Kitabı oku: «365 días con el Padre Pío», sayfa 2
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
11 de enero
El conocimiento de la indignidad potencial, que consiste en saber qué seríamos o qué podríamos hacer sin la asistencia de la gracia, y del que hemos hablado hasta ahora, no debe confundirse con la indignidad actual.
La primera hace a la criatura aceptable y grata a los ojos del Altísimo; la segunda la hace detestable, porque es el reflejo de la iniquidad presente en el alma, en la conciencia.
Vosotras, en las tinieblas en que os encontráis la mayor parte de las veces, confundís una con otra; y, del conocimiento de lo que podríais ser, teméis que ya sois aquello que es sólo posible en vosotras.
El ignorar si ante Dios sois dignas de amor o de odio es un sufrimiento y no un castigo, porque nadie teme ser indigno cuando verdaderamente lo quiere ser o lo es. Tal incertidumbre es permitida por Dios para todos los seres humanos, para que no presuman y para que caminen con cautela en la consecución de la salvación eterna.
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
12 de enero
Recordad esto: si el demonio hace ruido, es señal de que todavía está afuera y no dentro. Lo que debe aterrorizarnos es su paz y su sintonía con el alma humana. Creedme, ya que os hablo como hermano y con la autoridad de sacerdote y en calidad de vuestro director: desechad estos vanos temores; alejad estas sombras que el demonio va poniendo en vuestras almas para atormentarlas y para alejarlas, si fuera posible, también de la comunión diaria.
Sé que el Señor permite al demonio estos asaltos para que la misericordia divina os haga más gratas a Él; y quiere que vosotras os asemejéis a Él en las angustias que padeció en el desierto, en el huerto y en la cruz; pero os debéis defender, alejándolo y despreciando sus malignas insinuaciones.
(7 de diciembre de 1916, a las
hermanas Ventrella, Ep. III, 541)
13 de enero
Estate atenta para no perder de vista la presencia divina a causa de las actividades que realices. No emprendas nunca tarea alguna u otra acción cualquiera sin haber elevado antes la mente a Dios, dirigiéndole a Él, con santa intención, las acciones que vas a realizar. Harás lo mismo con la acción de gracias al término de todas tus actividades, examinándote si todo lo has realizado siguiendo la recta intención deseada al principio; y, si te encuentras manchada, pide humildemente perdón al Señor, con la firme resolución de corregir los errores.
No debes desanimarte ni entristecerte si tus acciones no te salen con la perfección que buscaba tu intención; ¡qué quieres! Somos frágiles, somos tierra, y no todo terreno produce los mismos frutos según la intención del sembrador. Pero, ante nuestras miserias, humillémonos siempre, reconociendo que no somos nada sin la ayuda divina.
(17 de diciembre de 1914,
a Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
14 de enero
Inquietarnos después de una acción porque no ha salido según la intención pura que se tenía no es humildad; es signo claro de que el alma no había puesto la perfección de su obra en la ayuda divina, sino que más bien había confiado demasiado en sus propias fuerzas.
Mi Raffaelina se preservará de esta secreta filosofía de Satanás, desechando sus sugerencias tan pronto como las haya advertido. La gracia vigilante del Señor te libere en todo momento de ser conquistada, incluso levemente, por ese espíritu maligno. Nunca es de poca importancia para un alma desposada con el Hijo de Dios haber caído, incluso en cosas pequeñas, en las malas artimañas de este terrible monstruo.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
15 de enero
Nunca te entregues con tu espíritu a tus trabajos o a otras acciones tan intensamente que llegues a perder la presencia de Dios. Para eso, te ruego que renueves con frecuencia la recta intención que has tenido desde el principio; que recites de vez en cuando las oraciones jaculatorias, que son como muchos dardos que van a herir el corazón de Dios y a obligarle, acéptame esta expresión que no es en absoluto exagerada en nuestro caso, a obligarle, digo, a concedernos sus gracias y su ayuda en todo.
No te sientes a la mesa sin haber orado antes y haber pedido la ayuda divina, para que el alimento que con desgana vamos a tomar para alivio de nuestro cuerpo no haga daño a tu espíritu. Después, siéntate a la mesa procurándote algún pensamiento devoto, dándote cuenta de que está presente el Maestro divino con sus apóstoles santos en la última cena que tuvo con los suyos, al instituir el sacramento del altar.
En resumen: esforcémonos para que la cena corporal nos sirva de preparación para la absolutamente divina de la santísima Eucaristía.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
16 de enero
No te levantes nunca de la mesa sin antes haberle dado las debidas gracias al Señor. Haciéndolo así, nada tendremos que temer de parte de la maldita gula. Al comer, cuídate de la caprichosa selección de los alimentos, sabiendo que basta poco o nada si lo que se quiere es satisfacer al estómago. No tomes nunca más alimento del necesario, y procura ser moderada en todo, buscando con interés inclinarte más hacia la sobriedad que hacia el exceso. No pretendo, sin embargo, que te levantes de la mesa en ayunas; no, no es esta mi intención. Actúa en todo con prudencia, norma para todas las acciones humanas.
No se acuestes nunca sin haber examinado antes tu conciencia sobre cómo has pasado el día, y no antes de haber dirigido todos tus pensamientos a Dios, de haberle ofrecido y consagrado tu persona e incluso la de todos los cristianos, especialmente mi pobre persona, ya que eso mismo hago yo por ti.
Además, ofrece para gloria de su divina majestad el descanso que vas a tomar, y no olvides nunca al ángel de la guarda, que siempre está contigo, que no te abandona nunca, ni siquiera ante las ofensas que puedas hacerle.
(17 de diciembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 273)
17 de enero
Comprendo que el alma en la que habita Dios teme siempre, en cada paso que da, ofenderle; y este santo temor resulta casi insoportable si se centra en el cumplimiento de los propios deberes. Pero esta alma debe animarse, porque es precisamente este temor el que no le dejará caer en faltas, si se decide a seguir adelante. Hermano mío, si permanecer en pie dependiera de nosotros, seguro que, al primer soplo, caeríamos en manos de los enemigos de nuestra salvación. Confiemos siempre en la piedad divina, y experimentaremos cada vez más lo bueno que es el Señor. (…)
Entre tanto, te suplico fervientemente que no pierdas el tiempo pensando en el pasado. Si fue bien empleado, demos gloria a Dios; si mal, detestémoslo y confiemos en la bondad del Padre celestial. Más aún, te exhorto a poner tu corazón en la paz de este consolador pensamiento: vuestra vida, en aquello en que no haya sido bien empleada, ya ha sido perdonada por nuestro dulcísimo Dios.
Aleja con todo interés las angustias e inquietudes del corazón; de otro modo, todos tus esfuerzos conseguirán poco o ningún beneficio. Tengamos por cierto que, si nuestro espíritu está turbado, los asaltos del demonio, que suele aprovecharse de nuestra natural debilidad para conseguir sus objetivos, serán más frecuentes y más directos. Estemos muy atentos a este punto, de no poca importancia para nosotros: tan pronto como nos demos cuenta de caer en el desá-nimo, reavivemos nuestra fe y abandonémonos en los brazos del Padre del cielo, dispuesto a acogernos siempre que con sinceridad recurramos a Él.
(9 de febrero de 1916, al P. Basilio
da Mirabello Sannitico, Ep. IV, 191)
18 de enero
Hijita mía, no temas las tempestades del duro invierno, porque, en la medida en que este sea más duro, la primavera será más rica en flores y la cosecha más abundante. En cualquier cosa que diga o haga el tentador, Dios va obteniendo en ti su admirable objetivo, que es el de completar tu transfiguración en Él. No prestes atención, mi queridísima hijita, a los susurros y a las sombras adversas del enemigo; y cree la verdad que encierra esta afirmación, que hago con plena autoridad de director tuyo y con plena seguridad de conciencia. Temer perderte entre los brazos de la bondad divina llama más la atención que el temor del niño estrechado entre los brazos maternos. Aleja cualquier duda o preocupación, que, por lo demás, son permitidas por la caridad divina con el mismo fin antes indicado.
Los movimientos de diástole y sístole que sientes en el corazón nacen del amor que rechaza y del amor que atrae. Por tanto, vive tranquila, extiende tu alma ante el sol eterno y no temas sus rayos ardientes y abrasadores. Extiende, digo, tu alma, hijita queridísima de mi corazón, ante este sol de eterna belleza, si anhelas que se abra el capullo para dejar salir de él la hermosísima mariposa.
(21 de mayo de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 857)
19 de enero
Ten paciencia, hijita mía, al soportar tus imperfecciones, si de veras quieres la perfección.
Acuérdate de que este es un punto importantísimo si queremos avanzar en los caminos que nos conducen a Él. Cuando no puedas caminar a grandes pasos por este camino, confórmate con pasos pequeños, esperando pacientemente a tener piernas para correr o, mejor, alas para volar; confórmate, mi buena hijita, con ser por el momento una pequeña abeja de la colmena, que bien pronto se convertirá en una abeja madura, capaz de fabricar la miel.
Humíllate amorosamente ante Dios y los hombres, porque Dios habla a quien tiene las orejas bajas. «Escucha –dice él a la esposa del Cantar de los Cantares–, medita y baja tus orejas, olvídate de tu pueblo y de la casa paterna». Hazlo como el hijito cariñoso que se postra rostro en tierra cuando habla al Padre del cielo; y espera la respuesta de su oráculo divino.
Dios llenará tu vaso de su bálsamo, cuando lo vea vacío de los perfumes del mundo; y, cuanto más te humilles, más te ensalzará.
(21 de mayo de 1918, a
Antonietta Vona, Ep. III, 857)
20 de enero
Me veo casi en la absoluta imposibilidad de poder expresar la obra del amado. El infinito amor, con la inmensidad de su fuerza, ha conquistado al fin la dureza de mi alma; y me veo anulado y reducido a la impotencia.
Él se va derramando totalmente en el pequeño vaso de esta criatura, que sufre un martirio indecible y que se ve incapaz de llevar el peso de este inmenso amor. ¡Oh! ¿Quién vendrá a sostenerme? ¿Qué haré para llevar al infinito en mi pequeño corazón? ¿Qué haré para guardarlo siempre en la estrecha celda de mi alma?
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
21 de enero
Mi alma se va derritiendo de dolor y de amor, de amargura y de dulzura al mismo tiempo. ¿Qué haré para sostener tan inmensa actuación del Altísimo? Lo poseo en mí, y es motivo de tal alegría que me lleva, sin que lo pueda evitar, a decir con la Virgen Santísima: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».
Lo poseo en mí, y siento la necesidad imperiosa de decir con la esposa del Cantar de los Cantares: «Encontré al que ama mi alma... lo abracé y no lo soltaré». Pero es entonces cuando me siento incapaz de sostener el peso de este amor infinito, de mantenerlo entero en la pequeñez de mi existencia; y me invade el terror, porque quizá tenga que dejarlo por la incapacidad de poder contenerlo en el estrecho espacio de mi corazón.
Este pensamiento, que, por otro lado, no es infundado (mido mis fuerzas, que son limitadísimas, incapaces e impotentes para tener siempre fuertemente abrazado este divino amor), me tortura, me aflige y siento que el corazón salta de mi pecho.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
22 de enero
Padre mío, no puedo sobreponerme a este dolor; en el esfuerzo que me supone, me siento aniquilado, me siento desfallecer; y no sabría decirle si vivo o no en esos momentos. Estoy fuera de mí. Dolor y dulzura se contraponen en mí y reducen mi alma a un dulce y amargo desvanecimiento.
Los abrazos del bienamado, que en este momento se suceden con gran profusión y, diría, que sin pausa y sin medida, no son capaces de extinguir en ella el agudo martirio de sentirse incapaz de llevar el peso de un amor infinito.
(12 de enero de 1919, al P. Benedetto
da San Marco in Lamis, Ep. I, 1111)
23 de enero
¿Para qué, pues, vivimos nosotros? Después de habernos consagrado a él en el bautismo, somos todos de Jesucristo. Por tanto, el cristiano debería tener como suyo el dicho de este santo Apóstol: «Para mí la vida es Cristo», yo vivo para Jesucristo, vivo para su gloria, vivo para servirlo, vivo para amarlo. Y cuando Dios nos quiera quitar la vida, el sentimiento, el afecto, que tendríamos que tener, debería ser precisamente el de quien, después de la fatiga, va a recibir la recompensa, el de quien, después del combate, va a recibir la corona.
¡Gustemos, sí, gustemos, oh, mi querida Raffaelina, saboreemos esta excelsa disposición del alma de tan gran apóstol! Sí, es verdad que todas las almas que aman a Dios están dispuestas a todo por amor al mismo Dios, teniendo el convencimiento pleno de que todo redundará en su propio beneficio. Estemos preparados siempre para reconocer en todos los acontecimientos de la vida el orden sapientísimo de la divina providencia, adoremos y dispongamos nuestra voluntad para conformarla siempre y en todo a la de Dios, ya que de este modo glorificaremos al Padre celestial y todo nos será beneficioso para la vida eterna.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
24 de enero
El apóstol se alegra al pensar que por nada será confundido y que de ningún modo descuidará su deber de apóstol de Jesucristo. Se alegra también de que en su cuerpo, incluso en medio de todas las cadenas a las que está sometido, Jesús siempre será glorificado. Si vive, exaltará a Jesucristo por medio de su vida y de su predicación, también estando en cárcel, como ya lo había hecho hasta ahora predicando a Jesucristo a los del pretorio; si, en cambio, es martirizado, glorificará a Jesucristo ofreciéndole el supremo testimonio de su amor.
Por tanto, declara abiertamente que su vivir es Cristo, que es para él como el alma y el centro de toda su vida, el motor de todas sus acciones, la meta de todas sus aspiraciones. Y, después de haber dicho que su vida es Jesucristo, añade también que su morir es una ganancia para él, porque con su martirio dará a Jesús testimonio solemne de su amor, conseguirá que su unión con Jesús sea más irrompible, y aumentará también la gloria que le espera.
¿Qué dices, Raffaelina, de este modo de hablar? ¡Las almas mundanas, al no tener ningún conocimiento de gustos sobrenaturales y celestiales, al oír semejante lenguaje, se ríen y tienen razón! Porque el hombre animal, dice el Espíritu Santo, no percibe las cosas que son de Dios. Ellas, pobrecillas, que no tienen otros gustos que no sean de barro y de tierra, no pueden hacerse una idea de la felicidad que las almas espirituales dicen experimentar al padecer y morir por Jesucristo.
¡Oh, cuánto mejor para ellas si, en lugar de maravillarse y de reírse, reconocieran su culpa y admiraran, al menos en silencioso respeto, la entrega afectuosa de estas almas, que tienen un corazón tan encendido en amor divino!
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
25 de enero
En san Pablo estos dos sentimientos procedían de la caridad perfecta. El de ser disuelto para unirse a Jesucristo en perfecta unión en la gloria, que habría sido mejor para él, es decir, que le era más deseable que el continuar viviendo sobre esta tierra; y este deseo era impulsado únicamente por la caridad perfecta que tenía por su Dios. En cambio, el otro sentimiento o deseo le venía también de una caridad perfecta, pero que tenía por objeto inmediato la salvación del prójimo. En otras palabras, este deseo estaba motivado por el objeto principal, Dios, pero se concretaba por reflejo en la salvación de las almas.
El primer deseo, es decir, el de ser disuelto de este cuerpo, él lo ve y lo encuentra más útil para sí, y lo desea con todo el ardor con que un alma justa puede desear unirse a su Dios. En cambio, el segundo deseo, es decir, el de dejar o, mejor dicho, el de seguir viviendo en medio de los trabajos y de las fatigas para procurar la salvación de las almas, él, lleno del espíritu de Jesucristo, lo ve más necesario para los demás o, mejor, al haber tenido la revelación (como parece deducirse de lo que dice inmediatamente después, y el mismo hecho parece que confirma mi interpretación, porque él no fue martirizado por entonces, sino que recuperó la libertad) de que no moriría entonces, se resigna y lo padece por amor de la salvación de las almas, como un hijo que ama tiernamente a su padre se somete, por el afecto que le tiene, a todas las humillaciones y también al cumplimiento exacto de ciertos servicios bajísimos que a su padre le agrade imponerle.
Este tierno hijo lo hace todo, no sólo para no contravenir en nada el deseo de su padre, sino con el fin de complacerle en todo.
(23 de febrero de 1915, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 340)
26 de enero
Mantén el buen ánimo; abandónate en el corazón divino de Jesús; y todas tus preocupaciones déjaselas a él. Colócate siempre en el último lugar del grupo de los que aman al Señor, teniendo a todos por mejores que tú. Sé verdaderamente humilde con los demás, porque Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes. Cuanto más crezcan las gracias y los favores de Jesús en tu alma, más debes humillarte, imitando siempre la humildad de nuestra Madre del cielo, la cual, en el instante en que llega a ser Madre de Dios, se declara sierva y esclava del mismísimo Dios. En las cosas prósperas y adversas que te sucedan, humíllate siempre bajo la mano poderosa de Dios, aceptando con humildad y paciencia no sólo aquellas cosas que son de tu agrado, sino también, y con humildad y paciencia, todas las tribulaciones que Él te mande para hacerte cada vez más grata a Él y más digna de la patria celestial.
Ser tentada es signo evidente de que el alma es muy grata al Señor. Acepta, pues, todo en actitud de agradecimiento. No creas que esto es sólo una opinión mía, no; el mismo Señor empeñó su palabra divina: «Y porque tú eres grato a Dios –dice el ángel a Tobías (y en la persona de Tobías a todas las almas gratas a Dios)– fue necesario que te probara la tentación».
Anímate, pues, hija queridísima de Jesús; y alégrate también, incluso en medio de las tentaciones y tribulaciones, sabiendo bien que todo esto es un regalo singularísimo que la bondad del Padre del cielo hace a tu alma; y en todo sé agradecida siempre a tan buen Padre, por medio de su queridísimo Hijo Jesucristo.
(29 de enero de 1915, a
Annita Rodote, Ep. III, 48)
27 de enero
Si la Providencia ha alejado de nosotros el motivo de descuidar el alma para poder preocuparnos de mejorar nuestro cuerpo, ha sido infinita la sabiduría de Dios al haber puesto en nuestras manos todos los medios para poder hermosear nuestra alma, también después de haberla deformado con la culpa. Basta que el alma quiera colaborar con la gracia divina para que su belleza pueda alcanzar tal esplendor, tal belleza, tal hermosura que logre atraer hacia sí, por amor o por asombro, no sólo los ojos de los ángeles sino los del mismo Dios, de acuerdo al testimonio de la misma sagrada escritura: «El rey [es decir, Dios] se prendará de tu belleza».
(16 de noviembre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 226)
28 de enero
Hija mía, persuadámonos y resignémonos ante esta gran y terrible verdad: el amor propio no muere nunca antes que nosotros. Ciertamente nos duele tan triste verdad, que hemos heredado como castigo de la culpa original; pero es necesario resignarse y tener paciencia con nosotros mismos; y, en la paciencia, según la enseñanza divina, poseeremos nuestra alma. Posesión tanto más estable cuanto menos esté mezclada con inquietudes y problemas, también en lo que se refiere a nuestras imperfecciones.
Los asaltos sensibles y las secretas actuaciones del amor propio se sentirán siempre mientras pisemos esta tierra. Para no ofender a Dios y no manchar el alma, basta que no demos nuestro consentimiento con voluntad deliberada. Esta virtud de la indiferencia es tan excelente que ni el hombre viejo, ni la parte sensible, ni la naturaleza humana con sus facultades naturales han sido capaces de conseguirla. Ni siquiera el mismo divino Maestro, como hijo de Adán, aunque exento de pecado, y a pesar de las apariencias, logró ser indiferente en su parte sensible y según sus facultades naturales; al contrario, deseó no morir en la cruz, porque tal indiferencia estaba reservada al fruto de la misma cruz; es decir, al espíritu, a la parte superior, a las facultades poseídas por la gracia.
Por tanto, hijita mía, quédate tranquila. Cuando te suceda que quebrantas las exigencias de la indiferencia en cosas indiferentes, por súbitos impulsos del amor propio y de las pasiones, póstrate, en cuanto te sea posible, con tu corazón ante Dios y dile con confianza y humildad: «Señor, misericordia, porque soy una pobre enferma». Después, levántate en paz; y, con ánimo tranquilo y sereno y con santa indiferencia, prosigue tus actividades.
(12 de febrero de 1917, a
Maria Gargani, Ep. III, 266)
29 de enero
Ten esto siempre grabado en tu mente: que los hijos de Israel estuvieron durante cuarenta años en el desierto antes de llegar a la tierra prometida, si bien, para este viaje, habrían sido más que suficientes seis semanas. Pero no les fue permitido investigar por qué Dios los conducía por caminos tortuosos y ásperos; y todos aquellos que se rebelaron, murieron antes de llegar a ella. El mismo Moisés, que era gran amigo de Dios, murió en la frontera de la tierra prometida, y sólo la vio de lejos, sin poder gozarla. No te fijes mucho en el camino que pisas; ten los ojos siempre fijos en el que te guía y en la patria celeste hacia la que Él te conduce. ¿Por qué preocuparte sobre si será por los desiertos o por los campos que tú alcanzarás la meta, con tal de que Dios esté siempre contigo y tú llegues a la posesión de la bienaventurada eternidad? Créeme, mi buena hijita; desea también lo que me has manifestado; pero que todo lo hagas con calma; y sé paciente al esperar las misericordias del Señor.
(6 de diciembre de 1917, a
Antonietta Vona, Ep. III, 828)
30 de enero
Hijito mío, ¿por qué estás angustiado en tu espíritu? ¿Por qué te ves lleno de miserias y debilidades? Pues bien, he ahí otro motivo para conseguir un beneficio para tu alma. He ahí otra fuente de mérito para ti. Humíllate delante del buen Dios; pídele continuamente la gracia de salir de este estado de enfermedad y de debilidades; deséalo ardientemente; y no dejes de hacer lo que sabes que puedes hacer para poder curarte.
Mientras tanto, si quieres ser perfecto, sé paciente al soportar tus imperfecciones. Este es un punto importante para el alma que ha profesado buscar la perfección. «En vuestra paciencia –dice el divino Maestro– poseeréis vuestra alma». En consecuencia, sé paciente al soportarte a ti mismo y tus propias enfermedades; y, mientras tanto, ingéniate para poner en práctica los medios que tú conoces, y que has aprendido de mí y de los demás. Tus miserias y debilidades no te deben espantar, porque Jesús las ha visto en ti bastante peores, y no por eso te rechazó. Y mucho menos te rechazará ahora que tú intentas por todos los medios poder curarte. La divina misericordia nunca ha rechazado a esta clase de miserables; al contrario, les concede su gracia, poniendo el trono de su gloria sobre su ambición y vileza.
(30 de enero de 1919, a
fray Marcellino Diconsole, Ep. IV, 396)
31 de enero
Te he dicho muchas veces que, en la vida espiritual, es necesario caminar de buena fe, sin prejuicios y sin soberbias. Haz de este modo: aplícate, en la medida en que lo permitan tu capacidad y tu debilidad, a querer hacer siempre el bien. Si lo consigues, alaba y da gracias al Señor por ello; si, a pesar de toda tu atención y buena voluntad, no consigues hacerlo totalmente o en parte, humíllate profundamente ante Dios, pero sin desanimarte; proponte estar más atento en el futuro, pide el auxilio divino, y continúa adelante.
Sé bien que tú no quieres hacer el mal intencionadamente. Y los otros males que el Señor permite y que tú cometes sin que lo desees, que te sirvan para humillarte, para mantenerte lejos de la vanagloria. Por tanto, no temas y no te angusties en adelante por las dudas de tu conciencia; porque sabes bien que, después de esforzarte y de hacer cuanto está en tus manos, no hay motivo para temer y angustiarse.
(30 de enero de 1919, a
fray Marcellino Diconsole, Ep. IV, 396)