Kitabı oku: «Una ficción desbordada», sayfa 2
2. El Paradigma
El diseño clásico ha llegado hasta nuestros días tironeado de un pragmatismo que lo ha rebautizado como el Paradigma y que le ha valido amantes y detractores. Los primeros no pueden resistirse al boceto infalible que propone su nombre. Los segundos detestan precisamente esa reducción del arte narrativo a un elenco de pasos a modo de recetario. Ambos señalan a Aristóteles como responsable: para los primeros es una suerte de gurú y para los segundos es un gurú que se equivoca. Pero lo cierto es que ambas posturas se construyen sobre un sesgado entendimiento de la Poética, o de haberla entendido a través de autores que usaron sus ideas con un criterio homogeneizador; de tal forma que lo que se discute no son los fundamentos aristotélicos, sino cierta interpretación generalizada que se ha hecho de las ideas del filósofo.
Aristóteles es doxa, no episteme. La Poética establece un marco que cada autor manipula de acuerdo con su sensibilidad, talento y competencia. De ninguna manera puede verse como una fórmula, porque corre el riesgo de generar obras atávicas. Sus postulados surgieron de observar las obras de Agatón, Aristófanes, Crates de Atenas, Eurípides, Sófocles, entre otros, y tienen un tono orientador, pues señalan las características requeridas para componer un bello poema. Si en algún momento este compendio perdió su impronta de enfoque matriz para volverse un paradigma, fue a mano de los procesos que vinieron aparejados con la industrialización –en este caso, del relato audiovisual y, específicamente, del cine–, que lo convirtieron en una suerte de molde al otorgarle una infalibilidad que tiene más de facilismo que de asimilación de conceptos.
El llamado Paradigma normaliza la Poética, le otorga un orden, una secuencia. Establece una estructura donde los componentes más importantes del texto se vuelven dispositivos capaces de reunir públicos de distintas realidades, socioeconómicas y culturales. De ahí que Yves Lavandier (2003) llame modelo sintético al Paradigma, porque representa una síntesis del diseño clásico a partir de cierta experiencia generalizada de consumo.
El Paradigma se asentó gracias a los manuales de guion que aparecieron a inicios de los años ochenta en Estados Unidos, alentados por un aparato comercial que subía cada vez más sus apuestas y reclamaba beneficios. Es la época de la ley Reagan, que permitió a los estudios tener nuevamente control sobre la exhibición tras la ley del Tribunal Supremo de 1948. La adquisición de salas por parte de los estudios desató una guerra por las recaudaciones e hizo necesario que las películas se estrenasen en varios locales en simultáneo y que obtuvieran éxito inmediato durante al menos una o dos semanas.
La búsqueda del grial que asegurara la taquilla empezó, probablemente, en 1979, cuando Syd Field, guionista y productor para David L. Wolper Productions y director del Departamento de Guiones de Cine-mobile Systems, escribió la que sería considerada una biblia: El libro del guión. Field es autor de una pragmática férrea, sus enunciados son como comandos que deben ejecutarse indefectiblemente y jamás pierde de vista la importancia de enganchar al auditorio. Su base es la estructuración en tres actos: principio o arranque, medio o confrontación, final o resolución. A lo largo de este esquema, ordena distintos conceptos, como peripecias y lances patéticos, pautando el momento en que deben ocurrir y cuánto deben durar.
Junto a Field aparecen otros nombres, como Linda Seger, Doc Comparato, Robert McKee, Christopher Vogler e Irwin Blacker. Sin embargo, Field se destaca de todos ellos no solo por su influencia, sino porque, a diferencia de los otros que sí conceden diferencias y reformulaciones, ninguno como él pone el acento en la estructura, lo que dota de solidez a su planteamiento, pero al mismo tiempo lo encapsula. Comparato, por ejemplo, considera su texto De la creación al guión (1992) una suma de fundamentos, técnicas y normas que el guionista debe conocer para luego saltarlas y reinventarlas. McKee, aunque usa el mismo tono de Field en El guión: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones (2002), no postula una estructura definitiva en beneficio de un mejor desarrollo del personaje y de la historia. Todos ellos, y varios otros, en mayor o menor medida, han completado y afinado el modelo descrito por Field y asentado por la industria.
A la luz de estas ideas, el Paradigma puede describirse de la siguiente manera: toda historia ocurre en tres actos que se suceden en dramático in crescendo regido por una lógica causal. El personaje central o protagonista sirve de guía en el relato, desarrolla un punto de vista y es el gancho emocional para la audiencia. Al final del primer acto, ocurre una peripecia que altera su mundo y lo introduce de lleno en el desarrollo de acciones que le permitan retomar el control de su vida a través de la consecución de un objetivo. Durante el segundo acto, el protagonista da pelea, resiste, enfrenta y va venciendo cada una de las situaciones que amenazan cada vez más su éxito, hasta que se da de bruces contra el suelo, pues ocurre un lance que lo sumerge en un aparente punto sin retorno. El público teme que no alcance su objetivo. Esta situación crítica abre las puertas al tercer acto, donde ocurre algún tipo de revelación (anagnórisis): quién es él, qué significa realmente el objetivo que persigue, qué es lo que realmente importa, quiénes y cómo son los que le rodean, cuál es la clave para salir del foso en el que ha caído…, en fin, de modo que logra salvar el escollo y se enfrasca en una batalla final. Hace un último esfuerzo supremo y consigue la redención. No necesariamente implica un final feliz, pero la mayoría de las veces comporta un desenlace positivo para el establishment.
3. La estructura reparadora
Algunos autores como Ken Dancyger y Jeff Rush (1991) llaman al Paradigma estructura reparadora en tres actos, ya que al final de los eventos se restituye la tranquilidad, la felicidad, el equilibrio. Esto no debería tener ninguna connotación negativa, puesto que, desde los mitos, el efecto aleccionador de los relatos involucraba elementos de reparación. No obstante, al concentrarse en los aspectos físicos/externos del personaje, el Paradigma pierde de vista la transformación mental/interior y, de esta manera, convierte la reparación en una exposición y no en una experiencia para el espectador.
Esto es fundamental para el efecto poético que persigue el diseño clásico. La narrativa pone en juego el común denominador del acervo humano, de ahí que Robert McKee (2008 [2002]) insista en repetir que las historias son una metáfora de la vida. No se trata de que el público ría o llore en ciertos pasajes de la historia, sino que disimule la risa o el llanto para no evidenciar las verdades y miserias que anidan en él y que esa historia ha puesto al descubierto. En una exposición interesan los objetos. De hecho, estos han sido intervenidos, afectados, y lo que se muestra es el resultado de la afectación. En una experiencia, en cambio, el sujeto participa de la transformación y palpita como si fuera el personaje. Las historias deben proponer experiencias vitales.
El Paradigma suele evadir esta función con argumentos que pueden frasearse más o menos de la siguiente manera: profundizar el mundo interior genera distorsión, resta claridad a la exposición del relato, aletarga el desarrollo de la trama, es peligroso porque corre el riesgo de asumir impostaciones que puedan contravenir cierto estándar burgués. Sin embargo, todas estas consideraciones parten de un error de concepto. Lo que atenta contra el ritmo es la vaguedad de las acciones. La dimensión no aburre, lo que provoca modorra es el exceso de elocuciones en que se incurre para explicar con palabras lo que las acciones no han conseguido. El problema con la acción en el Paradigma, ya lo dijimos, es que se concentra en movilizar al personaje hacia su objetivo, no en transformarlo mientras da cuenta de los distintos pliegues del alma humana.
El Paradigma prefiere mundos de compartimientos estancos en los que todo tiene un lugar, una forma y una suerte. Las categorías universales del bien y el mal son sus agentes motores. Rehúye la escala de grises y la mayoría de veces reduce el carácter al maniqueísmo. Al Paradigma le acomodan los personajes claros, identificables, sin ambages. Atticus Finch, el protagonista de To Kill a Mockingbird (Mulligan, 1962), bien podría señalarse como el arquetipo ideal. Construido como un proverbial padre de familia, ejemplo de moral y modelo de integridad para los abogados de Estados Unidos, Atticus es un personaje que solo puede admitir objetivos venerables y positivos –por ejemplo, defender al hombre negro acusado de violación en un sur violentista y zarandeado por la crisis–, lo que sin duda reduce la posibilidad de cualquier ruido narrativo o ideológico entre el público y la pantalla. En cambio, alguien como Tony Soprano, el capo de Nueva Jersey en The Sopranos (HBO, 1999-2007), representa todo un problema. Tony se construye como una versión degenerada de los mafiosos que han poblado la pantalla. Tiene una madre autoritaria de la que intenta apartarse. Ama a su esposa, pero tiene una serie de aventuras. Sus hijos adolescentes lo desbordan. Es un sujeto preocupado y depresivo, víctima de constantes ataques de pánico. Su moral consiste en tener cerca a las personas que le son útiles, pero cree y repite que incluso en estos tiempos el concepto de familia todavía significa algo. En suma, Tony es alguien demasiado ingobernable para encajar en un esquema indispuesto para los entresijos y la filigrana. ¿Cómo narrar y hacer verosímil la reparación de un cínico? ¿Cómo definir acciones incontestables y acordes con el establishment?
En el Paradigma, la idea aristotélica de carácter es entendida como un conjunto de cualidades del personaje y no como parte del proceso de las acciones del personaje. John Howard Lawson (1976) precisa esta idea al señalar que la acción interna es parte de la acción total que incluye al individuo y su medio. Para él, el carácter debe entenderse como una «actividad» en la cual los hechos externos operan un estímulo sobre los órganos sensoriales, afectando ideas, sentimientos y voliciones, para producir como resultado una acción o hecho interno que moviliza el relato. Es decir, el carácter solo tiene sentido en su relación con los hechos, porque la voluntad del personaje se ve permanentemente modificada, transformada, puesta en jaque, debilitada, reforzada, en función del sistema de acontecimientos en que opera. Es en medio de todo esto que se cuece la historia o, mejor dicho, esa tensión es la historia. Aristóteles acertaba cuando sostenía que el carácter estaba subordinado a las acciones, aunque nunca ahondó lo suficiente para dejar en claro que no se trataba de una acción en general, sino de una acción dramática, es decir, una capaz de interesar y conmover vivamente.
Las críticas al Paradigma han rescatado de las bibliotecas a un personaje del siglo XIX que fue rápidamente olvidado pese al reconocimiento que obtuvo: Eugène Scribe, dramaturgo francés, pero sobre todo empresario teatral, que encumbró su nombre gracias al éxito del que gozaron sus obras. De Scribe se ha dicho que fue un visionario, un tipo sensible para comunicar las cosas extraordinarias de la vida ordinaria, con un agudo sentido para los negocios, lo que le permitió cosechar una pequeña fortuna, un noble reconocimiento, pero el desinterés más injusto por parte de la historia. Scribe fue acaso el más fecundo autor dramático francés, compuso cerca de quinientas piezas entre comedias, libretos de ópera, vodeviles, dramas, sin contar sus acercamientos a la novela, pero de todas ellas apenas han sobrevivido las óperas I vespri siciliani (1854) y La favorite (1840), gracias a los méritos de Verdi y Donizetti, respectivamente.
A Scribe se debe el primer paradigma del que se tiene noticias. Tras fracasar con sus primeras obras, le llegó el éxito con Las pompas fúnebres (1815), y a partir de ese momento se dedicó a reproducir las articulaciones y móviles principales de esa pieza en su cuota y dosificación exactas para asegurar la aceptación general del respetable en siguientes ocasiones. Si uno revisa su método, encontrará que el plan consiste en presentar claramente al protagonista y su antagonista, en desarrollar la nobleza del primero y la maldad del segundo. La beligerancia transcurre de manera velada hasta que el problema se hace evidente y el protagonista debe enfrentar conflictos que lo abruman cada vez más. Esto conduce a lo que debió ser un momento importante, porque Scribe nunca prescinde de una escena caótica, llena de personajes, donde ocurre una muerte, una pelea, una herida. Todo se torna muy negro, pero al final, casi rozando el deus ex machina, el protagonista descubre al antagonista, se arreglan los malentendidos y se refuerza la moral (Clark, 1947). Sus logros deberían haberle encumbrado como referente obligado; sin embargo, apenas unos curiosos recuerdan sus hazañas de un estreno por mes en distintas salas parisinas de las que era, además, socio o propietario. La historia del maestro Scribe es una suerte de metáfora del maquinismo y el desarrollo que caracterizó la Segunda Revolución Industrial del siglo XIX –y quién sabe si hoy tendría el mismo éxito–. El pragmatismo forma parte del juego en el sistema de libre mercado, pero cuando ingresa en los terrenos del arte enciende polémicas.
Lo interesante de todo esto consiste en notar que si bien las historias son el resultado de una visión permeada por las premisas del tiempo en que se narran –ideologías que muchas veces comportan sus propias consideraciones estéticas–, la Poética sigue funcionando como la superestructura que las orienta. En los años de la Segunda Guerra Mundial y los que siguieron, los narradores debieron componer relatos que, pese al dolor y la barbarie, pudieran acompañar al público y dialogar con él. El neorrealismo utilizó los elementos aristotélicos de manera distinta de lo que hasta ese momento se practicaba. Abordó la realidad como una experiencia fenomenológica desprovista de jerarquía, maniqueísmo y, sobre todo, juicio. Introdujo humor, sátira y poesía para contar lo que se es en el mundo, sin ánimos de condenar o enaltecer.
Pensemos en Ladri di biciclette (De Sica, 1948). Antonio Ricci es víctima del robo de su bicicleta y debe recuperarla para no perder el trabajo que apenas les da de comer a él y a su hijo. Tras denodados esfuerzos, algunos ridículos como consultar una vidente, reconoce su bicicleta y trata de recuperarla, pero los compinches del ladrón se lo impiden. Antonio recurre a la policía, pero esta no puede hacer nada sin testigos del robo. Al final del día, cuando regresa a casa con su hijo, derrotado, ve una bicicleta que nadie custodia e intenta robarla, pero la gente lo descubre y quiere castigarlo. Solo el llanto de su hijo consigue disuadirlos y Antonio regresa a casa, sin bicicleta y sin honra, convertido en un ladrón. El mundo que narra De Sica es tan estremecedoramente real que nada se reduce a ser un objeto o un símbolo, de manera que sea fácil emitir un juicio moral, sino que más bien invita a dar un salto hacia la realidad de los personajes y vivir junto a ellos. Lo que Aristóteles llamaba pensamiento aquí se organiza en otra clave, de manera que el éthos y el juicio crítico del carácter hay que buscarlos entre los espectadores, no en la película.
Todo esto no hace sino poner en evidencia la sensibilidad del vínculo entre el público y la pantalla, siempre vivo, siempre fresco. Si al cabo de un tiempo, el roce del viento, los enfrentamientos con algún depredador, el contacto con el agua o el sol hacen que los pájaros muden de plumas, del mismo modo la narración muda de estructuras porque el público cambia. Los autores del Renacimiento evitaron el conflicto directo suprimiendo acciones que luego eran elegantemente descritas por los personajes en aras del decoro. Sin embargo, al cabo de unos años, estas prácticas se transformaron con las fuerzas sociales que debilitaron la estructura feudal y legitimaron el ascenso de los mercaderes como clase, lo que supuso tratar directamente debilidades y costumbres de la burguesía. En esta línea, lo que hoy conocemos como el Paradigma no es más que una normalización de la superestructura del diseño clásico a partir del dominio de la producción, la distribución y la exhibición sobre la manera de escribir historias para el audiovisual en el siglo XX. Pero no es la única.
4. La estructura mítica
A mediados de los años ochenta, empezó a circular un breve texto titulado Guía práctica para entender el viaje del héroe, orientado a escritores y guionistas con la intención de pautar un desarrollo dramático aplicable a los relatos de aventura. El autor era Christopher Vogler, un veterano analista de historias que había identificado elementos, motivos y acciones recurrentes que se sucedían en los guiones y que, de alguna manera, los emparentaba. Esta constatación lo llevó a profundizar en el libro de Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, y en las ideas de Carl Jung acerca de los arquetipos para proponer, en El viaje del escritor, pautas para la transformación de un personaje en héroe a partir de su aventura interior.
El trabajo de Vogler obtuvo reconocimiento inmediato, alentado en gran medida por el éxito de la saga Star Wars, de George Lucas (1977). En el libro, Vogler coteja sus hallazgos con varios relatos literarios y guiones exitosos, y plantea la existencia de una matriz narrativa esencial proveniente del inconsciente de la humanidad, cuyas primeras manifestaciones serían los mitos, fuente inagotable de todas las historias y razón por la cual leyendas babilónicas, cuentos budistas y cantos apaches, por ejemplo, compartirían temas y estructuras análogas aun sin haber tenido contacto entre sí. De acuerdo con esto, la trama constaría de doce pasos. (1) Se presenta al protagonista, que vive en un mundo ordinario donde reina un equilibrio que pronto se pierde. Entonces, (2) recibe un llamado a la aventura; (3) del que duda o se niega; aunque, finalmente, (4) acepta ante circunstancias que lo superan, o animado por un mentor. Así, (5) penetra en un mundo extraordinario, en una dimensión especial; (6) aprende lecciones y desarrolla habilidades, al tiempo que supera pruebas, consigue aliados y enfrenta enemigos que ponen en riesgo su empresa. (7) Esta sucesión de eventos lo lleva al lugar o situación que encierra el mayor de los peligros: una circunstancia que, la mayoría de las veces, supone un encuentro cercano con la muerte. (8) Afronta una prueba suprema de la que sale airoso gracias al desarrollo de sus condiciones, pero tras un calvario emocional y una serie de peripecias angustiosas. De este modo, (9) cumple con la misión encomendada y obtiene su recompensa. (10) Emprende el camino de regreso a casa, un trecho dedicado a la celebración, pero también a la ponderación de las consecuencias de su enfrentamiento con las fuerzas del mal. De este modo, (11) el protagonista florece, sus vivencias le han transformado en un héroe –ha resucitado como un nuevo ser–, pues es capaz de asimilar, entender y comprometerse con ese «nuevo yo». (12) El héroe regresa a casa e inaugura un nuevo equilibrio.
Christopher Vogler funda este esquema a partir de las experiencias iniciáticas protagonizadas por los héroes mitológicos de todos los tiempos y culturas. Con esta secuencia, instrumentaliza los trabajos de Campbell y Jung, además de simplificar o anular otros momentos pautados en la obra del mitólogo –como el encuentro con la diosa o la apoteosis–, a fin de ofrecer un itinerario claro y sin riesgos para el espectador. Entonces, si el Paradigma normaliza los cánones del diseño clásico, el viaje del héroe hace lo propio con la extensa y variada tradición que se condensa en el folclore, los relatos orales y, cómo no, los cuentos de hadas2, para lograr una maquinaria narrativa eficiente.
El éxito del modelo de Vogler descansa en gran parte en el hecho de haberse liberado de las premisas del psicoanálisis. Vogler entendió que los relatos perderían sentido si se concebían como expresión del inconsciente colectivo, pues todas las hazañas quedarían reducidas a pulsiones mecánicas e ingobernables. En cambio, puso énfasis en la duda, porque así marcaba distancia con el héroe de dotes excepcionales que cumple un destino categórico. En su esquema, el protagonista siempre se ve superado por las circunstancias y, sin embargo, lucha en un contexto poco favorable que agranda su valor y sacrificio.
Aunque no hay referencias explícitas, la síntesis de Vogler se acerca a la visión que J. R. R. Tolkien tenía de los mitos. Para el filólogo británico, el mito no podía concebirse como una proyección del subconsciente, no solo porque la creatividad del narrador quedaría reducida a la voz del sueño eterno de la humanidad, sino porque los consideraba modos eficientes de expresión de anhelos y verdades de su tiempo. Si bien Tolkien no sistematizó una forja heroica, en su Trilogía del Anillo puede encontrarse un programa que coincide y supera el esquema que Vogler propondría varios años después.
Por lo demás, el modelo mítico resulta tremendamente versátil. Al liberarse de determinismos y pulsiones recónditas, la fórmula deja de operar solo para personajes que descubren su condición heroica a través de la aventura y permite acceder a situaciones análogas de distinta índole. De alguna forma, especialmente en el cine de Hollywood, las ideas del self-made man y la ética protestante del trabajo –la necesidad de trabajar duro como componente del atractivo y el éxito personal– reemplazaron a la predestinación y emparentaron definitivamente al héroe con el sujeto de a pie. Gracias a esto, y en concomitancia con el tiempo en que le tocó asentarse, el relato audiovisual ha sido el principal responsable de la promoción del hombre común a la categoría de héroe, hecho no menor si se entiende como una de las mayores aperturas narrativas que permitió, a su vez, gestar un vínculo muy cercano y sensible con la audiencia. El audiovisual convirtió la vida cotidiana en una épica moderna, distante del semidiós trágico e incluso del superhombre que debió surgir de esa modernidad ilustrada y tecnológica que pretendía la utopía de un mundo mejor.