Kitabı oku: «Quien esté libre de culpa», sayfa 2

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Fuera, lejos, por encima y por detrás de ellos, imaginaban que la gente era un borrón que corría en direcciones equívocas mientras se extendía el humo; podían incluso visualizar cómo saltaban todos los cristales bajo la presión del fuego. Distinguían el volumen de la estatua de la entrada y escuchaban cómo empezaba a resquebrajarse; sus espejos se nublaban y después se dividían en mil centellas y estallaban. Escondidos con bultos en los brazos al pie de las escaleras mecánicas, ya sin coches que pasaban, ellos continuaban avanzando: se abrían paso hasta la salida más lejana y, como si hubieran sido los causantes de la catástrofe o los agentes que restablecerían el orden, aguardaban a que cesara el miedo, a que se apagaran las últimas voces y los últimos pasos, a que el naranja estuviera disuelto y por fin sólo pudiera verse la noche clara tras el blanco nevado de los laboratorios. Y les quedaba, entonces sí, un recuerdo muy lejano que no habían podido sacar de sus cabezas en todos aquellos años: un lamento acunándolos y, tras un largo gemido, el alarido súbito de criaturas que soñaban en su niebla, quizá, con el desgarro.

Los hijos

Pese a ser portadora de fuego, Beatriz jamás guiaría a nadie a ningún otro lugar que no fuera el caos. Era, sospechaba, depositaria de un fuego distinto, que siendo sólo pequeña brasa ya la consumía sin iluminar el exterior. De niña atravesaba los pasillos de su casa sintiéndose una llama que se retorcía sin proporcionar calor ni luz y que tampoco se extendía más allá de sí misma pese a que en su arrebato a veces corría por las amplias habitaciones como si quisiera (y pudiera) quemarlas todas hasta la estructura simplemente tocando las cortinas. Era inexplicable: buscaba en las paredes un reflejo y tras de sí un rastro que le confirmara que su chispa había sido adquirida, no avivada caprichosamente sin motivo sino soplada desde lejos a voluntad, pero no encontraba nada, ninguna refracción, ningún rescoldo que demostrara su paso, y se sentía desconcertada. Desde que tenía conciencia de sí misma barruntaba una misma idea sin expresión, una inquietud que todavía no era ni siquiera pensamiento, y de tanto arrastrarla, frotarla y hacerla girar por los corredores de su interior se encendió y del barrunto brotó un fuego, ligero y pálido como un fulgor tendido que temblara, tan decepcionante que no era capaz ni de guiar a su propia dueña por las galerías del laberinto. Era, quizá, demasiado exigente, si la frustración le dejaba margen para ello, aunque le resultaba especialmente difícil prender ninguna antorcha externa cuando el fuego no salía de ella y la asfixiaba. El humo le nublaba la mirada y para ver dentro había adquirido la costumbre de lanzarla hacia fuera constantemente, como un lazo que primero se agita en el aire haciendo círculos antes de apretarlo en torno a su captura. Su obsesión por la verdad, objetiva y desnuda, doliente, luminosa, la inclinaba inevitablemente a la tensión y al desafío. Beatriz vivía en los extremos del mundo y a la vez se encontraba en perpetua guerra con ellos, por lo que no es extraño que se rindiera pronto y desesperadamente igual que otros sucumben al amor o al éxito. En su caso era ella misma su motivo de capitulación, su propia inseguridad y la ceguera en la que parecía estar condenada a moverse. Su exigua confianza se limitaba a desentrañar los focos activos de un incendio que, lo sabía, jamás apagaría, aunque tampoco fuera ése su objetivo principal, sino simplemente hundir las manos en las llamas y extraer la espita, la pequeña chispa, la colilla encendida o la roca de lava que lo había podido provocar, y contemplarla, por fin, entre orgullosa y extasiada, reprimiendo el grito con los brazos abrasados.

Mientras llegaba ese día, a la vez creía odiarse a sí misma por una afrenta que sentía recibida pero jamás le había sido revelada, y odiaba el sucederse de noches y mañanas incapaz de responderla, pero no era tanto soberbia ni desprecio, porque para despreciar algo primero tiene que interesarte, y no era ni siquiera desacuerdo; era un vivir hacia dentro, hacia lo que la quemaba y la empujaba en torno al desvelo. Contemplaba el mundo con distancia inflexible desde el negro abismo de su cólera y deseaba prenderle fuego antes con la intención de ver algo que con el fin de destruirlo. Nada útil se le descubría, las ascuas que portaba no servían para nada. Las cosas seguían siendo inescrutables. Y, para su desesperación, nunca cesaba el incendio que sentía encerrado dentro, aunque a veces se relajara frente a él igual que el insomne por fin se adormece exhausto bajo las ramas profundas del alba.

En el colegio, Beatriz decidía tu suerte. Puede que no tuvieras muchas opciones desde el principio y éstas fueran menguando con el paso del tiempo hasta llegar a los años determinantes de la adolescencia, pero de cualquier modo ella las repartía todas, indulto o desgracia, y la mejor que podías recibir era su indiferencia. De pequeña rompía los dibujos de los otros niños sólo para ver sus reacciones, después le fue invadiendo un placer cada vez mayor al saberlos desposeídos e impotentes. La miraban incrédulos y con sus enormes lágrimas redondas empezando a asomar, sintiéndose perdidos, y ella buscaba provocar una y otra vez el mismo llanto para compararse a ellos en ese preciso trance. En el fondo buscaba una reacción agresiva que la enfrentara, la replicara o la situara frente a sí misma; por eso, quizás, iniciaba las ofensas, para que la miraran y ella pudiera mirar a su vez y ver algo, confirmar sus conjeturas o saber la verdad, hallar una certeza que sentía lejos de sí misma y de su propia casa pese a sospecharla sin ponerle palabras todavía, girando dentro de ella como una rueda de pinchos.

Con su hermana era especialmente cruel. Se obcecaba en permanecer sola como si se autoimpusiera un castigo pero los juegos en compañía de su hermana sólo la divertían si suponían angustia para la pequeña. Entonces insistía en continuarlos. Escondía sus juguetes y la martirizaba diciéndole que se habían perdido, le contaba mentiras para inquietarla, le hacía creer que la abandonaba en la calle y se quedaba observándola muy quieta desde una esquina hasta que la pequeña rompía a gritar y quien estuviera al cuidado de ambas en ese momento acudía corriendo a consolarla. Beatriz era la primogénita (su hermana vino al mundo de manera inesperada cuando ella tenía cinco años), y su madre la exigía que actuara como tal, encomendándole sencillas atenciones hacia la pequeña que pudieran reforzar su vínculo con ella. Le pedía, por ejemplo, que la acompañara a través del largo pasillo a oscuras hasta encontrar el interruptor de la luz y sentirse a salvo tras posar el primer pie sobre el entarimado de su habitación. Un tramo del pasillo se doblaba en codo y Beatriz aprovechaba la alfombra del suelo para amortiguar el sonido de sus pasos. Soltaba la mano de su hermana y fingía haberse evaporado, dejándola sola en la oscuridad, tan quieta y en silencio que incluso era capaz de adaptar sus ojos a las sombras para verla, girándose de repente con la expresión de miedo ya en el rostro y la boca contraída en el preludio del sollozo. Mientras Beatriz aprendía a sortear cualquier tanteo como si fuera una voluta de humo que se ondula y se divide cuando los dedos se aproximan a ella, la niña extendía sus brazos hacia donde se supone que debía estar su hermana, pero sin atreverse a moverse del sitio en el que permanecía clavada, y después iniciaba su serie de llamadas en un ascenso desde la tímida súplica hasta el grito alarmado. Ni siquiera entonces respondía, dejaba que la oscuridad continuara tragándosela, y ella arropada en la penumbra hasta que de súbito la luz le hacía daño en los ojos y escuchaba los pasos apresurados de su madre desde el salón. Cuando llegaba a su altura la apartaba a un lado y cogía a la pequeña en brazos, que ya lloraba a hipidos. Beatriz sabía en todo momento lo que iba a suceder pero aun así seguía repitiendo el mismo juego, expectante por observar el desarrollo hasta el final, y sólo experimentaba un pequeño desajuste mental en el momento en que su madre la miraba con reproche y la reprendía por comportarse así: qué había esperado de ella; ésta era su única manera de ejercer de guía.

Su madre la observaba a menudo largo rato. Era incapaz de mirarla sin una expresión de desconcierto en los ojos. Pequeña y menuda, su larga melena lisa conservó un color rubio insólito a una edad en la que en cualquier otra cabeza ya habría empezado a oscurecerse. Su cara guardó siempre cierta redondez infantil pero eso era todo cuanto quedaba en ella, si alguna vez fue depósito de inocencia, puesto que la seriedad era su expresión más habitual y llegaba a incomodar a los adultos esa perpetua fijeza de su mirada, en la que intuían no sin cierto asombro la chocante determinación de perforar cualquier objeto, estuviese hecho de hierro, de carne o de niebla. Muy pocas veces se la escuchaba reír, aunque ya de adulta adoptara una sonrisa inmóvil incluso en las situaciones más desafortunadas, con la que parecía querer agradar a sus interlocutores para afianzar en ellos argumentos persuasivos pero que podía resultar tan inapropiada como siniestra. Era como ver a un inquisidor sonriendo mientras aplicaba la tortura. Sin embargo, de niña no solía sonreír así, fue un hábito adquirido más adelante, casi como si se hubiera visto obligada a vestirlo después de que las circunstancias se lo arrojaran a la cara.

Beatriz demostraba una actitud que iba más allá de la pura astucia o la cautela, y que podía interpretarse como malicia. Voluntaria o inconsciente, estaba en ella, y la aplicaba si tenía ocasión de hacerlo. Incluso sin tratarla de modo cercano se entreveía en cómo hablaba, en cómo observaba y cómo actuaba en consecuencia, buscando siempre la perdición de un tercero, de alguien más débil o sencillamente de cualquiera que se le cruzara y a costa de quien se propusiera entretenerse unas horas. Entendía bromas que a su edad no podía haber escuchado más que en el grupo de chicos mayores y que las demás niñas no captaban, y oírla repetir sin inmutarse comentarios igual de obscenos o malintencionados provocaba una impresión chirriante en los labios de alguien de apariencia tan angelical. Quizá hacía todo esto para impresionar o ganarse el respeto de algunos de los chicos de los cursos superiores, aunque en el fondo no le fuera en absoluto necesario porque entre ellos funcionaban con la misma estructura anárquica de un dominio amoldado a cambiantes alianzas. Ninguno era líder, ella menos que nadie y tampoco lo buscaba, simplemente se aceptaban, forjaban así la pertenencia a un grupo y se jaleaban en sus actos con silenciosa aprobación; entre ellos siempre uno —tal vez era el más guapo, el más formal en las reuniones familiares, el más responsable en los estudios— que resultaba el más peligroso porque era el que jamás actuaba y con esa afirmación formulaba siempre su disculpa. Era cierto; él no había hecho nada. Igual de calladito que en las clases, se limitaba a ver el mal y consentirlo. Y quienes lo sufrían no tardaban en comprender que aquí los adultos no podían interferir ni iban a suponer ayuda o solución. Frente a Beatriz y su grupo, estaban solos.

Beatriz no tenía amigas cercanas, su rutina era la de andar siempre en el grupo de los chicos sin reclamar nada ni exigir privilegio alguno, aunque parecía que en realidad tampoco necesitara compañía de ningún género y se moviera únicamente por la fuerza del hábito, resultándole fastidioso cambiar de costumbres o de compañeros. Nadie habría sabido asegurarlo. Quizá los chicos la aceptaran por un inconfesable sentimiento de atracción física hacia ella pero esto también resultaba difícil de aclarar puesto que Beatriz provocaba, de una manera vaga pero inequívoca, antes rechazo que simpatía. Tenía la belleza insípida y uniforme de las niñas bien, pero toda ella, pese a su aparente luz, era una presencia lúgubre. Desde lo alto de una pirámide de piedras apiladas con sus propias manos se ocupaba de señalar su distracción y mantener el orden que ella misma había delimitado; quizá sólo utilizaba a los chicos mayores, con sus flequillos abundantes, sus cazadoras de marca y sus pulseras de hilo sobre brazos siempre bronceados, para aprovecharse de ellos atribuyéndoles la función de un séquito jamás reconocido. Pero su favor proporcionaba ciertas ventajas indiscutibles, mayor número de situaciones de entretenimiento y observación. Como aquella vez que iba montada atrás en la moto eléctrica de uno de ellos y pasaron junto a Víctor intimidándole. Entonces se le ocurrió inclinarse hacia delante y decirle al chico que sujetaba el manillar que había escuchado a Víctor insultándoles, y luego todos se dieron la vuelta para detenerse junto a él, al que desde su posición vio clavado sin moverse ni siquiera cuando empezaron a empujarle, aguardando, igual que ella, la llegada del primer golpe sin intervenir en ningún momento.

A Víctor lo que más le aterrorizaba en el mundo era preocupar a sus padres, que éstos sufrieran por él. Quizá debido a su enfermedad, desde niño tuvo la sensación fúnebre de que su familia estaba vigilada por alguna tragedia al acecho, una sombra que se abatiría sobre ellos tarde o temprano. Era una intuición que le arañaba al mirarlos. Con su nacimiento parecía haber activado una cuenta atrás: cada año, cada día de su vida, no sólo sería uno menos en la vida de sus padres, sino uno más que aumentaba las posibilidades de que tuviera lugar la desgracia. Y eso les volvería locos de dolor. Los mataría. Sentía su propia existencia como un peso, una obligación de perdurar lo más posible, y su corazón el péndulo que iba tachando el tiempo sufrido y restante. Como si vivieran sometidos al terror de un cronómetro y a la presión de aguantar un día más pero sabiendo que salir indemnes por la noche sólo significaba que entonces la tragedia se encontraba un poco más cerca. En qué momento saltaría. No le importaba pensar cuántos años tendría él cuando el último de sus dos padres muriera, sino hasta cuándo aguantaría su propio corazón, a qué edad se le detendría por fin, cuántos años les quedarían a ellos para seguir adelante. Víctor había tenido conciencia de esa mortalidad a una edad demasiado temprana y temía por dejarlos solos antes de tiempo. Su recuerdo más recurrente era el de una lejanísima mañana perteneciente a su primera infancia en la que estuvo perdido unos minutos mientras acompañaba a sus padres a hacer unas compras. No podía acordarse del lugar exacto, pero sí era capaz de reproducir en su interior con total precisión el segundo en que se soltó de la mano que le sujetaba y al querer darse la vuelta para cogerla de nuevo ya no pudo encontrarla, y la duda y el desconcierto que vinieron después. Por encima de su cabeza sólo veía abrigos, contra él se apretaban paseantes apresurados, sus padres parecían haber desaparecido por completo, y él no se explicaba qué había pasado pero le ascendió desde el estómago una ola de desolación que le cubrió la nariz, la boca y los ojos. Fueron minutos, pero el tiempo se dilató hasta envolver toda su vida hasta ese momento e incluso su futuro: no volvería a ver sus padres, ya no tenía a nadie, se había quedado completamente solo en el mundo inmenso. El momento en que vio a uno de ellos atravesar la multitud con gesto impaciente y correr hacia él se asimiló en su mente con una gran brecha de luz que se abría en un espacio oscuro. Cuando se agachó a su altura pudo distinguir la profunda consternación que le desencajaba el rostro. No sólo se había perdido él; también parecía que sus padres acababan de regresar de lo más profundo de un océano. La sensación de haber sido recuperado se superpuso desde aquel día al pánico por perderse de nuevo y que ya no pudieran encontrarle, pero era una alarma que mantenía en secreto para que ellos no volvieran a inquietarse.

La noche en que sufrió su primer ataque, quien lo había gestado durante nueve meses cinco años atrás se revolvía en su jaula con otro bebé despierto en sus entrañas y los enormes brazos acunando el aire. Los laboratorios se eximieron de responsabilidad y culparon a la donante anónima del óvulo. Esas dolencias eran imprevisibles, podían surgir con el tiempo o no manifestarse jamás. Los padres de Víctor, los dos hombres que vieron en el Proyecto Origen la oportunidad para cumplir su sueño, no desconfiaron de la palabra de los científicos ni de la capacidad de la gorila gestante y supusieron que su hijo saldría adelante. Ninguna otra posibilidad habría sido tenida en cuenta, era sencillamente impensable. Sobreprotegido, tranquilo y reservado como era, el pequeño crecería fuerte y no iba a ver interrumpido el largo trayecto vital que habían concebido para él por una malformación cardíaca detectada a tiempo y sometida a tratamiento. Su brillo no sería fugaz sino perpetuo; nada iba a demoler sus esperanzas ni la promesa que suponía para su pequeña familia la vida del hijo largamente deseado, amado, victorioso. A eso precisamente le veían destinado: a imponerse y conquistar.

Del primer ataque conservaba aún menos recuerdos más allá de un largo latigazo eléctrico cuyo chasquido final impactó contra su pecho. En una bruma se vio a sí mismo llevándose la mano al corazón mientras se quedaba sin aliento, quiso tragar aire abriendo mucho la boca como en el instante previo a una zambullida y después todo a su alrededor se difuminó en contornos blancos. De nuevo las caras angustiadas de sus padres asomaron de entre las tinieblas cuando volvió a despertar, y con palabras sencillas le explicaron que él era un niño especial con un corazón de espejo, que al reflejar cuanto pasaba por él podía llegar a saturarse, de manera que había que mantenerlo a salvo de grandes esfuerzos para evitar que se rayara o se rompiera. Un corazón de brillante resplandor rojo que debían mantener cubierto bajo un lienzo para proteger su fragilidad. Comprender y superar una gravedad semejante llevaron a Víctor a no darle importancia a nada más, ni siquiera al acoso ni al aislamiento que una vez le pintó a la psicóloga del colegio en forma de círculos concéntricos separados de otros círculos más pequeños dentro de uno de los cuales se dibujó él mismo. Con el silencio mantenía intacta su dignidad y el paño sobre el corazón perfectamente colocado en su sitio.

La actitud de Beatriz pareció radicalizarse a partir del día de la visita a las instalaciones. Una conmoción violenta la agitaba desde entonces, semejante a una impaciencia que se reforzaba con cada movimiento, y su conducta se convirtió en hábito aceptado por los demás. Era fácil revestir de desprecio y burla sus palabras, más fácil aún lanzarlas contra quienes en el fondo no deseaban más que entrar en su círculo de efímero reconocimiento o sencillamente desaparecer para siempre de su campo de visión. La lucha por no caer ella misma en el juego y a la vez intentar ser puesta a prueba era constante y la agotaba. Pero sólo por eso se sentía capaz de tanto, para delimitar el círculo y permanecer al mismo tiempo dentro y fuera, para verse a sí misma formando parte de él y a la vez necesitar de situaciones en que otros fueran los marcados. Y no dejaba de resultar difícil, porque si se relajaba, una antigua inquietud volvía y sólo conseguía amortiguarla mediante la insistencia en la crueldad. Nadie cuestionaba su rol, lo veían tan rutinario como los horarios de clase o la pausa para comer, pero sólo ella sabía que si se presentaba ante los demás como todopoderosa era únicamente porque no quería reconocer su incompetencia en resolver aquello que de verdad la obsesionaba.

Sus dardos eran especialmente virulentos contra los niños mono, a los que demostraba un desprecio rayano al odio. De hacerles el vacío y humillarlos con mensajes ofensivos avanzó varios pasos más en su inclemencia, hasta tirarles cáscaras de plátano y de frutos secos o pintarles sus pupitres con insultos. La situación era asumida con normalidad y nadie tenía intención de revertirla. Iniciar cualquier defensa se consideraba una insensatez. Responder podía ocasionar las represalias, mucho más duras, de los chicos mayores que la acompañaban, de modo que lo mejor era tratar de pasar desapercibido para que Beatriz no se fijara en ti ni conociera tus orígenes. Mantener la vista baja y no llamar su atención, aunque a menudo esto tampoco era necesario. La misma pasividad se extendía entre todos con la laxitud de una estación pausada, era un lento temporal que se aceptaba como inevitable pese a que nadie lo consideraba pasajero. Sólo quedaba cobijar la cabeza y esconder la mirada hacia dentro, como hacía Víctor. Mientras tanto, los pensamientos de Beatriz hollaban la nieve por otro camino: quizá era cierto, quizá se estaban cumpliendo en ella los temores que siempre había advertido en la mirada de su madre. Tomaba aliento y continuaba su avance, esperando el encuentro que debía producirse sin duda por detrás de esa niebla que ocultaba el final de todos los caminos y que había de traerla, por fin, la explicación o el enfrentamiento.

Las motos pasaron junto a él, muy cerca, como ráfagas de viento que hacen temblar las hojas. No emitían sonido alguno, y eso era lo más peligroso, porque su ausencia de ruido canalizaba la furia de los conductores hacia otra parte. Levantaron papeles de la acera que durante unos segundos se quedaron danzando en espirales. Víctor se detuvo cuando los vio detenerse también; eran campos de fuerza que incluso inmóviles perpetuaban su cualidad de vórtice, de turbinas que parecían olfatear a su alrededor buscando nueva materia para devorar mientras se expandían. Le cortaron el paso desde la calzada, cerrándose en torno a él como un cepo. Dos de los chicos bajaron de las motos y se aproximaron.

—¿Qué has dicho, puto mono?

Víctor se encoge, aprieta los puños alrededor de las correas de su mochila. No pretende responder porque sabe que será completamente inútil asegurarles que no ha abierto la boca en ningún momento. Ya le están viendo ahí clavado, completamente inerte y silencioso, y no sirve para nada lo que ellos mismos captan, el miedo que le recorre todo el cuerpo. Ahora son tres chicos más altos que él, justo delante. Al final del corredor que proyectan sus ojos ve una figura blanca observándole muy quieta desde el bordillo de la acera. Beatriz se ha quedado apoyada en la moto, con el cuerpo ligeramente girado hacia atrás, y le da de lleno la luz de una farola de la calle. La oscuridad parece abrirse a sus costados como un río dividiéndose en dos al atravesar una roca.

Le han debido de repetir la pregunta, pero no les ha escuchado. El miedo es otro cepo que aprieta sus dientes eléctricos; lo siente en las piernas y a lo largo de la columna vertebral, pero incluso entonces, incluso siendo consciente del límite irreversible en el que se encuentra, una fracción de su mente se ilumina con un foco repentino, una luz como la que ha visto inflamando la rubia cabeza en la lejanía: la posibilidad de que se marchen sin hacerle nada si permanece inmóvil, no los mira y no pronuncia una palabra. Aguanta incluso la respiración en un acto reflejo, temiendo que eso sea lo que pueda provocarlos.

Cuando vio venir el primer golpe sólo tuvo tiempo de cruzar los brazos en torno al pecho, en un único intento de mantener a salvo el cristal que sentía a punto de estallar y desgarrarle la carne desde dentro. El puño le alcanzó en la mandíbula y la fuerza le impulsó hacia atrás, hasta hacerle chocar contra una pared. «Sucio niño mono», escuchó. No lo vio porque había cerrado los ojos, pero sintió el segundo puñetazo más fuerte por debajo de las costillas, y le dobló hacia delante. Acabó rápido, sin embargo. Les oyó alejarse mientras estaba esperando el tercero, asombrado de seguir respirando. Las motos habían desaparecido cuando se atrevió por fin a levantar la cabeza; la farola iluminaba ahora el vacío junto a la acera en su isla de luz. Toda la calle estaba en silencio; los papeles revoloteaban de nuevo sin ruido. Víctor se obligó a calmarse, se acarició el corazón a cada bocanada de aire, empezó a contar sus pulsaciones hasta normalizar el ritmo de su aliento. Sentía un ardor extendiéndose por su mejilla y le dolía el costado al respirar. Le resultaba difícil creer lo que sus padres le habían contado muchas veces, que cuando ellos eran jóvenes las agresiones y los insultos se producían por otros motivos completamente distintos, por tener una pareja de tu mismo sexo o por pertenecer a una familia formada por dos padres o dos madres, algo tan simple como eso, tan inverosímil como si le hubieran asegurado que en el pasado pegaban palizas a quien tuviera los ojos o el pelo de un color determinado. Le contaban a veces las anécdotas y situaciones que habían vivido en sus años de instituto y aunque la causa le resultaba incomprensible, Víctor era capaz de asimilar muy bien las escenas y su desenlace.

Desde muy pequeño le habían inculcado el orgullo de haber nacido como lo había hecho, fruto del amor y del deseo de sus padres, aunque él en el fondo intuía que no había razón para estarlo. Había niños gestados por gorilas que lo sabían desde el principio, otros a quienes sus padres o madres se lo contaban más adelante, cuando eran algo mayores, y había incluso familias que decidían ocultarlo para siempre, de cara al exterior y a sus propios hijos, quizá avergonzadas o temerosas del acoso que podrían sufrir en el colegio, donde otros chicos les llamaban gorilas, simios, piojosos o niños mono. Había gestados como él que nunca llegaban a saber que lo habían sido, y otros muchos que podían enterarse de casualidad. A él sus padres le habían mantenido informado siempre, ningún dato se le había ocultado, y no sólo eso, también compartían con él el entusiasmo por un procedimiento que estaba demostrando resultar tan eficaz y provechoso y que no paraba de hacer felices a tantas personas. Sencillamente, sus padres no entendían que alguien pudiera avergonzarse de cómo había venido al mundo, y no concebían que ellos hubieran de rendir cuentas por colaborar en el milagro de crear una nueva vida a la que querían más que a la suya propia. Levantar la cabeza, eso es lo que le repetían, si alguien le insultaba; levantar la cabeza y contestar con orgullo: mis padres me quieren, mis padres hicieron todo lo posible para que yo naciera. Soy exactamente igual que tú. No debo avergonzarme de estar vivo.

Contrarios a alquilar los vientres de las mujeres como se había hecho en el pasado durante un tiempo hasta que las leyes lo prohibieron, sus padres no veían dilema alguno en emplear a gorilas para el mismo propósito, si a los animales se les trataba bien, recibían todos los cuidados necesarios y además el Proyecto Origen había contribuido a protegerlos de la caza furtiva y de la extinción. No planteaba tantas dudas ni era éticamente tan reprobable como en el caso de las mujeres, seres humanos pensantes y dolientes a quienes apartar de sus recién nacidos les parecía una aberración por mucho que ellas mismas estuvieran de acuerdo sobre el papel y conocieran de antemano todas las consecuencias. A su juicio, el alcance de esas consecuencias no podía divisarse nunca en toda su amplitud. No era lícito separar a una madre de su bebé y tampoco era seguro; el trauma era un fantasma más que probable que podría sobrevolar cualquiera de ambas partes. Con las gorilas, según les habían asegurado, tal posibilidad quedaba anulada; y, lo más importante, los bebés no recibían ningún tipo de secuela. Los científicos habían conseguido mantener un receptáculo natural, ajeno a la frialdad de máquinas de gestación o incubadoras artificiales, que comunicara a través de carne y sangre reales el calor necesario al feto pero eliminando al mismo tiempo los factores de dependencia y el riesgo a desarrollar un vínculo. No habían renunciado a los canales luminosos de la vida, sólo los habían adaptado a nosotros. Era un método perfecto, benevolente y práctico. ¿Cómo alguien podría avergonzarse de haberlo escogido? Ninguno de los dos entendía el recelo de Víctor a aceptar sus orígenes, ese mutismo infranqueable en el que a menudo se envolvía y que, a falta de otro motivo, no podían evitar asociar con la adolescencia. La silenciosa oposición de su hijo los desconcertaba.

La cabeza alta. Palpándose las costillas, Víctor miró hacia delante, a la calle desierta. Cuando salía de clase, algunas veces veía a Beatriz sentada en los bloques de hormigón del patio, comiendo pipas, con las piernas balanceándose en el aire. A su alrededor, los chicos agitaban los brazos y gritaban sin moverse de sus posiciones. Le habían arrebatado la tabla de memoria a una chica y se la lanzaban entre ellos obligándola a correr de uno a otro extendiendo las manos para tratar de recuperarla. Desde donde estaba él parado le llegaban las voces y las risas. «¡Mira cómo salta la mona!». El plateado rectángulo volaba trazando arcos por debajo de la cara de Beatriz, que observaba sonriendo y le arrojaba las cáscaras a la chica, una sombra, un borrón a la vista de Víctor, moviéndose por el patio vacío con la desesperación de los vencidos. «¡Salta, gorila, que se te cae!». Bajó la vista antes de escuchar cómo la tabla de memoria se estrellaba contra el suelo con un leve chasquido; después hubo más risas pero él ya no veía más que sus pies avanzando rápidos en otra dirección mientras su cabeza seguía agachada y sus sentidos en alerta, una ondulación de agradecimiento levantándose suave y atravesándole como una náusea, los labios contraídos para contenerla y sus puños apretados en torno a las correas de la mochila.

La casa de Beatriz estaba llena de fotografías familiares. Los retratos ocupaban mesitas auxiliares de dormitorios y salones, repisas y baldas en salas de visitas, e incluso colgaban de las paredes en suntuosos marcos de madera o de plata que reflejaban la luz de las ventanas o los muebles en su oscuridad y, a veces, en los pequeños rectángulos de cristal, su propio rostro superpuesto a paisajes de color crema. Durante un tiempo se obsesionó con todas esas personas fijadas para siempre en sus poses ante la cámara, y las contemplaba largos minutos aunque jamás se interesó en preguntar quiénes eran ni cuál era su parentesco exacto con ellas. De pie junto a la cómoda del vestíbulo parecía dar la impresión de estar rindiéndoles algún tributo o duelo, o simplemente concentrándose para pronunciar «fuego» y esperar a que ardieran. Había fotos antiguas de colores apagados y otras en tonalidades vivas y radiantes, algunas caras envueltas por una niebla borrosa y la mayoría perfectamente enfocadas, pero todos esos retratos, impolutos en sus márgenes cada día repasados para mantenerlos libres del polvo, se relacionaban en la mente de Beatriz con cosas muertas, o por lo menos tan arcaicas que ya no tenían ninguna importancia para nadie. Eran, para ella, vidas olvidadas o directamente desconocidas, frente a las cuales no reconocía la existencia de ninguna deuda, desvinculadas de la suya desde antes de nacer o desconectadas de alguna lejana raíz compartida. La presencia de todas aquellas caras en su casa, bisabuelos maternos, tíos segundos o primos remotos, quedaba resumida en un conjunto de antiguas muertes que no le decían nada ni habían dejado nada en ella. Era práctica, según su lógica: se imponía en su interior el desarraigo de lo inmaterial, se desprendía de lo que ya no existía ni le había aportado nada que le resultara indispensable para llegar hasta ese momento. Estaba vacía de huellas e influencias y libre de eslabones. Lo quisiera o no, se sentía iniciadora de una nueva cadena carente de compromisos con el pasado cuyas pérdidas y consecuencias, en todo caso, debían extenderse hacia atrás, nunca hacia delante.

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