Kitabı oku: «Paranoia», sayfa 3

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§ 3. Homo academicus

Al recordar los rasgos de comportamientos erráticos y patológicos, se hace notorio el hecho de que la perturbación insana de la vida de las personas proviene de situaciones que cercan la exploración de posibilidades y limitan las perspectivas de acción en función de cuadros interpretativos distorsionados por los que cedemos a feroces males en vez de construir medios estables para el desarrollo mutuo. En esa dirección, hemos intentado mostrar que el concepto de paranoia sirve para subrayar los agotamientos anímicos que acarrean la competitividad y la lucha por la supervivencia. Paranoia es un buen concepto por dos razones: la primera es que concentra psicología y política y abre así posibilidades de análisis de las emociones públicas; la segunda es que permite la compresión crítica de las situaciones de desconfianza y competencia. Varias de las características de la paranoia representan el molde de pensamientos, sentimientos y aptitudes promovidas en escenarios enfermizos que no deben ser descuidados ni pasados por alto. Hacerlo sería olvidar la tremenda influencia que tiene la economía afectiva en la existencia de las organizaciones. De hecho, mientras siga ocurriendo que en estas se desatiendan los asuntos anímicos de las comunidades que las activan y sustentan, no habrá lugar a la crítica institucional sensata y prospectiva, ni habrá lugar a la formulación de horizontes distintos de trabajo mancomunado.

Pues bien, creemos que ese punto de vista es aplicable a la universidad. Ciertamente, el Homo academicus corre el “privilegiado” riesgo del malestar, el agotamiento y la perturbación por convivir en el centro de difíciles condiciones institucionales; condiciones que traducen en la cotidianidad el debate universitario entre los valores y objetivos políticos y culturales de alta estima y la influencia de modelos de producción estandarizados en los que son necesarios “patrones culturales medios y conocimientos instrumentales útiles para la formación de una mano de obra calificada” (Santos 2005, 11). Nuestro país no está al margen de esa situación. El medio universitario está impregnado de dudas acerca de cómo orientar el contenido, la estructura y la pedagogía del conocimiento: si en torno a los procesos de investigación, innovación y transferencia mejor apreciados por los estándares internacionales, o si en torno a las necesidades de formación superior coherente con los supuestos de la movilidad social —i. e., generación de empleo.14

Por supuesto, también estamos hablando de la manera en que se han “viciado” los caminos para construir conocimiento (sobre todo por la égida del comercio y los acuerdos mundiales sobre el tema de servicios), de la cercanía de la universidad a criterios administrativos y empresariales y del excesivo énfasis dado a las demandas de aplicación y rentabilidad que pesan sobre el desarrollo tecnológico y científico.15 Esto todo el mundo lo sabe: la redefinición de la investigación y la enseñanza, que se ha promovido a través de las políticas de transferencia, no solo ha impactado la concepción acerca de cómo se produce y para qué produce conocimiento; también ha impactado la valoración general que hacemos sobre las disciplinas y los profesionales (cfr. Rosovski 2010, 136-138). Lidiamos con dudas de todo tipo por cuanto se considera la idea supuestamente decorativa del conocimiento y la alta cultura en contraste con la cuestión del conocimiento socialmente útil y la ambivalencia con respecto al problema del conocimiento potencialmente rentable (cfr. Peters y Olssen 2005, 57-69).

Por otra parte, son notables los entornos insanos a las libertades necesarias de los procesos de formación, investigación y extensión: con el deterioro moral y anímico y el conflicto de las facultades se puede ver que no hay nada especial en la academia en lo que a juegos de poder y estructuras de posición se refiere.16 Es muy alto el interés por la dirección de organismos (consejos, comités, etc.), por la participación en instancias de decisión, por las distinciones académicas, por los rangos de titulación, por las menciones mediáticas (como apariciones en televisión y colaboración en diarios), por las citaciones, por las invitaciones a eventos, por los niveles en las categorizaciones, etc. Por lo anterior, es preocupante ver el modo en que el funcionamiento jerarquizado de la academia tiende a la constitución de luchas y competitividades en sentido análogo al de otros campos de poder.

Para decirlo ampliamente, se sabe a través de algunos de los intelectuales más comprometidos en la discusión sobre la idea de universidad en Latinoamérica que competencia científica y competencia social se aúnan en el conflicto entre la facultad de conocer, la razón práctica y la lógica de la pertinencia y la aplicabilidad de la técnica (cfr. Hoyos 2011, 2013; Santos 2005). La cercanía de la universidad a las políticas de comercio y las necesidades de mercado, sumada a la preocupación por la calidad de la educación y por la posibilidad de reducir las brechas en las clases sociales, tiene causa en las variaciones de la relación contemporánea entre educación y sociedad. La universidad ya no es como antes. Y la sociedad pide cosas que también son distintas. Los cambios recientes ahondan en ciertas renuncias al conocimiento especulativo en beneficio del conocimiento con relevancia práctica.

También es cierto que los cambios recientes representan la defensa de la solidez administrativa y la cuantificación de procesos académicos, así como el énfasis en la responsabilidad social y la importancia dada a la formación continua. La integración de la academia al ámbito de los servicios y el consumo es perfectamente visible en el prestigio de los profesionales, etc. Se trata de modificaciones históricas que impactan la organización universitaria y el ethos institucional de maneras que son objeto de constante análisis, crítica y reflexión (cfr. Wende 2011, 233-253; Pechar y Lesley 2011, 25-52).

Ahora bien, es tiempo de reconocer que el impacto de los procesos asociados al mercado, las necesidades económicas, la calidad de la educación, etc., envuelven y enredan algo tan profundo como las discusiones en torno a los recientes desafíos de la universidad —financiación, transnacionalización, paso del conocimiento universitario al conocimiento aplicable y contextual, educación a distancia, innovación, empleabilidad, transformación social, etc. (cfr. Santos 2005, 13-36). Este sería nuestro modesto aporte en el escenario de la inmensa discusión sobre la universidad: pensamos que no solo la crisis de la idea de universidad en el siglo XXI es la que conduce a los problemas más interesantes. Digamos que la universidad merece más que reflexiones acerca de las características culturales y sociales que ha perdido en el devenir del Capital en los últimos años. Es igual en el otro extremo: es insuficiente la apología al conocimiento práctico y a las búsquedas de justicia social que a veces suelen usarse como tutela institucional de los intereses de financiación —y en algunos casos de simple rédito (cfr. Wæraas y Solbakk 2009, 449-462). Quizá se pueda pensar que son los motivos y el sentido mismo de las actividades de formación, investigación y extensión los que están puestos en juego en el escenario que podríamos llamar —con de Sousa Santos— el mercado emergente y competitivo de los servicios universitarios.17

En esta cuestión estamos profundamente embrollados. Los jefes de unidades y departamentos, los secretarios académicos, los profesores universitarios e investigadores, los estudiantes, los representantes administrativos, los asistentes, el personal de servicios generales, etc., todos nos situamos en una carrera burocrática, seguimos el interés por los ingresos regulares, tenemos el signo de la evaluación, enfrentamos el tema de la productividad y mantenemos relaciones institucionales —más o menos— jerarquizadas en un armazón de prácticas y luchas dominadas por la síntesis de competitividades empresariales y las nuevas relaciones entre investigación, saber y docencia. Ello tiene efectos directos sobre la producción de conocimiento, sobre las estructuras administrativas y curriculares y sobre el ejercicio libre, independiente e incondicionado del pensamiento y la crítica. Pero, sobre todo, la competitividad empresarial y el espíritu de la técnica tienen efectos negativos en la flexibilidad institucional y los esquemas adaptativos necesarios en la producción de conocimiento nuevo y en el ejercicio de la ciudadanía, el cultivo de las emociones y el fomento de horizontes plurales de trabajo y vida. Creemos que es importante atender el hecho de que el éxito académico y el prestigio universitario son valorados según estrictos criterios de productividad y eficiencia.

Por otra parte, tenemos la situación de ver que la universidad está cada vez más preocupada por el conocimiento socialmente útil y el conocimiento rentable en una indistinción que —de no ser resuelta— deja las puertas abiertas a transformaciones problemáticas en los objetivos, los valores y los procesos de formación, investigación y extensión;18 transformaciones que tocan temas como la erosión de la libertad académica, la seguridad laboral, la valoración de la producción intelectual, las actividades de docencia, investigación básica e incondicionada e investigación aplicada, así como la relación entre docencia e investigación, las identidades profesionales, la construcción de programas académicos, etc. (cfr. Naidoo 2005, 49-53; Peters y Olssen 2005, 62-69). Nuestra tesis sostiene que el riesgo de comportamientos paranoicos es propio del Homo academicus.

Los temas, problemas y factores que hemos mencionado ofrecen terrenos, y bien interesantes, de trabajo e investigación en torno a los efectos en la vida universitaria de la pujante búsqueda da calidad y otros horizontes de la educación superior. Si se nos permite decirlo una vez más: Homo academicus es, pues, la expresión de quienes coexistimos en el escenario universitario reciente, donde es impresionantemente fortalecida la búsqueda de prestigio académico y capital científico y las necesidades de generación de ingresos y aplicabilidad técnica por la vía de un sistema de recompensas y sanciones que favorece actividades de competencia con resultados en las interrelaciones humanas y en los procesos institucionales que hace falta interrogar constantemente.

Conclusión

Todo está ahí: las instalaciones, los recursos, las personas, las convocatorias, los premios, los proyectos y las metas, el sueldo, el tiempo, las descargas. Pero algo pasa: las personas están mal. No se sonríe mucho. Hay malestar y rumores. Angustias. Pesadumbre. La situación es triste. Empobrece. ¿Qué pasa?19 En escenarios enfermizos no tenemos más que patrones de colegialidad hueca: podemos estar juntos, sentarnos en las mismas reuniones, compartir eventos, transitar en los mismos pasillos, comprometernos con las responsabilidades del departamento, vernos cotidianamente, tomar café y saludarnos, pero nada de esto traduce —al menos no necesariamente— acercamientos, proximidades, sociabilidad.20 La estructura institucional, aunque eficiente, rentable y con prestigio y calidad, puede al mismo tiempo esquivar aspectos fundamentales de los vínculos humanos. Por ejemplo, el hecho de que la comunicación horizontal es más efectiva que los controles administrativos y las sanciones.21 O que la situación de cercanía institucional no conlleva directamente el trabajo mancomunado. La competencia entre colegas, y también entre dependencias y oficinas, por alcanzar mejores resultados y por obtener mayores puntajes en los indicadores de eficiencia y productividad puede producir distorsiones y luchas intestinas en las comunidades académicas (cfr. Naidoo 2005, 45-56).

Ahora bien, mucho del asunto se relaciona con el hecho de que la universidad ha crecido en envergadura y con el hecho de que la calidad de la educación se ha convertido un asunto de indicadores, productividad, etc. La universidad opera —a veces sin restricción y a veces con autonomía— en función del capital académico y científico de sus instancias, procesos, agentes, productos, servicios, programas —todos, de nuevo hay que decirlo, evaluados según patrones externos y estándares.

En efecto, es impresionante el número y la diversidad de instituciones de educación superior existentes a lo largo del mundo; todas, de alguna manera guiadas por sistemas internacionales de clasificación y por criterios de gestión pensados para la medición, comparación y valoración de las actividades de formación, investigación y extensión, además de las actividades de administración institucional. Nos atreveríamos a decir, incluso, que la competitividad es un rasgo estructural de la educación, en el sentido de que el devenir de las instituciones universitarias se conforma según patrones de posicionamiento estratégico correlativos a lineamientos para la medición y valoración de procesos, agentes, productos, actividades. Todo este asunto de las mejores universidades, de las jerarquías de los programas (técnico, tecnológico, profesional, de posgrado), de la selectividad en la admisión, de la necesidad de recursos, de la ideología del conocimiento útil, de la valoración social de las profesiones, de la cualificación de los profesores… —no somos exhaustivos en la lista— es expresión de la existencia de tales patrones y lineamientos de la educación superior.

Es una realidad circunscrita. Es más, podemos aceptar, sin demasiada resignación y sin pesimismo, que son más o menos forzosas las presiones que produce el mercado, la búsqueda de ranking, los criterios y jerarquía administrativos y las necesidades de calidad y prestigio, etc. Tan forzosas son que existen pocas posibilidades de que dejen de aparecer, en el horizonte de las instituciones universitarias, los cálculos realistas y el jalonamiento político e institucional que producen. Y, sin embargo, llamamos la atención sobre los desgastes anímicos y las consecuencias laborales que tiene el vaciamiento de orientaciones y sentidos polémicos respecto de la compresión de la educación como un producto que debe presentar diferenciaciones y de la universidad como una empresa que se alimenta de ventajas comparativas. Ninguna organización es perfecta. Ni las universidades privadas ni las públicas.

Por otra parte, ninguna organización —y la universidad menos— está fuera de lo real o de las reglas de juego de la sociedad en la que se instala. La escena económica, de mercado y competitividades (que está en la base de la situación) no parece presentar un afuera —algo así como una instancia en la que el Capital estaría suspendido y en la que podríamos asumir criterios incondicionados de acción en los procesos de educación universitaria y de otra índole. Lo que podemos ver es, ciertamente, muchos esfuerzos, y de naturaleza diversa, a la hora de enfrentar los asuntos actuales de la educación y la sociedad. Pero, aun en la imperfecta organización universitaria y con todo el realismo que se pueda tener, no debería olvidarse el palpable hecho de que la universidad concentra actividades de dignidad superior y que, sobre todo, trata con comunidades de personas.

Sobre la dignidad superior de la universidad es fácil encontrar reflexiones elocuentes —simplemente prolífica es la documentación sobre el tema. Aquí hemos hablado de climas de desconfianza y de condiciones institucionales enfermizas pensando en otra cuestión: que en la universidad —y en las instituciones, podría decirse ampliamente— existen campos o regiones de influencia donde resulta fundamental la vida anímica de la gente y las emociones. Ira, miedo, envidia, culpa, aflicción, etc., son íntimos factores que afectan la estabilidad y los cambios en el devenir de las organizaciones. Las emociones no solo son parte de la interioridad anímica de los individuos y se hacen relevantes justo cuando se piensa en los compromisos de las instituciones con el fomento de las capacidades humanas. Permítanse unos brevísimos instantes para “cerrar” con el exposición sucinta de la cuestión.22

Compartir el espacio común pone en juego los altos y valorados compromisos de los conciudadanos. Es muy fácil aceptar la importancia de los imperativos morales y de las normas en el devenir de las organizaciones. Pero las emociones y los episodios anímicos de la vida común y cotidiana son los que, en el fondo, pueden ofrecer vigor y hondura a las prospectivas y los horizontes de las instituciones. Las emociones son el motor de la acción humana. Ofrecen terreno de luchas y refuerzan proyectos. Y también hacen eclosionar divisiones, acentuar jerarquías, promover desatenciones, cerrilidad, angustias, miedo. Las emociones son asunto político en esa medida. Y no solo por el hecho de expresarse en el ámbito público. Lo son porque forman parte de las instituciones que influyen en la existencia humana y porque afectan (potencian o limitan) las oportunidades de acción y pensamiento. Así, tomarse en serio la tarea de valorar su impacto en los procesos de individuación y en la cultura política significa pensar el miedo, la culpa, el resentimiento y la tristeza como el origen y el destino de las comunidades paranoicas más reactivas e impotentes.23

Por supuesto, es bueno recordar que siempre existe el camino de investigación que conduce a la posibilidad de “apreciar todo aquello que nos ayude a ver el desigual, y con frecuencia poco agraciado destino de los seres humanos, con humor, ternura y goce, en vez de con un furor absolutista por una perfección imposible” (Nussbaum 2014, 31). Al lado de la crítica sobre los escenarios en que nos entregamos a episodios emocionales enfermizos (paranoia, como en el caso de Zoja, o ira, como en el caso de Sloterdijk), también se encuentran los caminos de investigación sobre otros recursos emocionales, entre los cuales están la compasión, el amor y la alegría (cfr. Nussbaum 2014, 139-197).

Un último paso. Hemos dicho: es asunto político la preocupación por las emociones y su rol en el espacio de convivencia pública. Ahora es igualmente importante subrayar que la compresión política de las emociones se refuerza si se atiende el problema de ver en qué condiciones es posible promover afectos y vínculos anímicos guiados por la búsqueda de desarrollo en uno mismo y en los demás. El énfasis en los logros personales y en el entrenamiento individual para las salvajes competencias recientes de la cultura contemporánea conllevan escenarios enfermizos, donde resulta palpable la ocasión de querer proteger nuestra frágil interioridad mancillando y doblegando a otras personas a punta de gritos, amenazas, presiones, memorandos, notificaciones, censuras, exclusiones, etc.

La lección presente aquí puede nombrarse a través de dos fórmulas: por una parte, hay que estar alerta y someter a crítica toda disposición autoritaria. Y no solo con respecto a los hombres del poder. Rasgos de imposición yacen también en las valoraciones y los ajustes a criterios. Evaluaciones cognitivas y presupuestos ontológicos se hayan secretamente guardados en los estándares, lineamientos e indicadores que aparecen aquí y allá —es lo que arriba llamamos procesos del tipo top-down. Evaluamos, clasificamos y valoramos aquello que es importante y aquello que no está de acuerdo con el modo en que describimos y comprendemos el mundo. Por otra parte, hay que estar alerta respecto de todo aquello que pueda originar paranoia en la complejidad de la psicología humana. Es necesario escarbar en los mecanismos psicológicos y políticos tendientes al menoscabo de las posibilidades de acción. Se trata del trabajo institucional con una pregunta recalcitrante: ¿cómo cultivar las emociones públicas en beneficio de vínculos sociales prospectivos, alegres, potencialmente abiertos y heterogéneos —al tiempo que se hace todo por desalentar e inhibir aquellas emociones que limitan las metas de desarrollo, progresión y búsqueda de posibilidades?

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