Kitabı oku: «Adriático», sayfa 2
CONTENIDO
PEQUEÑA BALADA PARA ACOMPAÑAR UN ADRIÁTICO
Rafael Castillo Zapata
ADRIÁTICO
Radici
Trabocco
Edad
Isole Tremiti
Uccelli migranti
La Guaira
Napoli
Sendero
Paranza
Rosamaría
Avenida Caroní
Piso 6
Geografía
Infancia
Bologna (1984)
Bogotá
Via Venezia
Puerto Azul
Sequía
Litoral
Transmilenio
Capra di San Nicola
Isla de mar afuera
Olimpia
Materias
Via del Piombo
Gran Roque
Acqua alta
5 a. m.
Turchino
Belvedere
Colegio Codazzi
Paisaje del río Villeta
Mal tiempo
Los pequeños mundos
Agosto
Ymagua
Paisaje
Ramal
Cayo Sardina
Manglar
Noticias del mar
Almendrón
San Domino
Marina Grande
Pausa
Carmen de Uria (1999)
Ráfaga
Montegranaro
Ofrenda
Perros de playa
Mangos
Cata
Bireno
Adriático
Desolación
Rebaño
Capperi
Uvero
Carenero
Molo di San Vito
Marea
AGRADECIMIENTOS
PEQUEÑA BALADA PARA ACOMPAÑAR UN ADRIÁTICO
I
Una de las primeras emociones que despierta este Adriático elocuente es el goce que provoca el despliegue jubiloso de esa toponimia cargada de resonancias afectivas que lo puebla. Los nombres de lugares, de un lado a otro de los mares, se entrecruzan para crear luminosas letanías celebratorias. San Vito, Forracesia, San Nicola, Vómero, Napoli, San Domino, Aleppo, Montegranaro vibran melodiosamente con Carenero, Cayo Sardina, Cata, Carmen de Uria o el Gran Roque:
Nos acompañaron los perros
cuando subimos
la breve montaña
del Gran Roque.
En el camino,
esperaba que apareciera
la cabra de San Nicola,
que era también esta isla
donde un faro envejecía en la cima.
La poesía crea archipiélagos imposibles.
La poesía une las islas separadas, provoca nuevas cartografías imaginarias a partir de la síntesis simbólica de lugares distantes y distintos que mantienen, por supuesto, sus bellos nombres originales, pero para aludir ahora a territorios y climas traslocados, que solo viven y perviven en la memoria y en el afecto. Cada nombre que se nombra es un pequeño altar en el que se adora algún lar ligado a la tierra ancestral, la tierra adriática del padre y de la madre, pero también a los dioses nuevos, los hallados, los encontrados y a la vez construidos como templos, en la tierra de gracia bañada por el otro mar, tierra del Caribe y de caribes, desde donde el canto anuda sus cordajes armónicos, sus acotadas melodías reverentes. Y así los nombres de animales y de plantas, la magnífica flora de los trópicos y sus aves llamativas de canto escandaloso están presentes en las escenas que el poema dibuja, con la mirada puesta en la lontananza adriática constante:
Entrar con los ojos cerrados.
Quedarse inmóvil
mientras los insectos
vibran y el mundo
se detiene
ante el trópico
que respira.
Gritan las guacharacas a lo lejos.
Este ir y venir, fluir de un mar a otro mar, en perenne travesía, geográfica y verbal, con la memoria del viaje iniciático del padre que se lanza a la aventura más allá del terruño, planta su casa, engendra, nutre y puebla las acogedoras estancias de la tierra de llegada, y adopta sus costumbres y se aclimata a sus ritmos y sus idiosincrasias. De este Ulises pionero, le viene a Saraceni la avidez del viaje, la perenne nostalgia del retorno a casa, la insistente confianza en la promesa del mar. Todo Adriático es una elegía al padre, una elegía, serena y precisa, al fundador de la familia, desplegada en una longitud de onda que la emparienta, inevitablemente, con uno de los libros tutelares de nuestra poesía moderna, Mi padre el inmigrante (1945), de Vicente Gerbasi, punto de referencia obligado a la hora de cantar, entre nosotros, las sagas paternas, las fábulas legendarias del viaje migratorio y el encuentro con el asombro y la maravilla de las vastas regiones nuestras, equinocciales.
Así, Adriático arraiga sólido en un suelo poético muy fértil y convive en él, entonces, con los avisados poetas láricos que ha ido acumulando nuestra tradición: Ramón Palomares, José Barroeta, Luis Alberto Crespo, Yolanda Pantin, Igor Barreto, entre otros. Es un libro, pues, que dialoga con una vena sustanciosa de la poesía venezolana. Y no solo con ella: también resuenan en él voces menos provinciales, digamos, menos rurales, más urbanas, como la magnífica voz que puebla la poesía de Márgara Russotto, otra hija de inmigrantes que ha sabido asumir en su trabajo el desafío de integrar dos culturas a través de un idioma nuevo, que inaugura una nueva expresividad impregnada de ironía y de elegancia enunciativa. Raíces que se entreveran en el humus nutricio donde hunde sus tobillos firmes la poesía de Saraceni, al lado de una Antonia Pozzi o de una Luz Machado, por ejemplo. Al lado de poetas, de una y otra vertiente de los dos mares con sus lares y avatares, como Antonio Gamoneda, Umberto Saba, Eugenio Montale y Eugenio Montejo. De esta rica y poderosa familia viene Adriático, a esa parentela se une, a esas presencias se acoge, se resguarda bajo su sombra, y se proyecta hacia un descampado donde crece a sus anchas, en plena luz, golpeado por los más emotivos vendavales marinos.
II
Por eso, el paisaje es tan importante en esta poesía profundamente visual: todos los poemas de Adriático aluden a un escenario geográfico cautelosamente calculado. Leyendo a José Watanabe, otro de sus poetas tutelares, Saraceni ha aprendido a enfocar la mirada sobre la naturaleza para captar en ella lo esencial. Lo que dibujan sus poemas más perfectos, me parece, tiene el aire de familia de los poemas estacionales de los grandes maestros japoneses, Basho, Kobayashi:
Los manglares viven
a flor de agua,
abrazan el mar por dentro.
En estos paisajes, siempre aparece un animal en el Adriático. Hay una predisposición anímica en Saraceni a tomar el partido de la bestia, una predisposición que es al mismo tiempo admiración y compasión, extrañeza e intimidad, cercanía profunda, compenetración. Algunas veces esta proximidad se manifiesta en el relámpago de una epifanía contundente:
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