Kitabı oku: «7 Compañeras Mortales»

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7 Compañeras mortales

Dedicado

Copyright

7 Compañeras Μortales

Capítulo 1: Horace

Capítulo 2: Horace

Capítulo 3: Horace

Capítulo 4: Soberbia

Capítulo 5: Horace

Capítulo 6: Horace

Capítulo 7: Ira

Capítulo 8: Evie

Capítulo 9: Horace

Capítulo 10: Horace

Capítulo 11: Horace

Capítulo 12: Horace

Capítulo 13: Horace

Capítulo 14: Horace

Capítulo 15: Horace

Capítulo 16: Evie

Capítulo 17: Evie

Capítulo 18: Horace

Capítulo 19: Horace

Capítulo 20: Horace

Capítulo 21: Horace

Capítulo 22: Horace

Capítulo 23: Horace

Capítulo 24: Lasci

Capítulo 25: Horace

Capítulo 26: Evie

Capítulo 27: Horace

Capítulo 28: Horace

Capítulo 29: Horace

Capítulo 30: Horace

Capítulo 31: Horace

Capítulo 32: Evie

Capítulo 33: Horace

Capítulo 34: Evie

Capítulo 35: Horace

Capítulo 36: Evie

Capítulo 37: Horace

Capítulo 38: Evie

Capítulo 39: Horace

Capítulo 40: Horace

Capítulo 41: Horace

Capítulo 42: Horace

Capítulo 43: Horace

Capítulo 44: Horace

Capítulo 45: Evie

Capítulo 46: Horace

Capítulo 47: Evie

Capítulo 48: Horace

Capítulo 49: Horace

Capítulo 50: Horace

Capítulo 51: Horace

Capítulo 52: Evie

Capítulo 53: Horace

Capítulo 54: Evie

Capítulo 55: Horace

Capítulo 56: Horace

Capítulo 57: Horace

Capítulo 58: Horace

Capítulo 59: Evie

Capítulo 60: Horace

Capítulo 61: Evie

Capítulo 62: Horace

Capítulo 63: Horace

Capítulo 64: Evie

Capítulo 65: Horace

Capítulo 66: Evie

Capítulo 67: Horace

Capítulo 68: Horace

Capítulo 69: Costa

Capítulo 70: Desidia, Gula, Lascivia, Avaricia,...

Capítulo 71: Horace

Capítulo 72: Horace y Evie

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7 Compañeras Μortales

George Saoulidis

Traducido por Arturo Juan Rodríguez Sevilla

Dedicado a las mujeres de mi vida que han intentado ponerme en el buen camino.

Copyright © 2019 George Saoulidis

Todos los derechos resevados.

Publicado por Tektime

Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

7 Compañeras Μortales

Capítulo 1: Horace

Horace ya no podía más con la vida.

―¡Y lárgate de mi vista, interino inútil! ―le gritó el hombre en la cara. El hombre, en este caso, el hombre. Su jefe.

Fue la gota que colmó el vaso. De inmediato tiró todas sus cosas personales en una caja y vació su espacio de oficina.

―¿Vas a dejar que te hable así? ―dijo una voz femenina a su lado.

Se dio la vuelta, todavía recogiendo. Era preciosa, con un escote perfecto que se aseguraba de mostrar levantando bien la nariz.

―¿Qué? ¿Quién es usted?

―Soy Soberbia. Ahora, volvamos al asunto. ¿Vas a dejar que te hable así? ¿El jefe? Ya te ha despedido, ¿no? ¿Por qué te lo tomas como un cagón? ―Giró un dedo en el aire, como señalando toda la situación.

Él se apoyó en la caja.

―Lo siento señora, no la he visto antes por aquí. Debe ser nueva. Si es así, lo siento mucho por usted, pero espero que saque más de este infierno que yo. Ahora, en cuanto a que me llame cagón…

Tenía los labios rojos y carnosos. Ella los hizo resonar, exhalando y repitiendo la palabra, «cagón».

―No, mira, aquí…

―Ah, mira, todavía te queda sistema nervioso después de todo. Ahora apúntalo hacia donde deberías ―le interrumpió ella y señaló con el dedo a la oficina del jefe.

Horace no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Lo que sí sabía era que la bella e irritante mujer tenía su parte de razón. ¿De qué tenía tanto miedo? ¿De que le despidiese otra vez? ¿De que le gritase? El jefe le había aterrorizado durante tanto tiempo que quizás sí se había convertido en un cagón.

Pero ya no.

Horace apretó los puños e irrumpió en la oficina del jefe.

Él se puso de pie, con el teléfono en la mano.

―¿Todavía estás aquí? Horace Cadmus, ya que eres demasiado cortito para metértelo en la cabeza: ¡Estás despedido!

Volvió al teléfono, atendiendo su conversación.

Horace tragó saliva, se adelantó y presionó el botón para colgar la llamada.

―¿Qué hac…? ¡Horace! ¡Esa era una llamada importante…!

―Quiero una carta de recomendación ―dijo Horace con calma, plantándose.

Su antiguo jefe se rió.

―¿Una carta de recomendación? No te recomendaría ni para recoger basura. Si te dijera que te quedaras ahí amontonando mierda en tu pellejo inútil, encontrarías la manera de salpicarla por todas partes.

No era gracioso, era mezquino. Ni siquiera inteligente, dada la situación. Horace apretó los dientes y no se movió.

―Lárgate de mi vista antes de que llame a seguridad. ―El jefe le hizo señas para que se fuera, pulsando números del teléfono.

Horace vaciló. Estaba a punto de irse. Había dado su última batalla, ¿no?

Vio a la rubia linda sentada encima de su escritorio, revisando sus cosas, riéndose con lo que encontraba. Sabía exactamente de qué se estaba riendo. De sus figuras de acción. Eran juguetes, pero a Horace le gustaba tenerlos cerca. Especialmente las muñecas.

Horace apretó el botón y canceló la llamada de su ex jefe otra vez.

Estaba muy cabreado.

―¡Inútil de mierda, ahora te echo yo mismo!

―Voy a contar a todo el mundo lo de Evie.

Toda la furia del jefe se evaporó. Murmuró algunas frases, luego se apresuró y cerró la puerta.

―No hay nada que contar. Vas de farol.

―Oh, claro que lo hay. Verás, yo soy amigo de Evie, y me lo ha contado todo. No es que hiciera falta, tengo ojos. Vi tus insinuaciones sexuales. Y tengo aquí las fotitos que le enviaste.

El jefe se puso pálido. Se sentó en su silla de jefazo.

Horace arrastró el dedo por su teléfono y entró en el Agora de Evie.

»Tengo su contraseña. No le importará que haga esto, de hecho, creo que le quitará un peso de encima. Aquí la tienes, simpática y peluda.

El jefe reconoció la foto. Era lo que veía todos los días cuando miraba hacia abajo para aliviarse.

»Con fecha y hora y todo. Prueba del acoso sexual durante el tiempo que ella estuvo trabajando aquí, en el que usted hizo de su vida un infierno. ¿De verdad tengo que deletrearlo para que lo entiendas? ¡Espera, qué egoísta por mi parte! ―Horace dio un toquecito con el dedo en el costado de su boca―. Solo pienso en mí mismo. Haz dos cartas de recomendación, una para mí, otra para Evie. Lleva dos meses sin trabajo, la pobre chica ya ha ido a cincuenta entrevistas y no ha tenido suerte.

El jefe se aclaró la garganta, pero no habló. Se quedó mirándolo fijamente, con los ojos muy abiertos.

Horace se inclinó hacia delante, apoyándose en el escritorio con los brazos.

»No te veo escribir ―dijo, gruñendo las palabras.

Capítulo 2: Horace

Sin nada que hacer en aquel lado de Atenas, Horace fue a un café y se dejó caer frente a su caja. Pidió vodka en lugar de café, porque estaba de los nervios.

Todavía no podía creer lo que había hecho. Esto no era nada propio de él. Leyó y releyó las cartas de recomendación impresas para él y para Evie. Palabras brillantes para los dos, firmadas por el propio jefe.

Su vodka con lima llegó y se lo bebió de un trago. Le dio un ligero mareo, pero eso era exactamente lo que necesitaba ahora mismo.

―Nada de cagón, entonces ―dijo una voz familiar por detrás.

Se dio la vuelta y vio a la misma señora de antes tomándose un café con leche en la mesa detrás de él. Y parecía que llevaba allí un rato.

Horace la miró con extrañeza.

―Gracias por la patada en los huevos, ¿pero quién eres?

Ella suspiró, pero estaba más sexy que molesta.

―Soberbia Hyperephania. Llámame Soberbia. Y no paso ni una.

―No, claro. Yo soy Horace. Cadmus. O sea que me llamo Horace, y mi apellido es Cadmus ―tartamudeó.

―De acuerdo, Horace, ¿por qué no te vienes a mi mesa? ―Estaba muy seductora y… bueno, sexy.

―Apenas nos conocemos ―contestó Horace débilmente.

Ella le hizo señas con la mano.

―¡Oh, Horace, hoy nos hemos enfrentado a un pitbull de la empresa y hemos ganado! Deberías estar contento. Ven a celebrar conmigo.

Lo pensó por un segundo, luego agarró su caja y su vaso de agua y se sentó al lado de Soberbia. La pilló sonriendo a la caja, pero decidió dejarlo pasar. Después de todo, ella le había incitado a que se plantara. Dios, todavía no podía creerlo.

―¿Otro vodka? O no, no hagamos feliz a Gula tan pronto.

―¿A quién?

Ella chasqueó la lengua.

―Ya lo entenderás. Ahora, Horace, déjame darte mi token. Descarga la aplicación para poder recogerlo.

Horace frunció el ceño.

―¿El qué? No, señora, no tiene que darme nada.

―Descarga la aplicación Pensamientos Malignos, por favor.

Él agitó la cabeza, pero la curiosidad pudo con él. Encontró la aplicación, lo que le sorprendió mucho, y la instaló. Aparecieron los términos y condiciones de servicio y Horace los aceptó instantáneamente con su pulgar. Le llevó más o menos un minuto, que aprovechó para mirar más de cerca a la mujer. Su traje de falda violeta, a pesar de ser modesto, llamaba mucho la atención sobre sus hermosas piernas. Tenía un pelo rubio perfecto, labios gruesos y un maquillaje que hacía magnéticos sus ojos azules.

Si el día no fuese tan raro, tendría tiempo de preguntarse por qué una mujer tan hermosa le daría la hora siquiera.

La aplicación terminó de instalarse y él la abrió, apuntando con su teléfono a Soberbia.

Entre los dos había un objeto en realidad aumentada, semitransparente y visible para cualquiera que tuviera una aplicación de RA. Era algo así como una ficha, con la palabra orgullo escrita en griego, ΥΠΕΡΗΦΑΝΙΑ

―¿Y qué hago con esto? ―preguntó Horace, rascándose la nariz.

―Tómalo. Es tuyo, te lo has ganado. ―Soberbia parecía muy orgullosa de aquello.

―Bueno. ―Horace se encogió de hombros y tocó la aplicación. El token fue recogido y lo vio añadirse un contador que marcaba uno de siete―. No entiendo, Soberbia, ¿qué es esto? Un videojuego, ¿o qué?

―Es una especie de juego, pero lo que se juega es mucho más importante ―dijo de forma enigmática. Y añadió con una voz más grave: ―Y también las recompensas. Hizo un cambio de piernas cruzadas dándole un Instinto Básico completo.

Horace tragó saliva. Se quedó sin palabras por un momento.

―No entiendo nada, el token, tú, nada.

Ella levantó la cabeza, prácticamente mirándole por encima.

―Tú, Horace Cadmus, vas a pasar por la prueba de los Pensamientos Malignos. Muchos, muchos mortales han pasado por ella, pero pocos han sobrevivido. Los peligros son grandes, pero también lo son las recompensas, como te he dicho. Conocerás a mis hermanas y te ayudaremos en tu vida, empujándote en la dirección correcta. Si logras satisfacernos a las siete y pasas la prueba, estarás entre los pocos hombres que han logrado sus sueños.

Horace pasó por una docena de emociones. Frunció el ceño, gimió, sonrió, apretó los dientes, le miró las piernas, se frotó la cara.

Finalmente, se levantó y dijo:

―Usted, señora, está loca. Adiós.

Cogió su caja y se fue del café.

Capítulo 3: Horace

―Por eso necesitaba sincerarme contigo inmediatamente, por si recibías un correo electrónico sobre inicios de sesión no autorizados en dispositivos o algo así ―dijo Horace, moviendo los brazos.

―Está bien. ―Evie se encogió de hombros, abrazándose las piernas en la cama. Llevaba su pijama floral y estaba despeinada, pero Horace la veía bonita igual. Era una chica negra muy guapa, la única que había conocido, en realidad, con carita redonda y pelo rizado en tonos marrones y dorados.

―Sé que no hiciste nada más. Aunque debería cambiar mi contraseña en algún momento, creo que también la he usado en otro lugar.

―Sí, deberías.

Su apartamento era pequeño, hecho para una persona. Una habitación, algo separada de la pequeña cocina-mesa-recibidor y un pequeño baño con ducha. La lavadora ocupaba la mayor parte de dicho baño, Horace tenía que doblarse de lado cada vez que necesitaba orinar.

Horace se fijó en las ilustraciones que tenía impresas. Eran damas de fantasía, vestidas con armadura, empuñando armas o bastones que brillaban con energía, montando dragones o en la cima de un montón de esqueletos caídos. Le pareció gracioso haberla convertido al lado oscuro. Hace un par de años Evie consideraba todo aquello estúpido, y lo decía en voz alta en cada oportunidad. Pero cuando finalmente encontró el juego perfecto para ella, le fascinó y se enganchó. Era un juego de fantasía en el que era una reina poderosa, mataba enemigos, reunía cada vez más poder mágico y llevaba un traje increíble con exquisito detalle.

Fue la primera lámina que imprimió del juego y colgó en la pared. Hubo muchas más después, en la progresión típica de todos los juegos de rol de ordenador. Cada vez más grandes, voluminosas y brillantes, se podía ver de un solo vistazo la progresión de su personaje en el juego, desde la humilde princesa hasta la poderosa reina y, finalmente, la gran emperatriz.

Horace no había visto las últimas, debían ser nuevas. Después de todo, él no tenía tiempo para jugar con ella, pero ella sí.

Debió notar que él miraba alrededor y se cohibió.

―Lo siento por el desorden ―dijo, con la garganta seca.

―Por favor. Soy soltero. Está mucho mejor que la mía. En fin, aquí está la carta.

Su amiga la abrió, aspirando por la nariz mientras leía. Sus ojos se abrieron de par en par.

―¡Vaya! ¿Cómo lo conseguiste?

Horace se encogió de hombros.

―Lo chantajeé.

―¿Qué tú qué? ―lo miró fijamente―. Maldita sea, tenía que haber estado ahí para verlo. ¡Bien hecho, Horace! ―Le dio un puñetazo en el hombro.

―No, ¿por qué querrías volver a ese sitio deprimente? Espero que esto ayude un poco.

―Lo hará, Horace. Gracias ―dijo Evie sinceramente―. No es que no me guste, pero esto, contraatacar, es muy poco característico de ti.―Ella le hizo un gesto con la mano y añadió―: No es una queja.

Horace se frotó el cuello.

―Sí, fue raro, en realidad. Había una extraña mujer en la oficina que nunca antes había visto. Soberbia. Un nombre raro, lo sé. Ella me empujó a hacerlo. Y lo hice. Y entonces me fui a tomar un café para calmarme, porque el corazón me iba a mil y no podía creer lo que yo mismo acababa de hacer, y ahí estaba de nuevo.

―Espera ―interrumpió Evie con la palma hacia arriba―, ¿ella te siguió? ¿Hasta dónde?

―Eh… No tan lejos, no era el café de la esquina porque no quería toparme con nadie del trabajo. Así que caminé un par de cuadras, por lo menos, y me senté en el primer café que vi. Definitivamente no estaba al alcance para hacer una escapada del trabajo, pero tampoco lejos.

―¿Y qué te dijo ella? ―preguntó Evie, aparentemente interesada―. ¿Estaba buena? ―Levantó una ceja.

Él se rió nerviosamente.

―Sí, estaba buena. Y decía cosas rarísimas. Me hizo descargar una aplicación, luego me dio un token en realidad aumentada con la palabra orgullo escrita en griego y siguió hablando de pruebas, peligros y recompensas. Ahí me harté de ella y le dije que estaba loca, y se fue cabreada.

Evie se rió.

―Atrevido… Nunca te imaginé haciendo algo así.

―Estoy diciendo la verdad, Evie.

―Y te creo. Por eso digo que nunca habría esperado eso de ti. Es genial.― Se puso de pie―. ¿Quieres zumo de naranja?

―Claro.

Ella trajo el zumo fresquito. Había sido un día caluroso y Horace venía de cargar su caja en el calor del metro. Evie vivía en el centro, en Pangrati. Estaba lo suficientemente bien situado como para que fuera soportable el viaje a dondequiera que encontrara trabajo. Horace, por otro lado, tenía que hacer al menos una hora de trayecto y dos o tres transbordos para llegar a alguna parte.

Ah, bueno.

Tenía un pequeño ventilador que movía un poco el aire de la ventana. No hacía mucho, había visto tiempos mejores.

―¿Hace demasiado calor? ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? Estoy ahorrando, pero contigo aquí puedo hacer una excepción.

―No, me voy a casa de todos modos. Está bastante fresco, gracias. ¿Tienes alguna entrevista?

Un tema delicado. Miró hacia otro lado, acurrucándose.

―No…, tengo una la próxima semana. Ayer solicité la prestación de desempleo y, cuando eso se resuelva, estaré bien por un tiempo. Bueno, por un par de meses si estiro los gastos.

―Está bien, algo surgirá. ―Dudó, y luego repitió su invitación―: Sabes que siempre puedes quedarte conmigo si las cosas se ponen difíciles, ¿verdad?

Ella le sonrió algo tensa y asintió.

―Bueno, Evie, me voy. Sólo quería venir a ver en qué estás y darte la carta de recomendación. ¡Buena suerte con la búsqueda de trabajo! ¡A los dos!

Ella lo saludó en la puerta, asintiendo y doblando los brazos hacia su pecho.

Horace se fue, pero no dejó de pensar en su amiga. Parecía vulnerable, y la parte masculina de su cerebro quería protegerla y cuidarla. ¿Pero a quién quería engañar? No estaba en posición de cuidar a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Tomó el largo viaje hacia el norte, de regreso a casa.

Capítulo 4: Soberbia

―¿Qué te ha parecido? ―dijo la mujer rica.

La rubia respondió:

―Aún no estoy segura. Tiene potencial, pero está por verse.

El restaurante en aquella azotea con vistas al Partenón era uno de los mejores de Plaka. Un camarero sirvió más champán en sus copas y brindaron con un leve toque, como las damas.

―Por uno bueno, entonces ―dijo la mujer rica. Se limpió la comisura de los labios con una elegante servilleta de tela, y respiró como si se estuviera preparando para algo―. ¿Hiciste que aceptara los términos?

La rubia sonrió.

―Ni siquiera los leyó, aceptó en el acto.

―Excelente, querida ―dijo la mujer rica con alegría contenida.

―Estoy segura de que nuestras hermanas están de camino a él mientras hablamos.

La mujer rica levantó la vista, pensando. Sus joyas doradas titilaban cuando movía el cuello.

―Me acabo de imaginar a Desidia corriendo hacia él.

―Bueno, podría correr, así tendría más tiempo para sentarse y no hacer nada.

La mujer rica se rió de eso.

―Buena. En realidad, yo no lo descartaría. Realmente tiene motivaciones extrañas. O ausencia de ellas. ―Agarró su bolso ridículamente caro para sacar su tarjeta de crédito. Hizo un ligero gesto y el camarero se acercó para recoger la tarjeta y completar el pago.

―¿Por qué siempre vienes aquí antes de un trabajo?

La mujer rica miró al antiguo templo en la cima de la colina de la Acrópolis. Con una cierta introspección, contestó:

―Me… ayuda a poner los pies en el suelo. A recordar quiénes somos.

La rubia gruñó y asintió, aparentemente satisfecha con la respuesta.

―Sin mencionar que este es el último lujo que podré disfrutar en mucho tiempo ―dijo la rica mujer, deleitándose con el aroma del champán.

Capítulo 5: Horace

Horace hizo cola para pasar por las puertas automáticas de la estación de metro. Hizo equilibrios con su caja para sacar el pase electrónico. Cuando estaba a punto de atravesarla, un hombre grande se coló y deslizó el suyo, pasando delante de él. Horace lo encontró grosero pero lo dejó pasar, gruñendo mientras caminaba con cuidado por el estrecho acceso.

Esperó un poco, y se le cansaron los brazos. Miró alrededor y el único lugar en el que podía sentarse era en un banco, justo al lado del hombre grande. Horace pudo verlo mejor ahora, era el típico musculitos idiota. Camiseta ajustada sobre cuerpo inflado, cabello teñido a la última moda, tatuajes, vaqueros ceñidos. Hacía rodar en su mano un komboloi, una pequeña pulsera de cuentas, la alternativa griega tradicional a la pelota antiestrés.

Horace no tenía ningún problema con el tipo, por lo que se sentó a su lado. El sitio era estrecho y aparentemente el hombre se sintió obligado a reclamar su espacio porque se estiró girándose y empujando lentamente a Horace hacia un lado. Horace soltó un gruñido pero no dijo nada.

Después de unos minutos, llegó el metro. Entró y se quedó en el medio del vagón, con la caja en el suelo, asegurándose de que no interrumpiera el paso.

Horace miró hacia afuera y se perdió en sus pensamientos. No se dio cuenta de que el hombre grande se había inclinado y sacado una de sus figuras de acción de la caja. Era la guerrera de un juego, a Horace sólo le gustaban las figuras de acción femeninas, y esa era particularmente tetona, con un traje muy revelador.

―¿Qué es esto? ¿Material para masturbarse? Jugando con muñecas, ¿no? ―dijo el hombre grande, agitándola.

Horace se puso rojo de vergüenza y sintió hervir su sangre, pero no quería enfrentarse a otra persona aquel día. En realidad, no quería enfrentarse a otra persona aquel año, ya había agotado su cuota. Por no mencionar que el hombre grande le sacaba una cabeza y unos veinte kilos de puro músculo.

―Por favor, dame mi figura de acción.

―¿Esto? ―El hombre grande sonrió, pero no amablemente.

―Sí. Es mía. Por favor, devuélvemela. ―Esperó con la palma hacia arriba.

―¿Quieres tu muñeca de vuelta? ―dijo el hombre grande lentamente.

―Sí… ¿Qué? No, no es una muñeca. Es una figura de acción, y es de colección. Por favor, devuélvemela.

Horace no quería enfrentarse al hombre grande en este espacio cerrado. Esperó, preparándose para cualquier cosa.

Pero no para un codazo en las costillas.

―¡Ay! ―Dio un paso atrás. Había venido de abajo. Una mujer bajita estaba allí, mirándole cabreada. Tenía el pelo negro enroscado en rizos cortos y enfadados, una cara enfadada en una cabeza que era un poco más grande de lo que debería ser para su altura, y brazos enfadados más gruesos que los de Horace. Definitivamente tenía enanismo, Horace lo sabía por las proporciones de su cabeza y sus extremidades comparadas con su cuerpo.

―¿No vas a defenderte? ―preguntó ella, golpeando el puño en su pequeña pero muy poderosa palma.

Horace no tenía ni idea de cómo responder a eso.

―No tengo ni idea de cómo responder a eso ―dijo, mirándola fijamente, con la boca abierta―. ¿Luchar contra quién? ¿Contra ti?

―¡Contra mí no, idiota! Pero no me importaría hacer un par de asaltos contigo. Pareces un sangrador, sería divertido. No, estoy hablando de este montón de carne. Dale un puñetazo en la ingle.

―¿Qué? No, ¿por qué? ―dijo Horace, agitando la cabeza.

―Te ha quitado algo, ¿no?

―Sí…

―¡Pues dale un puñetazo y tómalo de vuelta! ―dijo ella, golpeándose el puño en la palma de la mano de nuevo y haciendo que Horace retrocediera.

―No voy a hacer eso ―dijo Horace, tan calmadamente como pudo―. ¿Qué pasa hoy con las mujeres locas que me dicen lo que tengo que hacer?

―Por supuesto que no lo harías. ―Ella le hizo un gesto para que se fuera con su pequeña mano―. Si estuvieras listo, no estaríamos aquí, ¿verdad? Vale, bien, no le des un puñetazo en la ingle, aunque esté perfectamente expuesta. Entonces, al menos, recupera lo que te ha quitado.

El hombre grande no estaba prestando atención. Miraba los pechos de la figura de acción y se la mostraba a la gente, riéndose y señalando a Horace.

Qué grosero.

Horace cerró los puños, pero se mantuvo calmado. Decidió resolver la situación con astucia. Metiendo la mano en la caja, sacó dos figuras de acción más, una que era una cat lady, aún pechugona, y otra de una bruja. Se las acercó al hombre grande.

―Ten, parece que te gusta jugar con mis muñecas. Toma dos más.

El hombre grande le frunció el ceño y luego lanzó la figura de acción al pecho de Horace. Rebotó y se cayó al suelo. Horace solo quería recoger su figura de acción coleccionable del sucio suelo transitado por masas, pero se las arregló para quedarse quieto.

El hombre grande gruñó y se alejó, repentinamente absorto en su teléfono.

Horace cogió la figura de acción y la metió de nuevo en la caja.

La enana se puso los brazos en jarras y le miró enfadada.

―No es lo que yo hubiera hecho, pero bueno, al menos lo confrontaste. Que no se diga que te engañé. Toma, recoge mi token.

Horace la miró con los ojos entrecerrados y estaba a punto de preguntar de qué coño estaba hablando cuando recordó la aplicación. ¡No podía ser! Esto era una locura. ¿Estaba loco? Tal vez. Sacó su teléfono y abrió la aplicación Pensamientos Malignos, señalando a la dama enana. Había un toquen flotando en el aire frente a ella, girando lentamente, igual que antes. Ponía ira en griego, ΟΡΓΗ.

―En serio, señora, ¿qué coño está pasando aquí? ¿Me estás siguiendo a todas partes?

Ella se rió de todo corazón y le dio una palmada en el hombro. Le dolió, en serio. Ella era muy fuerte.

―Eres gracioso. Nos vamos a divertir mucho.

―¿Nosotros? ¿Cómo? ¿Te conozco? ―La miró de arriba a abajo, aunque esa distancia era reducida. Llevaba un vestido rojo liso y mocasines marrones más adecuados para un hombre. El pelo era como una fregona negra sobre su cabeza, y ella tenía una especie de belleza media, apenas tocaría el nivel de belleza si él tuviera tiempo para acostumbrarse a ella. No, nunca antes había visto a esa loca en su vida.

―Esta es tu parada, ¿no? ―dijo ella, y antes de que él pudiera mirar hacia arriba y comprobarlo lo había echado, literalmente echado a patadas de las puertas del vagón por la dama enana.

Tropezó y miró hacia atrás, su corta pierna aún en el aire.

Las puertas se cerraron y ella le despidió con la mano mientras el tren salía de la estación, deslizándose hacia la izquierda.

Miró a su alrededor. No, no estaba en la parada correcta, era una antes. El metro acababa en la estación de Kifisia de todos modos, era el final de la línea, por eso nunca prestaba atención al regresar a casa.

Agarró mejor la caja y empezó a caminar a casa, básicamente siguiendo las vías. Podía esperar al siguiente tren, pero estaba demasiado enfadado. Iba a estar dando vueltas de todos modos, así que podía directamente caminar hacia su casa. Hacía calor y empezó a sudar.

¿Por qué le estaban pasando estas cosas? ¿Tenía una diana en la espalda o algo así? Parecía estar en el blanco de todas las putadas desde que podía recordar. De la misma manera que algunos tipos tienen cara de «no me jodas», Horace parecía tener cara de tonto.

Puso un pie tras otro y caminó hacia su casa. Las dos últimas estaciones no estaban tan lejos después de todo, y la puesta de sol entre los árboles hacía que fuera agradable y lindo el paseo.

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