Kitabı oku: «Obra negra», sayfa 5

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ÁGUILA NEGRA

Le decían Águila Negra. Me tocó el honor aterrador de compartir con él dos metros de ladrillo en una prisión, una mañana de domingo. Yo ni siquiera sabía que era un bandido. Lo supe después cuando vi su foto en el periódico abaleado, muerto en la Ley de Fuga.

Esta es la imagen imborrable que tengo de él: muy alto, cetrino, ojos tristes de fiera acorralada, esquelético, torturado como un asceta, limpio. Aunque no miraba a nadie el contorno de esa mirada era su reino. Hipnotizaba, fulminaba, atrapaba. Pienso que ninguna mujer podía decir no a esa mirada, o lo pagaba con su honor. Desarmaba toda resistencia física o moral. Era, tal vez, el bastardo de un dios.

Estaba sentado al sol en un banquito de madera. No hacía nada, pero ser le bastaba. Pertenecía a la familia de los Absolutos: solo, solemne, soberano. No tenía amigos, no necesitaba nada de nadie, no hacía intimidades ni las exigía de otros. Parecía tan irreal, como de otro mundo.

Sin referencia a su pasado –que luego supe tenebroso– irradiaba cierta pureza, un misticismo negro. Lo circundaba un aire misterioso que infundía respeto, temor, veneración. Era hermosa su indiferencia por todo, menos por sí mismo, por su mundo interior, fantástico, en el que realmente estaba cautivo. Pues vivía más allá de los muros y los carceleros, en la imaginación. Su paz era sólo apariencia, fatiga, desolación. En el fondo se fermentaba el drama, y este drama hundía sus raíces en la muerte.

Su rostro tenía la dignidad de un líder. Con sacrificios había fabricado las perlas para su aureola de terror. En su mutismo, en su quietud, resplandecía la lucidez, la inteligencia fría del que mata para ganarlo todo, o perderlo todo.

No deja nada a medias: ni se resigna, ni perdona, ni transige. No es una lucidez racional, sino de vitalidad cósmica.

Espíritu Absoluto, de pasiones satánicas limitantes en lo religioso. Lo arrasará todo a su paso: hombres y cosas. Sin piedad, sin remordimientos, enceguecido por su ideal pánico destructivo. Es el enviado de la muerte, y a su paso sembrará muerte, desolación, caos. Todo es violado: la inocencia, la pureza, el dolor, las vírgenes. Será olvidado por sus víctimas pero recordado por quienes sobreviven y dan fe de sus hazañas.

Tales los imperativos de su acción: cambiar el orden, y si no es posible, destruirlo. No es consciente de su misión, pero como es un Iluminado, la adivina. Su misión no es histórica sino religiosa, mejor dicho, satánica. Por eso no apela a razones sino a sus delirios, a sus éxtasis donde oye voces y escucha órdenes del misterio como un poseído.

Ahora este genio del mal está enjaulado y agoniza. Su enfermedad mortal se llama desesperanza.

Deseaba meterme en su universo sellado por el silencio y su aire desdeñoso, olímpico, de superioridad. Primero lo contemplé desde varios ángulos sin que me viera. De todas partes su perfil era profético, azaroso, espectral. Sin duda era grande en su perversión y en su delirio. Estar junto a él era quedar anonadado, sin ser. Su presencia era todo, y todo era él. Todo existía para que él existiera, para que él ordenara y se obedeciera, para que él hablara y todo fuera silencio.

Su nombre era tan famoso como su efigie, y sin embargo nadie lo reconocía, parecía olvidado. Las autoridades le habían concedido un privilegio: le habían desocupado una celda colectiva para él solo. No porque significara un peligro para los demás, sino porque los demás no soportaban su presencia. Era aplastante, exasperante. Este solitario tenía bien ganada la soledad. Y con su soledad no se metía la justicia, era su ley.

La naturaleza de Águila Negra había dejado de ser humana. Por el terror se había conquistado las alturas donde moran los dioses, o sus abismos. Vivía más allá de la expiación y la pena. Su brutalidad había rebasado los límites de un código, ya no cabía en sus castigos. Sus culpas exigían nuevas leyes. Yo pensé que esa de su soledad era la peor. ¡Qué lejos, qué honda y qué sola erraba ahora su mirada dentro del alma! A su manera era un místico.

Este asesino fue mi mejor experiencia, aunque no hablamos. Me bastó conocerlo para no olvidarlo. Me acerqué con indiferencia, con frivolidad, dando la impresión de que su existencia no me interesaba. Al pasar a su lado dije para mí:

—Ah, qué sabrosa esta sombrita…

Y me senté a dos metros de su banco. Todo el contorno estaba desierto, y un sol cegador se derramaba en el cemento. El bandido no dijo nada, ni siquiera miró. Parecía sumergido en sí mismo, como sonámbulo, pero estaba despierto y miraba la lejanía, esas lejanías donde sucedieron: su infancia, sus sueños, sus aventuras, las azules montañas al atardecer, las cometas, la luna llena, una muchacha de nube su amada, un regimiento, una ráfaga mortal, un alarido, mil ráfagas, el rostro de su padre muerto, las arrugas de su madre, la huida, el desarraigo, la soledad, el cansancio, el coraje, las canciones guerreras, el arco iris, el trueno, la muerte y su legión de cadáveres, la nada, el cielo otra vez, siempre el cielo a la altura de sus ojos…

Y ahora estaba aquí enjaulado, solo, sin porvenir, sin un amigo, sin un árbol, sin estrellas para atacar al enemigo, sin un alba, sin el rocío, sin los ríos salvajes, sin la selva, sin pájaros cantando, sin sus aleteos, sin la luna llena derramándose en el follaje, sin el dulce nombre de Dios, sin la carne asada en hogueras bajo las estrellas, sin su ametralladora que era la ley en su vasto imperio de terror, sin ron, sin risas de mujer, sin el cuerpo caliente de la hembra sobre la hierba, sin los tallos erguidos de los girasoles que son planetas, sin esos hombres que conducía a la muerte y a quienes llamaba “mis muchachos” con ternura; sin ellos que olían a toro, a sudor de macho, a peligro, sin la luz errante de las luciérnagas en noches oscuras, sin el chillido de los grillos en celo, sin perfumes agrestes, sin aromas, sin esa flor roja llamada “veranera” y que tal vez le recordara la sangre y era bella a sus ojos alucinados; sin su libertad, sin él mismo que ya no era nada ni nadie: sólo silencio, nostalgia y pesadilla…

Después de media hora hice un comentario idiota sobre el verano, que el sol calentaba horrible o algo así. Claro que calentaba, y eso no tenía importancia. Me sentí derrotado. Ya había agotado los pretextos del fósforo y el verano, y la comunicación fue inútil. Con este bandido no se podía intentar una intimidad por vías humanas, por el trato social convencional. Este asceta trágico y solitario rechazaba la intimidad con aquellos que no fueran de su raza, que era raza de duros como el acero.

Como era amante de lo Absoluto, había cambiado el lenguaje de los disparos por el silencio. Pues con las balas se mata, y con el silencio también. Las palabras apenas hieren. Las olvidó. Sin su ametralladora se defendía en el silencio. Este silencio era mortal y nadie osaba turbarlo impunemente.

¡Qué ignominia la prisión para este bandido! Si era justa desde el punto de vista de las leyes sociales, no lo era desde la Naturaleza, pues atentaba contra sus fuerzas invencibles. Águila Negra era de la estirpe de los cataclismos, los terremotos, las hecatombes: fuerzas brutas, torrentosas y ciegas que ninguna ley racional puede dirigir. Sólo dejar que cumplan su ciclo de destrucción y se aniquilen o sean aniquiladas.

Por eso no perdonaba al bandido su rendición. Mi devoción a la fuerza que adoraba como un mito, le exigía morir en combate, o eliminarse antes de claudicar. Con su entrega a la justicia había hecho el juego estúpido de los valores civilizados, y estos le dieron a beber su cáliz de humillación. En ese momento de debilidad fue miserable, indigno de su mirada aterradora y negrísima.

Me sublevaba verlo en la impotencia sudando como un condenado bajo un sol burgués entre los altos y poderosos muros. Había traicionado su destino épico, guerrero. Ahora se devoraba en silencio, rumiaba su historia con pesadumbre, abatido por el peso de tanta gloria. Su vida se apagaba parejo con su roja y fulminante estrella de aventurero.

La imagen de esta decadencia sería un águila prisionera en la jaula de un canario. Para encerrarla le habían cortado sus gigantescas alas. Ya no volaba. Pero tampoco se arrastraba, es cierto. En este orgullo volvía a florecer su estirpe de epopeya. Para no arrastrarse prefirió la quietud. Esa serenidad aún evocaba la dignidad del vuelo, la majestad del águila abatida que fue gloriosa en una época, en espacios de luz, en los oscuros dominios del relámpago.

Águila Negra pasó del vuelo a la quietud como las altas palmeras doblegadas por la tormenta. Un coloso animal, no héroe sino bárbaro. El oscuro barro del hombre divinizado por la fuerza, alimentando su alma en los oscuros manantiales del terror, del fuego, hasta llegar hondo a los yacimientos de luz.

Derrumbado en su banco, aunque erguido, Águila Negra era un alto esqueleto forrado en piel marchita, amarillenta. Dramático en su mutismo, azaroso en su indiferencia. Semejaba un estoraque o algo así colosal que desafiaba las alturas y los abismos. Algo necesario para medir las profundidades de lo tenebroso y lo celeste, del Bien y del Mal, de los extremos. Ser arriba o abajo era la oscilación de su destino. No en la mitad, no en la ley, sino en la Nada o en la Eternidad, como en un asalto armado a las Tinieblas y el Misterio del Ser.

Renuncié definitivamente a oír su voz. Lo preferí a que lo que dijera destruyera la leyenda. Ya el sol había invadido mis dos metros de sombra. Sudaba a chorros. Me levanté. Pasé frente al bandido. De sus labios resecos colgaba un tabaco mascado, sin fuego. Lo único humano que noté fue su dentadura de oro. Lo demás era el espectro de un dios que había divinizado el mal.

Lo imaginé muerto. Era ridículo. Hasta en la muerte este hombre era imposible, extraordinario. Para su estatura formidable no existía ataúd. Muerto sería inhumano. Él sería un cadáver grande como la grandeza. ¡Su tumba sólo podía ser el mar, la colina, el olvido de Dios!

SERMÓN DE LA CIUDAD

La verdad no es eterna.

Donde la verdad muere nace otra verdad a la vida.

Hay que aceptar estas muertes y resurrecciones que son procesos naturales del Ser.

Reprimir esas renovaciones inherentes al hombre y lo social, es un pecado mortal contra la naturaleza y el espíritu.

Pues ningún don se nos legó como gratuito y absoluto: ni la tierra ni el cielo.

Nada es de nadie.

La tierra es una fiesta a la que fuimos invitados, y nadie tiene derecho a usurpar el pan, el vino, las rosas.

Todo lo que existe es Nuestro por el tiempo de la jornada que nos asignó la vida.

Lo que queda del sudor y los frutos retorna a los que empiezan, que a su vez gozarán, sudarán, y legarán lo que heredaron: el vivificante polvo que abonará la vid y la espiga para festejar a los futuros celebrantes.

Cada uno traerá su ansia, su sed, su porción de felicidad por vivir, sus sueños por realizar, sus ojos hechos a la luz, su alma en un cuerpo bendito.

La chispa de la vida es inmortal, y todo el oro es poco comparado con su luz. Pues lo que vale del oro no es el oro, sino el milagro de la chispa que lo hizo posible.

Hombres: el dinero es la muerte, y vosotros estáis dedicados al dinero y no a vivir.

Estáis cometiendo un crimen horrendo y seréis castigados implacablemente.

El fin apocalíptico se aproxima.

Esta civilización será vuestra ruina.

Asesinasteis el alma para meter vuestros cuerpos en tumbas confortables con aire acondicionado, colchones de plumas, televisores para mirar el desfile demente de fantasmas, la muerte en tecnicolor.

¿A esta agonía lenta, este afán de dinero, de poder, de perder el tiempo de vivir acumulando muerte, a esta maldita manía capitalista llamáis Progreso?

¿Será progreso esclavizarnos al trabajo, a la necesidad de consumir y consumir, envenenarnos el aire, prohibirnos el cielo, disfrazarnos de militares, overoles, sotanas, condenados a muerte?

Avaros y codiciosos: cerrad vuestras fábricas-prisiones,

vuestros templos del becerro de oro,

vuestros bancos de usura,

vuestras universidades de rebaños lógicos,

vuestros cuarteles de lobos obedientes,

vuestros sindicatos de esclavitud remunerada,

vuestras academias de lenguas muertas y mentiras de la historia,

vuestras oficinas de Sísifo burgués,

vuestras alienadas salas de cultura,

vuestros salones de belleza y pompas fúnebres,

vuestros libros de melancolía y maldiciones,

vuestros códigos de injusticias,

vuestros parlamentos de loros amaestrados,

vuestros prostíbulos de carne podrida y maquillada,

vuestras notarías para autenticar el pillaje y la propiedad robada,

vuestras cajas fuertes de vicios solitarios y pecados capitales,

vuestras habitaciones atiborradas de bienes materiales y egoísmos incurables,

vuestros monederos falsos de caridad farisea,

vuestras alcobas de concubinas enjoyadas, perfumadas y preñadas de pus,

vuestras gerencias de celestinos de la imperial ramera del capitalismo con su millón de candados y cadenas para computarnos el pan, la vida, la libertad…

Sepultureros, carceleros, economistas mercenarios, asesinos de uniforme, predicadores de mentiras, sabios del genocidio, capataces borrachos de poder, sacristanes de Jesucristo el Sedicioso, Estadistas de la estafa, doctores de la Iglesia del César, cerebros electrónicos de la Muerte Universal: ¡BASTA!

El juicio final os ha llegado.

Nos declaramos en libertad.

Asumimos el mando de nuestra vida.

Declaramos la guerra a muerte al poder de vuestras máquinas, vuestras armas, vuestras constituciones, vuestras chequeras, vuestras razones de Estado, vuestros verdugos… hasta hundir en los infiernos el Arca monstruosa de esta civilización con todos sus crímenes tecnológicos y pecados capitalistas.

Rescatemos al hombre del imperio de la necesidad al reino de la libertad, para que vuelva a ser hombre en los reinos naturales, hermoso, feliz, fiel al espíritu del Día Siete que liberó la vida de los terrores de la Nada y el Caos.

La misión del hombre es ser humano, y su destino la libertad.

Arrojemos al infierno esta civilización condenada por sus crímenes: los enemigos de la vida no pueden convivir con los enemigos de la muerte.

Los enemigos del amor no pueden convivir con los enemigos del odio.

Los verdugos no pueden convivir con sus víctimas.

El poder no es compatible con la libertad.

El dólar mata con su beso de Judas.

Compatriotas de la Tierra: la hora de vivir, es ahora.

El Árbol de la Vida está lleno de frutos.

Cualquier día es Domingo de Resurrección para los que no estáis muertos.

¡Feliz noche bajo las estrellas rojas, que preceden las auroras del hombre!

GAITÁN

9 de abril: la misteriosa madeja del destino. La muerte de este hombre altera mi vida. Cuando lo mataron, yo ni siquiera había nacido a una conciencia de ser. Era el fruto bastardo de unas bodas entre la ignorancia y una ideología fetichista fundada sobre el mito y la mala fe, que lo único que tenían de bueno era la inocencia en que se inspiraban.

Yo contaba entonces 16 años y tanto el pensamiento como la vida me eran frutos prohibidos. Lo poco que sabía entonces se me había enseñado partiendo de una moral basada en el terror al infierno. Quizá Gaitán había sido arrojado del altar de mi familia como un camarada del demonio, pues sólo hasta ese viernes de 1948 oí por primera vez mencionar su nombre: habían asesinado a un caudillo en Bogotá. ¡Se llamaba Jorge Eliécer Gaitán! Y la radio empezó a tronar los ecos fatídicos de una revolución tardía y frustrada cuyos himnos eran de muerte.

La belleza de la revolución se revolcaba en el lodo de la demencia y el crimen: el aborto era bautizado por el diablo. Esa tarde, la Revolución se resbaló y cayó en el infierno de la violencia. Después supe por qué. Aquella tarde no lo comprendí. Mi padre nos encerró en un cuarto oscuro y nos rezó como siempre que había tormenta: “Aplaca Señor Tu Ira, Tu Justicia y Tu Rigor…”. Y también: “Señor Dios de los Ejércitos, llenos están los Cielos y la Tierra de la Majestad de Vuestra Gloria…”. Para mí esas oraciones eran el fin del mundo, el diluvio y la guerra. Yo rezaba y lloraba de espanto al mismo tiempo.

Cuando después me gaitanicé, o sea me hice revolucionario y ya no rezaba por miedo a los relámpagos ni al granizo, comprendí que el drama de aquel viernes de dolores no era sólo el de un líder sacrificado, sino el drama de millones de hombres, el drama de todo el continente suramericano.

Porque Gaitán tenía la talla de un héroe y de un profeta. En ese espíritu ardía la llama mística del hombre predestinado a la liberación de un pueblo: el hombre que era reclamado desde el fondo del dolor y la desesperación popular. Pues él era un Poeta del Poder. Nunca antes hubo otro más grande en las repúblicas americanas como no fuera aquel que las fundó con su soplo de libertad, del que heredó el fuego sagrado.

Él lo habría cambiado todo en Colombia con su hermosa Revolución, pues tenía la visión y el sentido heroico del Poder. Yo sé que los poetas no se entregan sino a la verdad que encarnan, a la verdad de amor a sus ideas. Y mueren por ellas si tienen que morir. Por eso precisamente son poetas. Porque la verdad es su fin, y su gloria. En esto Gaitán se diferencia de todos los políticos colombianos. Estos toman la política como un fin. Lo que para Gaitán era sólo un medio para realizar los grandes ideales de su pueblo: su glorioso Destino.

Lo que teníamos que esperar de él era su gran fe en el destino de Colombia a través de su Revolución política, que al mismo tiempo era una revolución moral.

Con su muerte, a la que advino una feroz tiranía de plebeyos y reaccionarios capitalistas, Colombia ingresó o fue arrojada a la oscuridad del infierno por las brechas abiertas de la violencia oficial. Esa horripilante tarde de abril Colombia perdió su camino y perdió históricamente el privilegio de haber guiado los destinos de Suramérica y sus revoluciones nacionalistas, inspiradas en la nuestra.

Pues el pensamiento de Gaitán distaba de los extremos ominosos de los imperialismos para definirse en un nacionalismo orgulloso y soberano integrado con las fuentes vivas del pueblo y la nación. Gaitán no buscaba la tierra prometida ni lejos ni fuera de Colombia. Todos sabemos que la tierra prometida es la tierra que amamos, la nuestra, la que cada día santificamos con el amor y la creación, la que también se llama Patria cuando somos dignos de ella: ésa de la que estamos desterrados hace ya largos años, en la que vivimos cautivos y muertos, a la que estamos atados por una cadena interminable de opresión, dolor, disolución y miseria.

Quiero añadir que Gaitán, en su fervor nacionalista, habría ajustado la nación a una síntesis creadora sin lo malo de los imperialismos, y con lo mejor de ellos integrado a la esencia del ser colombiano.

Todos los que en aquella época tenían derecho al uso de la esperanza –ya que el de la razón estaba custodiado por las armas– esperaban de Gaitán la conquista del Poder, que habría significado para Colombia la conquista de su Destino. Pero ese Destino fue abatido a la vez que su vida, en el umbral del poder.

¿Por qué dije antes que la muerte de Gaitán influyó en mi vida de una manera tremenda? Afirmo que la muerte de ese hombre es “responsable” de lo que yo soy. Pues ni en la vida de los hombres ni en la de los pueblos, sucede nada por azar. Las fuerzas históricas son determinantes, son causas “racionales” a las que no puede escapar nuestro destino.

Si Gaitán no hubiera muerto, yo no sería hoy Gonzalo Arango. ¿Quién o qué sería? No lo sé. No juego a la nostalgia ni a la profecía. Pero sí tengo la certeza de que si Gaitán viviera, el Nadaísmo nunca habría existido en Colombia. Entonces, ¿dónde estaríamos y qué estaríamos haciendo los escritores nuevos? Es casi seguro que hoy estaríamos al lado de Gaitán, con Gaitán a la carga, defendiendo sus banderas revolucionarias. No hipotecando nuestro arte a la política ni al Poder, sino dignificándolo y haciéndolo libre en el aire puro de la vida y de la Revolución del pueblo. (No pueblo como masa amorfa y borracha, sino como conciencia de vida, amor solidario y pasión creadora de su propio destino histórico).

Hoy nos hace falta en Colombia para vivir y crear el aire jubiloso de la Revolución. Nos ahogamos en la podredumbre que hoy ahoga a Colombia; nos asfixiamos en su rara atmósfera de sacristía y de tumba; estamos secos en este desierto de la vida y del alma colombianas. Estamos estériles por falta de un verdadero amor a Colombia. Somos intelectuales amargos, beatos, derrotistas, indiferentes y sofisticados. Nos hemos vuelto inmunes a la alegría y al dolor de la Patria. Los escritores nuevos hemos desterrado esta palabra de nuestro lenguaje, sentimos vergüenza al evocarla o al mencionarla. Escribimos y vivimos en el exilio de la imaginación; exploradores estéticos de la nada y el vacío. Hace muchos años que los artistas no nos acostamos con la Patria. Haría falta una verdadera posesión carnal con ella que revitalizara nuestro espíritu y lo hiciera florecer. Quiero decir un coito verdadero y espléndido. No basta el amor platónico ni la piedad. Tales amores conducen al onanismo y la impotencia, a veces también al convento y al suicidio.

Lo que necesitamos es una verdadera revolcada física sobre la sufrida y bendita tierra de Colombia, bajo sus cielos azules y el sol que nos queme y dé sentido a nuestra vida y a nuestros tristes pensamientos abstractos de cloaca e invernadero.

Fuego que purifique con su vida y con su luz. No la que guía hoy los destinos de Colombia que parece la luz de un cirio de sacristía o de velorio, ésa no resplandece: chisporrotea, huele a sebo y amancebamiento del Poder con los Poderosos del Templo.

Gaitán habría encendido otra llama en el Poder: ¡la de Prometeo! Porque no sólo era un gran caudillo sino un gran poeta. No porque hiciera versos sino porque su palabra era el fuego de la vida, de la creación, del amor y de la esperanza del hombre. Su ademán era una invitación al canto y a la alegría de vivir. Hoy 9 de abril siento que nos hace falta el poeta Gaitán para cantar la belleza del mundo y el orgullo de tener una Patria nuestra, creada por nuestro amor y para nuestro amor.

Con él, los intelectuales no seríamos hoy esta plebe de sicópatas ambulatorios que no sabemos qué hacer con el poder de la palabra, como no sea degradarla en el desprecio, la calumnia, el derrotismo, el conformismo y la autodestrucción. Por eso erramos sin destino por el desierto de Colombia, oscilando entre la indiferencia y la nada: porque no hay ninguna fuerza viva que nos apasione, que seduzca nuestro espíritu a la acción militante, y nos libre de esta inercia oprimente que se parece a la muerte del alma.

Salgo a la calle. Tengo la ilusión de encontrar una fiesta de muchedumbres, de esas mismas que una vez deliraron con la magia profética de la Revolución gaitanista. Pero no hay fiesta en la ciudad. Todo lo que veo son fusiles, soldados, perros y caballos alimentados con el pan de los pobres y los perseguidos.

Veo también un pueblo muerto de miedo y hambre que se emborracha en las tabernas, que se envilece para recordar aquel 9 de abril y para olvidar que hubo una vez –como en los cuentos fantásticos– en que pudo de verdad ¡SER UN PUEBLO!

Y veo por último tres coronas ajadas, las que cada aniversario deposita el pueblo sobre la tumba de sus ilusiones.

Porque Gaitán fue asesinado yo soy Nadaísta. Y mi protesta la dedico a su memoria, y a la promesa viva de su Revolución.

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