid; dicha combinación proporcionó a su vez una larga experiencia de pluriactividad que sirvió de puente entre las ocupaciones agrícolas y las no agrícolas. (3) El resto, tierras altas áridas y marginalizadas limitadas a una agricultura pobre (véase mapa 1).

Una observación más detenida del litoral sugiere, en realidad, la existencia de dos subzonas. La primera forma una curva que va desde Orihuela hasta Crevillente, Elche y Alicante por Callosa del Segura. Esta área tiene patrones históricos de pluriactividad similares a los del Vinalopó, pero con diferencias derivadas de la naturaleza de la agricultura desigualmente irrigada de la llanura costera. Una segunda subzona se extiende por la costa desde el extremo sur de la provincia hasta Guardamar del Segura. Privada de la apertura que proporciona un sistema de comunicaciones bien mantenido y con una presencia más fuerte de grandes terratenientes, hubo muchas menos ocupaciones no agrícolas en esa zona (Censo de Floridablanca, 1787).

Hemos centrado nuestro estudio en el linde entre estas dos subzonas. Catral, nuestro epicentro, está a solo 7 kilómetros de Callosa y Crevillente y a 14 kilómetros de Elche. En consecuencia, a menudo ha caído dentro de la órbita de los desarrollos de estos centros. Además, Catral tiene la tercera tanda (turno) en el sistema de riego que se extiende desde Orihuela, en el bajo Segura (Vega Baja). Con frecuencia asociado a los bien conocidos y altamente efectivos trabajos de irrigación de los árabes, este brazo del sistema de la Vega Baja debe bien poco a esa herencia y fue casi inútil hasta finales del siglo XIX, cuando, después de que en 1879 una riada catastrófica destruyera una gran parte del centro y de los alrededores de la ciudad de Murcia, se introdujeron gradualmente una serie de mejoras.1 La actual Comunidad de Regantes de Catral fue fundada diez años más tarde, pero hasta 1907 no se puso por escrito oficialmente el sistema de rotación entre Orihuela, Callosa del Segura y Catral. Entre 1913 y 1977 el sistema de riego de la Vega Baja se extendió de 19.000 a 44.638 hectáreas (López Bermúdez, 1980: 285), para volver a disminuir en los años ochenta. El resultado es una zona altamente compleja. Por una parte, Catral ha estado vinculado desde hace tiempo a un viejo sistema de riego de gran rigidez y desigualdad en la posesión de la tierra. Por otra parte, está situado en el punto más lejano de este brazo de riego y ha sufrido tanto a causa de ello que existe la expresión local «tan seco como Catral». Una informante mayor recordaba que en su juventud «había pastos en el Hondo [un marjal drenado], donde se criaban caballos, yeguas y mulas: también puedo recordar que a veces los toros venían aquí a pacer» (GS 1978). Aunque, en teoría, Catral se benefició de un antiguo sistema de riego, de hecho, este sistema tuvo el efecto negativo de mantener un patrón de posesión de la tierra más polarizado que en Dolores, justo al otro lado del brazo de riego, o que en el área más seca cercana a Crevillente.


TERRATENIENTES, AGRICULTORES Y TRABAJADORES

Una gran parte de lo que se ha escrito sobre los antecedentes históricos del Alicante occidental como distrito industrial se refiere a un pasado de pequeños propietarios. Este no es el caso de Catral, que se encuentra entre dos clases bastante diferentes de estructura de propiedad de la tierra y, por tanto, es una mezcla de ambas. En el apartado siguiente apuntaremos que, justo al oeste de Catral, está Callosa, al norte Crevillente y al este Elche, actuando todos estos núcleos como polos de atracción de unas manufacturas dispersas. Pero el carácter agrícola del área deriva más de otros dos pueblos vecinos. Muy cerca, por el este, antes de llegar a Elche, está Dolores, y por el oeste, pasando Callosa, está la gran y antigua ciudad de Orihuela, con sus varias pedanías dependientes que se extienden hacia abajo a ambos lados del río Segura. El Resumen hecho por la Junta Consultiva Agronómica de las Memorias sobre Riegos de 1904 comentaba:

La propiedad territorial está muy dividida en toda la provincia [de Alicante], si se exceptúa la huerta de Orihuela, donde existen algunas fincas que ocupan todo un término; como, por ejemplo, el de Formentera, que pertenece al marqués del Bosch; el de Jacarilla, del barón de Petrés; el de Rocamora, del conde de Villa-Manuel, y el de Algorfa, del marqués de igual título; pero estas propiedades sólo en parte son llevadas por sus dueños y lo demás está repartido entre un número mayor o menor de renteros (1904: 161; citado en Gil Olcina, 1983).

Detengámonos un momento en las dos áreas situadas a cada lado de Catral y fijémonos cómo su agricultura y su cultura están conectadas.

La (agri)cultura de Orihuela

Aunque no fuera tan extrema como Formentera –o Cox, por ejemplo, donde la propiedad de la familia Ruíz-Dávalos se remontaba a 1458– Catral no quedó al margen del tipo de distribución de la propiedad de la tierra descrito en el apartado anterior. Cuando se preguntó a Paquita, la vieja viuda de un jornalero, si en el pasado la propiedad estaba muy concentrada en Catral, respondió:

Sí, en manos de seis. Entre los más ricos estaban los Lara, que eran tres hijos; ellos vivían aquí. Otros como el duque de Tamames nunca vivieron aquí, y tampoco su familia. Él tenía apoderados en Orihuela, que fueron los que más tarde vendieron las tierras. Muchos arrendatarios compraron las tierras. Hubo otras grandes fincas (además de las del duque y la familia Lara) como los Frailes, que fue arrendada por los Úbeda. Más tarde la dejaron y, en 1913, lo recuerdo bien, llegaron los Oriolanos, que se hicieron cargo de la finca (Notas de campo de GS 1979).2

Como deja claro la descripción de Paquita, los sedimentos en el presente no se limitan a los recuerdos de las personas, pues ella ofrece un sentido claro de la manera como las viejas relaciones sociales se modifican y se transcriben en el presente. Necesitamos retroceder por un momento a esas relaciones.

A principios del siglo XIX (1829), el 28,6% de la tierra de Catral estaba en manos de ocho familias nobles (especialmente el marqués de Dos Aguas y los condes de Santa Clara y Villapunt) y el 8% era propiedad de las órdenes religiosas (especialmente las monjas de San Juan y el Convento de la Merced). Pero el 42,8% estaba en manos de propietarios sin título nobiliario que vivían en el mismo pueblo. Casi la mitad de ellos tenía propiedades de más de 100 tahúllas, lo que los hacía agricultores comerciales viables por derecho propio.3 Solo el 19,6% era poseída por campesinos locales y el 38,8% de ellos tenía menos de 5 tahúllas (Archivos Municipales de Catral).4 Como se necesitaba un mínimo de 8 tahúllas para la subsistencia de una casa familiar (Millán, 1984), estos campesinos se veían obligados, de una manera u otra, a vender su mano de obra o trabajo a actividades no agrícolas.

Cien años más tarde, no habían cambiado mucho las cosas. En 1829 había catorce terratenientes con propiedades de más de 300 tahúllas, que controlaban el 54,6% de la tierra cultivable. Hacia 1935 la mayoría de los aristócratas se había ido, aunque el 60% de la superficie agrícola de Catral estaba aún en manos de solo diecisiete terratenientes, con más de 300 tahúllas cada uno (cinco de ellos con más de 600 tahúllas), y el 30,2% de campesinos propietarios tenía en total 185 tahúllas en propiedades menores de 5 tahúllas. En cualquier caso, cuando llegó la República la polarización había crecido. La cantidad de jornaleros de la zona, alrededor del 68,5% en el censo de Floridablanca de 1787, se incrementó durante el siglo XIX (70% en el censo de 1857) y llegó al máximo en los años treinta del siglo XX (Archivos Municipales, Registros de Impuestos).

Evidentemente, las desamortizaciones que siguieron al desmantelamiento del Antiguo Régimen no habían hecho mucho por transformar las relaciones de dependencia inherentes a este tipo de distribución de la tierra. Como resultado, el antiliberalismo impregnó el área durante el siglo XIX con el crecimiento rápido del carlismo,5 la respuesta política de la gente del campo a la inestabilidad y las múltiples dependencias en las que los arrendatarios estaban atrapados –desde terratenientes presionando por las rentas, a acreedores presionando por el interés y el pago del capital avanzado y corredores (agentes comerciales de la tierra y los productos agrícolas y especuladores) que cargaban grandes porcentajes por sus servicios (Millán, 1984)–. Hay que apuntar que estas expresiones políticas tuvieron lugar en el contexto de crisis a menudo producidas por factores económicos externos. Cuando productos comerciales tradicionales como la seda entraban en crisis, los arrendatarios se veían atrapados entre la necesidad de capitalizar su agricultura (mediante el incremento o el mantenimiento del riego y el uso creciente de guano) o invertir en cultivos comerciales nuevos y la imposibilidad de hacerlo a causa de las diferentes maneras por las que sus beneficios eran extraidos en forma de rentas, créditos y márgenes comerciales.

Los precios de las mercancías internacionales activaban crisis con efectos dominó, pero es significativo que la respuesta en estos tipos de relaciones agrícolas de producción era incrementar los lazos de dependencia de la inmensa mayoría de las personas. Aunque ocasionalmente desalojaron a los arrendatarios que no pagaban cuando la situación se hacía desastrosa, más a menudo los terratenientes se veían atrapados por la necesidad de mantener su tierra en producción, especialmente cuando las políticas agrícolas liberales tomaron como criterio fundamental de su reforma agraria si las propiedades estaban en cultivo productivo o abandonadas. Muchos señores aristócratas o eclesiásticos, a pesar de estar muy interesados en obtener el mejor provecho económico de sus tierras, se vieron forzados a aceptar la deuda creciente de sus rentas por parte de arrendatarios incapaces de pagar, incluso en especies. Entre tanto, entre los pobres la práctica generalizada de microsubarriendos y trabajo a jornal (véase más abajo) incrementó la situación de dependencia en el sentido de una subsistencia cada vez más frágil y desposeída.

Sin embargo, no todos sufrieron esos efectos. Los prestamistas (con frecuencia arrendatarios ricos que habían acumulado dinero en efectivo) y los agentes comerciales de la tierra (corredores) fueron capaces de evitar estos tipos de lazos de dependencia. El único interés de los corredores era el incremento del volumen de transacciones, lo que, de hecho, pudo beneficiar a los arrendatarios que tenían una posición mejor. Una vez habían concedido el crédito a los terratenientes contra el aval de sus tierras, ejerciendo después sus reclamaciones, esos agentes a menudo llevaron a la antigua clase rentista a traspasar una parte de sus propiedades a los arrendatarios. Así pues, la desamortización y la legislación liberal en general fueron provechosas para ambos grupos. Generalmente, los arrendatarios ricos y los corredores fueron los que se beneficiaron de la revolución liberal del siglo XIX y sus familias se convirtieron en los nuevos grandes terratenientes con la llegada del siglo XX.

Esa polarización de la propiedad y los complejos acuerdos de trabajo y arrendamiento que corrían paralelos a ella –tanto causa como consecuencia de un mundo incierto y arriesgado– produjeron un tipo de escisión personal y social. Por una parte, las personas buscaron activar para su mejor provecho los lazos de dependencia derivados del patronazgo; por otra, intentaron hacer transformaciones para beneficiarse de los diferentes recursos y oportunidades de la pluriactividad en el área.

La (agri)cultura de Dolores

Aunque cercano a Catral, Dolores no forma parte del sistema de riego de la Vega Baja. Con todo, los habitantes de Catral a menudo se refieren a Dolores como un lugar donde los agricultores han estado más comprometidos con su trabajo, menos condicionados por el yugo de la tradición. Una gran parte del agua de Dolores proviene del sobrante (excedente) de Catral, pero eso no es lo que explica el carácter particular de la posesión de la tierra, la estructura social y las prácticas de subsistencia de esas personas.

El 9 de abril de 1715 don Luis Belluga y Moncada, cardenal de Cartagena, pidió a la ciudad de Orihuela unos 44 kilómetros cuadrados al norte del río Segura – aproximadamente los actuales términos de San Fulgencio, San Felipe Neri y Dolores–. Se trataba de un marjal denso donde no se podía entrar para medirlo cuidadosamente, y el cardenal planeó drenarlo. Después de 1720, cuando Guardamar le cedió 13.000 tahúllas adicionales de marjal y empezó el drenaje, su zona alcanzaba un total de más de 38.000 tahúllas (aproximadamente 4.500 hectáreas) y pretendía que sus rentas se emplearan en la construcción de un orfanato y un hospital. Los marjales fueron drenados en un lago interior salado, la laguna del Hondo,6 y en 1734 se firmó un acuerdo con los jueces cequieros (árbitros de riego) de Callosa y Catral por el que concedía parte de sus aguas sobrantes a Dolores (Archivo del Sindicato de Riegos de San Felipe Neri). Los primeros colonos llegaron en 1730, la mayoría (1.227) de Murcia, pero unos pocos de Catral (176) y Almoradí (171). Cuatro años después, se fundó oficialmente el pueblo de Dolores, pero la gente descubrió rápidamente cuán insana era la zona; los documentos hablan de «graves enfermedades», «epidemias pestilenciales» e «infección de los aires»; así que hacia 1740 las rentas enfitéuticas se cambiaron de un cuarto a un sexto de la cosecha, para evitar que se marcharan (León Closa, 1962).

En consecuencia, a diferencia de Catral, Dolores fue un área sin grandes terratenientes y con un nivel muy bajo de polarización social. Con un poco de agua de riego por lo menos, las actividades no agrícolas de Catral fueron el resultado de las desigualdades en la distribución de la tierra, mientras que en Dolores lo que animó la pluriactividad de los pequeños propietarios fueron las condiciones áridas e inciertas (para circunstancias similares en el valle del Vinalopó, véase Bernabé Maestre, 1976). En siguientes capítulos observaremos que estas distinciones –entre Orihuela al sur y Dolores al norte– hicieron de estos pueblos un símbolo y un santuario de los dos extremos de la clase social.

UN MUNDO VARIADO E INCIERTO

El transporte y el intercambio comercial proporcionaron una experiencia temprana del movimiento geográfico en la zona durante el siglo XIX, y todos estos factores se combinaron para hacer surgir la comercialización de la agricultura antes que en otras áreas de España y de manera bastante generalizada en toda la zona hacia la mitad del siglo, a pesar de la escasez de agua de riego y los suelos generalmente pobres. A su vez, la combinación de la agricultura comercial y la artesanía hizo posible una densidad de población mayor que en otras partes de la España rural, lo que, por un efecto dominó, originó la necesidad de comprar y vender más mercancías en los mercados locales.

A un lado de Catral, la manufactura de soga y velas en Callosa se remonta al menos a principios de la década de 1700. Al otro lado, en Elche, el censo de Floridablanca de 1797 registra 900 trabajadores bajo la supervisión de cincuenta y cuatro empresarios que trabajan en textiles y producen diferentes tejidos, así como cintas y faldas de algodón. Aunque parece que en este estadio temprano la producción de alpargatas era todavía una actividad reducida emprendida por unos pocos artesanos para el mercado local, hacia mitad de siglo la racionalización del cultivo de cáñamo para la producción de suelas de alpargatas empujó el sector a otra escala y al más amplio mercado nacional. La apertura del Canal de Suez en 1869 proporcionó yute barato de la India (pero también facilitó la llegada de seda más barata de Asia, que, junto con la epidemia de pebrina, puso fin a la producción de seda valenciana). En 1875 llegó la primera máquina de coser al pueblo; durante los siguientes veinte años Singer vendió 5.713 máquinas en la zona, que impulsaron un incipiente trabajo de aparado. «Esta fue la especialidad de las mujeres que hasta entonces habían trenzado suelas. Como generaba más beneficios que sus cosechas, entre los agricultores de la huerta y de los pueblos cercanos creció ese tipo de trabajo» (Monbeig, 1930: 603). Este mismo autor proseguía:

En este momento se puede decir que toda la población de Elche se dedica a la producción de alpargatas. En la entrada de las casas, los hombres hacen suelas sentados en un banco adosado a una mesa inclinada. De dentro de las casas sale el ruido de las máquinas de coser. Por las calles, los niños llevan sobre las cabezas cestas llenas de zapatos y alpargatas, el trabajo de toda la familia, que transportan a la fábrica para su acabado. Es evidente que se trata de una industria esencialmente a domicilio: el hombre hace la suela y cose la pieza de tela que la mujer ha punteado y bordado. Pero este trabajo se combina con una moderna organización industrial: aunque existan unos cuantos pequeños talleres que trabajan para ellos mismos y venden en la zona, la mayoría de los trabajadores depende de grandes empresas que les distribuyen las tareas; al mediodía y durante la tarde, las mujeres y los niños devuelven a las fábricas los trabajos de las familias (Monbeig, 1930: 604).

El mismo observador comentó que, aunque era imposible proporcionar un dato exacto, dada la naturaleza de la industria, conocía una fábrica que repartía trabajo a quinientas mujeres. Cuando exploramos la economía regional casi cien años después, vemos que este observador podría haber pronunciado las mismas palabras describiendo la misma imposibilidad de obtener números válidos, la misma gran cantidad de mujeres que trabajan desde casa, la misma pluriactividad dentro de los hogares.

La producción de alpargatas surgió primero para satisfacer las demandas locales, más tarde el mercado nacional y a finales de siglo Latinoamérica, el norte de África y las pocas colonias que le quedaban a España. Pero fue la guerra en Europa lo que proporcionó el empuje mayor para el paso de la producción de alpargatas a la producción de zapatos en la región. A principios del siglo XX, la zona estaba en competencia salvaje con los productores de zapatos de Barcelona, pero hacia los años treinta ya se había establecido, sobre todo porque la combinación del trabajo en zapatos y el trabajo agrícola hizo posible unos costes de producción bajos.7 Hacer alpargatas proporcionó una gran parte de la experiencia necesaria para lo que iba a ser la industria zapatera de hoy en día, pero debemos destacar también los cambios que implicó el giro, ya que la producción de zapatos originó demandas de materias primas diferentes, maquinaria diferente y en última instancia necesidades de capital diferentes, así como un proceso de producción cambiante.

Lo que vemos en esta situación es la profundidad histórica de los medios de subsistencia no agrícolas. Entretanto, en el sector agrícola se había producido una cierta comercialización por lo menos desde mediados del siglo XVIII(muy por delante del interior de España y Andalucía) y hacia mediados del siglo XIX estaba muy generalizada en la zona. Esta situación tuvo varios efectos sociales. La proporción más elevada de tierra dedicada a cultivos comerciales hizo bajar la posibilidad de autoconsumo por medio de parcelas de subsistencia y, por tanto, originó la mercantilización y los negocios que esta implicaba: demanda de tejidos, jabón, aguardiente, equipamiento agrícola y talleres de reparación. A su vez, esto provocó la aparición de personas que proporcionaban servicios tales como dar información sobre el estado de los mercados y posibles nuevos equipamientos o variedades de semillas. El resultado fue que, junto a los centros más especializados como Callosa, Crevillente y Elche, muchas pedanías se convirtieron en centros mixtos de manufactura y pequeño comercio.

Durante un breve periodo, cuando la crisis de la filoxera golpeó los viñedos franceses a finales de la década de 1870, esta agricultura comercial entró en una suerte de frenesí mientras la uva alicantina, (aparentemente) no afectada, resistía la plaga y, con la ayuda de un acuerdo comercial con Francia en 1882, prometía cantidades ingentes de riqueza. Podemos captar claramente el sentido de esta especie de fiebre del oro a partir del testimonio de Julio de Vargas, que, en su Viaje por España: Alicante y Murcia del año 1895, comentó «los pasados diez años» en los términos siguientes:

Ocurrió, por ejemplo, que un agricultor que poseía mil cepas, que producían igual número de cántaras8 y que, por la repentina elevación de los precios, las vendía por término medio en 15.000 reales, aspiraba a ensanchar su propiedad para dedicarla al cultivo de una producción de tan segura y pingüe salida; y si tenía almendros, los derribaba, y si poseía olivos, los convertía en leña, con el afán de plantar vides, que le reportaban mayor beneficio en menor tiempo y a costa quizás de menos cuidados (1895: 25).

Es verdad que la fiebre del vino generó mucha más especulación salvaje con la tierra que plantación real de vid, y cierto que, a causa del patrón particular de posesión de la tierra en la Vega Baja, la fiebre de la vid no afectó a la gente corriente del mismo modo uniforme que Vargas describe para zonas donde los viejos latifundios habían sido reemplazados. Pero el hecho es que, cuando la burbuja estalló –como lo hizo cuando Francia, después de haber descubierto cepas americanas seguras para sus viñas, rompió su acuerdo comercial–, fue como un ataque cardíaco para el área, un ataque que llevó al colapso a más largo plazo cuando el hongo de la filoxera hizo su ruta hasta Alicante. De 1900 a 1901 las exportaciones de vino de Alicante disminuyeron a la mitad (Martínez et al., 1978: 39). Resulta irónico que, como la pluriactividad había hecho posible que una población inusualmente densa sobreviviera en el campo, la crisis económica en el cambio de siglo golpeara de manera tan dura y estimulara la migración. En Catral y sus alrededores las personas que conocían el cuidado de la vid empezaron una práctica migratoria, primero al norte de África y después a Francia, que solo acabaría en la década de 1950.9 Una mujer mayor, cuyo padre pasó muchos años en Orán, recordaba:

Iban una vez en invierno y una vez en verano. En invierno era para la poda de la vid. Iban unos pocos, diez, quizás doce. Era trabajo para aquellos que sabían cómo hacerlo. Iban más en verano, en junio y julio, si antes habían conseguido trabajo allí. Solo dos o tres meses, aunque algunos de los que habían ido para la poda se quedaban para la siega [sic] y estaban allí durante ocho o nueve meses (GS, 1978).

Por consiguiente, nuestra zona de estudio se sitúa en una serie de umbrales diferentes, entre una área de grandes terratenientes y otra de pequeños agricultores propietarios, entre tierra árida y regadíos y entre unas áreas fuertemente dedicadas a las manufacturas y otras casi enteramente agrícolas. El resultado es la heterogeneidad, en las relaciones y en las prácticas sociales, en las instituciones sociales y en el carácter de la persona social. Las relaciones de vínculo y dependencia de la agricultura dominada por el terrateniente forman como una red de dependencias establecidas firmemente en el lugar, lo que contrasta con el mundo inestable y fluido de las diferentes fuentes de sustento no agrícolas.