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– Mujeres y derecho a un techo. En este ámbito, las mujeres constituyen el grupo más vulnerable y se les viola el derecho a una vivienda digna y segura. La cuestión no es solo cómo afecta el déficit habitacional a las mujeres o el problema del derecho a la titularidad de la casa, sino también cómo el ámbito de la casa muchas veces es uno de los espacios más inseguros para las mujeres, pues muchos de los actos de violencia y violación acontecen en el espacio doméstico. De ahí que la lucha de las mujeres en este aspecto consista tanto en el derecho a un techo digno y a un hogar seguro como en lograr un espacio sin violencia y que sea verdaderamente un lugar de libertad, ya que la casa se torna muchas veces un espacio de confinamiento involuntario y una especie de «prisión domiciliaria» para las mujeres.
b) La violencia hacia la tierra y hacia las mujeres
Una de las realidades más clamorosas de nuestro mundo hoy es la agudización de las distintas formas de violencia hacia las mujeres en todos los ámbitos de la vida (doméstico, laboral, político, artístico, religioso, etc.) y la impunidad que rodea a todas estas violencias. Esa impunidad, que, como dice Eduardo Galeano, es el producto más barato que se ofrece en el mercado internacional1, es la misma con la que también destruimos nuestro planeta. Sobre su base, históricamente se han perpetrado los más variados actos de violencia, llegando hasta las manifestaciones más extremas de violencia contra las mujeres (feminicidio) y contra la tierra (ecocidio). Estas dos violencias están interrelacionadas y se extienden a lo ancho del mundo como una pandemia que no conoce fronteras geográficas, culturales, etarias o religiosas.
Sobre la base de una idea de progreso que ha funcionado desde una lógica depredadora y mercantilista, los seres humanos hemos ido retrocediendo en nuestra relación con la naturaleza, degenerando en una relación de violencia que está empujando a la muerte a miles de especies, incluida la misma especie humana. Son múltiples las agresiones de los humanos hacia la tierra. Hemos llegado a causarle no solo heridas difíciles de curar, sino grandes daños irreversibles que están teniendo consecuencias nefastas para nuestra vida y la del resto de las especies. Muchas de estas heridas son descritas por el papa Francisco en el primer capítulo de la encíclica Laudato si’, titulado «Lo que le está pasando a nuestra casa».
Esos daños se manifiestan sobre todo en la contaminación del aire, el agua y el suelo; la gran cantidad de basura y residuos de todo tipo producidos por la cultura del descarte; el cambio climático y el calentamiento global, debido al aumento de gases de efecto invernadero, el uso de combustibles fósiles, el uso excesivo de fertilizantes y la desforestación de selvas y bosques; la escasez y el deterioro de la calidad del agua, que produce enfermedades y muertes diariamente; la destrucción de los ecosistemas, que provoca un aumento de las migraciones de seres humanos y animales, porque ya no encuentran agua ni alimento; la pérdida de la biodiversidad, debida al cambio climático y a la explotación que ha acelerado drásticamente la extinción de miles de especies vegetales y animales; la inequidad planetaria y la privatización, que nos han conducido a la actual degradación social y ecológica (cf. LS 20-52).
Debido a la injusticia social y al deterioro ambiental, los fenómenos naturales se tornan cada vez más en desastres que afectan a los más empobrecidos, especialmente a mujeres pobres que están en situación de mayor vulnerabilidad. Las catástrofes –que casi nunca son naturales, sino que se deben a que los Estados tienen políticas catastróficas que no cuidan la vida de los pobres– suelen tener más repercusiones negativas para las mujeres que para los hombres. Esto se debe a la mentalidad androcéntrico-patriarcal, que distribuye el trabajo y los recursos de forma desigual y que lleva a que, aun en situaciones de emergencia climática, el abuso y la violencia contra las mujeres no conceda tregua, pues en las casas y en los mismos refugios para víctimas de tragedias ambientales muchas mujeres y niñas han sido abusadas y violadas.
Además, las mujeres cargan con las consecuencias de decisiones gubernamentales, económicas, militares y sanitarias tomadas en su mayoría por varones de la élite del poder. Son las mujeres y la tierra quienes sufren en su propio cuerpo los daños que ocasionan los pesticidas, los residuos químicos presentes en alimentos de consumo diario, las sustancias tóxicas de los productos de limpieza. Muchas mujeres están expuestas, a nivel doméstico y laboral, a daños a su salud que se derivan de la utilización de sustancias con contenido tóxico, que tienen que usar sin ninguna protección. Las mujeres están situadas en primera línea en cuanto personas afectadas por la degradación socio-ambiental. Ellas experimentan en mayor número y de forma más aguda los daños a la salud que provienen del contacto con agua y alimentos contaminados. La contaminación y deforestación que provocan las empresas afectan a sus cultivos, y así disminuye la posibilidad de contar con alimentos sanos.
La conexión entre la violencia hacia la tierra y la violencia hacia las mujeres se expresa también en la violencia de que son víctimas muchísimas mujeres que han unido en su sentipensar y en su praxis la causa feminista y la causa ecológica. Ellas sufren acoso, violencia, insultos misóginos y hasta la muerte por asumir la defensa de la casa común y de las mujeres.
En distintos lugares del mundo va creciendo la conciencia ecosocial, y cada vez más están surgiendo movimientos de resistencia que se articulan para luchar contra la destrucción de la naturaleza. Dentro de esas resistencias, las mujeres juegan un papel clave, siendo las más activas y creativas en la defensa y el cuidado de la casa común. Ellas están a la vanguardia en la reivindicación de los territorios ancestrales y la ecojusticia. Como consecuencia, muchas son perseguidas, criminalizadas y asesinadas por su compromiso con la equidad y la justicia social, por su búsqueda de relaciones nuevas entre hombres y mujeres y con la naturaleza. Arraigadas en una ecoespiritualidad transreligiosa de parentesco con la creación, muchas mujeres han asumido la defensa de la casa común hasta sus últimas consecuencias. Sin quererlo ni buscarlo, han llegado hasta el martirio –podríamos denominarlas «mártires socio-ambientales»–, cayendo en el surco de la tierra como víctimas del capitalismo neoliberal y patriarcal.
El secuestro, la violación y el asesinato selectivo de muchas luchadoras socio-ambientales es el mecanismo utilizado por el sistema extractivista –formado por la alianza Estado-empresas, generalmente transnacionales– para infundir terror en las organizaciones y movimientos de resistencia y continuar así enriqueciéndose con su política depredadora de la naturaleza. En el siglo XXI aumentan cada vez más los asesinatos de defensoras de la tierra y de las mujeres. En distintos lugares del planeta se constata que defender la casa común se ha convertido hoy en una de las actividades más peligrosas.
En 2015, en América Latina fueron asesinadas diez mujeres por luchar contra proyectos extractivistas destructores del medio ambiente. En 2018, en el mundo fueron asesinadas 17 defensoras del medio ambiente, siendo Filipinas y Colombia los países con más letalidad de mujeres ecologistas, seguidos por México, Guatemala, India, Ucrania y Gambia. América Latina es reconocida como la región más peligrosa del mundo para las personas defensoras del planeta (con más de 1.500 casos de defensores de la madre tierra asesinados entre 2002 y 2019). En este continente también se concentra la mayor cantidad de asesinatos, especialmente de indígenas y mujeres defensoras de la casa común, con casos emblemáticos, como el de la monja Dorothy Stang (73 años), asesinada en Brasil en 2005; el de Berta Cáceres (42 años), asesinada en Honduras en 2016; el de Diana Isabel Hernández (35 años), asesinada en Guatemala en 2019; el de María Guadalupe Campanur (32 años) y Nora López León (47 años), asesinadas en México en 2018 y 2019 respectivamente; el de Macarena Valdés (32 años), asesinada en Chile en 2016, entre otras.
c) Las mujeres y la tierra: entre el mercado y el patriarcado
Estamos en una época marcada por una mentalidad depredadora y de cruel explotación del cuerpo de la tierra y el cuerpo de las mujeres, en la que el sistema económico –dominio mayoritario de los hombres–, de forma planificada y organizada, extrae sustanciosos beneficios para una élite. Esto se hace a costa de la mercantilización de las mujeres y de la tierra, práctica que constituye el corazón mismo de la acumulación capitalista.
La raíz de los grandes problemas que destruyen el cuerpo de las mujeres y el cuerpo de la tierra hay que buscarla en la tendencia del sistema a convertirlo todo en mercancía, llegando al colmo de convertir al ser humano mismo en alguien que no solo compra y vende, sino en un objeto que se compra y se vende. Puesto que esto sucede en el marco de un sistema marcadamente androcéntrico-patriarcal, son sobre todo las mujeres quienes terminan convirtiéndose en objeto de consumo y en negocio rentable.
Entre el mercado y el patriarcado existe una relación de complicidad que daña y destruye tanto la casa común como la vida de las mujeres. Desde una visión mercantilista, el sistema promueve una dinámica de consumo en la que se promocionan un sinnúmero de productos, utilizando para ello a las mujeres como mano de obra barata, como destinatarias, consumidoras y víctimas, pero sobre todo utilizando su cuerpo como cebo, haciendo que se pase del consumo de objetos a la mujer como objeto de consumo.
Además, la sociedad de consumo ejerce en muchas mujeres una función anestesiante al inculcar una idea de bienestar y de desarrollo, de belleza y de prosperidad, a través de un consumo altamente contaminante y con consecuencias dañinas para la salud de las mujeres. La sociedad de consumo no solo incita a las personas al consumismo, sino que las consume, siendo las mujeres quienes resultan más consumidas por el capitalismo patriarcal.
Hay muchas formas cotidianas en las cuales se manifiesta cómo los mandatos patriarcales y el sistema económico consumen a las mujeres. Por ejemplo, muchas mujeres invierten gran parte de su tiempo en una serie de prácticas para responder al estereotipo de mujer del patriarcado (dedicarse en exceso a las cuestiones domésticas; dedicar demasiado tiempo al arreglo personal y a conseguir la imagen de mujer pautada por los cánones sociales de belleza y esperada por los varones; a ir de compras; a realizar tareas del hogar que deberían distribuirse equitativamente con los varones, etc.).
Pero la forma más cruel en que son consumidas las mujeres hoy la encontramos en la horrorosa práctica del tráfico de personas, cuyas redes, amparadas por el capitalismo patriarcal, actúan impunemente explotando los cuerpos de las mujeres para hacerlos rentables. La trata, que deja suculentos beneficios económicos, consume física y emocionalmente a las mujeres que son objeto de tráfico para usarlas como mano de obra barata –o como esclavas– o para convertirlas en objetos de placer y mercancía sexual para ser consumidos por los hombres, ya sea en la prostitución o en matrimonios impuestos. Es un negocio sumergido que alcanza dimensiones trágicas y alarmantes, y es uno de los fenómenos en los que con más claridad se manifiesta la connivencia que existe entre el mercado y el patriarcado. La alianza capitalismo-patriarcado ha engendrado, entre otras aberraciones, uno de los negocios más monstruosos: traficar con mujeres y niños.
Mientras se siguen consumiendo y profanando los cuerpos de tantas mujeres, el sistema económico engrosa su capital con el tráfico, que, según las estadísticas de los últimos años, ha llegado a convertirse en la segunda actividad económica ilegal más lucrativa del mundo (antecedida por el tráfico de armas y seguida por el tráfico de drogas). Sin duda, el tráfico de seres humanos –de los cuales el 80 % son mujeres– constituye hoy día «el siniestro “reverso oculto” de la globalización»2. En un documento estremecedor sobre las nuevas esclavitudes del siglo XXI, la Agencia Fides recoge el testimonio de un proxeneta que cínicamente expresó que «la mujer da más ganancia que la droga o el armamento. Estos artículos solo se pueden vender una vez, mientras que la mujer se revende hasta que muere de sida, queda loca o se mata»3.
El cuerpo roto de tantas mujeres, lo mismo que el cuerpo roto de la madre tierra, constituye hoy una sangrante interpelación a toda la humanidad y a todas las religiones, desafiándonos a afirmar, con nuestras palabras y nuestras acciones, la sacralidad de la vida en medio de un sistema que cada día lo profana al convertir en mercancía y negocio lucrativo transnacional a las mujeres y a la tierra.
d) Patriarcado, militarismo y destrucción de la tierra
Hay que señalar también que existe una interrelación entre patriarcado, militarismo y destrucción de la casa común. A lo largo de la historia, la experiencia muestra cómo los conflictos bélicos y la proliferación de armas llevan a la catástrofe socio-ambiental: destrucción de seres humanos, de los cultivos, de los animales; contaminación del aire, del suelo y del agua, etc.
Y también muchos conflictos actuales, que tienden a considerarse solo desde el ángulo político, económico, étnico o religioso, tienen como causa la crisis socio-ambiental. Muchos desplazamientos migratorios dentro y fuera de los países pobres no son más que una consecuencia del calentamiento global. Por eso en el fenómeno de la movilidad humana hay que hablar de una nueva categoría: los emigrantes y refugiados climáticos, dentro de los cuales las mujeres constituyen el sector en situación de mayor vulnerabilidad y expuestas a ser, al igual que la naturaleza, objeto de uso y de abuso.
En muchos países, el deterioro del entorno ecológico, la reducción de las fuentes hídricas y la desertificación del suelo han llevado al abandono de las tierras donde históricamente se ha asentado una población. Estos movimientos provocan no solo un desarraigo cultural y una ruptura de la red de relaciones, sino que muchas veces desembocan en conflictos y guerras entre pueblos. En estos conflictos, desencadenados por el sistema económico patriarcal, no se tiene en cuenta la visión y la sabiduría de las mujeres para buscar soluciones pacíficas y caminos de paz.
Pero no solo eso, sino que en las guerras ellas son las grandes perdedoras y las víctimas principales de los abusos y violaciones cometidos no solo por el bando contrario, sino también por los hombres de su mismo grupo. En las situaciones de guerra se confirma que los cuerpos de las mujeres son vistos por los hombres como propiedad para disponer, sea en la casa o en el campo de batalla. Los cuerpos de las mujeres son botín de guerra, territorio político, incentivo para que los soldados se animen a pelear y premio cuando obtienen la victoria.
El militarismo, en cuanto visión que enaltece al macho, lo militar y la resolución de los conflictos por la vía de la fuerza y de las armas, es una exaltación del patriarcado, pues la imagen de hombre que propugna es la del macho, la del conquistador, el que tiene fuerza viril y no tiene miedo a las armas. En cambio, cuando un hombre se resiste a usar armas, a formar parte de las filas del ejército, cuando se opone a ir a la guerra o baja la voz, es considerado como «mujercita».
La mentalidad militarista no se manifiesta solo en las prácticas de algunos sistemas políticos (presupuestos altos para gastos militares y armamento, lenguaje beligerante, servicio militar obligatorio, educación de niños y jóvenes con un estilo militar, etc.), sino que también en la vida cotidiana, tanto los hombres como las mujeres hemos introyectado formas sutiles de comportamientos militaristas. Por eso, la mayoría de los proyectos emancipadores, y sobre todo los movimientos de mujeres, tienden a incluir la desmilitarización –desmilitarizar la mente, el corazón y las estructuras– como una de las implicaciones de la lucha por despatriarcalizar las estructuras socio-políticas y religiosas.
2. Buscando las raíces del desajuste
La radiografía del funcionamiento de nuestra sociedad y de la interacción del ser humano con la naturaleza evidencia un profundo desajuste de las relaciones entre hombres y mujeres y de estos con el conjunto de la creación. Este desequilibrio es el que tenemos que subsanar desde sus raíces más profundas si queremos apuntar a un cambio sistémico y a otro mundo posible en el que restauremos la armonía original entre hombres y mujeres y todos los habitantes de la casa común para que alcancemos un buen vivir y un buen convivir.
Por eso, la cuestión crucial no consiste en cómo ir solucionando de forma aislada y fragmentaria algunas manifestaciones de la crisis ecohumana en que estamos sumergidos, sino en desentrañar cuáles son las raíces que producen esos frutos malos de la explotación de las mujeres y de la tierra.
El análisis ecofeminista tiene la virtualidad de ayudarnos a captar la interconexión que existe entre todas las formas de dominación y explotación –especialmente el vínculo que existe entre la violencia hacia la tierra y la violencia hacia las mujeres–, apuntando a la urgencia de un cambio no desde las ramas, sino desde la raíz; es decir, apuntando a un cambio sistémico, a un nuevo paradigma de relación del ser humano y la naturaleza para revertir el deterioro de la vida. Se necesitan no algunos remiendos, sino un cambio sistémico, pues en el marco de este sistema y su modelo de producción y consumo depredador de la tierra y de las mujeres no será posible salvar el planeta y salvar a la humanidad.
Entonces, las preguntas que nos tenemos que hacer al contemplar el crudo panorama de explotación y deterioro de las relaciones con las mujeres y con la tierra son: ¿qué tipo de sociedad y qué sistema es este que origina, reproduce y normaliza –e incluso sacraliza– unas relaciones tan desajustadas y dañinas entre hombres y mujeres y con la naturaleza? ¿Sobre qué fundamentos se apoya y cuál es la narrativa que sostiene este funcionamiento de nuestro mundo?
a) La huella del capitalismo patriarcal
Las relaciones desequilibradas entre hombres-mujeres-naturaleza que se han mencionado anteriormente brotan de un sistema que, entre todos los sistemas que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, es el que más ha persistido, manteniéndose casi intacto en todos los tiempos y todos los lugares: el patriarcado.
Uno de los logros de los movimientos de mujeres y de los estudios críticos de género ha consistido en identificar el patriarcado como el sistema que está en la raíz de la violencia y la marginación de las mujeres. Esta es una cuestión de importancia capital, pues ha permitido analizar las distintas formas de violencia hacia las mujeres como un problema estructural y no como experiencias individuales que se dan en unas circunstancias determinadas. Se llega así a desenmascarar que vivimos en una sociedad que en sí misma discrimina de forma sistémica a las mujeres, atravesando las cuestiones de su pertenencia étnica, edad, religión, clase social, etc.
El patriarcado es un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder en todos los ámbitos de la sociedad se encuentran exclusiva o mayoritariamente en manos de varones. Es un orden social caracterizado por relaciones de dominio y opresión, establecidas por unos hombres sobre otros y sobre las mujeres, e incluso sobre todas las criaturas que habitan la casa común. De ahí que hoy se reconozca que existe una relación muy estrecha entre patriarcado y crisis ecológica; es decir, la desigualdad de género y la visión androcéntrica del mundo juegan un papel sumamente importante en el deterioro socio-ambiental.
Tanto la explotación de las mujeres como el deterioro de la vida en el planeta tienen en la base lo que la monja benedictina Joan Chittister considera como los cuatro principios fundamentales sobre los que descansa la visión patriarcal del mundo: dualismo, jerarquía, dominio y desigualdad4.
El ecofeminismo considera que la raíz que lleva a la explotación de la naturaleza es la misma que lleva a la explotación de los pobres y a la explotación de las mujeres. Esta explotación que se fundamenta en el orden patriarcal es reforzada por el capitalismo neoliberal, que promueve modelos de producción y consumo que son altamente contaminantes y generadores de una pobreza y una exclusión que se hacen mucho más agudas cuando se trata de las mujeres.
El actual modelo económico, basado en la obtención de ganancia y en el fetichismo del dinero, necesita del sistema patriarcal como su aliado, es decir, necesita el esquema de dominación de unos sobre otros para poder mantenerse. El ecofeminismo busca demoler la mentalidad patriarcal, que explota a las mujeres, considerándolas ciudadanas de segunda categoría, y que usa la naturaleza como objeto de dominación y lucro, sometiendo a ambas desde una visión jerárquica y sexista del mundo. Desde una mentalidad capitalista-patriarcal, la tierra y las mujeres son reducidas a mercancía, y por eso a ambas hay que hacerlas producir conquistándolas, sometiéndolas y violándolas. No es casualidad que se use el mismo vocabulario machista para referirse a la tierra y a las mujeres.
El capitalismo patriarcal deja una huella de destrucción de la vida en la tierra y de la vida de las mujeres. Ha mostrado ser un paradigma depredador de la naturaleza que deshumaniza no solo a las mujeres, sino también a los hombres. El patriarcado no solo produce separación y antagonismo entre hombres y mujeres, sino que también provoca división, recelos y competencia entre las mismas mujeres. Es decir, es un sistema que socava las bases de la sororidad y la fraternidad.
b) Marco de la violencia de género: la violencia sistémica
La expresión «violencia de género» sigue siendo un concepto útil y necesario, porque ayuda a visibilizar el carácter específico y estructural de la violencia sexista. La violencia es el tema omnipresente cuando analizamos las relaciones entre hombres y mujeres. Dado que nacer mujer en una sociedad patriarcal marca una gran vulnerabilidad, somos las mujeres las que estamos en mayor riesgo de ser violentadas en cualquier etapa y en cualquier ámbito de nuestra vida.
Hablar de la violencia de género implica abrir un abanico amplio, pues se trata de un fenómeno que va desde la violencia física hasta la violencia simbólica, en la línea de lo que plantea Pierre Bourdieu, el sociólogo francés que en los años setenta acuñó este concepto. La violencia simbólica actúa de forma invisible, implícita o subterránea, estando en la base de las relaciones asimétricas de poder. Funciona a modo de esquemas mentales e inclinaciones modeladas por las estructuras de dominación que operan de manera sistémica y encubierta, señalando cuál es el marco incuestionable desde el que se ha de pensar y actuar y llevando sutilmente a que las mismas víctimas se conviertan en cómplices de los dominadores, adoptando sus mismos puntos de vista, como si el sistema de dominación ejerciera una especie de poder hipnótico5.
La violencia simbólica hace que veamos como normales determinadas prácticas sociales, llegando a una naturalización de comportamientos y prácticas excluyentes. Es una estrategia que funciona como legitimadora y reforzadora de la violencia de género y la violencia hacia la tierra. La violencia simbólica está incrustada y es reproducida por las instituciones que tienen el poder de moldear los hábitos y el pensamiento de las personas: la familia, la escuela, el Estado, los medios de comunicación y la religión. Desde el punto de vista de este libro, que se ubica en una perspectiva teológica, esta última institución juega un rol crucial, pues si las otras instituciones naturalizan el sistema androcéntrico-patriarcal, esta última llega a sacralizarlo y eternizarlo, colocando la violencia simbólica en el ámbito mismo de la voluntad de Dios.
En el marco de esta violencia simbólica, que es la violencia más sutil, invisible y suprema que utiliza el sistema y que es producida y reproducida por las instituciones señaladas antes, se ubican las distintas formas de violencia contra las mujeres. Esta violencia puede adoptar diferentes formas6 y expresarse así en distintos ámbitos:
1) La violencia física, sexual y psicológica en la familia, que se expresa en los golpes, maltratos y humillaciones, falta de reconocimiento, abuso sexual de las niñas y adolescentes en el hogar, violación por el marido, aislamiento forzoso, limitaciones de la movilidad, «venta» de las hijas para casarlas con un hombre al que no conocen y no aman, mutilación genital, explotación por sobrecarga de trabajo en la casa, ya sea exigido por maridos, hermanos, suegros y suegras, tíos, etc. o derivada de la falta de corresponsabilidad de los hombres en las tareas del hogar.
2) La violencia física, sexual y psicológica en el ámbito de la comunidad, que se expresa en las violaciones, abusos, acoso y hostigamiento sexual en el trabajo, en la calle y en las instituciones educativas o lugares de trabajo; la trata de mujeres, la prostitución forzada y la explotación en los distintos ámbitos de la vida laboral.
3) La violencia física, sexual y psicológica del Estado: es la violencia perpetrada o tolerada por las mismas fuerzas del Estado a través de políticas públicas que favorecen la impunidad ante la violencia de género. También se da cuando no se impulsan medidas ni se crean instancias que contribuyan a erradicar las causas de esa violencia.
El concepto de violencia de género incluye también la violencia económica, dentro de la cual entran las diversas formas de empobrecimiento, las injusticias, la exclusión social, que son consecuencias del sexismo. Las formas extremas de violencia hacia las mujeres no surgen de la noche a la mañana, sino que van creciendo gradualmente día a día en la medida en que toleramos las formas más sutiles y pequeñas de violencia y los micromachismos. Para percibir esas formas sutiles de violencia es necesario afinar la percepción y mirar con otras lentes; hay que ponerse las gafas violetas, como dice Lucía Ramón7, para darnos cuenta de que la exclusión y la violencia contra las mujeres son problemas estructurales y globales que están interconectados.
Cuando se llega a las formas extremas de violencia hacia las mujeres, como el feminicidio, hay detrás una historia de exclusión y violación de otros derechos. Como sostiene Nancy Pineda-Madrid:
Cuando el carácter de una sociedad se deteriora hasta el punto de que se viola la salud, el bienestar y la libertad de las mujeres, estas violaciones fomentan la «suposición de que las mujeres son usables, abusables, dispensables y descartables», y, con el tiempo, esto contribuye a formar un clima en el cual el feminicidio puede brotar y desarrollarse8.
El feminicidio es un fenómeno extendido a lo largo y ancho del mundo como una pandemia invisible, pues ante este flagelo los gobiernos y las instituciones no se alarman como lo hacen frente a otras problemáticas. El feminicidio no solo comprende el asesinato, sino el conjunto de actos violentos contra mujeres, muchas de las cuales son supervivientes a muchos otros actos violentos perpetrados contra ellas, desde el ámbito doméstico hasta el estatal (algunos estudios de género identifican hasta diez tipos de violencia contra las mujeres: psicológica, sexual, patrimonial-económica, simbólica, de acoso-hostigamiento, doméstica, laboral, obstétrica, mediática e institucional).
Las noticias sobre mujeres asesinadas son solo la punta del iceberg, pues también hay muchas otras mujeres que podríamos llamar «muertas en vida», ya que no han tenido la oportunidad de rehacer sus vidas tras haber sufrido experiencias violentas traumatizantes.
Hasta el siglo XX, la violencia contra las mujeres era vista como algo normal y no se consideraba un problema o un delito, ni mucho menos una cuestión estructural. Hoy este flagelo tiene mayor visibilidad y hay mayor conciencia de que es un grave problema que urge superar. Ello supone realizar cambios profundos de mentalidad y en la estructura de la sociedad, que ha sido construida sobre la base de códigos de dominación masculina y subordinación femenina. Pero este es un proceso lento, a menos que la humanidad despierte y hagamos una revolución. Tal como está el panorama actual, con las resistencias a un cambio de paradigma, algunos –hombres y mujeres– consideran que aún faltan muchas décadas para que colapse el modelo hegemónico de masculinidad y feminidad y surja una nueva forma de ser hombre y mujer.
c) Naturalización de las mujeres y feminización de la naturaleza
Para entender mejor la conexión entre dominación de las mujeres y degradación de la naturaleza hay que analizar cómo el pensamiento hegemónico ha planteado la relación sexo-género para legitimar la desigualdad y las relaciones de dominio de los hombres hacia las mujeres y hacia la naturaleza.
El patriarcado ha elaborado una construcción teórica que justifica la subordinación de las mujeres basándose en argumentos de orden natural, comenzando por la asociación que hace entre mujeres y naturaleza, mientras que los hombres son asociados a la cultura. La narrativa patriarcal ha inculcado la idea de que las mujeres estamos más cercanas a la naturaleza por nuestra condición biológica. Desde una visión esencialista y romántica de las mujeres y de lo femenino, se han trasladado los estereotipos de género a la esfera de la cuestión medioambiental, lo cual conduce no solo a asociar las mujeres a la naturaleza, sino también a desvincular a los hombres de la responsabilidad de cuidar la casa común, sobre todo el cuidado en el ámbito de la vida cotidiana.
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