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UN PUEBLO EN EL UMBRAL DE LA SEGUNDA REPÚBLICA (1931)

Hasta aquí nos hemos movido adelante y atrás a través de la historia. Antes de posicionarnos, mostraremos una imagen más detallada de cómo era la sociedad de la zona cuando llegó la República. La mejor manera de hacerlo es limitarnos a los datos que nos proporciona un único término municipal de la Vega Baja. Nuestro propósito es ofrecer una idea razonablemente completa de cómo era un pueblo a principios de los años treinta como trasfondo para entender el periodo contemporáneo.

Hacerlo no es una tarea fácil. Hemos considerado necesario evitar dos errores: el primero consiste en entender agricultura como sinónimo de rural, de manera que la propiedad de la tierra y las relaciones de trabajo agrícola gobiernen completamente la imagen que obtenemos de la sociedad rural; el segundo es confundirse debido al sesgo de los datos del censo según el cual los individuos y las familias parecen tener una única ocupación.

En los años veinte, Catral era una población de unos 3.000 habitantes. ¿Era un «pueblo de campesinos» o una comunidad bipolar de terratenientes y jornaleros? ¿Era una vibrante pequeña ciudad comercial o un perezoso remanso bucólico? Para responder a estas preguntas intentaremos dar una idea de lo que hacía la población activa durante ese periodo. Reservaremos para más adelante una discusión más extensa de las relaciones sociales de producción en diferentes ocupaciones y una discusión más en profundidad del sistema de clases.

Ya hemos apuntado que Catral era diferente de las áreas más secas que lo delimitaban a medida que uno se alejaba de la costa por el hecho de que tenía una clase terrateniente establecida. Con todo, era diferente del área más cercana a Orihuela y al cauce del Segura porque la elite de propietarios no era aquí tan dominante; también era diferente de aquellas áreas en el hecho de que una parte considerable de su término y sus alrededores estaba formada por saladares, tierras no irrigadas, normalmente pobres que apenas podían aprovecharse ni como dehesas.

Hacia los años veinte, la mayoría de los propietarios nobles se habían marchado, y habían dejado un pequeño grupo de terratenientes dominantes. El grado de concentración queda difuminado, en primer lugar, por el hecho de que las listas de propiedad registran esposas, hijos, hijas, etc., como propietarios diferentes y, en segundo lugar, porque la elite era un grupo que contraía matrimonio entre sí en gran medida. Por ejemplo, el terrateniente más importante en 1923 era Rafael Lara Moreno, de veintisiete años, que poseía 948 tahúllas de tierra en el propio Catral (111,8 hectáreas), todas de regadío, y otras 860 tahúllas de secano en San Miguel de Salinas, colindantes con el municipio.10 Sin embargo, tenemos motivos para creer que Rafael controlaba más tierra que la registrada directamente a su propio nombre, usando el de su mujer y el de otros miembros de su familia. Nos podemos hacer una idea de la concentración de la clase terrateniente por hecho de que, aparte de Rafael, otros nueve grandes propietarios se llamaban Lara, de los cuales cinco se llamaban Lara Lara (lo que indicaba que las dos líneas eran Lara), y otros ocho llevaban el segundo apellido de Rafael, Moreno.

Incluso dejando aparte negocios comerciales como las fábricas de conservas, las relaciones sociales asociadas a la propiedad de la tierra y al trabajo agrícola eran múltiples y complejas. Los grandes terratenientes con más de 35 hectáreas tenían muchas maneras de administrar su tierra. Algunos, como José Mariano Lara Fernández, que poseía 624 tahúllas, tenían unos pocos grandes arrendatarios, tres en su caso, mientras que otros tenían varios pequeños arrendatarios. Juana Aguilar Lara, por ejemplo, tenía 469 tahúllas y catorce arrendatarios, uno de los cuales trabajaba directamente 260 tahúllas, mientras que ella misma llevaba directamente 100 y el resto se distribuía entre pequeños arrendatarios (con 5-10 tahúllas). Otros, como Rafael Lara Moreno, llevaban directamente la mayoría de sus tierras. Los propietarios con menos tierra, pero aun así grandes agricultores (con 50-300 tahúllas), seguían los mismos tres patrones básicos: distribuían sus tierras entre unos pocos grandes arrendatarios, lo hacían entre arrendatarios menores, más numerosos, o las gestionaban en su mayor parte directamente.

Había dos combinaciones bastante comunes. En una, una gran parte de la tierra era llevada directamente, mientras que una pequeña parte era distribuida entre varios pequeños arrendatarios, quienes, en consecuencia, se veían atados a unas relaciones de gran dependencia; en la otra, una o dos propiedades considerables eran distribuidas entre grandes arrendatarios y estos después redistribuían parte de la tierra en pequeñas parcelas a otras personas dependientes de ellos. No obstante, parece claro que las estrategias de los terratenientes y de los grandes arrendatarios variaban. Algunos trabajaban la tierra directamente y hacían uso del jornal como forma principal de conseguir trabajo; otros usaban un sistema más complejo de articulación de dependencias y cadenas de explotación.

Así pues, cada finca ostentaba su propio sistema particular de combinación de relaciones y, como la tierra cambiaba de manos y los vínculos laborales estaban sujetos a condiciones económicas, legales y sociales diferentes, estas relaciones sufrieron giros y cambios de dirección. Como consecuencia, se llegó a usar un conjunto de términos extremadamente complicados y superpuestos que adquirieron una importancia social y cultural que superaba los límites reducidos del proceso del trabajo agrícola.

Aunque se hace referencia a los grandes terratenientes como dueños, este término se usaba a menudo también para los grandes arrendatarios, que usualmente eran llamados labradores, un término también usado en un sentido más amplio para referirse a cualquier agricultor que podía vivir solo de la tierra. Pero muchos de los grandes arrendatarios actuaban como propietarios y, por tanto, eran llamados dueños por los trabajadores que trabajaban para ellos. Pese a que no se destaca en los documentos, nuestros informantes más viejos dejan claro que estos grandes arrendatarios reproducían con los trabajadores las relaciones de producción halladas en las grandes fincas de los terratenientes, y eran percibidos como los propietarios efectivos de la tierra. De hecho, la mayoría de ellos acumuló capital eventualmente y compró cantidades de tierra considerables después de la Guerra Civil.

A aquellos con propiedades mucho más pequeñas (20-50 tahúllas), también se les llamaba labradores. A partir de los viejos contratos de arrendamiento, podemos ver hasta qué punto estas personas se veían atrapadas en redes de dependencia. Algunos arrendatarios y otros que eran propietarios de pequeñas parcelas intentaban romper el monopolio de cualquier tipo de vínculo único tomando tierra de varios terratenientes. Eso explica que el 26% de la gente a la que el registro de 1936 se refiere como colonos (arrendatarios) tuviera tierra de más de un terrateniente. Pero hacia el final de la guerra esta cifra había disminuido considerablemente, lo que expresaba su mayor dependencia.

Un contrato típico del periodo –habitualmente por un solo año, ocasionalmente hasta cuatro– hacía responsable al arrendatario de todos los costes excepto del impuesto de propiedad. Además, el arrendatario aceptaba dejar en depósito toda la cosecha al terrateniente hasta que hubiera sido pagada la renta anual completa en el día del santoral estipulado. Un contrato de 1901 dice: «[el colono] responde del pago del rento con las cosechas que depositará en manos del dueño, el cual podrá venderlas si dos meses después de la fecha del pago éste no se hubiere efectuado» (Archivo de Sebastián Sierras).

Treinta años más tarde se encuentran unas condiciones muy similares. A su vez, esos contratos no son muy diferentes de los que los historiadores de la zona describen para los siglos precedentes. Son a corto plazo; tratan de prevenir el impago o incluso las deudas a corto plazo con medios que incapacitarían al arrendatario, y cargan sobre este todas las aportaciones de capital. Normalmente, también tratan de mantener el control sobre qué cultivo se planta y cómo será comercializado. Además, las rentas parecen ser bastante altas. El contrato citado antes por un total de 23 tahúllas era de 750 pesetas anuales durante solo cinco años, cuando el salario medio diario de un jornalero de la provincia era de 1,84 pesetas (hombre), 1,01 pesetas (mujer) (Rodríguez Labandeira, 1991).

En consecuencia, sería engañoso considerar a estos pequeños labradores como agricultores independientes, incluso aunque este fuera un contexto con un potencial de mercado razonablemente bueno para los cultivos locales. Tanto si se trataba de pequeños propietarios con arrendamientos parciales complementarios como si eran arrendatarios a tiempo completo, se dibuja una situación en la que ellos solo tienen el control nominal de la tierra que arriendan y de la organización de la producción y la comercialización. En realidad, son dependientes del terrateniente o de alguna otra fuente local para obtener capital, y son igualmente dependientes del terrateniente o algún corredor (intermediario) para el procesamiento y la comercialización de las cosechas. Esta situación provoca un endeudamiento permanente y se expresa formalmente mediante la hipoteca sobre la producción total de la cosecha al terrateniente. De hecho, estos contratos de arrendamiento son muy parecidos a los acuerdos de aparcería, aunque son peores: todos los costes son asumidos por el arrendatario, tiene la cosecha entera hipotecada o vendida anticipadamente a un corredor a cambio de efectivo, para pagar la renta, conseguir capital de producción o enfrentarse a una crisis de subsistencia.

 

Como cabría esperar, estas condiciones draconianas pasaban de los pequeños labradores a las personas que trabajaban para ellos. El 70% de la población activa del censo de 1930 se describía como jornaleros, y a esta cifra se tiene que sumar el 41% de los arrendatarios que tenían menos de una hectárea. Es difícil obtener cifras exactas de los datos del censo (porque se asume que cada adulto tiene solo una profesión), pero había registradas 621 personas como jornaleras en la agricultura y otras 42 en la construcción. Además de los muchos trabajos en los que podríamos esperar que participaran estas personas (que discutiremos más adelante), debemos tener la misma precaución que ya hemos tenido con respecto a los labradores.

Jornalero, en este contexto, habría designado a una persona que depende del trabajo eventual. Normalmente, se le pagaría el jornal (salario diario establecido) por hacerlo. Los informantes que intentaban transmitirnos el grado de dureza a menudo recurrían a decir: «En aquellos días el jornal era de X pesetas». Sin embargo, algunos jornaleros habrían encontrado un trabajo de forma más regular que otros. Una manera de hacerlo era entrando en una relación aniaga (anual) con alguien que poseía o gestionaba una explotación (los diferentes tipos de relaciones de propiedad y de trabajo se tratan con gran detalle en los capítulos 3 y 4).

Nos hemos mantenido dentro de la órbita de la agricultura por su gran peso en la totalidad del mundo social; pese a todo, encontramos un conjunto complejo de términos que se solapan –dueño se solapa a veces con labrador, por ejemplo–. La complejidad se hace más densa cuando ampliamos nuestro foco de atención al escenario rural más extenso. A excepción de los ricos, la mayoría de esta población rural se ocupaba en diferentes negocios y los grupos domésticos se presentaban a menudo más como conjuntos de varias actividades. Además, cualquier hombre de unos cincuenta años había tenido la experiencia de tareas tales como la carpintería, el trabajo del cuero y la manufactura de soga, trabajos que requerían, respectivamente, un amplio conjunto de destrezas, y para las mujeres estaba el cosido de bordes de alpargatas, el tejido de alfombras y para unas pocas incluso el cultivo de la seda.

No obstante, a pesar del sesgo del censo, al permitir solo una ocupación por cada hogar, todavía encontramos muchas personas que se autoidentifican en un conjunto notablemente extenso de profesiones para un pueblo de apenas poco más de 3.000 habitantes. Cuarenta y dos se llaman a sí mismos espadadores y rastrilladores que trabajaban en el cáñamo. Fabricantes de arneses, herreros y carpinteros estaban muy solicitados, para el mantenimiento no solo de los animales de labranza, sino también de la maquinaria agrícola y los carros. Además de los jornaleros, que probablemente realizaban esta tarea de manera ocasional, había once herradores a tiempo completo, una profesión que incluía todo tipo de trabajos sobre yunque y trabajos de metal para los componentes y las piezas de los carros, arados y cosechadoras, así como la elaboración y reparación de palas, guadañas y hachas. Había más de treinta y cinco personas ocupadas a tiempo completo como carreros (carreteros) y muchas más no registradas que trabajaban como tales en algún momento del año, de manera que en un momento dado había por lo menos cien personas implicadas en alguna forma de transporte. Igualmente, aunque solo veintiséis personas se autodenominaban albañiles, muchas más solían encontrar trabajo en la construcción.

Un censador de 1920 podía hallar una o dos fábricas de conservas, un taller de manufactura de cuchillos con quince trabajadores más o menos y por lo menos tres negocios que elaboraban productos de bambú y rafia. Si uno se molestaba en contar, podía haber cinco calderos (caldereros) y hojalateros haciendo cubos, embudos y cañerías; cinco carpinteros a tiempo completo con sus propios locales; diez barberos; nueve tiendas de ultramarinos, tres de las cuales también vendían pan hecho en los mismos locales. Había también cuatro horneros, que como el nombre indica no eran solo panaderos, sino que también ofrecían sus hornos para que las familias cocieran su propio pan o cocinaran otras cosas. Catral todavía tiene una calle diminuta cerca de la iglesia llamada «Calle de los Carniceros», aunque, en realidad, la mayoría de la gente sólo comía carne en ocasiones especiales. A causa del clima caluroso, la carne se tenía que convertir rápidamente en longanizas y por razones de salud el ayuntamiento insistía en que los que mataban y curaban la carne como actividad complementaria –los tabladeros, como se les llamaba– fueran a aquella zona para ese propósito. Había cinco verduleros, un boticario y tiendas que vendían tela (no había ninguna gran tienda de ropa). Este era un pueblo pequeño aunque con bastante variedad de actividades comerciales, pero no se registra ningún bar ni restaurante; no obstante, sin duda había lugares donde la gente se juntaba para beber y pensiones donde se podía comer.

Si uno caminara por las calles de Catral un día de los años veinte, los hombres que no estuvieran en el campo u ocupados en los comercios que hemos mencionado participarían en el arduo trabajo de procesar el cáñamo, mientras que las mujeres, jóvenes y viejas, se juntarían para hacer varios tipos de trabajo a domicilio, sentadas en bancos que se entreveían en los patios o fuera en la calle y en grupo, buscando compañía. La mayor parte de su trabajo implicaba acabar las alpargatas para Elche o empaquetar elementos para su envío a Callosa del Segura, Santa Pola o Crevillente.

Todos estos elementos estaban de alguna manera relacionados con la producción y el procesamiento del cáñamo porque, después de la crisis de las viñas y de un largo periodo de estancamiento, durante el que muchos migraron, el área dedicada al cáñamo creció gradualmente. Es importante destacar que tanto la seda y la vid como el algodón –todo ello cultivado en el área en algún momento dado– implicaban una mayor o menor cantidad de procesamiento no agrícola antes de ser comercializados, y especialmente el cáñamo. Una vez cosechado, el cáñamo se deja remojar en una balsa de agua hasta que se descompone o se pudre. Entonces se seca y se pasa por una especie de guillotina (gramaera) para separar la fibra del resto (gramisas). Este trabajo era realizado normalmente por los propios agricultores y jornaleros.

Las siguientes fases del proceso eran realizadas por un espadador (de los que había dieciocho) y dos rastrilladores. El trabajo del espadador era batir los haces de cáñamo, que se colgaban sobre un soporte, con un largo palo de madera de bordes afilados para deshacerse del material no fibroso que quedaba. El producto resultante se pasaba entonces a los rastrilladores, cuyo trabajo era peinar las fibras con un rastrillo de hierro, un trabajo insalubre porque se inhalaban fibras.

En consecuencia, el cultivo y el procesamiento del cáñamo y la manufactura de productos de cáñamo para el mercado de fuera de la zona contribuyeron a la formación de una economía regional mixta agraria-industrial. Lo mismo se podría decir del vino producido anteriormente y de la seda antes de este. Sea por lo que fuere, encontramos cultivos comercializados cuyo valor añadido dependía en gran medida tanto del trabajo no agrícola posterior a la cosecha como de la demanda de consumo más allá de la región. Este era el escenario cuando España entró en el periodo de la República y la guerra civil posterior, del que nos ocupamos en el capítulo siguiente.

ALGUNAS CONCLUSIONES PRELIMINARES SOBRE LAS HISTORIAS

La idea que ofrece esta narrativa histórica es que no hay un único argumento que señale la ruta que tenemos que seguir en el viaje. Los caminos no están bien delimitados, las zarzas se nos enganchan a la ropa una y otra vez, justo cuando pensamos que hemos dejado una zona del bosque para adentrarnos en otra. Parece que no haya senderos y cuando surgen nos llevan a distancias muy cortas, para ser engullidos acto seguido por la maleza. La heterogeneidad de las experiencias históricas parece operar en contra de una única historia común. Así pues, concluiremos este capítulo con un intento de investigar algunas de las relaciones que se dan entre los elementos que integran esta heterogeneidad, mediante una exploración tentativa de cómo su interacción reconstituye recíprocamente cada uno de los componentes que intervienen.

En primer lugar, está la cuestión de la naturaleza especial del desarrollo industrial de la zona. Los historiadores de la economía valenciana tienden a considerar la última parte del siglo XIX como el periodo en el que se formó la base industrial en el País Valenciano (Aracil y Bonafé, 1978; Bernabé Maestre, 1975; Lluch, 1976). Las pequeñas empresas capitalistas estaban siendo reemplazadas en los sectores clave, de manera lenta y desigual, por manufacturas. Pese a todo, aunque eso implicaba un patrón menos aleatorio de organización industrial, quedaban ciertas características que distinguían esta industrialización del modelo de Manchester. El aprendizaje (la obtención del conocimiento en el lugar de trabajo, no a través de un tipo de institución técnica formal; para el caso de Bolonia, véase Capecchi, 1988) implicaba la adquisición por medios prácticos de toda la gama potencial de habilidades necesarias para la producción de un producto más que la especialización de habilidades. A pesar de ello, la mayoría de productos –alpargatas, escobas, muebles de bambú, zapatos, redes, alfombras y juguetes– eran susceptibles de fragmentación del proceso de producción y convirtieron el trabajo externo en una operación relativamente simple que no interrumpía el proceso global. Además, en muchos sectores el trabajo era de temporada. Por ejemplo, mientras la elaboración de alpargatas se transformaba en manufactura de zapatos, había un periodo de paro de cuatro meses (de diciembre a marzo) y después crecía la demanda, justo cuando llegaba la temporada baja (de marzo a junio) para la agricultura de la Vega Baja.

Este ritmo industrial iba de la mano de los hogares pluriactivos que tenían un pie en la agricultura y el otro en una ocupación no agrícola o a menudo en unas cuantas. No obstante, estos no eran los trabajos rurales generalizados asociados con frecuencia a una explotación campesina, en la que la actividad no agrícola podía reflejar la ausencia de mercados cercanos. Los campesinos hacen cosas por sí mismos –cuecen su propio pan, arreglan sus cubos y construyen sus casas– porque no hay panaderos, hojalateros o albañiles que ofrezcan estos servicios. Dicho de otra forma, los campesinos realizan labores no agrícolas para producir valores de uso, no valores de cambio. Evidentemente, ese no es en absoluto el caso de las personas de las que estamos hablando. La pluriactividad es búsqueda de ingresos (búsqueda de valores de cambio), a menudo hasta tal punto que se sacrifica el autoabastecimiento de la casa familiar, pasándose los trabajos domésticos no retribuidos a los miembros más viejos o más jóvenes de la familia, «económicamente inactivos» (un concepto claramente equivocado). La pluiriactividad familiar presupone el uso extensivo de todos los recursos disponibles, tales como la fuerza de trabajo, incluyendo la incorporación de los miembros de la familia normalmente inactivos.

Cabe puntualizar que la búsqueda de ingresos, aunque marcada por la diferencia de género, no lo era en el sentido de estar restringida a los hombres, sino con respecto a los trabajos asumidos. Además, es importante reconocer la extensión de la pluriactividad, sus múltiples manifestaciones. Lo hemos observado como fenómeno del grupo doméstico (Bernabé Maestre et al., 1984, hablan específicamente de pluriactividad familiar), pero era también un fenómeno individual, y en ese caso también de maneras diferentes. Una persona se podía emplear en dos o tres ocupaciones en un año determinado. Podía ser de temporada y obviamente lo fue a menudo. Pero podía ser también circunstancial. Un primo encuentra trabajo en Elche, por lo que cada día viaja –un informante contó que se levantaba a las cinco de la madrugada e iba andando de Catral a Elche para trabajar, una distancia de catorce kilómetros– y, mientras está allí, oye hablar de un trabajo de tres semanas. La oportunidad económica puede coincidir con el ciclo familiar: ese trabajo de tres semanas podría presentarse cuando el hombre joven tiene la edad adecuada o cuando sus padres han tomado una decisión estratégica particular, para darle la oportunidad de escoger una opción a más largo plazo (Hareven, 1982).

 

También tenemos que reconocer que es probable que a lo largo de su vida una persona pase por varios empleos. Cada vez puede tratarse de trabajos únicos, que en cualquier momento se registran estadísticamente como tales. Este último punto lleva a prestar atención a un tema que observamos claramente en el Catral de los años veinte. Incluso donde se documenta en uno u otro registro rural una amplia variedad de ocupaciones en regiones de industrialización dispersa como esta, la pluriactividad de los hogares y los individuos conlleva la subrepresentación de tal variedad. En ese sentido, descubrimos que los viajeros, ya en el siglo XIX, se apresuraban a destacar la propensión de las mujeres a registrar sus ocupaciones como «sus labores» como una prueba de lo contrario. Y un informante entrevistado en 1978 explicó la pérdida de su brazo derecho como consecuencia de un accidente industrial, pero estaba tan acostumbrado a las clasificaciones de los de fuera que insistía en que había sido toda su vida agricultor.11

Una tercera conclusión se relaciona con los bloqueos y la irregularidad. Términos como pluriactividad doméstica (que implica que los miembros de la familia intercambian experiencias de trabajo diversas), redes familiares, industrialización dispersa e incluso aprendizaje pueden tener el efecto de sobredimensionar hasta qué grado el conocimiento estaba distribuido en economías regionales como esta. Así que es importante destacar la magnitud de la irregularidad en el desarrollo regional que hemos observado y la desarticulación entre los sectores –de nuevo, esto es importante cuando tratamos de interpretar también el presente–. Por lo tanto, a pesar de esta visión fugaz de los tipos de transformaciones hacia relaciones de trabajo capitalistas que tuvieron que haberse dado en Elche mientras crecía la producción de zapatos quince veces entre 1896 y 1920 (Moreno Saez, 1987), se asumió la agricultura comercial a la vez que se mantuvieron los viejos principios de las relaciones de propiedad y trabajo, y esta actividad solo se expandió cuando se reforzó como un tipo de versión local del segundo feudalismo de la Europa oriental.

También queremos destacar el papel vital de las tendencias internacionales y sería erróneo llamarlas estrictamente económicas, a no ser que llamemos simplemente económicas a la Primera Guerra Mundial o a la atracción parisina por los materiales para esterillas de paja coloridos. Mientras la región se hacía más comercial, los factores internacionales no redujeron la volatilidad de la vida en el suroeste de Alicante tanto como cambiaron los coeficientes de volatilidad. Una razón para esa vulnerabilidad era el fracaso en la formación de una elite de poder regional. En Valencia habían ocurrido muchas cosas durante el siglo XIX que acabaron con la aristocracia agrícola de un modo que no sucedió en el interior de España, pero eso tuvo lugar mucho más lentamente en el Bajo Segura e, incluso cuando una nueva clase de terratenientes, como la familia Lara, surgieron de los restos de los viejos terratenientes nobles, estaban lejos de ser burgueses capitalistas aventureros y visionarios. No obstante, como clase, a principios del siglo XX, entre sus intereses se incluía buscar para sus productos un mercado internacional sin restricciones. Sin embargo, lo que necesitaban los propietarios textiles de Alcoy, los neófitos industriales de zapatos de Elche o las empresas de alfombras en transformación de Crevillente era protección arancelaria (inicialmente, la buscaron incluso contra Cataluña).

Lo que estamos describiendo es una expresión de clase de la desarticulación mencionada antes. Una restricción más para la formación de un bloque así fue la naturaleza efímera de los empresarios de Crevillente y Elche. Refiriéndose a principios del siglo XIX, García Bonafé argumenta que una característica particular de los capitalistas valencianos era su propensión a mantener un volumen de actividad relativamente pequeño en vez de buscar la expansión (Aracil y Bonafé, 1978), lo que se asemeja mucho a lo que dicen Bernabé Maestre et al. (1984: 25) con respecto al siglo siguiente: «No existe una historia de acumulación paralela a la formación de este [pequeño] capital. Las grandes empresas acaban cerrando. La historia de las empresas es bastante cíclica: crecen hasta que alcanzan un tope, seguido de un periodo en el que se mantienen en ese nivel y después, en un periodo de crisis general, acaban decayendo y cerrando».

Si eso es así, puede decirse que muchos empresarios eran siempre empresarios principiantes. Refugiados de una agricultura comercial volátil, artesanos independientes recientes, molineros ambiciosos, carreteros y corredores, todos se unieron en un punto u otro a manufactureros más expertos para proporcionar pequeñas cantidades de capital al sector industrial. Desde luego, llegaron con su cultura particular (o con la falta de ella).12 Son personajes cruciales del paisaje social de la Vega Baja, del Catral de los años veinte, y como veremos más adelante de finales del siglo XX. Todos estos factores se combinaron, pues, para reducir las posibilidades de una acción colectiva que protegiera la economía regional. A su vez, esto fracturó la continuidad de cualquier discurso político público alimentado por un bloque de poder regional, un factor de cuyas implicaciones culturales nos ocupamos en el capítulo 7.

Y finalmente, como desarrollamos el papel del movimiento y la restricción en este tipo de economía, acabaremos con un comentario sobre lo que nos dicen las pruebas históricas de este capítulo acerca de la movilidad. Destacaremos no tanto el hecho de que exista una fuerza de trabajo móvil y ágil, un comercio heterogéneo y un sector capitalista menor como la naturaleza particular de este movimiento. Tal como hemos puntualizado respecto a otras características de nuestra zona de estudio, ahora cabe también destacar el hecho de que ser «móvil» no era de ninguna manera algo compartido por toda la población trabajadora. Puede haber habido personas para las que el movimiento –la emigración al norte de África o Francia, la cosecha de trigo temporera en La Mancha o desplazarse a diario a Crevillente para trabajar– era una posibilidad especulativa que simplemente nunca se dio, pero había otros –más adelante nos ocupamos de ellos con detenimiento– para quienes este tipo de panorama cultural era impensable. Y su impensabilidad era por entero función de la política de España, de Valencia y de la Vega Baja.

Y, por lo tanto, en relación con aquellos que se movieron o que por lo menos pasaron mucho tiempo discutiendo y haciendo planes para emigrar, vale la pena apuntar hasta qué punto se trataba de decisiones familiares del grupo doméstico. Una y otra vez volvemos a este rasgo peculiar del grupo doméstico como una suerte de empresa para buscar ingresos (que no es lo mismo que el grupo doméstico como unidad de ganancia de salario o el trabajador asalariado como «trabajador empresarial»).

Basta señalar la diferencia entre, por ejemplo, la ola migratoria de jornaleros andaluces (Gregory, 1971) y esta migración a corto plazo y específica del grupo doméstico: una pareja se va de Catral a Elche durante seis años y deja su pequeña porción de tierra (arrendada, propia o en aparcería) en manos de un pariente de más edad para que el hombre pueda trabajar en una fábrica de zapatos mientras la mujer consigue el necesario trabajo a domicilio –una situación que cambia cuando el hombre vuelve a Catral y se desplaza diariamente, y la mujer dirige un pequeño taller de vecinos subcontratado a una fábrica de Crevillente.

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