Kitabı oku: «Gestos de aire y de piedra»
Georges Didi-Huberman
Gestos de aire y de piedra
Sobre la materia de las imágenes
Traducción del francés de Melina Balcázar
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Índice
Gestos de aire y de piedra
Acentuar la verdad
El inspirado
Orificios sensibles
Crisis de asma y olores del tiempo perdido
Pensamiento de la ausencia y poética del aire
Decir, “soplar tempestuosamente”
Rechazo a concluir
El intervalo; el entre y la cavidad
Del objeto al objuego
El baile ilumina el duelo
Viento que cobra forma
Respiración y alucinación
Formantes, soplo, emociones
Respiros y espíritus
Clínica del aire
Nacimiento, coito, sueño, agonía
El thymos griego
Supervivencias: el tiempo respira
Epos anacrónico y reminiscente
Soplo de la voz y soplo de la imagen
El aura cantada
Neumas
Composiciones de soplos
Sueño, palabra, imagen
La imagen, soplo indistinto
Una impronta de la palabra de los muertos
Aire y piedra
El entre transparente y la cavidad opaca
Los espejos no podrán hacer nada
Aria y materia de las imágenes
Aurai de mármol y de viento
La obra de sepultura: aire de la danza y piedra de la tumba
Dichtung: poesía y “densación”
Mostrar: dejar sin aliento al lenguaje
La emanación de los ancestros
La genealogía materna de la imagen
Lo indistinto, lo inmanente
Notas
Sobre este libro
Sobre el autor
Canta Mares
Créditos
Stein, wo du hinsiehst, Stein.
(Piedra, por donde miras, piedra).
De umbral en umbral
Paul Celan
Diríamos entonces que lo que llamamos imagen es, por un instante, el efecto que produce el lenguaje en su brusco ensordecimiento. Saber esto implicaría saber que, en la crítica estética tanto como en el psicoanálisis, la imagen es detener el lenguaje, el instante abismal de la palabra.
“El soplo indistinto de la imagen”
Pierre Fédida
La palabra más justa no es, en absoluto, la que pretende “decir siempre la verdad”. No se trata siquiera de “decir a medias” esta verdad, ajustándose teóricamente a la falta estructural que, de modo inevitable, deja una impronta en las palabras.[1] Se trata de acentuarla. De iluminarla —fugitiva y fragmentariamente— mediante instantes de riesgo, de decisiones con trasfondo de indecisión. De darle aire y gesto. Para luego dejar el espacio necesario a la sombra que se cierra, al fondo que se vuelca, a la indecisión que es también una decisión del aire. Es entonces una pregunta, una práctica de ritmo: aliento, gesto, musicalidad. Por tanto, una respiración. Es acentuar las palabras para que las ausencias bailen y darles fuerza, consistencia de medio en movimiento. Y acentuar las ausencias para que las palabras bailen y darles fuerza, consistencia de cuerpos en movimiento.
Pierre Fédida poseía el gran arte —psicoanalítico, filosófico, poético— de acentuar la verdad, a la que consagró toda su vida. Sus textos parecen difíciles porque nos dejan durante largo tiempo en lo abierto y en la errancia de la pregunta no resuelta. Pero se revelan determinantes cuando, sin prevenir, dan un golpe y un destello se produce. Después este destello se retira dejando una cauda y, de nuevo, nos encontramos sin nada, como suspendidos en el aire. Este estilo caracterizaba también su palabra hablada, su elocución, el fraseo de su pensamiento en acción: no era del todo un “acento”, sino la acentuación singular de los tiempos de la frase donde paradójicamente se mezclaban lo cortante, lo repentino de los principios o finales de las palabras (su manera tan tajante de pronunciar la palabra “sangre”, por ejemplo, en la grabación que realizó del cuento de Blanca Nieves, en una versión de los hermanos Grimm[2]) con la extraordinaria suavidad, o vapor, de las palabras femeninas de las que alargaba su mudo final hasta que se volvían un soplo: neige, reine, belle, Madame…[3] Con frecuencia, Pierre dejaba a su interlocutor como suspendido de estas vocales mudas y empañadas, de esas caudas de respiración, como para devolverlo —y ahí residía todo el arte de la palabra— a su propia rastra de ausencia o de deseo.
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Le faltaba el aire (era un suplicio asistir a eso, impotente). Oscuramente, supo extraer de su experiencia misma un conocimiento fundamental y, con él, un arte de la palabra y de la escucha, que me parece lo convertía en el terapeuta inspirado por excelencia, el interlocutor capaz de “respirar” —aun antes de haberla interpretado— la palabra del paciente. Lo que un día llamó su “proyecto psicopatológico” recurría explícitamente a una tradición trágica, aquella que, en el Agamenón de Esquilo, el Himno a Zeus llama el “conocimiento mediante el padecer” (pathei mathos). Un saber del cual el sueño es el guardián y del cual el sueño —esa construcción de “castillos de aire”, como lo dice la lengua de Freud (Luftschlösser)— sería el espacio mismo del llamado, un espacio “hecho de imágenes”, de memoria y de “intensidad sensorial”.[4]
Merleau-Ponty escribió acerca de nuestra experiencia sensorial —del mundo alrededor, del cuerpo dentro— que “en la vida ordinaria no podríamos captarla, esta experiencia, porque está disimulada bajo sus propias adquisiciones”, es decir, bajo la capa y el confort de sus propios hábitos. Sin embargo, cuando “el mundo de los objetos claros y articulados se encuentra abolido, nuestro ser perceptivo, amputado de su mundo, dibuja una espacialidad sin cosas”,[5] que es una manera de confrontarnos con ésta en tanto que ausencia, es decir, cuestión vital. Esto es lo que ocurre con el aire: cuando creemos que nos desplazamos con libertad, ya no lo vemos ni lo sentimos. No lo percibimos como elemento vital —aunque no por eso se convierta en “algo” que podamos aislar—, sino cuando el polvo lo contamina, cuando se vuelve volutas de humo, o es violento en la tormenta o cuando, al ahogarnos, nos falta. Nunca lo sentimos mejor —como materia, medio, necesidad— que cuando la impureza reina y la respiración se entrecorta.
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En su gran libro sobre la imagen del cuerpo, Paul Schilder escribe:
las partes más importantes de nuestro cuerpo son los orificios. Estas partes ofrecen, por supuesto, sensaciones muy particulares. Cuando respiramos con la boca cerrada experimentamos una cantidad de sensaciones particulares en la nariz. Pero también cuando respiramos con la boca abierta y no somos conscientes de que estamos respirando, o aun si dejamos de respirar, sentimos claramente el interior de nuestras narinas. Es importante señalar que las sentimos cerca del orificio, pero no en el punto exacto de la abertura, sino alrededor de un centímetro dentro del cuerpo. Ora sentimos allí algo específico, ora el fresco del aire. Es como si el cuerpo fuera más sensible a un centímetro, más o menos, del orificio y de la superficie. Lo mismo vale para la boca. Paradójicamente, no sentimos la boca donde se abre, sino que la zona más sensible se halla, también aquí, a un centímetro de la abertura, dentro del cuerpo. Cuando inspiramos por la boca, sentimos la entrada del aire contra el velo del paladar; pero la sensación parece experimentarse sólo en el primer tercio de la boca. Si efectuamos una inspiración muy honda, sentimos el aire más adentro, en el interior de la boca, pudiendo descender incluso a la región esternal, pero sin ir más abajo del extremo del esternón, y lo sentimos a uno o dos centímetros por debajo de la superficie. Llegamos, así, a la conclusión general de que las zonas más sensibles del cuerpo se encuentran cerca de los orificios, pero a uno o dos centímetros de profundidad.[6]
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Marcel Proust murió de asma nerviosa. Los médicos permanecieron impotentes ante la enfermedad, “pero no el escritor”, como lo recuerda Walter Benjamin, “al punto que la puso a su servicio”, sobre todo para extraer de ella algunas imágenes fuertes: “El matraqueo de mi respiración acalla el de mi pluma”. Así, Benjamin comenta:
el asma entró en su arte, si es que no lo creó directamente. Su sintaxis imita, con su ritmo, ese miedo a ahogarse. Y su reflexión, que es siempre irónica, y al tiempo filosófica y didáctica, es la respiración con que termina la pesadilla propia del recuerdo. A mayor escala, la muerte viene a ser eso que Proust tenía presente de modo continuo, sobre todo mientras escribía, la brutal amenaza de la crisis de ahogo. Así estaba la muerte frente a Proust, pero lo estuvo durante mucho tiempo, bastante antes de que su enfermedad adquiriera al fin su forma crítica. [...] De tal manera que, nadie que conozca esa particular tenacidad con que los recuerdos se conservan presentes y adheridos al olfato (pero no los olores al recuerdo) podrá decir que la sensibilidad de Proust en su relación con los olores era simplemente casual. No hay duda alguna de que la mayor parte de aquellos recuerdos que indagamos se presentan ante nosotros como rostros, y también las figuras propias de la mémoire involontaire son, en buena parte, rostros aislados, enigmáticos. Por eso es preciso trasladarse, si lo que se quiere es conocer las oscilaciones internas de esta obra, a una capa profunda de aquella memoria involuntaria en que los momentos del recuerdo ya no nos informan de un conjunto, aisladamente, como imágenes, sino sin imagen y sin forma, del mismo modo que a los pescadores el peso de la red les informa respecto a las capturas. El olor ahí es, como tal, el sentido del peso del que arroja sus redes al inmenso mar del temps perdu.[7]
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El aire es el vehículo, más aún: el asidero de la palabra. Es el medio físico gracias al que —y a través del cual— llega a nosotros. Aunque el aire es ya, en la boca y en los pulmones del locutor, la materia casi orgánica mediante la que se articula, acentúa, respira y modula el fraseo de nuestra palabra, de nuestro pensamiento. ¿Habría que sorprenderse de que el gran trabajo de Pierre Fédida sobre la ausencia —el “trabajo de una vida”, como ya en 1978 lo calificaba Gilles Deleuze—[8] haya tomado la consistencia, en los últimos diez años de su vida, de un pensamiento del aire, en cuanto sería no sólo el vehículo de la palabra —es decir, también del lamento y el canto—, sino, además, el medio por excelencia de lo figurable, el movimiento mismo, atmosférico y fluido, del inconsciente como tal?[9] Pierre Fédida construía ahí un paradigma esencial para su práctica, pero también una singular poética, que lo conducía a abordar las enfermedades del alma con los blancos de Cézanne o de Mallarmé, las rarefacciones de Giacometti o de André du Bouchet. Quizás no estaba lejos de pensar la situación analítica misma como un “cambio de aliento” (Atemwende), del que con frecuencia hablaba Celan.[10] Quizás no estaba lejos de pensar que el “presente reminiscente”, como decía él, sería ante su “pasado anacrónico”[11] como un rostro que se estremece, que siente aquí la caricia del soplo del viento, materia impalpable aunque muy táctil, proveniente de allá, de muy lejos, tal vez de su pasado, que es su intimidad por excelencia.
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No hay palabra sin soplo, desde luego. El soplo no es suspenso o falta de palabra, sino su condición misma. Olvidamos esta condición del decir cada vez que nuestra atención se centra de manera unilateral en lo dicho, como lo observa Levinas en De otro modo que ser. Lo dicho depende de las correlaciones sujeto-objeto, significante-significado; en cambio, el decir sugiere una “respiración que se abre al otro y que significa al prójimo su significatividad misma”; por ello, es “testimonio”, “puro vocativo”, “sinceridad”, “proximidad” con el prójimo; “se expone” y “se exilia” a la vez, “mantiene abierta su abertura, sin excusas, sin evasión ni coartada”.[12] Y, como tal, otorga el paradigma —pero Levinas justamente prefiere escribir “el pneuma”— de la psique misma:
La responsabilidad para con el Otro, a contrapelo de la intencionalidad y del querer que la intencionalidad no alcanza a disimular, no significa el develamiento de algo dado y su recepción o percepción, sino mi exposición al otro, que es previa a toda decisión. […] Mediante esta alteración el alma anima al sujeto. Es el pneuma mismo de la psyjé. […] Decir de este modo […] es agotarse al exponerse, es llamar a transformarse en signo, pero sin reposarse en su figura misma de signo.[13]
Por su parte, Georges Bataille había desplazado ya los límites de tal intranquilidad del soplo hasta formular la exigencia de una palabra que literalmente fuera capaz —por un “contagio” y una “dramatización” a los que se niega el discurso filosófico excepto, como en Nietzsche, si se reconducen las formas poéticas del ditirambo y de la elegía— de “soplar tempestuosamente”:
El discurso puede soplar tempestuosamente, si quiere, que por mucho que yo haga, al amor de la lumbre el viento no puede helar. La diferencia entre experiencia interior y filosofía reside principalmente en que, en la experiencia, el enunciado no es nada más que un medio, e incluso, tanto como un medio, un obstáculo; lo que cuenta no es ya el enunciado del viento, sino el viento. En este punto vemos el segundo sentido de la palabra dramatizar: es la voluntad, que se añade al discurso, de no atenerse al enunciado, de obligarse a sentir lo helado del viento, a estar desnudo.[14]
¿Sentir el soplo —helado o ardiente, depende— en el ejercicio de la palabra? Se trata a la vez de cierta concepción del aire y de cierta concepción del lenguaje: mediante el fraseo profundo de su pensamiento, Pierre Fédida construía un lugar teórico que puede situarse como el más allá del aire según Freud (al que nunca cesó de volver, desde luego) y del lenguaje según Lacan (al que cuestionó sin nunca alejarse de él). Para Freud, el aire de “los sueños de vuelo” (Flugträume) no es, una vez más, sino un espacio abstracto —ni medio ni materia— en el que se vuelven a representar los “juegos de movimiento, tan singularmente atractivos para los niños”.[15] Para Lacan, el lenguaje subyacente a la “palabra plena” no es, una vez más aún, sino un dispositivo simbólico, pues justamente le falta aire. Ese aire que Pierre Fédida habrá ido a buscar a Kreuzlingen, con el gran psiquiatra y psicoanalista Ludwig Binswanger (el amigo de Freud, el lector de Husserl, el terapeuta de Nijinsky, de Kirchner, de Warburg).
Sin embargo, sería erróneo ver en Pierre Fédida un discípulo de Binswanger. Aunque también resultaría insuficiente considerarlo como uno de los mejores “conocedores” de su pensamiento, entre Michel Foucault de un lado (a quien Binswanger ayudó a fundar su análisis estructural de los discursos y su crítica histórica de la institución psiquiátrica)[16] y Henri Maldiney del otro (a quien Binswanger ayudó a rechazar todo análisis estructural y a teorizar la comprensión fenomenológica de los conceptos psiquiátricos)[17]. Pierre Fédida habló de Binswanger a partir de la perspectiva de la “imposibilidad de concluir”.[18] En retrospectiva, hoy veo en ello una manera de expresar para sí mismo —y siguiendo el modelo de una situación que fue también la de Binswanger al momento de los grandes debates teóricos que habían atravesado el psicoanálisis en los años veinte y treinta— un rechazo a concluir la reflexión, es decir, un rechazo a encerrar nuevamente el psicoanálisis en los modelos existentes del debate intelectual.
Se trataba, primero, de una relación entre psicoanálisis y filosofía: ninguno de los dos podría “concluir” —acabar, subsumir, superar— al otro. Según Pierre Fédida, los conceptos freudianos no dejan de poner en cuestión el orden filosófico; pero lo contrario es también cierto (en su homenaje a La ausencia, Deleuze lo habrá comprendido muy bien), lo cual exige al psicoanalista el esfuerzo, rara vez asumido, de salir de sus propios marcos de inteligibilidad. Y además, se trataba de una relación entre estructuralismo y fenomenología: ninguno de esos dos grandes movimientos del pensamiento contemporáneo podría refutar al otro por completo y pretender sustituirlo. Pues lo que a uno le falta es precisamente el objeto del pensamiento del otro.
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