Kitabı oku: «Gioconda Belli», sayfa 2
Mujeres y mujeres, poetas y poesía. La selección de esta antología nos regresa a ese taller de artesanía de la palabra donde uno se pregunta cómo es posible que los violines doblen las piernas, que los besos sean insoportablemente perdidos y de vino acedados, la sabrosura misma al despertar. Mujer y mujeres, una que ve a la otra bajo una sábana muerta, y la trae a la vida a partir de su coquetería en ese pie que yerto sobresale y se lo imagina enzapatillado, y le construye una biografía, un oficio, vendedora del mercado y la ve platicando y soplándose con el trapo el calor sudorante del trópico. Mujer que trabaja incesante en la calle, en la casa, con los clientes, con los hijos, mientras lava, plancha saca la lima, la acetona, se quita la pintura vieja de las uñas y se las pinta con cuidado en lo que pasan los anuncios. Y de vuelta a la plancha mortuoria, los celos del que se la adueña, los gritos, el cuchillo que se hunde en el pecho y el pie solitario con el que con amor propio limo esa uña para pintársela antes de morir.
Recuerdo ahora un amanecer de los años 80 en el que recibí una llamada telefónica. Serían eso de las tres de la madrugada. Despertate, me dice esa voz, que te voy a leer un poema que acabo de escribir. De él recuerdo sólo un verso: “Nicaragua, mi muchachita”; del incidente todo, sobre todo el embrujo de la compañía señera, del mundo que habitamos en común con esta mujer que confiesa ser poeta: “Testigo de este mundo soez, me arrastro/con mis alas pesadas hacia la cumbre desde donde me lanzaré/como Ícaro, una y otra vez/porque quizás/porque tal vez/porque no me resigno”.
ILEANA RODRÍGUEZ
Nicaragüense, doctora en Literatura Latinoamericana,
profesora emérita de la Universidad del Estado de Ohio.
DISCURSO DE LA PIEL
Y DIOS ME HIZO MUJER
Y Dios me hizo mujer
de pelo largo
ojos
nariz y boca de mujer
con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro
me hizo un taller de seres humanos
tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas
compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo nacieron así las ideas
los sueños
el instinto
todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.
NO ME ARREPIENTO DE NADA
Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar a
quellas que pude haber sido:
las mujeres primorosas, hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre.
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.
Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios;
de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.
Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la “niña buena”, la “mujer decente”
la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.
En esta contradicción inevitable
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
—ellas habitando en mí
queriendo ser yo misma—
Transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones
a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena
de causas justas, hombres hermosos,
y palabras juguetonas.
Porque, de adulta, me atreví a vivir
la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios
—en horas de oficina—
y rompí lazos inviolables y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros me dotaron.
No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.
Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando;
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí;
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena.
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser.
MUJER EN ESTACIÓN
Vivaldi en mí.
Violines doblándome las piernas
clavicordio de ojos ausentes
besos insoportablemente perdidos
manos abiertas tristes
caricias que caen
otoños de árboles
primaveras que sólo Vivaldi conoce.
Habito el frío de tu ciudad de invierno.
Una cama vacía
una mujer furiosamente piel
maldiciendo la maldita distancia
acostándose con nieve
durmiendo con Vivaldi
soñando con Ulises.
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