Kitabı oku: «La otra mitad de Dios», sayfa 4
Segunda Parte
PUNICIÓN
Masolino, La tentación de Adán y Eva, Capilla Brancacci en Santa Maria del Carmine, Florencia.
Masaccio, La expulsión de los antepasados, Capilla Brancacci en Santa Maria del Carmine, Florencia.
Lorenzo Maitani, La creación de Eva, detalles de los bajorrelieves de la fachada del Duomo de Orvieto.
I
Cuando dios Yahvé se despierta
La soledad de dios
Cuando dios Yahvé se despierta, no recuerda haber creado el universo. Lo que ve a su alrederor es una tierra árida, llana, rojiza, una gran arcilla estéril. Porque no ha inventado todavía la lluvia ni arbusto alguno, ni siquiera una hoja de hierba que crezca por encima de ella. Y es en aquel momento que Yahvé se siente solo.
Entonces hunde las manos en la tierra, que es suave porque el agua fluye subterránea y emana sus humores, recoge un poco de arcilla, la moldea con sus manos y crea un ser terrenal. Así como Geppetto crea a Pinocho, Yahvé forma su marioneta.
También Geppetto lo hace porque se siente solo. Y crea un “díscolo”, un ser que, apenas sale de sus manos, se escapa, un modelo de la desobediencia que el pobre carpintero persigue desesperado y feliz; ya que eso es una compañía: cuidar de alguien que se te escapa, que desobedece, que te hace enojar. Es la compañía de los hijos y de la esposa, es la compañía que cada varón imagina junto a sí, que lo llena y lo exaspera, la que cada uno persigue y de la cual huye durante toda la vida.
Esta es la compañía que Yahvé quiere y crea (ya que en él coinciden los dos verbos).
La que, más que cualquier otra, llena la vida y la mente: una mala compañía.
Y Yahvé cuida de su creatura. No quiere perderla en la gran tierra inhóspita que se llamará “Edén”, pero sólo para él forma un jardín, allí planta hierbas y árboles, dándoselo para custodiar y cultivar. Parecía ser una creación feliz, pero he aquí que en medio del jardín Dios crea el germen de su corrupción: dos árboles que no deben ser tocados.
En toda fábula, historia o mito, en toda narración de los orígenes, la prohibición de hacer algo significa: ¡lo harás! Pero el ser terrenal creado por Yahvé no desobedece. Es sordo y mudo, no entra en contacto con Dios, no parece ocuparse de él, ni de nada, a decir verdad. Transcurren los minutos o los siglos y él, que es completo y eterno, habita en su jardín como se vaga en una casa vacía. Se aburre, pero no lo sabe. No sabe nada en verdad, porque no se arriesga a comer el fruto del conocimiento. Dios lo quiere, o finge quererlo, así: ignorante.
En realidad, este aburrimiento se refleja en el creador. Dios y el ser terrenal se aburren uno del otro.
Y entonces Yahvé lo mira y le dice: “no es bueno que el ser terrenal esté solo”.
La idea de Dios es darle al ser terrenal una ayuda contra sí mismo [Ke-neghed], (55) alguien que sea a la vez su semejante y diferente, que sea su acompañante pero que lo enfrente, un antagonista.
¿Y no podría simplemente crearlo? No, no puede.
No puede porque el ser terrenal está completo y es perfecto en sí mismo, y si creara a alguien diferente, sería también completo y perfecto, es decir, idéntico (por la misma razón por la cual Yahvé sólo puede ser único). Pero la compañía viene de un semejante, no de un idéntico. Una fila de robots no se hace compañía: a lo sumo forma un ejército.
Yahvé entonces se las ingenia para crear otros seres terrenales, distintos del primero, y forma los animales.
A medida que los forma en la tierra, se los lleva al primer ser terrenal para que este les dé un nombre.
Es la primera vez que el ser terrenal habla: para nominar. Nombrando reconoce la alteridad, no la semejanza.
Y así Dios ve que no puede haber ayuda alguna para su primera criatura en ninguna especie animal, ni del campo ni del cielo, y aún menos entre los que se arrastran.
Y es de ese modo que Yahvé, con un gesto profundamente creativo, encuentra la solución.
Sume al ser terrenal en un sueño profundo y lo divide, arrancándole su parte femenina. Y cuando este se despierta está incompleto, le falta algo y lo observa maravillado frente a sí. Porque con la incompletitud ha nacido el deseo y con el deseo la felicidad infeliz de extender la mano para capturar la parte perdida. El terrestre (que está a punto de transformar su condicion en nombre: Adam, aquel que fue hecho de la arcilla, adamah) exalta y celebra con su canto, el primer canto de la tierra, la separación de la mujer a partir de su costilla y se reconoce en ella. No le da un nombre, como a los animales, sino una desinencia, que la vuelve similar pero no igual.
2.23 Y dice el Adam: “esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne y por eso la llamaré ishà porque fue sacada de ish” [hombre].
En su canto de alegría por la creación de la mujer, Adán ve al hombre que deja al padre y a la madre para unirse a ella, como sucede en las familias matrifocales.
Y ambos están desnudos y no se averguenzan.
Ella, la ishà, separada de ish, nace ya incompleta y por ende viva (esto es lo que evoca su nombre Hawwà) y deseante.
Bastará que la serpiente, el más ctónico y antiguo de los animales (también nacido de la adamah), sugiera a ella el verdadero fin del conocimiento –ser semejante a dios– para que quiera poseerlo.
Y así es que nace, a través de la mujer, la relación con dios, hecha de prohibiciones, desobediencia, castigo, perdón, ira y arrepentimiento: el verdadero lazo de amor y desamor, celos y castigo, rebelión y solicitud, fe y temor.
Nace de un gesto de dios inspirado en la soledad.
Pero una semana antes
Poesía, es decir, creación,
es en realidad toda causa
capaz de llevar una cosa del no ser al ser.
Platón, Banquete, 205, b
La Biblia no empieza, sin embargo, con la creación del hombre. Volviendo hacia atrás, al primer versículo del primer capítulo, la historia es bastante distinta. Antes de cualquier otra cosa, en el principio mismo, Elohim, una divinidad plural (ya que su nombre significa “dioses”) crea el cielo y la tierra. Empezó por el cielo (cuyo nombre remite al agua), porque Su naturaleza era celeste y espiritual, y entonces tenía que ver con el agua. Y así es como lucía la tierra en aquellos días, cuando el espíritu de los Elohim, o del único Elohim plural por naturaleza, la contemplaba flotando sobre el agua.
1.2 Y la tierra era tohu-wa-bohu [estupor y vacío] y la oscuridad estaba en la superficie del abismo y el espíritu [ruach] de Elohim flotaba sobre la superficie de las aguas. (56)
Así se presentaba pues lo increado: como vacío y estupor, tinieblas y abismo, espíritu y agua; la superficie los dividía, de modo tal que la oscuridad se cerraba sin adentrarse en el abismo y el espíritu (la parte femenina de Dios) se reflejaba en las aguas.
Las superficies eran tres: la superficie del abismo, la de la tierra y la de las aguas. Las contemplaba el estupor, la perturbación. La emoción precede a la creación. La tensión espiritual del vacío.
La oscuridad llama a la luz, tal como el espíritu llama a la voz. Y fue así que todo comenzó. El inicio más extraordinario de todos los tiempos, de todas las narraciones, de todas las escrituras.
Todo comenzó un domingo que no sabía que era domingo. Elohim habló y dijo: “Que sea la luz”. Y fue la luz, porque estamos en el reino del espíritu y de la palabra, y lo que se dice, es.
Aquí trabajan todos los sentidos espirituales: Elohim ve que la luz es buena y la separa de la oscuridad. La superficie ya no es la que separa, sino la diferencia. De hecho, si no hubiese estado la superficie, la oscuridad se habría confundido con el abismo, y el espíritu, con las aguas. Pero ahora las cosas tienen un nombre y la forma y la potencia de ser diversas.
1.5 Y Elohim llamó día a la luz, y noche, a la oscuridad. Y fue tarde y fue mañana: el primer día.
Apenas llegan a ser, las cosas reciben un nombre. Este primer nombre no designa sólo lo creado, sino que dice lo inmenso que adviene dentro de los nombres y, sin embargo, todavía no tiene un nombre. Elohim sobrevolaba el espacio, un espacio separado por superficies. Pero ahora, lo que viene a separar la luz de las tinieblas es la dimensión del Tiempo, que divide al día de la noche, y se llama “el primer día”.
El lunes, que no sabía que era lunes, pero sabía ser tiempo que fluye y separa; el lunes Elohim crea el firmamento, para ponerlo en medio de las aguas y separar las superiores de las inferiores, y luego levanta el firmamento y lo llama cielo. (57)
Pero si Elohim en principio había creado el cielo y la tierra ¿cómo es que los crea de nuevo? Y si ese “en el principio” se refiere en cambio al ahora, al inicio del tiempo (¿y cómo podría no ser así?) ¿qué era el paisaje atónito y desolado, el tohu-wa-bohu, anterior al inicio? Este espacio inmemorial, sin tiempo y sin orden, quizás es el mismo que los griegos llamaban Caos: una vorágine oscura donde no se distingue nada; un punto de caída, de vértigo y de confusión, un precipicio sin fin y sin fondo. (58)
En realidad, no se trata del mismo abismo, porque ese donde antes de la creación Elohim yace es un espacio sostenido por superficies, allí las tinieblas no se profundizan, sino que el espíritu sobrevuela las aguas. Para los griegos, en cambio, Gaia, la Tierra, la Tierra negra, el suelo del mundo, se libera del seno profundo del Caos, de sus vísceras.
La creación en su primer instante coincide con el Caos, lo produce y lo compone casi en un gesto único, tal como el Mago aplaca el revuelo que su propia varita provoca.
Y será ella, la Tierra, y no un dios, la que genere el Cielo –según los griegos– gracias a la aparición de un tercer elemento: el Eros primordial, el Viejo Amor. La tierra es la que genera Ouranos, el firmamento. La Tierra pare el firmamento sin unirse a nadie, ya que todavía no existe una división entre lo femenino y lo masculino (o mejor, aún no existe lo masculino). La Tierra es la gran madre que genera el cielo y las aguas. El primero la recubre, las segundas la circundan. Y sólo entonces, entre la Tierra y el Cielo, Gaia y Urano, ocurre la unión de la hembra y el macho, la conjunción de sus dos fuerzas, de la que nacen los primeros hijos, los Titanes.
También en el espacio originario habitado por Elohim, parece que algo existía incluso antes del origen, lo increado. Sin embargo, la voz de dios, o de esa nebulosa de dioses que sopla sobre las aguas, es la que genera: la voz crea separando.
Ruach, el espíritu, en hebreo, es femenino. Por ello se lo considera la parte femenina de dios. (59) Y dado que la voz también es una palabra femenina, por tanto, la parte femenina de dios es la que produce lo creado. Tal como habría dicho Juan en un texto apócrifo: “El madre-padre se vuelve la Madre de todas las cosas, porque existía antes que todos”.
La creación para los griegos no es obra de los dioses, más artesanos que creadores, más dispuestos a darse un nombre que a dárselo a las cosas. Los Elohim, en cambio, se mantienen sin nombre y sin rostro, mientras que el universo nace de una voz y de una mirada complaciente. Porque el Espíritu no se define: sopla. Esta quizás sea su naturaleza femenina.
Elohim recoge las aguas bajo el cielo, para que la tierra se seque. Y denomina eretz a la tierra no cultivada y “mares” [yammim] al receptáculo de las aguas.
Ahora la Tierra está lista para acoger la vida y volverse habitable.
En aquel tercer día, la voz divina no se limita a invocar el ser, sino que junto a la vida también llama al devenir.
La vida comienza con los vegetales, los brotes, las hierbas de las que nacen las semillas, y el árbol que da frutos, cada uno según su especie, ya que cada cosa debe tener en sí su semilla, es decir, su futuro. Así, al romper la mañana, se acaba el tercer día.
1.12 ... y vio Elohim que eso era bueno.
El cuarto día, Elohim adornó de luces el firmamento para separar el día de la noche y designar las festividades. Elohim hizo dos grandes luminarias: una grande para gobernar el día y una pequeña para la noche y las estrellas. Elohim las pone en el firmamento para dar luz a la Tierra.
El firmamento da su luz, la luz magnífica que ha separado el día de la noche, antes de que la luminaria mayor la diseminara sobre la Tierra, ya que los brotes se abastecían de semillas antes de que el sol las nutriera. Así crean los Elohim: en primer lugar el espíritu y después la cosa; la luz antes que el fuego; el día antes que el amanecer; el fruto antes que quien lo recolecta.
Mientras tanto, Gaia y Urano generaron a sus hijos gigantes, los Titanes, y a sus seis hermanas, las Titánides.
El primero de los varones es Okeanos, el último es Cronos, joven y astuto. Junto a ellos vienen al mundo los tres Cíclopes, en cuyos nombres resuena el trueno y destellan los relámpagos. Son fuerzas primordiales, fulminantes. Pero en ellos no brilla la luz. Porque, para que haya luz, es necesario que Urano se aparte de Gaia, su esposa. El cielo recubre la tierra con su oscura lascivia, aplastando a sus hijos en el vientre. Y es la tierra quien reacciona, pidiéndole a sus hijos que se rebelen contra su padre, el Cielo.
Pero solo el último de los Titanes, Cronos, acepta liberar a su madre del cielo que la oprime.
En el cielo griego, entonces, las cosas no siguen una lógica, sino un orden más misterioso, hecho de fuerzas y contrafuerzas, inspiradas en aquel gran motor del ser que Hesíodo llama Eris, la discordia. Existen dos especies de discordia: una buena que impulsa a la competencia e incita al trabajo y una mala que genera guerra y conflicto. (60) En el origen de la iniciativa humana los griegos ven al desacuerdo que produce una unión discordante: aquella que se dirige al bien a través de un mal menor o aquella directamente maligna. Un principio que se manifiesta antes que nada entre los dioses, donde no existe moderación y por tanto el mal menor es inmediatamente cruento.
Cronos recibe de su madre un pequeño instrumento, la primera prótesis, una hoz de acero. El hijo espera que el padre apunte sus genitales hacia la esposa para cortárselos y arrojarlos al mar. Urano, castrado, lanza un grito de dolor y se aleja de la tierra hacia el cielo abierto. La herida ha abierto el espacio. Ahora los hijos también pueden procrear y las generaciones sucederse. El tiempo ha nacido de una mutilación, el día sucede a la noche como un buitre.
De los testículos desgarrados de Urano, cae una gota de sangre sobre la tierra, de la cual nacen las Erinias, que deben a Eris su nombre. Tienen la tarea de custodiar el recuerdo de los delitos contra la familia para castigarlos. Son las divinidades de la venganza, que encarnan la violencia, el castigo y el destino. En ellas se sella la relación entre la culpa y el castigo: al contrario de la Génesis, aquí los culpables son quienes transgreden la ley materna. La culpa en Grecia no ofende tanto a la justicia como a la pasión.
Pero el miembro de Urano, hundiéndose solitario en el mar como la verga de un velero, genera a Afrodita, diosa del amor, y así revela desde el principio la continuidad entre el amor y la discordia, entre Eros y Eris. (61) Himeros, el Deseo, que sigue a Eros en la estela de Afrodita, los reunirá a ambos en un solo nudo.
Sin embargo, en la creación de Elohim no hay discordia. Esta procede construyendo una armonía, con método y paciencia.
Y estamos ya en el quinto día.
En este día Elohim crea las “almas vivientes”, es decir, los animales que pueblan las aguas y el cielo (las serpientes acuáticas, los peces y los pájaros), y los crea en tres momentos y en tres entonaciones: la voz comienza exhortando.
1.20 Y dijo Elohim: “Que en las aguas abunden las almas vivientes y reptantes y que los pájaros vuelen por encima de la tierra [eretz] sobre el firmamento del cielo”
Y luego sigue creando:
1.21 Y creó [barà] Elohim las grandes serpientes marinas y todos los animales que se arrastran, que poblaron las aguas con sus especies y toda ave con las alas de su especie, y vio Elohim que era bueno.
y al fin bendiciendo
1.22 Y los bendijo Elohim diciendo: “Creced y multiplicaos y llenad las aguas de los mares y que las aves abunden sobre la tierra”.
Los gestos de la voz abren y cierran la creación, pero el acto mismo de crear (“creó”) se distingue de ellos, como si se cumpliera misteriosamente algo todavía más potente que la voz, algo así como la intimidad de dios. Pero si no es la voz, ¿qué es este soplo que proviene de lo profundo? ¿Ruach, el espíritu? ¿La profundidad femenina de lo divino?
El sexto día, Elohim puebla la tierra con animales domésticos y reptiles, exhortándola a hacerlos salir de sí, y luego haciéndolos él mismo. Y he aquí, de nuevo, un gesto doble: el primero acompaña la tierra que vacía su vientre de almas vivientes, el segundo asigna a cada animal su especie (pero la narración no dice si los crea o no con sexos diferentes); luego, la mirada de Elohim que los abarca, ve que se trata de algo bueno.
Cuando surgen los reptiles de la tierra, su nombre, de eretz se transforma en adamah, como si los reptiles participaran del mismo humus que dará nombre al primer humano, adam. La adamah es una tierra roja, una arcilla, la misma con la cual durante siglos y milenios se moldearán las estatuillas divinas. La tierra que se presta a la creación.
Y es curioso que, aunque no esté hecho de tierra, es decir, de adamah, como sucederá en la segunda creación, el Adam, el “ser terrenal”, ya se llame así. (62)
Ahora estamos en el atardecer del sexto día, cuando Elohim hace al ser humano, según su modo y su naturaleza, que se revela maravillosamente en el crepúsculo.
1.26 Y dijo Elohim: “Hagamos a Adán a nuestra imagen [betzalmenu] y a nuestra semejanza [kidmutenu] y que dominen sobre las aves del cielo y sobre las bestias de la tierra [eretz] y sobre cada reptil terrestre.”
Los dos tiempos de la creación animal se repiten en la creación humana, pero esta vez Elohim comienza exhortándose a sí mismo: hagamos, dice, usando el plural.
Es la primera vez que Elohim habla de sí a sí, y lo hace usando el plural, lo cual da cuenta de la pluralidad de sus denominaciones y de su naturaleza. Se podría pensar en una multitud de dioses de antigua proveniencia, o en una bandada que se alínea en torno al pájaro que está en su extremo. Pero un verbo referido a Adán, también en plural, “dominen”, nos coloca en otro camino.
También Adán, como Dios, es plural. Y es esto mismo lo que determina la semejanza entre ellos. Ambos son íntimamente plurales. El versículo siguiente revela cuál es esa pluralidad.
1.27 Y creó [barà] Elohim a Adán a su imagen [betzalmò], a imagen [betzelem] de Elohim a él [oto] lo creó; macho [zakhar] y hembra [neqevah] a ellos [otam] los creó.
Elohim crea a Adán, pero no lo “hace” como los mamíferos y las aves, sino que lo crea como el cielo, la tierra y los animales que reptan y se deslizan, las grandes serpientes marinas. A imagen de Elohim a él lo creó; macho y hembra a ellos los creó.
Y aquí aparece el plural: el adam, como Elohim, es macho y hembra. Este plural develado por el verbo “dominen” se traduce ahora en un macho y una hembra (pero no en un hombre y una mujer, como el adam de la segunda creación). En el acto de creación, “él” se vuelve “ellos”. El primer humano está compuesto de dos creaturas. (63)
No se trata de un dios varón y patriarcal, sino de un dios compuesto de dos formas o vertientes del ser, masculina y femenina, que se reflejan en la criatura, la cual nace macho y hembra, sin que uno domine, preceda o prevalga sobre la otra. El único dominio preestablecido por Elohim es sobre los animales. (64)
Este es el mandato que Elohim da a los adam, después de haberlos bendecido:
1.28 Elohim los bendijo y Elohim les dijo: “creced y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla y dominadla sobre los animales del mar, sobre los pájaros de la tierra y sobre todo reptil que se arrastra por la tierra”.
La voz que exhorta y bendice se funda en una especie de vaticinio: Elohim deja a los humanos con este gesto verbal y los entrega a un futuro fecundo.
Y ahora, justamente:
1.31 Vió Elohim que todo aquello que había hecho era muy bueno. Y fue tarde y fue mañana el sexto día.
Así concluye el primer capítulo de la Génesis.
Una esencia divina de macho y hembra crea un ser humano macho y hembra que se le asemeja. Así la creación procede sin desgarros: todo viene de algo más, la luz de la oscuridad, las serpientes de las aguas, los brotes de la tierra, los humanos de los dioses. Todo nace en su elemento, en el humus en el que fructificará y se multiplicará. Todo se prepara para su función, fijas las cosas fijas y migrantes las cosas móviles. La figura final lleva impreso el modelo de Elohim. Al cerrar el círculo de la creación, su doble naturaleza se refleja en la de ellos, y puede dejarlos libres en la tierra hospitalaria. (65)
No hay ninguna prohibición, ni culpas, ni castigos en la creación de Elohim. No hay un amor celoso entre Dios y la criatura. Una sola palabra define la relación entre ellos: tzelem, “imagen”. Esta imagen es la que en un futuro les permitirá reconocerse, y acordarse de sí mismos y del Otro. Cuando Agustín incite a mirar dentro de sí, a conocerse a sí mismo para conocer a Dios, se referirá a esta íntima y libre relación con Dios, que la primera creación deja entrever. (66)
La creatura se asemeja al creador: creada del soplo y de la voz, su historia comienza cuando, entre las almas vivientes, un macho y una hembra similares a dios se extienden juntos sobre la tierra, entre las hierbas del campo y los frutos de los árboles, copulando, cultivando y protegiéndose mutuamente.
El tiempo suspendido
El segundo libro de la Génesis comienza en un tiempo suspendido, el séptimo día, el shabbat, cuando Elohim interrumpe la obra cumplida y reposa.
2.2 El séptimo día Elohim descansó de la obra que había hecho, y el septimo día interrumpió toda la obra que había realizado.
El texto no dice que Elohim había finalizado su obra, sino solamente que la interrumpe. Pero ese día de reposo cambiará todo. Aunque, en la narración bíblica, Elohim volverá a la propia versión de los hechos: (67) un dios distinto, dotado de manos, de pasos y sonido, que cuando camina hace ruido y grita para hacerse oír, un dios presente hasta el hartazgo, que respira sobre los humanos, los previene, los precede, los apremia, los tienta y los castiga; un dios que arde y olisquea, un dios que dicta y amenaza, combate y castiga, un dios que ama el olor de la carne ardiente, un dios que se arrepiente de su obra, un dios, ¡ay! tan humano, que pisoteará la tierra y la dominará.
No es un dios que bendice y que se complace, que modula su voz con un pensamiento flexible y que, cuando ha hecho aquello que ha querido del modo en que ha querido, se retrae al reposo del espíritu.
Dejémoslo aquí, ya que desde el versículo 2.4, aunque el nombre de Elohim está junto al del nuevo dios Yahvé, este no sabe nada de lo que ya se ha hecho y, de repente, casi con impaciencia, hunde sus manos en la arcilla húmeda y forma el adam.
Estas dos historias navegan a través de nuestra memoria como una sola historia, que parece ser la nuestra. Sin embargo, junto a la historia de nuestra culpa, está la otra historia que habría podido ser la nuestra, si tan sólo la recordáramos.
Pero la memoria ha escogido una historia de prohibiciones y castigos. ¿Para entender quizás la condena que llevamos dentro, las prisiones que nos persiguen, los sufrimientos que nos esperan, la falta que sigue al deseo, la pérdida que lo atormenta y todo el dolor que no podríamos explicar, si un dios no nos lo lanzara como Zeus con el trueno?
¿O es porque la historia de Eva, del árbol del bien y del mal, de la serpiente y del ángel con la espada flamígera, nos atrae más, es más seductora y responde mejor al pánico y a la ilusión que envuelven nuestras vidas?
La historia de la primera creación no contiene el mal, contiene el tiempo y está contenida en el tiempo: un día tras otro, hasta el día del reposo cuando se contempla la obra realizada. En esta historia no hay mal sino un final. Y si un dios puede contemplar el final de la creación y sin temblar puede ver que las dos figuras en las que se reconoce desaparecen en el paisaje, para nosotros esta tarea es difícil y lacerante; necesitamos una historia que no termine, que se renueve, que nos ilusione, una historia que se entrelace en los eslabones de una cadena, aunque se renueve en el dolor, una historia que no nos deje solos.
La historia comienza con un castigo
O Yahvé
no me castigues en tu furor
¡Y en tu furia no me castigues! [...]
Estoy abatido y muy deprimido:
deambulo todo el día vestido de luto.
Salmo 38
Según la Génesis, entonces, la historia humana comienza con un castigo. La falta se comete en el jardín del Edén, pero la tierra, maldita antes de ser habitada, ya es un castigo. Llegamos a la tierra con una historia y un pasado, que es nuestra culpa.
Desde ahora, sobre los individuos y sus ciudades, sobre la humanidad y sus aspiraciones, llueven faltas y castigos. En los libros que componen la Biblia (no sólo el Pentateuco), los castigos divinos se abaten sobre el pueblo elegido y sus enemigos, como si Dios no terminara de arrepentirse de su creación y experimentara un gusto especial en revindicarse de la falible naturaleza humana.
Y si de veras no queremos creer en un dios cruel y celoso que nos atormenta con el pretexto de castigarnos por faltas que no hemos cometido, debemos interrogarnos acerca de nuestro imaginario, acerca de la causa por la cual queremos considerarnos castigados y culpables; acerca de qué significa para nostros la falta, el castigo y la relación entre estas dos constantes de la historia humana. (68)
Esto es justamente lo que trato de hacer en este libro: interrogarme sobre el imaginario humano, qué lo nutre y lo mantiene, comprender si podríamos elegir una historia diferente, que nos dejase libres. Y recorrer nuestras dos grandes memorias: la Biblia y el mito griego, que, como dos ríos cársticos fluyen hacia el mar de nuestra mente, para entrelazarse, confundirse, antes de perderse en la oscuridad del fondo.
No busco la Historia, sino las historias que nos han formado en el sueño.
La historia como castigo divino no termina con la Biblia y no atañe sólo al pueblo judío: es la sustancia de nuestra representación del mundo. (69)
Tras el terremoto que devastó el centro de Italia en 2016, un teólogo dominico explicaba en Radio Maria por qué había sucedido. Se trata de un “castigo de Dios”, dijo, a causa de las “ofensas a la ley divina, a la dignidad de la familia y del matrimonio”.
Cuando un periodista lo entrevistaba, citaba el pecado original, explicando que el castigo culpa a los inocentes, porque estos no existen: “Las consecuencias del pecado original”, decía el prelado, “alcanzan a todos, incluso a quienes viven orando, porque es una culpa preexistente”. “Además”, añadía justamente, “no hago más que repetir la primera página del catequismo”. (70)
El séptimo día, que separa las dos creaciones, se sitúa entre dos imaginarios: la creación benéfica y la creación punitiva. A partir de ese día, la voz que amenaza y prohibe, expulsa y destruye parece prevalecer sobre la palabra festiva de dios que bendice lo creado (y resonará en el Cantico de Francisco). La primera es una voz: oyéndola, el terrestre tiembla y se esconde. Cuando responde, lo hace para acusar y defenderse (y para hacer esto dice “yo” por primera vez: ¡no he sido yo!). Es la voz de la ley, ante la cual todos somos culpables. La segunda es una palabra: nadie la oye, pero resuena en el firmamento y respira en las almas vivientes.
Como dirá Pablo de Tarso, nosotros no conoceríamos el pecado si no fuese por la ley: “Yo no conocí el pecado sino a través de la ley. Porque no habría conocido el deseo, si la ley no dijera: “no desearás... porque sin la ley el pecado está muerto” (Carta a los Romanos, 7,7).
Nos volvemos culpables por desobedecer la prohibición. Sin esta, no habría castigo. Y sin embargo, para que tomase forma la desobediencia y toda la complejidad del amor no habría bastado la relación entre dios y el ser terrenal. Hacía falta otro elemento: la mujer.
Ella es la antagonista, la que ayuda al hombre en contra de sí mismo y en contra del dios que lo ha creado, la culpa es suya.
La primera esposa
Parece que Eva no fue la primera mujer de Adán.
En algunos textos hebreos se presenta un personaje femenino de origen sumerio, Lilith, que está formado con la tierra para ponerse al lado de Adán, pero, como está hecha de tierra como él y no extraída de su costado, no se le somete.
El problema se agudiza cuando Adán quiere unirse a su ishà. Un texto citado por Gershom Scholem narra que él quiere acostarse encima de ella, como signo de superioridad, pero ella lo rechaza.
Ella dice: no estaré debajo de ti. Y él le dice: y yo no me acostaré debajo de ti, sino sólo encima. Tú sólo debes estar debajo, mientras que yo estoy hecho para estar arriba”. (71)
Como Lilith no cede, Adán se queja con Dios, quien ordena que se someta, pero Lilith en vez de obeceder decide abandonar el jardín del Edén y continuar la eternidad por su cuenta. Ella, de hecho, no es condenada a muerte como serán después Adán y Eva, sino que vuela inmortal sobre la tierra, demonio entre los demonios. A ella se refieren los manuscritos encontrados en Qumran, en las orillas del Mar Muerto, el Zohar, el Talmud y la Cabala, pero su origen es aún más antiguo. (72)
Parece también que Adán, cuando pierde el paraíso terrestre, no se une a Eva durante ciento treinta años, sino que se reencuentra con su primera mujer, Lilith. (73) En el canon bíblico, el nombre de ella aparece sólo en una ocasión:
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