Un chocolate para Blancanieves
Gleb Karpinskiy
Translator
María Labay
Photograph
Gleb Karpinskiy
© Gleb Karpinskiy, 2020
© María Labay, translation, 2020
© Gleb Karpinskiy, photos, 2020
ISBN 978-5-4498-4877-2
Created with Ridero smart publishing system
Era otoño profundo. El cielo fue cubierto por una infinita niebla gris. La niebla daba vueltas como si alguien grande e invisible revolvía un ponche de huevo. La yema del sol cayó sobre el borde del bosque y se iba lentamente hacia el suelo desnudo. Pronto llegaría la noche. Blancanieves permanecía cerca de una casita de madera. Esta era una choza vieja y solitaria, con techo bajo y puerta inclinada que solía chirriar al menor contacto de la brisa. Pensó que posiblemente allí hubiera vivido la gente bajita. Aunque la casita estaba abandonada y sus alrededores eran desiertos, no se atrevió entrar sin permiso. Miraba a las ventanillas con persianas talladas de color verde, a la uva a la que se le acabaron de caer las hojas y en la que todavía permanecían unos pequeños racimos negros, tocados por el frío y los gorriones.
«Este lugar sí que debe ser muy hermoso en verano, como un cuento de hadas —admiraba Blancanieves, mirando el techo. —La chimenea de ladrillo se ha conservado bien. ¡Y qué bonita es la teja! Probablemente esté hecho a mano».
La teja era realmente muy bonita, colocada con precisión, cubierta de líquenes y el follaje otoñal caído. En algunos lugares las vigas se curvaban desde la vejez y parecía que el tejado era un mar movido de chocolate.
La casa se hallaba a la orilla de un gran lago redondo, para acercarse al cual había que traspasar el camino empedrado y un zarzo bajo que tenía una puertecilla para que los habitantes de la casa pudieran acceder al agua. Otro camino empedrado salía desde la casa, pasaba entre dos pendientes hacia abajo y se perdía detrás de las colinas. Lo que más sorprendió a Blancanieves eran los árboles que crecían en aquellos pendientes. Altos, plantados así que formaban un patrón de tablero de ajedrez, con troncos negros que se extendían hacia el cielo junto con las ramas, también negras y largas. Desde lejos, estas plantaciones parecían a las agujas de puercoespín y se veían muy impresionantes.
– Estos árboles, ¿dan frutos o no? —se preguntó Blancanieves al ponerse al camino. Cuanto más bajaba, más cálido y carente de viento se hacía en la calle. Las calinas por ambos lados la protegían de la humedad del lago y el viento leve, pero igualmente húmedo.
A lo largo del camino por el que caminaba Blancanieves crecía una hierba verde y espesa. Parecía que alguien la hubiera cortado antes de que llegó la joven, ya que toda era de altura semejante. Blancanieves pensó que allí debería crecer muchas flores en verano. Le gustaban las flores, especialmente cuando se las regalaban los hombres. Y tan pronto como recordó a los hombres, de repente divisó a Él. Estaba parado ahí, a lo lejos en el camino, en soledad, esperando a Blancanieves. Ella se detuvo insegura, no sabía qué hacer. El extraño estaba tan lejos que ella apenas podía discernir su silueta. La oscuridad empezó a arrastrarse hacia Blancanieves, ella se asustó, sus piernas desobedecieron…
Se despertó en su cama. Por la ventana brillaba el sol caliente de Madrid. Rodrigo, tal vez, se fue por la mañana para comprar chocolate. Esto ya se había convertido en un hábito: cada mañana, antes de ir al trabajo,
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