Kitabı oku: «Vivir peligrosamente»
VIVIR PELIGROSAMENTE
Título original: Viure perillosament
Primera edición: febrero de 2021
© del texto: Gemma Pasqual i Escrivà, 2019
© de la traducción: Carme Geronès, 2020
© de esta edición: Editorial Comanegra, 2020
Editorial Comanegra
Consell de Cent, 159
08015 Barcelona
www.comanegra.com
Corrección: Nuria Ochoa
Ilustración de cubierta: Irene Pérez
Maquetación: Eduard Vila
Producción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-18857-29-4
La traducción de esta obra ha recibido una ayuda del Institut Ramon Llull
Todos los derechos reservados a los titulares de los copyright.
GEMMA PASQUAL I ESCRIVÀ
VIVIR PELIGROSAMENTE
UNA MUJER DE SAL, DOCE
ESCRITORAS, UNA PINTORA Y UNA SEÑORA
SENTADA EN EL AUTOBÚS
TRADUCCIÓN DE CARME GERONÈS
ÍNDICE
Prólogo: La mujer de sal
Bunga bunga
Virginia Woolf y el grupo de Bloomsbury
La carta rasgada
Mercè Rodoreda y Andreu Nin
Mellada
Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre
Harta
Rosa Parks y Recy Taylor
El coleccionista
Anaïs Nin y Henry Miller
Mil francos suizos
Aurora Bertrana, Monsieur Choffat y el tío Ramon
El higuillo
Caterina Albert y el señor Emili Gandia
Chocho viejo
Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós
Despeinada
Frida Kahlo y Lev Trotski
La mujer pecadora
Isabel de Villena y Jaume Roig
Un montón de ladrillos para hacer un edificio
Maria Aurèlia Capmany, Salvador Espriu y el profesor de matemáticas
Una espía rusa
Carmen de Burgos y su hija
El corazón pútrido del poeta
Mary Shelley y Percy B. Shelley
Nada... una novela
Jane Austen y Cassandra
Sin ser aventurera, he vivido como hay que vivir: es decir, peligrosamente.
MERCÈ RODOREDA
PRÓLOGO: LA MUJER DE SAL
¡Una mirada! Y aterronados por un dolor mortal sus ojos ya no pueden, de repente, mirar.
MARIA-MERCÈ MARÇAL
Acechas ciega la ciudad condenada, te vuelves por curiosidad, al aguzar el oído y notar que os persiguen. Asombrada por el silencio, con la esperanza de que Dios haya cambiado de idea.
Había salido el Sol sobre la Tierra cuando llegabas a Zóar. No había nube alguna en el cielo. Levantabas el brazo izquierdo para secarte el sudor de la frente, cuando de pronto una chispa cegadora ha cubierto todo el cielo, seguida de un estruendo ensordecedor. Te has sentido envuelta por el trueno más fuerte que hubieras oído nunca. Era el sonido del universo en explosión. Dios había hecho llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Una espada luminosa segando la raíz más viva. De repente se oía un gran terremoto, acompañado de erupciones, relámpagos y llamas, y destruía las dos ciudades y la llanura entera, con todos sus habitantes y los animales y las plantas. En la huida, todo bicho viviente se arrastraba y pegaba saltos en una aglomeración que daba pánico. Dios es celoso y vengador, vengador y furibundo, implacable con sus enemigos. El estruendo del día de Dios es espeluznante: en él, incluso el guerrero pide auxilio. Ha sido un día de ira, de angustia, de calamidad y de miseria, un día de tinieblas y de oscuridad.
El hombre justo sigue al emisario de Dios, gigantesco y resplandeciente por la montaña negra. Y tú lo sigues a él, camináis en silencio. Miras las sandalias de Lot: al avanzar dibujan un surco en la arena. Detrás de él se extiende un hongo de polvo, humo y fuego acompañado de unas líneas verticales que parecen diseminarse infinitamente hacia el cielo. Al dejar el hatillo en el suelo te vuelves mientras te anudas la tira de cuero de la sandalia, para no tener que seguir viendo la nuca virtuosa de tu marido Lot. Por la súbita certidumbre de que, si mueres, él ni siquiera va a detenerse. Es por lo que te vuelves, por la desobediencia de los sumisos.
El ángel escribe un solo camino, en la montaña negra brilla un único trazo, el valle verdea en vano. Tus dos hijas han desaparecido tras la cima de la colina. Has notado el peso de la vejez, del alejamiento, de la vanidad de una vida errante, de la somnolencia. Y te vuelves por una sensación de soledad, por la vergüenza de huir a hurtadillas, por el deseo de gritar, de regresar.
No es demasiado tarde, todavía puedes mirar. Mirar las torres rojas de Sodoma donde naciste, la plaza donde cantabas, el patio donde hilabas. Los ventanales desiertos de la casa encumbrada donde habían nacido los hijos, fruto de un vínculo feliz. Te vuelves por la nostalgia de un lebrillo de plata, por la casa devastada, por el dolor de tu vida, por la soledad en pareja, por los labios falsos que te traicionaban, por la frialdad mortal en los ojos, porque el mundo es áspero y brutal.
Miras hacia atrás, ni una sola voz conoce tu nombre. Te vuelves por la ira y Dios no te salva. Ves un gran centelleo azul y una bola de fuego gigantesca, cinco veces mayor y diez veces más brillante que el Sol. Hacia allí avanza una poderosa llama, casi de color blanco, y oyes un gran estruendo. La Tierra tiembla. Es como si hubiera explotado el Sol. Ves muertos, muchos muertos, desfilando como un ejército de fantasmas quemados, con las caras deshechas y las orejas fundidas. No parecen humanos, se les cae la piel a cachos, como andrajos. Y notas un dolor punzante que se extiende por todo tu cuerpo, como si te echaran un cubo de agua hirviendo sobre la piel. Y corres, te arrastras, das vueltas, hasta que la negrura se desploma del cielo, y con ella un arenal caliente y una chubascada de aves muertas. Por falta de aliento, te vas haciendo un ovillo. Si alguien te hubiera visto, habría pensado que bailabas. Y de golpe te arrojan a las tinieblas, donde permanece tu cuerpo, ebrio de lluvia de agua negra y sol. ¡Una mirada! Y, compactados por un dolor mortal, tus ojos ya no pueden, de pronto, mirar; has emblanquecido de angustia, estás extenuada y sin memoria. Tu cuerpo se ha convertido de súbito en sal transparente y las piernas ligeras se enraízan en el suelo. Has dado la vida tan solo por una mirada. Y has gritado tu nombre: Edit, y nadie te ha oído nunca.
BUNGA BUNGA
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.
VIRGINA WOOLF
Virginia decidió que ella misma se cortaría el pelo.
¡Menuda fiesta! ¡Menuda aventura! Abrió de par en par el balcón del número 14 de la calle Fitzroy de Bloomsbury y salió al aire libre. En Londres hacía un día de febrero nublado y algo húmedo. Una calma tan silenciosa… Como el beso de una ola, fresco y penetrante, a sus veintiocho años, solemne, plantada junto a las puertas del balcón, una extraña sensación se apoderaba de ella, algo terrible pero muy divertido estaba a punto de suceder. Pensó en las palabras que tendría que pronunciar cuando no supiera de qué hablar. De sus labios salió: «Bunga bunga».
Se encendió un cigarrillo y su vista se fijó en la habitación a través del humo del tabaco. Le gustaba la mesita de mimbre, el cofre donde guardaba cartas atadas con cintas y ramitas de lavanda, la estufa, los tres crisantemos en el redondeado jarrón de cristal encima de la repisa de la chimenea, la tela que había pintado su hermana Vanessa, en la que podía admirar un barco en medio del oleaje, navegando, imponente, hacia un faro.
Se sentó ante el espejo del tocador, se pintó la cara de negro, se puso bigote y barba postizos, se ciñó un turbante al pelo y se colgó unas gruesas cadenas de oro del cuello del caftán verde, su color preferido. Al verse disfrazada de hombre pensó que al romperse el espejo la imagen desaparecía. Apartó tal pensamiento, guiñándose el ojo a sí misma, repitió las palabras mágicas: «Bunga, bunga», y aplastó el cigarrillo en un cenicero en forma de concha.
Su hermana Vanessa, que había ido a visitarla, sentada en el canto de la silla, apoyaba la frente en la palma de la mano e iba negando con la cabeza, contrariada. No le había hecho ninguna gracia aquel juego, le parecía peligroso. Su hermano Adrian se reía divertido. Con la ayuda de su amante, Duncan Grant, escogía un sombrero para disfrazarse.
—¡Adrian! —dijo Vanessa a su hermano—. ¡Pon cordura! —Hablaba con nerviosismo, con la cabeza para atrás en una extraña postura, mirándolo de arriba abajo.
Tenía el plan de fingir ser el sultán de Abisinia con su comitiva, para que la Royal Navy les mostrara su barco insignia, el HMS Dreadnought. El autor intelectual de aquella ocurrencia era Horace de Vere Cole, que había asumido el papel de acompañante del grupo en representación del Foreign Office. Cole era conocido ya por sus bromas, como la de imitar al primer ministro, a quien se parecía bastante. Adrian admiraba a Cole; como la mayoría de los de su condición, quedaba francamente fascinado por cualquier signo de excentricidad, especialmente en las personas de posición holgada.
Adrian iba a ser el intérprete. Al no haber encontrado un diccionario de abisinio, se inventaron una lengua mezcla de suahili con citas griegas y latinas de Homero y Virgilio. Duncan Grant llevaba una túnica como la de Virginia y sus amigos de estudio, Anthony Buxton y Guy Ridley. Se sentía incómodo y se quejaba, pues decía que le venía grande.
Vanessa tomó una fotografía de todo el grupo disfrazado reunido en el salón. Los sofás llenaban los miradores de las tres ventanas alargadas debidamente vestidas con discretas cortinas de satén. Un aparador de caoba bien surtido de brandis, wiskis y otros licores ocupaba un discreto espacio. Se marcharon rápidamente. Vanessa los despedía con la mano, de pie junto a la puerta, mientras veía alejarse el taxi que iba a llevarlos a la estación de Paddington. Inquieta, iba moviendo la cabeza a uno y otro lado hasta que, como una peonza agotada de tanto dar vueltas, calmó el gesto.
El tráfico era terriblemente denso. La comitiva llegó a la estación y la cruzó sin chistar, observados por centenares de ojos curiosos. Caminaron despacio cerca del andén hasta que se detuvieron. Virginia se quedó un momento contemplando los trenes. Tenía la sensación perpetua de encontrarse fuera, muy lejos. La imagen de Cole, que vestía con gran elegancia, sombrero de copa incluido, y hablaba confidencialmente con el jefe de estación, la apartó de sus pensamientos. Se presentó a sí mismo como Herbert Cholmondesly del Ministerio de Asuntos Exteriores y pidió un tren especial dispuesto a llevar a un grupo de príncipes abisinios a Weymouth.
Antecedidos por un telegrama enviado por un cómplice, que firmaba como Tudor Castle, en el acorazado todo se puso en marcha para dar la bienvenida al sultán con una ceremonia proporcional a su rango. En el último momento se dieron cuenta de que no disponían de las partituras musicales del himno de Abisinia. El vicealmirante lo resolvió sustituyéndolo por el himno de Zanzíbar; al fin y al cabo, era la colonia más cercana a Abisinia. En el barco, todos funcionaban como hormigas: sacaban brillo a los cañones, enceraban los pasillos y colocaron la alfombra roja y larga que se utilizaba para recibir a la realeza. En menos de dos horas todo estuvo a punto.
Esperaban a la comitiva abisinia en el puerto para transportarlos al barco de guerra. El navío era más pequeño y más feo de lo que habían imaginado. Cuando llegaron al acorazado, la Marina recibió a los príncipes con todos los honores propios de una visita de Estado, con pompa y solemnidad, por parte de la tripulación, a cargo del vicealmirante May y su segundo, el primo de Stephens, William Fisher; por fortuna no los reconoció.
Las notas del himno nacional de Zanzíbar inundaban las estancias del Dreadnought, las trompetas sonaban con metálico clamor. Solemnes y estoicos, Virginia y sus amigos se cruzaban miradas y escuchaban con devoción, desconocedores de que no era el de Abisinia. Lo agradecían en su lenguaje salpicado de latín y griego. Todo lo que decían resultaba, en sí mismo, falto de sentido. Un marinero dijo a otro que los príncipes africanos hablaban una lengua bárbara. La mayor parte del tiempo permanecieron en silencio, miraban, asentían con la cabeza y manifestaban de esta forma su aprobación.
—Bienvenidos. Dispararemos veinte salvas en honor del sultán —les dijo el almirante, que lucía sombrero de plumas, cuadrándose ante la comitiva.
—Bunga bunga —dijo Virginia con voz impostada, engolada, sujetándose el bigote. Seguidamente apretó los labios, levantó la barbilla y se tocó el cuello. Se le había acelerado el pulso.
—Lo siento, pero no podemos aceptarlo —dijo Adrian,e hizo una pausa, sonrió, echó la cabeza hacia atrás y prosiguió—: nuestra religión no lo permite.
Pasaron revista a las tropas. Virginia avanzaba, más que como un príncipe, como una reina; los observaba desde arriba. Adrian miraba al frente sin mover un músculo. Cole caminaba de una forma curiosamente irregular, lanzando el brazo hacia delante con gesto violento y con la cabeza para atrás con ademán abrupto. Provocó en sus compañeros más de una sonrisa burlona disimulada.
La brisa suave se transformó en viento y empezó a caer una fina lluvia. Virginia miraba inquieta las nubes negras que cubrían el cielo, todo su plan podía irse al traste si el agua les empapaba la cara y les descomponía el maquillaje negro. Adrian se fijó en que el bigote postizo de Duncan Grant empezaba a desprenderse.
—Bunga bunga —exclamó Virginia.
—Bunga bunga —dijeron sus amigos haciendo un bisbís.
Habría que entrar en el barco, el frío y la lluvia no son habituales en Abisinia y el sultán y su corte pueden ponerse enfermos —propuso el vicealmirante Adrian. Bordaba el papel de intérprete, se hacía pasar por un alemán llamado Herr Kauffmann.
Les habían preparado una gran comida. Una mesa de longitud infinita, cristal, cubiertos de plata, servilletas, cuencos con frutos del bosque y platos que dibujaban círculos blancos sobre el mantel bordado con mínimos motivos de color amarillo. No aceptaron los manjares que les ofrecían por miedo a que algún bigote pudiera caer en una de las fuentes.
Durante más de cuarenta minutos deambularon por el barco sin que nadie notara nada. Ni siquiera cuando Anthony Euxton estornudó y le desapareció la mitad del bigote; consiguió colocárselo de nuevo sin que nadie se percatara de ello y sonrió a sus compañeros con expresión de disculpa.
—Bunga bunga —exclamó Virginia, ya algo cansada de la broma; abrumada por el tedio, tenía ganas de marcharse. Levantaba la vista y miraba hacia delante mientras sus compañeros hablaban. Fijó la vista en el suelo, hizo una larga pausa, abrió de nuevo los labios, pero no soltó una palabra más.
***
Cuando acabó la visita, los despidieron con todos los honores, la banda interpretó el God Save the Queen.
Cole y Adrian se quitaron con gesto solemne el sombrero y se llevaron la mano al corazón; el resto de la comitiva no movió un solo músculo. Una escolta los acompañó en el viaje de vuelta.
Al llegar a casa de Virginia, pasaron al salón y les dio un ataque de risa. Vanessa les había preparado té, pero estaban demasiado exaltados para tomar una infusión: todos prefirieron brandi.
Adrian hablaba muy deprisa rememorando lo que acababa de ocurrir, casi no terminaba las frases, paseando arriba y abajo para ocultar su agitación.
—¡Valiente insensatez! ¡Valiente y estúpida insensatez! —exclamó Vanessa, haciendo señas a Adrian, golpeando con energía el cojín del sofá. Él se sentó a su lado.
Cole, plantado en medio del salón, observaba a sus amigos: su larga nariz parecía decir, por medio del curioso temblor de las aletas, que aún no estaba satisfecho; alzó las manos. Se hizo el silencio.
—Todavía no ha terminado —dijo juntando las palmas de las manos ante la mirada atónita de sus compañeros.
—¡¿No?! —preguntaron todos.
—No —dijo con rudeza, como si les tirara de las orejas.
Rectificó la posición de la perla que llevaba en la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, cogió los guantes amarillos y el bastón y desapareció.
Cole se dirigió al Daily Mirror para explicarles la historia. Posteriormente mandó a los del salón de Virginia una foto del príncipe y de su séquito, que corroboraba los hechos. Unos días más tarde, todos los periódicos de Inglaterra se burlaban del almirantazgo de la Marina británica.
La cuestión llegó al Parlamento de Gran Bretaña, que pidió explicaciones. La Royal Navy pedía prisión para Cole y sus secuaces, pero ellos no habían vulnerado ley alguna, salvo en el envío del telegrama con una firma falsa. Y puesto que no se supo quién la había falsificado, no pudo hacerse nada. Los intentos de castigarlos o de exigir disculpas cayeron en saco roto.
A raíz de aquella trastada se revisaron y endurecieron los estándares de seguridad en la Armada británica. Cuando, pasados los años, alguien recordaba a Virginia aquella loca audacia, ella siempre respondía irónicamente:
—Me alegra pensar que fui útil a mi país.
LA CARTA RASGADA
Y, sobre todo, necesito escribir; nada me da tanto placer desde que vine al mundo como un libro mío recién editado y con olor a tinta fresca.
MERCÈ RODOREDA
Escribía con la ventana abierta de par en par y encima de la mesa tenía un enorme ramo de lilas que, de tan perfumadas, mareaban. Desde pequeña llenaba la casa de flores si era el tiempo y de ramas verdes cuando ya no había flores. Todo estaba sembrado de jarrones con rosas y de racimos de glicina que enseguida dejaban caer su color lila sobre la madera brillante y oscura del mueble en el que se apoyaba un jarrón.
Una familia, una casa abandonada, un jardín desolado, idea pura del jardín de todos los jardines… Tengo ganas de escribir una novela en la que aparezca todo esto.
Pero se le iba acercando sinuosamente, como si pidiera perdón por la interferencia, otra novela, de estructura sencilla, con un baile, con una boda, con una azotea atestada de palomas.
Y de repente una frase: El amor me da asco.
—¡Esta novela ya la he escrito! —exclamó contrariada.
Otra frase: Pues bien, todo se me aparece en la forma más burda, más repugnante.
—Karenina. —Y al acabar entristeció la mirada y dejó de escribir.
Soplaba la tramontana, se oía entrar el viento por debajo de la puerta, a través de la ventana observó el laurel frondoso que mecía el viento, parecía un mar de agua negra.
Se levantó de la silla y sin cuerpo para nada buscó en la librería los cuatro volúmenes de Anna Karènina, pasó el dedo por los lomos, sacó uno y leyó en voz alta: Traducció íntegra i directa del rus per Andreu Nin.
¿Dónde está Nin?, se preguntaba después de tantos años.
El 16 de junio de 1937 fue el último día que sus compañeros vieron a quien era el secretario general del POUM. Nunca más volvería a verse a Andreu Nin, tenía cuarenta y cinco años. Aquel día, al mediodía, llegó al local central del POUM, en la Rambla, al lado del café Moka. El miliciano de guardia le dijo que había pasado un militar y le advirtió de que existía una orden de detención contra él. Pero Nin hizo caso omiso. Tal vez pensó que Barcelona no era Moscú. Unos momentos después, unos policías llegados de Madrid se presentaron con dicha orden. Llevaron a Nin a la comisaría de Vía Layetana. Aquella misma noche se lo llevaron a Madrid. Y nunca más se supo de él.
En aquel tiempo, Mercè apiñó la tristeza, la achicó, presurosa, para que no la rodeara, para que no permaneciera ni un minuto esparcida por sus venas. Hacer de ella una pelota, una bala, un perdigón. Tragársela. Su marido, Joan, no podía enterarse de su pena.
Antes, si no era feliz, se consolaba pensando que en realidad la felicidad no existía. En aquellos momentos, cuando se consideraba menos feliz que nunca, no tenía ni aquel consuelo. Porque existía, había existido unos meses, y era una felicidad que no dejaban que fuera completa. Y de tanto llorar, los días que estaba sola, ya ni lástima se daba a sí misma, sino asco. No sabía encontrar el modo de reaccionar.
Pensaba que el mundo era como una función en la que nadie puede ver cómo acaba, pues todos nos morimos antes y los que se quedan van tirando como si nada hubiera sucedido. Ahí está el mal.
Y lloraba: sin grandes aspavientos, sin grandes sacudidas; un llanto muy de dentro, triste, muy triste. Y subió la escalera con las sienes que le perforaban los dos lados de la frente y abrió la puerta y cerró la puerta y clavó la espalda en ella, respirando como si se ahogara. Le apetecía estar sola, descansar. La habitación era su mundo, lleno de secretos.
Joan entró en la habitación sin permiso, no le hacía falta, también era la suya. Mercè cerró la puerta, que había quedado abierta de par en par, y, como si estuviera sola, empezó a desnudarse tirando la ropa al suelo. Del armario sacó una bata blanca y vaporosa. Se sentó en la cama, de una patada se quitó los zapatos e hizo deslizar las medias poco a poco. Descalza, se acercó a la butaca y se dejó caer en ella.
Grita, grita. Cuando hayas gritado un buen rato ya no recordarás por qué gritabas y seguirás gritando solo para oírte la voz.
Y rompió el silencio:
—Yo te quería, Joan, pero el amor es como las magnolias: huelen mucho cuando están en la rama, pero si las cortas se vuelven negras en el tiempo de soplar una cerilla. El amor, cuanto más lejos, más bello. Y yo era una cría, la princesa del Putxet, como me llamaba el abuelo. Solo se vive hasta los doce años, y a mí me parece que no he crecido. Ya es hora de que lo haga.
Se agarraba fuerte las manos para que no le temblaran tanto.
—Si fueras de otra forma… A veces no acabo de entenderte. No sé muy bien qué quieres. —Joan hablaba haciendo un esfuerzo por dominar la violencia que empezaba a alterarle la voz.
—El tío americano… Pagaste todas las deudas e impusiste un nuevo horario en aquella casa de perezosos e ilusos. ¡El tío americano! La ilusión de casa, todos te queríamos, desde la abuela hasta mamá, que decía que te quería más que a todo. A los dieciséis años todo el mundo sabía que tenía que casarme contigo, mi destino estaba escrito y yo no me lo cuestioné, no me hice ninguna pregunta. Cuando cumplí veinte años, el mismo día de mi cumpleaños, nos casamos con dispensa papal. Cuando nació Jordi ya empecé a preguntarme por qué habías querido casarte conmigo. Más tarde fui entendiéndolo. Son cosas que una encuentra sola. Algunos se casan para tener a alguien que les cosa la ropa y les haga la comida y les dé las medicinas cuando están enfermos. Las ilusiones duran poco. Y lo que más duele es darte cuenta de que no deberías haberlas tenido.
—No sé por qué dices estas cosas.
—Por ganas de decirlas.
Joan apenas la escuchaba, estaba de pie junto a la puerta intentando comprender qué quería decir su mujer, y de repente lo vio claro.
—¿Quién es él? —La voz se le oscureció.
—Andreu Nin.
—¿Nin? ¿Estás loca? Te lo inventas para hacerme daño.
Ella permanecía en silencio, alargó la mano y de la mesilla de noche sacó una carta, la única carta de amor que le había escrito Nin. Aquella era la prueba definitiva, su matrimonio había acabado.
Joan cogió la carta, la leyó y la dejó caer al suelo. Un escalofrío lo sacudió, se arrodilló y con la cabeza gacha y las manos abiertas sobre las rodillas se quedó quieto sin apartar la vista de la carta. Se quedó unos momentos callado, recogió la carta, se levantó, la rompió y soltó las trizas.
—Separarse cuando se tienen hijos no está bien —le dijo al salir de la habitación.
Mercè se agachó para recoger los fragmentos de la carta rasgada. Veía retazos de palabras, retazos de frases. Los iba recogiendo y recomponía la carta como un rompecabezas. Se levantó conmocionada con los trocitos de papel en la mano.
Pensaba en Nin, en su cuerpo inerte soterrado anónimamente en alguna cuneta. Cerró los ojos y lo vio, con su abundante cabellera rizada, la mirada alegre tras las gafas, la voz timbrada que revelaba firmeza. La camisa blanca con el botón del cuello desabrochado, el perfil acusado, su cordialidad.
Una mirada puede impresionarte más que la belleza de unos ojos. Y la mirada de Nin impresionaba. Jamás volvería a verlo. ¡Qué añoranza sentiría de los besos dados con toda el alma y cómo echaría de menos aquella voz que en las horas oscuras le dijera: «Amada mía»! Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Tenía que ser valiente.
Una voz pequeña dijo: «Madre». Y en aquel preciso instante decidió marcharse con su hijito Jordi y una carta hecha trizas.
Aquel era su secreto, sabía que Joan no lo iba a revelar nunca. Al fin y al cabo, son unas palabras pronunciadas en voz baja para que no las oigan ni los pájaros. Y ahora, después de tantos años, su secreto había ido a visitarla.
Quien no es feliz es porque no quiere y ella ya se había cansado de hacer de dama de las camelias tantos años. ¡Qué feliz sería sin recordar! Poder borrar el pasado que a todas horas nos persigue, como quien borra levemente la tiza de una pizarra. Guardó el pasado en un rincón de la memoria, se sentó en el escritorio y se zambulló en una nueva novela.
Necesitaba un título, sin saber muy bien qué iba a ocurrir en la novela: La casa abandonada, Historia de una familia, Tiempo pasado, tres generaciones. Todos eran inexpresivos.
Tal vez dejaría la idea de la familia para otra ocasión, quería escribir una novela kafkiana, muy kafkiana, absurda, por supuesto, con muchas palomas; quería que las palomas ahogaran a la protagonista que, al igual que ella, se sentiría perdida en medio del mundo. Y empezó a teclear en la máquina de escribir febrilmente, como si fuera el último día de su vida. De pronto se detuvo, la preocupaba su jardín. Los prunus ya florecían, rosa pálido, y el pequeño árbol de Júpiter, rosa coral. Se levantaba la tramontana e iba a castigarlos. Salió a ver qué ocurría con el viento y las flores.
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