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El portento del Cristo en la cueva

En líneas anteriores destacamos que erradicar las prácticas idolátricas requirió el trabajo exhaustivo de la orden agustina con los indios de la región. La presencia de la imagen del Cristo en Chalma resultó, posiblemente, una esperanza para los frailes a fin de lograr su cometido. Florencia nos dice al respecto:

Aviendose convertido los mas de los ocuiltecas a nuestra santa fe con la predicación de los celosos hijos de San Agustín, con la comunicación de los recién convertidos alcanzaron a saber estos dos religiofos (sean Fr. Sebastian de Reyna, y Fr. Nicolas de Perea, o otros, que esta es question de nombre) del idolo famoso que tenían los indios en esta cueva en la barranca de Chalma, y de las abominaciones, que en ella se cometían, y lastimados de ver que se daba al demonio el culto, que solo se debe al verdadero Dios, y que allí se fomentaba la idolatría, que ellos venian a destruir, guiados de los mismos naturales, entraron en la barranca, subieron la cueva, y vieron con sus ojos la abominación, que había oido de relación, y arrebatado de celo fervoroso, el uno de los padres, empezó a predicar contra el ídolo y un gran número de indios que había concurrido, dándoles a entender su engaño, y su ceguedad, y que aquel ídolo no era Dios, sino demonio que pretendía su muerte, y la de los miserables que allí morian sacrificados [sic] (Florencia, 1689: 10-11).

Nótese cómo el jesuita enfatiza el trabajo realizado por los agustinos Sebastián de Reyna y Nicolás de Perea para la conversión de los indios, sus esfuerzos y la retórica utilizada con ellos. En otra parte de la crónica Florencia refiere el portento con mucha cautela y ofrece dos versiones del acontecimiento; sorprende el hecho de que Florencia se muestre inclinado hacia el contenido de la primera versión:

Los que en todo quieren gobernarse por los aranceles de la prudencia humana, juzgan, que no se han de recurrir a los ángeles, en lo que pueden obrar los hombres; y que aun para la obra del mayor servicio de Dios, que fue la propagación del evangelio, y conversión del mundo, que fue lo mismo, que colocar a Cristo en la posición que tenía del demonio, y quitarle a este su principado, no se valió el señor de los ángeles, que lo hicieran mejor, y presto, sino de hombres, y no como quiera de hombres, sino de los más pobres y abjetos del mundo […] por más probable, y por más seguro, que los apostólicos religiosos llevaron la santa imagen, y la pusieron en la cueva, y por su medio consiguieron la victoria del idolo, y del infierno; y que el haber sido asi no hace menos celebre el aantuario, ni menos milagrosa la santa imagen [sic] (Florencia, 1689: 18-19).

La postura que asumió el jesuita respecto del portento es congruente con su preparación académica. Como especialista en filosofía y teología enfatiza que aun cuando hubieran sido los frailes quienes colocaron la imagen de Cristo en la cueva para sustituir a la antigua deidad, esta situación no demerita la relevancia del santuario ni mucho menos del Cristo; sin embargo, como hombre de fe no olvidó por completo la versión divina. En el capítulo xxviii de la Descripción Florencia refiere lo siguiente: “Y es, que desde, que se colocó, o pareció en este destierro, como en el otro, la efigie, y señal de Cristo Crucificado, han defaparecido de él, todos los animales fieros y nocivos” [sic] (Florencia, 1689: 242).

Aun con los datos contenidos en la narración nos atrevemos a realizar un cuestionamiento: ¿hasta qué grado los indios aceptaron de inmediato la sustitución de imágenes? Debemos tener en cuenta que al momento de la “aparición” del Cristo (1539) el trabajo de los regulares con los indios se encontraba en su etapa inicial, por ello no fue sencillo ni grato para las primeras generaciones de indios aceptar el cambio, sobre todo, cuando su deidad ancestral era poseedora de una fuerza simbólica extraordinaria. La realidad demostró que era necesario esperar el cambio generacional para que a finales del siglo xvi se obtuvieran los primeros resultados del programa religioso, esto significa que con todo y la relevancia de la imagen del Cristo no se tuvo la respuesta esperada por parte de los indios. Este aspecto es un reflejo del silencio que guardan las fuentes históricas sobre el particular.

Fue en el siguiente siglo cuando, bajo el impulso de la Contrarreforma, la veneración de las imágenes y su amplia difusión el culto alcanzó un auge tan inusitado que permitió configurar la llamada cultura barroca cuyos principales sujetos históricos fueron las sensibilidades colectivas de los indios.

En el siglo xvii los milagros se prodigaron por doquier, surgieron nuevos santuarios y aquellos portentos que tuvieron su origen en el siglo anterior lograron un renacimiento inusitado a merced de la piedad barroca, la exaltación de los sentimientos y la esperanza en una vida posterior a la muerte.

Promotores del culto: los frailes ermitaños taumaturgos Bartolomé de Jesús María y Juan de San José14

Con base en lo registrado por Florencia sabemos que a principios del siglo, para ser más exactos, en la segunda década del siglo xvii, llegó a Chalma Bartolomé Hernández quien en el transcurso de los años tuvo un papel destacado en la promoción del culto al Cristo. Hernández se convertiría en lego agustino al sustituir su apellido por los nombres Jesús María;15 es considerado el primer morador del yermo de Chalma, y posteriormente se le habría de unir un discípulo, el donado Juan de San José (Rubial, 1997: 62-71).

En los capítulos “xiiii” [sic] y xxii de la crónica de Florencia (1689: 78-98) se encuentra narrada con lujo de detalle la vida de fray Bartolomé de Jesús María. El jesuita comienza por señalar la relevancia de este hombre.

Porque aunque a los principios de la aparicion milagrosa del santo Cristo, no hubo en este sitio hospicio, ni casa de propósito en muchos años; ni vivió en él de asiento religioso ninguno; con todo no faltaban peregrinos, que a él concurrían a ver, y adorar el santo crucifijo, más de los naturales, aunque de los españoles, porque la cercanía del pueblo de Chalma, y la poca distancia de las dos cabeceras de Ocuilan y Malinalco convidaban a la piedad de los religiosos, a qué de cuando en cuando fuesen a decir allí misa, y a que más a menudo los indios, y españoles circunvecinos visitasen aquel lugar santificado con la milagrosa efigie del hijo de Dios. Asi corrió por mas de sesenta años la fama deste sagrado lugar, hasta que por admirables modos, y medios de la providencia del señor, que quería hacer un santuario de los más celebres, y venerables de todo el reyno, excitó y traxo a el al gran siervo suyo el V. Padre Fr. Bartolomé de Jesús María [sic] […] (Florencia, 1689: 44).

¿Quién fue este hombre y cuáles los méritos para ser considerado el promotor del culto al Cristo de Chalma? Florencia lo presenta como un hombre de su tiempo, de oficio arriero, imbuido fuertemente por los preceptos de la religión católica. Comienza su narración refiriendo aspectos personales de la vida del futuro lego agustino. Se trata de un mestizo nacido en el pueblo de Xalapa (Jalapa), hijo de Pedro Hernández de Torres, andaluz, y de Antonia Hernández, natural de Guaxocingo (Huejotzingo), tuvo siete hermanos: dos mujeres y cuatro hombres. De acuerdo con Florencia, Bartolomé supo leer y escribir y ejerció como primer oficio el de zapatero, actividad que no fue de su agrado, por lo cual a los 13 años decide emplearse como arriero con uno de sus cuñados, destacando en esta actividad e incrementando considerablemente el capital familiar al grado de poder mantener a sus padres, lo que ocurre hasta el momento en que se suscita la muerte de su cuñado de quien hereda su fortuna a condición de velar por el bienestar de su hermana.

Su condición económica lo hacía un hombre atractivo, buen partido para las doncellas; no obstante, el matrimonio estaba lejos de sus objetivos. Florencia señala que su primer pensamiento fue para ingresar a las filas de los frailes dominicos, situación de la cual lo persuadieron sus familiares a condición de que lo pensara bien. Por varios años Bartolomé continuó desempeñando el oficio de arriero, pero algunas circunstancias propias de la actividad le harían cambiar su interés. Sufrió un asalto camino a Puebla, situación que casi lo priva de la vida y lo deja endeudado. En otra ocasión perdió una carga de la cual él era el aval y por no haber cumplido en tiempo y forma con la entrega y debido al monto de la pérdida fue apresado durante seis meses en la cárcel de Veracruz, situación que le hizo perder su hacienda.

Gracias a la ayuda de un arriero agradecido con Bartolomé logra salir de la cárcel y, con ayuda de su benefactor, decide regresar a Jalapa a repartir el resto de sus bienes a una sobrina viuda y sus hijos. Después emprende su camino hacia un pueblo llamado San Antonio del camino nuevo.

Estando en el pueblo de San Antonio tuvo la fortuna de conocer al licenciado Bartolomé Vivas quien lo animó para retomar su vocación religiosa proporcionándole varios libros, entre los que se encontraban La vida de san Antonio Abad, su inspiración definitiva; Las ánimas del purgatorio y El santo Rosario. Los contenidos de las obras le sirvieron para tomar la decisión de retirarse a vivir en la ermita de la virgen de la Soledad donde estuvo año y medio, ahí comenzó a ejercitarse en duras penitencias al cabo de las cuales decidió vender su última pertenecia, una mula, para comprar jerga y confeccionar saco y esclavina a fin de transformarse en un ermitaño formal; narra la crónica que Bartolomé en esos momentos tuvo en mente buscar un lugar lo más apartado y quieto para continuar su vida solitaria.

Decidido a emprender su nueva vida se traslada a Amilpas, junto al pueblo de Miacatlan, actual estado de Morelos, donde vivía uno de sus hermanos, estando ahí se entera de la existencia de las cuevas de Chalma y la imagen del Cristo, seguramente por voz de su pariente de quien se piensa era arriero. Con esta noticia emprendió la marcha para dirigirse al recinto sagrado guiado por su hermano. Fue así como este hombre llegó al paraje de Chalma y, decidido a llevar a cabo su proyecto de vida, le pidió a su hermano que lo dejara allí: “Este sitio será mi descanso, aquí habitaré toda mi vida, porque lo escogí para mi mansión y morada [sic]” (Florencia, 1689: 87).

Sin embargo, el fervor que movía a este hombre fue puesto a prueba desde el primer momento de su llegada, debido a que en un principio no tuvo el apoyo esperado por parte de los frailes agustinos, quienes al conocerlo dudaban de si realmente era la fe lo que guiaba sus acciones, de manera que tardó algún tiempo para mover los sentimientos de los custodios del lugar quienes con algunas reservas finalmente le permitieron tomar una celda en el sitio, espacio en el que estuvo viviendo por tres años, hasta que los religiosos decidieron otorgarle el hábito de donado. Para el 16 de diciembre de 1629 el fraile Juan de Grijalva lo admitió como religioso lego en el convento de Malinalco y le señaló el puesto de las cuevas por noviciado, un año más tarde profesó en Ocuilan.

Un aspecto que sobresale en el contenido de la crónica es la continua mención de su forma de vida, la cual era considerada virtuosa y alejada de las cosas mundanas. Florencia (1689: 92) menciona que tenía para sí un ideal de vida: “Quien tiene a Dios, todo lo tiene; y efto es lo que fe ha de buscar, y no otra cosa [sic]”. Es factible que los agustinos advirtieran en sus acciones un modelo de virtudes y un digno ejemplo para los indios, por ello los agustinos decidieron incorporarlo a la orden.

Hombre de penitencia dura, martirizaba su cuerpo usando una jerga áspera y ajustada, alambres, hoja de lata con rigurosas puntas, cadenas atadas al cuello y una plancha de plomo de dos libras; además, se disciplinaba de manera continua y sangrienta por lo menos tres veces al día. La constante y profunda oración a Cristo provocó una transformación en la personalidad del fraile Bartolomé, por lo que comenzó a realizar milagros entre los fieles que iban al lugar y tenían la oportunidad de estar cerca de él para externarle sus tribulaciones. Florencia da cuenta también de los prodigios ocurridos directamente a su persona, como salir ileso en varias ocasiones de caídas estrepitosas o de peligros inminentes que pudieron hacerle perder la vida. Señala el jesuita que la fama de este ermitaño llegó a oídos de personajes prominentes de la época, motivo por el cual fue mandado a llamar por el arcecediano de Puebla —posteriormente obispo de esa ciudad y de Oaxaca— y los virreyes de la Nueva España —conde y condesa de Salvatierra— lo que Bartolomé aprovechaba para difundir el culto al Cristo de Chalma.

Bartolomé vivió cerca de 90 años. Los sucesos de su muerte quedaron registrados de manera especial en la crónica: su deceso ocurrió el 18 de febrero de 1658, sin embargo, la serie de acontecimientos que tuvieron lugar antes y después de su fallecimiento terminaron por dotar de sacralidad la personalidad de este hombre. Señala el jesuita que en el momento en que sucedió su muerte ocurrieron algunos prodigios: el primero, la cantidad de cera que se recibió para su entierro a pesar de que no se tenían existencias en el sagrario; la segunda, el repique de campanas sin la intervención humana; la tercera, la emanación del cuerpo de una admirable fragancia; cuarta, la permanencia del mismo aroma en la celda en la que murió, por más de dos meses, durante el día y la noche. Luego de leer con detenimiento el contenido de la crónica no nos queda la menor duda de que la fama del ermitaño y la del Cristo tuvieron amplia difusión entre la mayoría de los devotos novohispanos del altiplano central en la Nueva España.

Por lo que respecta a la vida del fraile fray Juan de San José, discípulo de Bartolomé de Jesús María, debemos decir que a diferencia de su maestro la narración de su vida en la crónica es escueta; no obstante, esto no impide advertir el trabajo y la continuidad que este fraile dio al proyecto de su maestro al quedar al cuidado del santuario. Nacido en Santa María, Calimaya, de padres españoles, entre los 11 y los 12 años fue entregado por sus progenitores a fray Bartolomé, y entre los 15 y 16 años recibió el hábito agustino. Narra la crónica que desde pequeño tuvo inclinaciones a las cosas de la religión. Florencia refiere que fray Juan de San José continuó los pasos de su mentor en todos los aspectos para destacar, principalmente, en su devoción por la sagrada imagen; de hecho, una vez concluido su noviciado se dedicó de lleno al cuidado y propagación del culto dándose a la tarea de recolectar limosnas para remozar el lugar, para lo cual debió desplazarse a distintos lugares: Toluca, Ixtlahuaca, Tenancingo, Zacualpan, Taxco y la ciudad de México.

Este fraile, al igual que su maestro, tuvo el don de la taumaturgia (Florencia, 1689: 276-277), pues curó a tres religiosos del convento de Chalma luego de haber sufrido sendos accidentes. Su muerte ocurrió el 28 de marzo de 1689.

Los milagros realizados por el Cristo de Chalma

En el capítulo xxviii de la crónica, Florencia (1689: 238-251) registra los milagros obrados directamente por la sagrada imagen. Enfatiza las manifestaciones salvadoras de la imagen como respuestas a las peticiones de los devotos; en una ocasión salvó a un indio de morir después de haber sufrido una caída estrepitosa al interior de la barranca desde lo alto de un árbol; en otra ocasión curó a una mujer enferma, de condición tan delicada que se encontraba al borde de la muerte. Un caso más de la manifestación de la sagrada imagen fue con una niña quien, al caer de un árbol, se desplomó de espaldas con tan mala suerte que se le dislocaron los huesos. Los padres tomaron la decisión de llevar a la niña ante la imagen; una vez que estuvieron en el sitio sagrado oraron juntos al Cristo y entonces ocurrió el portento solicitado.

El último suceso prodigioso está relacionado con la conversión de un devoto salteador. Este pudo ser el caso más conocido entre los feligreses de la época, dadas las circunstancias que lo rodearon. Florencia menciona que el salteador era conocido en la región como “el príncipe de los montes” y lideraba varios grupos de salteadores de caminos que se dedicaban al hurto. Los lugares en los que llevó a cabo su actividad fueron Pinar, Río Frío, Izúcar, Amilpas, Texcoco, Chalco, Las Cruces y los montes de Toluca. En suma, gracias a los testimonios recopilados por Florencia, es posible advertir a detalle las razones por las cuales los devotos asistían a Chalma a postrarse frente a la imagen.

La atención de las autoridades virreinales

Hasta aquí hemos destacado el papel de los frailes taumaturgos en la difusión del culto al Cristo de Chalma y la intervención divina de la sagrada imagen.Estas situaciones lograron atraer la atención de las autoridades religiosas y civiles. En 1683 Chalma recibió la visita del jesuita Francisco de Florencia16quien se dio a la tarea de recopilar informes sobre el santuario, el Cristo y la vida del fraile Bartolomé de Jesús María. Por voz de fray Juan de San José, discípulo de Bartolomé, obtuvo la información necesaria para escribir laDescripción histórica y moral del yermo de San Miguel de las Cuevas…, obra que saldría a la luz en Cádiz en 1689.

Al siguiente año de la visita de Francisco de Florencia, el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas estuvo en el santuario como parte de su recorrido pastoral el 14 de diciembre de 1684.17 En aquella ocasión otorgó licencias para confesar, confirmó a ocho personas y realizó oficios religiosos antes de continuar su camino rumbo a Malinalco. El hecho de que este prelado fuera al santuario permite considerar la relevancia que tenía el lugar para ese entonces. Rubial (1997: 66-67) menciona que era tal la fama del difunto Bartolomé que ese mismo año Aguiar y Seijas pidió que se abriera su tumba para encontrar el cuerpo incorrupto.

Dos años más tarde el virrey Tomás Antonio Manuel Lorenzo de la Cerda y Enríquez de Ribera visitó Chalma. Antonio de Robles (1972: 112-114) registra el suceso en los siguientes términos: “El día 20 de enero de 1686 el virrey salió de la ciudad de México rumbo a Chalma regresando el 31 del mismo mes”. Sin duda, la atención que prestaron las autoridades al santuario permite dimensionar la relevancia que adquirió este lugar a finales del siglo xvii.

La presencia jesuita en la región y el papel de los arrieros

Como hemos referido, el mayor peso del trabajo religioso desarrollado con los indios y pobladores de la región correspondió al clero regular, especialmente la orden agustina, que llevó a cabo los proyectos de evangelización y adoctrinamiento de los indios y peninsulares, y dispuso las bases para la emergencia de una nueva religiosidad. No obstante, a inicios de la segunda década del siglo xvii llegaron a la región los hijos de san Ignacio de Loyola cuya labor se restringió exclusivamente al aspecto económico. Éstos procedieron a administrar y hacer productiva una donación realizada a los jesuitas en 1610 por el bachiller Gaspar de Pravés, que consistía en un trapiche, tierras, ganados y aperos.18 No fue sino hasta 1614 cuando la orden tomó posesión de la donación bajo presión de los donantes.19 Esta propiedad, con el paso de los años, se habría de transformar en el ingenio y la hacienda azucarera de Xalmolonga.

Por los datos referidos todo parecería indicar que los jesuitas no tuvieron relación alguna con la difusión del culto, sin embargo, de manera indirecta resultaron ser sus promotores. En principio, los jesuitas supieron administrar la donación realizada por Pravés. La propiedad amplió de manera considerable sus tierras a lo largo del siglo xvii mediante la compra de terrenos a particulares de Malinalco lo cual incrementó los productos obtenidos del cultivo de la caña, entre ellos el azúcar y sus derivados (Flores et al. , 2014: 37-38).

La situación económica del ingenio y la hacienda promovió un dinamismo económico no sólo en la región sino en otras latitudes, ya que los jesuitas necesitaban mano de obra para trabajar las tierras, cuidar de los ganados y distribuir los productos obtenidos del procesamiento de la caña de azúcar en sus otras haciendas ganaderas o directamente al Colegio de San Pedro y San Pablo en la ciudad de México (Solís, 2015).

Podemos advertir que la actividad económica de los jesuitas en la región se enlaza con la difusión del culto, pues las rutas de origen ancestral consideradas para el transporte de productos y ganado también sirvieron para difundir los sucesos prodigiosos ocurridos en el santuario de Chalma. Al regreso de las recuas, los arrieros no sólo llevaban las ganancias monetarias, sino la compañía de peregrinos en busca del auxilio divino. Un dato revelador sobre la afluencia de los peregrinos al recinto religioso se encuentra contenido en la crónica de Florencia:

Me parecio forsoso darte (o lector) razón de haber tomado a mi cargo escribir esta historia, porque no entiendas, que me he merecido a segar mies agena, sin licencia de su dueño. Pasaba por el ingenio de hacer azúcar de Xalmoloaga, que es de la Compañia, el año 1683, y estando apenas dos leguas distante del Santuario, que llaman de Chalma, me pareció poca devoción, no ir adorar la santa imagen que se halló en una de sus cuevas, aunque fuese rodeando alguna cosa. Hizole, y me pesara de no haber ido, porque no he visto cosa mas devota, ni mas amena, ni mas digna de verse, que el sitio de las cuevas, ni mas para ser visitado, que el santuario del cristo cruficado […] quantos peregrinos subían a la cueva, y quantos bajaban llenos de fervor, y devoción a la hospederia [sic] […]”(Florencia, 1689: 17-18).

De esta manera los jesuitas se convirtieron indirectamente en los propagadores del culto al Cristo de Chalma; los arrieros, además de su actividad, desempeñaron la noble tarea de conducir a los peregrinos por los caminos por ellos conocidos al santuario. En efecto, como lo referimos anteriormente, a inicios de 1685 el virrey mandó aderezar los caminos que conducían al santuario.