Kitabı oku: «Ecofeminismo »
Prólogo
Una teología saludable
Geraldina Céspedes Ulloa nos presenta un precioso libro sobre el ecofeminismo, corriente de pensamiento y acción nacida en el siglo XX y que está cambiando la manera tradicional de comprender/actuar en nuestro mundo y de hacer teología desde otro paradigma. Su libro –didáctico, claro y directo– ayuda en ese proceso de lento cambio, presentándonos una epistemología fundada desde el ecofeminismo. Este nos invita a una comprensión interdependiente de nosotras mismas y de nuestro mundo, con consecuencias éticas para la vida de todo el planeta.
Hablar de cambio es hablar de un proceso continuo presente en todos los saberes y, particularmente, en la teología. Desde la teología nos hemos acostumbrado a lo que hemos aprendido de las interpretaciones patriarcales de la religión y pasamos a naturalizar los contenidos de nuestras creencias y teologías. Les hemos dado un carácter de inmutabilidad, sin prestar atención a que en ellas mismas hay límites e injusticias. En ellas incluimos nuestras devociones, liturgias, herencias familiares y otras necesidades de expresión de nuestra fe como realidades también inmutables. Muchas veces no pensamos el hecho de que las religiones, y por ende las teologías, también tienen que cambiar y acompañar los nuevos retos de nuestros mundos históricos y culturales. Aunque a veces sentimos la necesidad de cambio, tenemos el sentimiento de herir cosas sagradas que hemos heredado. Además, sabemos bien del importante rol del cambio en la educación de las conciencias, en vista a relaciones justas entre nosotros. No se pueden conservar actitudes e interpretaciones que ya no sirven para afrontar los nuevos problemas de nuestro planeta y de sus habitantes. Por eso el libro de Geraldina didácticamente nos ayuda a hacer este proceso en nosotras mismas.
Ubico el ecofeminismo desde una lógica o una racionalidad específica, o sea, desde una manera de pensar el mundo en medio de muchas otras. Una lógica es una forma de entender nuestro mundo no necesariamente siempre desde argumentos «científicos claros y distintos», sino también desde la observación cambiante de la vida de los seres humanos y otros seres, desde las cosas pequeñas de cada día, desde lo cotidiano de nuestras vidas, que nos muestra muchas veces la distancia enorme entre lo que hablamos como ideal y lo que vivimos en la práctica.
Geraldina nos invita en su libro a partir de la necesidad de una «teología saludable» en la lucha por un mundo sano, por el amor a la Tierra, amor al prójimo más cercano, amor que nos da vida, aire, agua y alimento e invita a restaurar relaciones de justicia y equidad entre nosotros. Tratamos de un mundo posible que ha de ser construido entre todos, sin certeza de que este será como lo imaginamos, pues, como seres humanos, somos siempre imprevisibles, cambiantes y preferimos el camino individualista al camino del bien común.
El libro nos ofrece referencias de autoras e indicaciones de caminos nuevos, especialmente pensados por mujeres y algunos hombres, un camino donde un breve recorrido de nuestras opresiones y apertura a posibilidades de cambio nos acompaña, como para que no nos olvidemos de la mezcla de sufrimiento y alegría que nos constituye. Poder pensar alternativas es ya un camino propositivo para vivirlas y ofrecerlas como regalo al pensamiento de otras personas.
En esta perspectiva, Geraldina recorre el pensamiento ecofeminista desde su ubicación en América Latina y el Caribe, especialmente desde Guatemala y México, y desde su compromiso con grupos de mujeres víctimas de la violencia de la pobreza y de otras miles de violencias cotidianas muchas veces escondidas. Esta ubicación le da autoridad para elaborar un pensamiento comprometido con rostros concretos, con situaciones reales de falta de derechos ante las cuales no se puede callar.
También de su ubicación latinoamericana nos abre a otros contextos y autoras de distintas partes del mundo que han contribuido a agudizar los análisis del ecofeminismo. Los análisis a partir de la justicia de género se hacen muy presentes, pero más que ellos se recupera una multiplicidad de intersecciones prácticas y teóricas que nos invitan a darnos cuenta de la complejidad del sufrimiento humano femenino, que extrapola todos los marcos teóricos en los cuales lo queremos limitar.
Además, la autora abre caminos para una radiografía renovada del desajuste androcéntrico patriarcal presente en la sociedad y, de manera especial, en las teologías e Iglesias cristianas. Desde esta perspectiva examina la cuestión crucial de Dios, que en el mundo androcéntrico patriarcal es justificadora de los poderes sobre las mujeres y la naturaleza. En el mundo simbólico religioso monoteísta, Dios sigue siendo una personificación androcéntrica, así como en las formulaciones dogmáticas que se reproducen en las teologías.
De la misma manera, desde una perspectiva de religiosidad popular, las más simples devociones siguen la misma legitimación metafísica del mundo del cual todo parece depender. Marginados, supervivientes de muchas miserias, abandonados a su propia suerte, la multitud de creyentes recurre a los habitantes de los cielos como alternativa de ayuda. Los responsabilizan de las soluciones a sus problemas y se alienan de sus cuerpos y realidades cotidianas. De esta manera se puede ver cómo las jerarquías patriarcales siguen afirmándose en los procesos salvíficos humanos. En ellos también la naturaleza, con su riqueza de biomas y con todo lo que se incluye en ella, es olvidada. No se habla de la salvación de la naturaleza, de los animales, de las florestas y los ríos. Se subraya la salvación solo del ser humano, una salvación más allá de esta tierra, una salvación garantizada para los humanos por el Dios patriarcal para realizarse en el cielo. En este proceso, las jerarquías masculinas son las que más representan la voluntad suprema de Dios, y nosotras, las mujeres, participamos de ella por una obediencia a aquellos que mejor representan este designio supremo. Por eso la obediencia es la virtud que más ha caracterizado el comportamiento de las mujeres, obediencia a un orden, a un destino que las hicieron creer que era voluntad de Dios.
Enfrentarse a la necesidad de una ciudadanía ecológica es enfrentarse a un cambio absolutamente necesario en nuestras formulaciones teológicas. Es enfrentarse a nuevos procesos educacionales de interpretación del cristianismo para hoy, para este momento de la historia del universo que es el nuestro. El pensamiento cristiano hegemónico ya no puede edificar relaciones interdependientes y amorosas entre nosotras y el planeta del cual somos cuerpo, cuerpo humano, cuerpo de la Tierra, cuerpo de Dios.
Finalmente, el bello libro de Geraldina Céspedes nos invita a rescatar el sello sapiencial de la teología. Esto significa que la sabiduría no es dogmática, sino que conversa con la vida, une conocimientos diversos, escucha, sale de las jerarquías, no se ufana de ninguna superioridad, porque su objetivo, muchas veces no consciente, es solo ayudar al desarrollo de la vida en nosotras y en todos los seres de este magnífico pequeño planeta. La sabiduría retoma las muchas parábolas de la vida, además de las parábolas de los evangelios, para enseñarnos que los avances reales, los cambios profundos se hacen en conversaciones entre nosotros, en las cuales aprendemos cada día cómo vivir el día que se llama «hoy». La sabiduría diferente de las teologías no nos impone un orden fijo que haya que seguir. Apenas nos invita a participar del discernimiento y la acogida de nuevos caminos cada día, a cada paso, para seguir caminando.
Muchas gracias, Geraldina, por este trabajo que nos brindas, trabajo tan rico y lleno de pequeñas y grandes luces para nuestra reflexión como mujeres. En estos tiempos tan sombríos y difíciles nos invitas a tener esperanza en los seres humanos, tan diversos como somos, en nuestra capacidad de acercarnos unos a otros y seguir dando «gracias a la vida, que nos ha dado tanto».
IVONE GEBARA
São Paulo (Brasil),
octubre de 2020
Presentación
Desde la experiencia
de las mujeres
La génesis de este libro hay que buscarla en la experiencia de muchas mujeres que, desde una opción creyente y una visión comunitaria, hemos emprendido un éxodo hacia una tierra de justicia y paz donde sea posible el florecimiento de la vida de todos. El planteamiento fundamental del mismo parte de la convicción de que hoy no es posible hablar de una teología liberadora que ilumine el camino de la construcción de otro mundo posible sin asumir seriamente el compromiso ético-espiritual de responder a dos de los grandes clamores de nuestro tiempo: el grito de la tierra y el grito de las mujeres.
Lo que proponemos es simplemente un camino que nos ayude a comprender que todo proceso de liberación pasa inevitablemente por la tarea místico-profética de «soltar dos pájaros de la misma jaula»: la cuestión de la inequidad de género, que mantiene en la exclusión a más de la mitad de la humanidad por el hecho de ser mujeres, y la destrucción del planeta, fruto de un paradigma de desarrollo que ha desatado una crisis ecológica sin precedentes y que pone en peligro no solo a la humanidad actual, sino a las futuras generaciones.
El grito de la tierra y el grito de las mujeres se entretejen y se levantan en todas partes del mundo como una crítica al orden establecido y como clamor por un nuevo paradigma de relación y de convivencia. Es una cuestión que toca desde los niveles de las grandes decisiones políticas hasta lo más minúsculo y oculto de nuestra vida cotidiana. Constituyen dos de los grandes ejes transversales que pueden ofrecer un horizonte distinto a la marcha de nuestro mundo y de nuestras Iglesias. Pero también son dos cables de alta tensión que ponen a prueba hasta dónde nos atrevemos a llegar en la búsqueda de un mundo en el que la justicia y la vida digna alcancen a las víctimas de la inequidad y la violencia. Actualmente, la búsqueda de un nuevo paradigma ecológico y de un nuevo paradigma de relación entre hombres y mujeres constituye un nudo problemático en las distintas regiones y religiones del mundo.
Todo estudio crítico del empobrecimiento creciente y del deterioro de la calidad de vida para las mayorías pasa por el análisis de las relaciones de género y la forma en que concebimos nuestra relación con la tierra. Precisamente, lo que planteamos aquí es cómo ambas realidades han de analizarse conjuntamente, pero también señalamos cómo la salida a la actual crisis ecosocial tiene que entretejer ambas perspectivas. Esa es la propuesta que hacemos los movimientos ecofeministas y, desde una perspectiva creyente, el ecofeminismo teológico y espiritual.
Tomamos, pues, como punto de partida la constatación de que la crisis ecológica y la crisis del patriarcado se dan la mano y constituyen dos caras de la misma moneda. Pero también consideramos que la salida para recuperar la salud del planeta y sus habitantes supone desprogramarnos de la forma en que hemos concebido la relación con la naturaleza y la relación entre hombres y mujeres. En esos dos niveles necesitamos convertirnos y reconfigurarnos de una manera nueva. En este sentido, el ecofeminismo tiene un horizonte utópico, pues apunta al sueño de un hombre, una mujer y una tierra nuevos.
Esta es una cuestión crucial que desde hace mucho vienen planteando los movimientos altermundialistas. Aquí queremos abordarla desde una perspectiva creyente, acercándonos a la crisis ecológica y a la crisis del patriarcado desde una visión teológica, comprendiendo esta doble crisis como un signo de los tiempos que nos urge a una conversión; es decir, a un cambio profundo en la forma en que nos comprendemos los seres humanos y en la forma en que nos relacionamos con el resto de la creación. La propuesta es, entonces, una teología que se atreva a tejer dos hilos: el verde (la ecología integral) y el lila (las luchas feministas). El tejido de esos dos hilos desde una perspectiva creyente es lo que llamamos ecofeminismo, una visión que se expresa como teología, como forma de vivir y como una opción socio-pastoral.
En el contexto de unas relaciones heridas y desajustadas, esta visión constituye un horizonte inspirador para impulsar un cambio en nuestro mundo y sanar todas las relaciones dañadas. Este libro es una invitación a reconvertir las relaciones entre los humanos y la tierra, desde la esperanza de que es posible nacer de nuevo (Jn 3,1-8) y echar el vino nuevo en vasijas nuevas (Mc 2,22), en nuevos paradigmas que posibiliten que toda vida florezca y sea vida en plenitud para todos (Jn 10,10).
Partiendo de una visión de la realidad, el libro analiza las relaciones desajustadas que han llevado a la destrucción tanto de los seres humanos –especialmente de las mujeres– como de la casa común. La raíz de estos desajustes reside en la hegemonía del sistema capitalista patriarcal, con su imposición de un paradigma tecnocientífico y económico basado en el provecho para unos pocos, sin importar los costes humanos y ecológicos.
En la actual crisis ecológica y de violencia de género, también está de fondo una determinada concepción del ser humano y de la naturaleza. Por eso consideramos ineludible abordar la cuestión de la necesidad de un cambio de paradigma antropológico y ecológico. Pero, para encontrar esas nuevas visiones, tenemos que cuestionar nuestra misma forma de conocer para explorar otras formas de pensar e interpretar la vida y los acontecimientos. De ahí que uno de los temas que toda perspectiva liberadora y transformadora tiene que abordar es la cuestión epistemológica. Para salir de la crisis se requiere una nueva epistemología que sea capaz de acoger y escuchar otras voces, otras formas de pensar la vida, la ciencia, la tecnología y, sobre todo, la economía y la religión.
Uno de los caminos que puede ofrecer una perspectiva distinta de todos estos aspectos, tanto a la hora de analizar las múltiples crisis que estamos viviendo como en la búsqueda de posibles salidas, es la visión ecofeminista, en cuanto perspectiva holística y crítica que permite captar la interconexión que existe entre las distintas formas de opresión y el sometimiento de las personas –sobre todo de las mujeres– y de la naturaleza.
El capítulo que dedicamos al ecofeminismo lo presenta al mismo tiempo como una sabiduría antigua y moderna a la que apelar para salvar a las mujeres y al conjunto de la creación. Consideramos útil presentar la historia y la evolución del ecofeminismo, así como la diversidad de expresiones que hoy va teniendo en distintos contextos y desde distintas disciplinas.
Quizá una de las disciplinas que ha llegado más tarde a apropiarse y releer los presupuestos del ecofeminismo ha sido la teología. ¡Pero más vale tarde que nunca! La teología desde la perspectiva de las mujeres ha ido poco a poco aportando su luz y pronunciando su palabra respecto a cómo se articulan el grito de las mujeres y el grito de la tierra y qué salidas vemos desde una óptica creyente. El ecofeminismo es una simbiosis crítica de dos de las perspectivas que más están enriqueciendo y cuestionando el quehacer teológico hoy: la ecoteología y la teología feminista. Nos atrevemos a decir que tanto una ecoteología sin el aporte de la visión feminista como una teología feminista que no incorpore seriamente la perspectiva ecológica padecerían de ceguera y de sordera ante el gemido de la tierra y el gemido de las mujeres.
Pero el primer problema que tiene que abordar la teología es el de los presupuestos y paradigmas desde los que se ha comprendido al ser humano (hombre-mujer) y la relación de estos con la naturaleza. Por eso, una de las principales tareas que una teología de cuño ecofeminista ha de afrontar es la de hacer una revisión crítica de los planteamientos teológicos y las creencias que han servido como legitimación del sistema androcéntrico-patriarcal, el cual ha destruido la casa común y las relaciones de equidad y reciprocidad entre hombres y mujeres.
Ahora bien, dado que la teología no es lo primero, sino que, como afirma la teología de la liberación, es momento segundo, este escrito termina llevándonos a la fuente, a la espiritualidad, pues solo desde una profunda experiencia de Dios como amante de la vida en todas sus formas es posible sanar la tierra y sanar las relaciones humanas. Planteamos así los ejes configuradores de una ecoespiritualidad feminista. Desde ellos visualizamos que ante las múltiples formas de extractivismo y violencia hacia la tierra y hacia las mujeres urge articular la conversión ecológica –a la que invitan tanto Laudato si’ como el Sínodo de la Amazonía– y la conversión ecofeminista. Esto es indispensable para lograr la justicia social y la justicia ecológica como dos cuestiones inseparables, tal como lo afirma el papa Francisco: «No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental» (LS 139).
Finalmente, un libro que pretende ofrecer una luz desde la teología y la espiritualidad para vislumbrar una salida a la crisis socio-ambiental y a la crisis patriarcal estaría incompleto si no tuviera en cuenta que en los pueblos originarios hay una reserva de sabiduría, sobre todo en lo que respecta a su comprensión de la relación con la tierra y la visión comunitaria. Esta es la experiencia vivida a lo largo de muchos años compartiendo mi vida y ministerio teológico-pastoral en Guatemala y ahora en Chiapas (México). A pesar de la colonización del pasado y del presente, a pesar de que los pueblos indígenas están siendo cooptados y contaminados por la globalización del capitalismo neoliberal patriarcal, todavía queda en ellos un remanente de resistencia, pudiendo ser considerados como una reserva ético-espiritual de la humanidad. Por eso consideramos indispensable en un texto de ecofeminismo reconocer esa sabiduría ancestral y proponer que nuestras teologías y nuestras espiritualidades se atrevan a beber de las fuentes de los pueblos indígenas, que nos enseñan a vivir cotidianamente una espiritualidad y una ética de la interrelación, el cuidado, la interdependencia y la sacralidad de la tierra.
Este es el aspecto más destacado que aborda el último capítulo, en el que planteamos la necesidad de concretar la visión ecofeminista con un nuevo estilo de vida y una nueva praxis transformadora. Para ello hay que crear espacios, desde la vida cotidiana hasta el escenario político y religioso, donde podamos evidenciar que es posible vivir y creer de un modo saludable para la tierra y para las personas.
San Cristóbal de Las Casas,
Chiapas (México), octubre de 2020
1
Hombres, mujeres
y naturaleza:
unas relaciones desajustadas
Las dos formas en que se expresa con más fuerza el sufrimiento ecohumano son el grito de las mujeres y el gemido de la creación. Estos dos gritos nos urgen a buscar no solo una nueva práctica, sino también nuevas actitudes y nuevas formas de relación entre hombres y mujeres, y de estos con la creación entera.
Este primer capítulo parte de la realidad que atraviesa nuestro mundo en cuanto a la situación de las mujeres y al deterioro medioambiental. Pretende exponer y analizar cómo se manifiestan y se entretejen los dos grandes clamores que interpelan a nuestro mundo y que constituyen un desafío a nuestra fe. Se trata de una invitación a percibir los desajustes y situaciones de pecado que destruyen la vida de las personas y la vida del planeta.
Para ello, es necesario ver las cuestiones ecológicas y las cuestiones de género no como algo puntual o como un tema interesante que está más o menos de moda, ni tampoco como algo marginal en la existencia humana, sino como una cuestión crucial que atañe profundamente a todo el entramado del mundo. Desde una perspectiva creyente, vemos la irrupción de las mujeres y de los movimientos que buscan relaciones equitativas y de justicia entre hombres y mujeres como un signo de los tiempos. Tenemos que contemplar el surgimiento de una nueva conciencia de qué significa ser hombre y ser mujer como uno de los signos de la presencia del Espíritu en nuestro mundo.
Cuando nos acercamos al tema de las relaciones entre hombres y mujeres y de estos con la casa común, lo primero que percibimos es que estamos ante unas relaciones desajustadas que necesitan urgentemente ser sanadas y repensadas. En términos creyentes, estamos ante una situación de pecado, aunque todavía muchos hombres y mujeres no reconocen como pecado las prácticas androcéntricas y las formas sofisticadas de justificar la exclusión de las mujeres y otros colectivos, ni tampoco las formas propias que tenemos de contaminar, depredar y dañar la casa común.
1. Radiografía de un desajuste
a) Feminización de la pobreza: empobrecimiento de la tierra y las mujeres
Si tenemos en cuenta que la mayoría de nuestras sociedades son de cuño androcéntrico-patriarcal, no podemos hablar solamente de la brecha entre pobres y ricos, sino que también tenemos que hablar de otra brecha: la brecha de la pobreza entre sexos. Será a finales de los ochenta cuando se empiece a incluir la perspectiva de género en los análisis de la pobreza, llegando a la conclusión de que hay más mujeres pobres que hombres pobres en el mundo. Y no solo eso, sino que la pobreza afecta de forma diferente a hombres y mujeres. Incluir la categoría de género evidenciará que la pobreza que viven las mujeres es mucho más aguda que la de los hombres.
El concepto «feminización de la pobreza» –acuñado por Diana Pearce en su investigación Feminización de la pobreza: mujeres, trabajo y bienestar–, permite descubrir que existen factores que hacen que la pobreza afecte con mayor fuerza y frecuencia a las mujeres.
¿Cómo se manifiesta este fenómeno de la feminización de la pobreza en nuestro mundo? El primer dato que salió a la luz procede de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), que afirmó que el 70 % de los pobres del planeta eran mujeres. Según ONU-Mujeres, de las personas que en el mundo viven en extrema pobreza hay 4,4 millones más de mujeres que de hombres. Los factores que contribuyen a esta desigualdad son, entre otros: la falta de autonomía económica de muchas mujeres; la brecha de ingresos, ya que ellas perciben salarios inferiores a los de los hombres; la distribución desigual de las responsabilidades domésticas y las tareas de cuidado (niños, enfermos, adultos mayores, etc.), que, en una sociedad patriarcal, son feminizadas, recayendo generalmente sobre mujeres, que no perciben por ello ingreso alguno.
Otra manifestación de la feminización de la pobreza es el ámbito de la educación, lo cual priva a las mujeres de una cualificación para acceder a mejores condiciones de empleo. De los 800 millones de analfabetos del mundo, un 70 % son mujeres. La educación tiene un fuerte sesgo de género, sobre todo en los países más pobres. El acceso a la escolaridad no es igual para los hombres que para las mujeres. Pero la desigualdad de género se manifiesta no solo en el acceso a la escolaridad, sino también en el logro del aprendizaje, en el tiempo disponible para estudiar y en las posibilidades de continuar la educación en niveles superiores, cuestiones en las cuales las mujeres –niñas y jóvenes– constituyen la población que menos se beneficia.
La feminización de la pobreza está relacionada con la falta de acceso de las mujeres a los recursos, lo cual las priva de los medios para superar las condiciones de pobreza y las mantiene en una situación de sometimiento y de dependencia económica. Veamos, por ejemplo, la falta de acceso a las tres «T» en las que el papa Francisco ha venido insistiendo constantemente como un derecho sagrado: tierra, techo y trabajo (así lo podemos constatar especialmente en sus mensajes a los movimientos populares en los encuentros realizados en distintos lugares, como el de Bolivia, Roma, California, etc.).
– Mujeres y acceso a la tierra. En el caso de las mujeres, esto se hace crucial, pues la propiedad de la tierra está en manos de los hombres, a quienes las familias consideran los principales herederos, quedando las mujeres despojadas de ese derecho. En el imaginario socio-cultural y en las legislaciones, usos y costumbres de muchos pueblos no está contemplada la herencia para las mujeres, sino solo para los varones. Aunque el Antiguo Testamento relata el caso de una legislación lograda por el reclamo de cinco muchachas, que exigieron a Moisés y a las autoridades del pueblo que se hiciera justicia y les fuera asignada la herencia que les correspondía tras la muerte de su padre (Nm 27,1-11), increíblemente todavía en el siglo XXI existen prácticas discriminatorias de las mujeres respecto a la herencia y a la tenencia de la tierra, así como también el derecho a créditos y a incentivos para la producción.
La falta de acceso de las mujeres a la tierra está ligada al tema crucial de la seguridad y la soberanía alimentaria. Al analizar la cuestión de la seguridad alimentaria con la lupa de género, se puede constatar que la disponibilidad de la cantidad y la calidad de alimentos que requiere una persona para vivir no está garantizada para las mujeres, pues en el hogar son ellas las que perciben menos cantidad y menor calidad de alimentos (véase, solo a modo de ejemplo doméstico, cómo se distribuye un pollo entre los miembros de una familia, según sean hombres o mujeres). También el patriarcado funciona sobre la base de tabúes y prejuicios alimentarios, por ejemplo, la creencia de que los hombres necesitan más cantidad y variedad de alimentos que las mujeres. El sistema androcéntrico-patriarcal, por lo general, también ha cargado sobre las mujeres las tareas de comprar, preparar y distribuir los alimentos entre los miembros de la familia, responsabilidades de las cuales los varones, normalmente, tienden a evadirse.
La búsqueda de la justicia de género ha de comenzar por el acceso a lo más elemental y universal, que es la comida. Sin embargo, en este ámbito se mantienen patrones sociales y culturales de cuño androcéntrico-patriarcal que llevan a que las mujeres sean la población más expuesta a padecer hambre, desnutrición o malnutrición. Existe una discriminación alimentaria que opera de modo sutil en cada hogar. Y la misma ha sido interiorizada, justificada y reproducida históricamente no solo por los hombres, sino también por las mismas mujeres.
Muchas mujeres en el mundo se han acostumbrado a comer de lo que sobra o a comer de mala manera. En muchas sociedades y culturas, las mujeres comen después de los varones, y no comen sentadas a la mesa, sino en la cocina, muchas veces de pie, o, si están sentadas a la mesa, están levantándose constantemente para buscar lo que falta para abastecer y servir a los hombres. Si la familia es de escasos recursos y no hay suficiente cantidad y calidad de alimentos, quienes se privan de la alimentación son las mujeres. Ellas están en una situación de vulnerabilidad ante el derecho universal a una alimentación adecuada y saludable.
Irónicamente, las mujeres, que producen el 70 % de los alimentos a nivel mundial y que son quienes más se ocupan y preocupan por la comida diaria de la familia y las que literalmente alimentan al mundo, son las peor alimentadas. Las estadísticas señalan que la mayoría de los desnutridos del mundo son mujeres. Según estudios de la FAO, en América Latina y el Caribe existen 19 millones de mujeres que sufren inseguridad alimentaria severa. A partir de esto se constata que el patriarcado ha generado una feminización del hambre y la desnutrición. Como señala Acción Contra el Hambre, las desigualdades de género están en el origen del hambre. Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición, tal como se plantea en el segundo de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) planteados por la Agenda 2030 de la ONU, tiene que ver con la justicia, la equidad y el empoderamiento de las mujeres (objetivo 5) y con decisiones y acciones políticas radicales para hacer frente al cambio climático (objetivo 13).
– Las mujeres y el trabajo. Echando una mirada a la situación laboral, el desajuste en las relaciones de género tiene varias manifestaciones, y las mujeres se enfrentan a grandes desventajas. Por un lado está la brecha salarial, pues las mujeres no solo siguen teniendo dificultades para acceder a un empleo digno y a puestos de responsabilidad, sino que el salario percibido por las mujeres sigue siendo entre un 30 % y un 40 % menor que el que perciben los varones por realizar el mismo trabajo. Las mujeres realizan las dos terceras partes del trabajo mundial por un 5 % de los salarios que se pagan. En el área rural de muchos lugares del Tercer Mundo, la división sexual del trabajo lleva a las mujeres a encargarse de las tareas más duras: recoger alimentos, leña y agua, recorriendo largas distancias, en cuyo trayecto están expuestas a sufrir acoso y violencia. Sobre la base de la división sexual del trabajo, que deriva del esquema capitalista, que separa lo público y lo privado, la producción y la reproducción, las mujeres son confinadas a realizar los trabajos de la esfera privada y a encargarse de la función de reproducción, tareas por las cuales ellas no perciben reconocimiento ni salario alguno, lo cual las convierte en dependientes de los hombres de su entorno.
Por otro lado, el ámbito laboral es para las mujeres un ámbito de violencia, de abuso y de acoso sexual, teniendo que realizar su trabajo en condiciones de inseguridad y permanente estrés, lo que afecta a su rendimiento satisfactorio y al sentido de realización. También está la segregación ocupacional, que relega a las mujeres a los trabajos peor remunerados y con menos horarios flexibles. Y, por supuesto, está lo que ya en 1978 Marilyn Loden denominó el «techo de cristal» –o barrera invisible–, que impide a las mujeres lograr ascensos laborales y llegar a cargos directivos y gerenciales en sus ámbitos de trabajo. A esto se suma la sobrecarga laboral, pues, en una sociedad machista, a las mujeres les toca una doble jornada laboral: la del lugar del empleo y la de la casa, teniendo que hacerse cargo del sostenimiento cotidiano del hogar y asumir también las tareas de cuidado de las personas vulnerables de la familia (enfermos, niños, ancianos, etc.).