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“EL PENSAMIENTO ES UNA ENFERMEDAD DE LA VIDA”
Las cosas que dice el escritor nadaísta nos hacen meditar y nos hacen reír. Realmente, una mente organizada como la nuestra no alcanza a comprender muchas de esas genialidades… o locuras. No nos cabe en la cabeza que la razón de vivir de los nadaístas se reduzca a sensaciones físicas, a vivir la vida irresponsablemente. ¿Actuarán así acaso por cobardía…?
Gonzalo Arango continúa: “El pensamiento es una enfermedad de la vida... Uno termina por comprender que todo es absurdo, y como los nadaístas amamos la vida en forma frenética, nos atormenta tremendamente la muerte”…
Y ahora pasemos en serio a la literatura. ¿Qué fue el escándalo con el Premio Esso? Gonzalo Arango, acompañado por un grupo de intelectuales de distintas tendencias, publicó un manifiesto en el que protestaba por el fallo, proferido por distinguidos miembros de la Academia Colombiana. “La Academia tradicional se opone a toda tentativa de renovación”, afirma Gonzalo Arango. “Es una institución conservadora y el arte siempre es revolucionario, cambiando la realidad, superándose a sí mismo. Consideramos peligroso que la literatura esté sometida al yugo de la Academia, que está invadiendo terrenos absolutamente privativos de los escritores, puesto que el escritor puede llegar a ser académico, pero un académico no necesariamente es escritor. Los escritores colombianos nos sentimos ofendidos y humillados con la negativa de la Academia de aceptar los puntos de vista que les pusimos de manifiesto. La Esso piensa que por el hecho de tener la plata puede desconocer los derechos de los escritores. En vista de que se ha negado a aceptar las modificaciones al concurso, haremos una campaña de solidaridad para negarnos a participar en los futuros certámenes del Premio Esso, pues si ellos tienen la plata nosotros tenemos la literatura. Y yo pregunto: entonces, ¿con quién van a hacer el concurso? Todos los escritores del país nos vamos a comprometer a no colaborar, y quien lo haga será considerado por nosotros como traidor y mercenario”… Qué beligerantes, afirmamos… ¿No es absurdo que los mismos beneficiados se echen cuchillo en su propio pescuezo? “Sobre las bases actuales no aceptamos nada”. ¿No habrá posibilidades de acordar entre los interesados las bases? “Ellos se opusieron”.
EL SOLITARIO SE DESPIDE
El tiempo se acaba y debemos poner final a esta entrevista. Antes de despedirnos pensamos: ¿Qué estamos haciendo nosotras, católicas, en cierto modo conformistas, conscientes, responsables, escuchando a quien predica la destrucción de todo lo que para nosotras vale? ¿Estamos tratando de encauzarlo por el “buen camino”? ¿Tratamos de aprender su filosofía? Nada de eso… Son gajes del oficio, de este oficio de periodistas que nos lleva a veces a escuchar al ministro, al gerente, al sacerdote, a la señora importante, y otras veces nos coloca ante el discutido nadaísta Gonzalo Arango.
Con su melena revuelta, vestido con una chaqueta deportiva sobre un suéter de lana que lo aprisiona hasta el cuello, Gonzalo vuelve a sonreír burlonamente. En el ojal de la solapa lleva un clavel chino, que resalta agresivo sobre el tono café de la chaqueta desteñida.
Son las doce del día y el sol calienta, pero Gonzalo Arango tiene frío… Se levanta el cuello de la chaqueta, tratando de encontrar el calor que no siente… Se va a descansar, justamente cuando los otros hombres despiertan… No duerme de noche porque no puede… Cuando la actividad de la ciudad está a punto, Gonzalo Arango duerme, de espaldas al mundo. Él es un hombre solo con su talento, su inconformismo, su tragedia… Antes de despedirse nos alarga unos papeles en donde nos da su opinión sobre el amor, el matrimonio, la muerte…, y se aleja. No mira el hermoso cielo azul que recortan las montañas. No aspira la brisa fresca que nos azota los cabellos, no ve las plantas, que mezclan sus colores en los surcos del parque… Para él no se hicieron esos pequeños goces. Él no siente la alegría de la naturaleza. Recordando lo que minutos antes nos dijo, nos conformamos mejor con nuestra suerte. Es bueno tener fe, y creer en Dios, y esperar para después una vida… De cara a las montañas, respiramos alegres el aire puro.
Cromos, n.° 2.498, pp. 16-20. Bogotá, 26 de julio de 1965.
Reportajes
1955
FERNANDO BOTERO EXPONDRÁ EN BOGOTÁ LA PRÓXIMA SEMANA
Yo no soy literato sino pintor –dijo Fernando Botero cuando íbamos por una calle de Bogotá en dirección a su estudio donde preparaba los cuadros para la exposición que en el mes de mayo abrirá en la Biblioteca Nacional de su más reciente obra realizada en Europa–. Con esta aclaración, Botero quería entrar de lleno en el campo de su predilección: ¡la pintura!
El cielo frío parecía derrumbarse sobre la ciudad indefensa que se tornaría muy pronto sola y triste por la lluvia. Fernando Botero me habla sobre el espíritu de la juventud europea, de los intelectuales y pintores que trató en Madrid, Florencia y París.
—Es una juventud muy valiosa que afronta el hecho doloroso de trabajar sin porvenir, sin ilusiones. Entre cinco mil pintores jóvenes, trabajadores infatigables de su arte, muy pocos logran una realización verdadera. La miseria y la urgencia de subsistir los desplaza a otras actividades, frustrando sus valiosos talentos. En mi caso, después de trabajar y estudiar intensamente durante dos años, mi regreso a Colombia lo encuentro como una recompensa merecida, significa el reencuentro con la libertad de la naturaleza americana.
Antes de entrar en su estudio, el pintor habla con un entusiasmo desbordante, con un perfecto dominio de sus ideas, con la conciencia de que el sentimiento creador ha sido sometido a la reflexión intelectiva. Pero esta emoción no es en vano, porque en realidad Fernando Botero se ha encontrado a sí mismo en su pintura. Ya no queda en su espíritu ninguna nostalgia de esa angustia bohemia y cafetinesca de sus primeros años en Medellín, cuando se iniciaba en el manejo de los colores por el año 1950, en composiciones de un dramatismo literario que violentaba la pintura misma en busca del predominio de temas alucinantes, trágicos, expresión de su caos espiritual.
Al penetrar en su estudio yo tenía la inquietud de la sorpresa que me esperaba al presentir la pintura de este artista que después de dos años de investigación y estudio en Europa venía dispuesto con sus nuevas obras a rectificar la primera etapa de su pintura. Aquella época de la creación de Fernando Botero estaba marcada por un fatalismo sombrío donde se sentía una asfixiante soledad, testimonio de la cual quedaron una serie de entierros, pintados bajo la obsesión de la muerte, de la desesperación creadora. Era natural si estimamos el medio social, épocas depresivas en que su psicología era violentada por el impacto de fuerzas destructoras, denigrantes de la justicia, de la dignidad y de la vida. Como respuesta a esa búsqueda insatisfecha quedaron temas sombríos, tratados con tonos grises y oscuros exasperantes, muy sinceros por el sentimiento desolador que los inspiró, pero carentes de una expresión auténticamente personal, que dejaba entrever reminiscencias de Picasso y de los impresionistas franceses. Faltaba aún en su pintura el dominio y la serenidad racional, aquella que ahora ha asimilado a su propio espíritu, como un eco perdurable del Renacimiento, de augusta sobriedad y que es la superación feliz de sus primeros impulsos románticos y literarios.
Recordamos que su pintura antes de viajar a Europa expresaba un afán por la exageración casi monstruosa de las formas, que quebraba contra toda ley la armonía anatómica de los cuerpos humanos.
—Es cierto –dice el pintor–, la primera etapa de mi pintura estaba acosada por un romanticismo destructor de las formas, influida por alguna tendencia expresionista. Lo que he producido en Europa es la rectificación de todo aquello. Domina ahora en mi producción pictórica una suprema calma dentro de formas rigurosamente racionales e inflexibles. Estas obras que expondré en Bogotá nacieron de una serie de problemas que se venían planteando en mi obra desde el comienzo. Mis inquietudes surgieron de la detenida observación del arte de los museos que me presentaron la única definición verdadera y silenciosa de lo que es el arte. En medio del mar de definiciones y de tentativas para definir la esencia artística y el procedimiento para llegar a ella, el museo permanece como la única realidad poderosa e inmóvil de la verdad artística.
Cuando el pintor ha terminado de hablar me pongo a recorrer detenidamente los cuadros, en silencio, con el temor de emitir un juicio precipitado sobre esta pintura tan variada en los temas y el color: retratos, paisajes urbanos de Florencia y París, y sobre todo una serie de caballos que me llama la atención porque se nota la especial preferencia que el pintor ha manifestado en la pintura de caballos –que se destacan por su calidad y número en el conjunto general de su obra–. A mi pregunta sobre el motivo de esta preferencia el pintor responde:
—La serie de cuadros de caballos, figuras y espacios surgieron de una inmensa nostalgia de las zonas de América y de la alucinante presencia de la soledad. La forma como he tratado el espacio en estos cuadros la considero como uno de mis hallazgos plásticos más afortunados, pues por una sutil división de la línea del horizonte, el espacio ha quedado limitado parcialmente, dando posibilidades a regiones infinitas. Al mismo tiempo, he querido dar a los vanos la misma fuerza plástica de los llenos, haciendo del aire, del espacio, algo palpable, sensible.
Admiro en estos cuadros una fuerza de expresión, de vitalidad y comunico este asombro al pintor sobre el viraje de su pintura hacia el realismo, hacia la pintura como tal, sin sujeción al tema, que en estos cuadros es completamente ajeno a lo literario. Este realismo en la pintura de Fernando Botero no es en ningún caso ni fotográfico ni político y no podría explicarse como una fidelidad entre el objeto pintado y el dato sensible, sino como una derivación del sentimiento subjetivo y del pensamiento que determina el objeto exterior.
Noto que Fernando Botero no quiere comprometer su pintura en las luchas políticas, y solamente quiere pintar. Nuestro tiempo y la responsabilidad que en él tenemos que aceptar, le digo, no nos permite una actitud de evasión, ni negar en el hombre su voluntad de lucha por los valores supremos del espíritu y de la humanidad. Estamos de actores y de testigos en un momento crítico de la historia y los escritores, pintores y artistas debemos responder con nuestros actos. Y no será, naturalmente, como el postulado nihilista de André Breton que predicaba como el acto más digno del superrealismo bajar a la calle revólver en mano y disparar al azar contra la multitud.
—Tengo la convicción –dice el pintor– de que el realismo es la única solución en el caos de nuestra época y queda, en última instancia, como la única posible reacción en pintura frente al arte standard de París. Pero no necesariamente como un realismo socializante a la manera mexicana, pues no creo en obras con tesis políticas, o por lo menos en cuanto tienen de política. Ni abstraccionismo, ni política, solo pintura, producto de un compromiso entre lo que vemos y lo que sabemos, como ha sido en todas las épocas, y no el conceptualismo caligráfico de nuestros días. Tenemos un sagrado compromiso con la pintura, y para cumplirlo solo tenemos que estudiar y trabajar incansablemente.
Cuando Fernando Botero empezó a pintar no pensaba lo mismo, por eso, al comprobar los grandes alcances de su evolución, me alegra oírle confiar el éxito de su obra a la investigación y el trabajo. En sus primeros impulsos creadores en Medellín, Botero se había dado ingenuamente a la inspiración y a la espontaneidad, seguro de su disposición natural para la pintura, de su gran talento. Hoy, dominado por la serenidad que da el espíritu reflexivo y la investigación paciente de las formas, el color y la técnica, me confiesa:
—Por parte de los artistas existe una notable ignorancia del arte del pasado, con excepción del movimiento impresionista y de la producción contemporánea. Y no se estudia por el prejuicio que producen las obras perfectas en los adolescentes mentales del arte, que temen volverse académicos. Hoy que está tan de moda la espontaneidad, cualquier imperfección es elogiada y el artista teme la ejecución perfecta de sus obras. Creo que lo que nos puede dar independencia artística es el estudio de las grandes épocas del arte para volver con concepto libre y nuevo sobre nuestros temas.
—¿Qué calidad pictórica conceden en Europa a la pintura de América? –pregunto.
—Son pocos en América los auténticos pintores. Hay un vehemente deseo por parte de nuestros pintores de estar al día en la moda artística, para lo cual se sirven de los modelos de la revista Arte de Hoy y se abandonan al inmenso caudal colorístico y temático que ofrece América, para vivir una doméstica nostalgia de París. Yo creo que la única solución para un pintor americano es la de hacer pintura eminentemente americana. Quienes han logrado hacer obra importante han sido americanistas como Rivera, Siqueiros, Orozco, Portinari, pero naturalmente desde una posición estética diversa. No quiero significar, desde luego, hacer pintura a lo Rivera.
—¿Y particularmente en Colombia hay presencia y porvenir para la pintura?
—A pesar de todo, Colombia es uno de los países con un futuro artístico más definido. El progreso que se ha manifestado últimamente es notabilísimo. Han surgido artistas que bien podrían ser figuras de importancia fuera del territorio nacional. Es lamentable la falta de oportunidades y la escasa difusión de la actividad artística de Colombia en el exterior. Por ejemplo, en la última Bienal Veneciana, países menos importantes como Guatemala y Bolivia estaban representados. Sin embargo, aquí tenemos pintores que pueden representar dignamente a Colombia en estos certámenes y esperamos que así ocurra en la próxima Bienal.
—¿Su proyecto para el futuro?
—¡La pintura mural! Esta ha sido mi preocupación constante desde el comienzo de mi carrera artística, habiéndose manifestado en mis obras desde el principio un cierto sentido de primeros planos y un vigor constructivo, características estas del pintor muralista. Creo que el pintor se da plenamente en este género de pintura, pues esta es la forma, pudiéramos decir sinfónica, ya que son tantos y tan variados los problemas que atender y que constituyen un mundo aparte dentro del arte, al cual no todo pintor tiene libre acceso. En Colombia los muralistas sufren de mejicanismo. Todos llegan con el afán de efectuar la reforma agraria con un mural; todos tienen un sentido político, pero no un orden estético. En Florencia vi algo diferente. El tema fue para ellos un pretexto poético para sorprendernos luego con su poesía en la sucesión maravillosa de imágenes que hoy, perdida su leyenda y su nombre, permanecen como esencia absoluta de lo impenetrable, de lo metafísico. Es el reflejo poético de su tiempo, pero un reflejo sin tesis. Yo espero tener oportunidad de hacer pintura mural en Colombia y para eso he regresado. Afortunadamente el gobierno comienza a auspiciar una serie de obras, en un país en donde jamás ha existido el arte.
Súbitamente y a golpes empezamos a oír la caída de la lluvia: silencio. Posiblemente el pintor se ha dado a recordar con nostalgia alguna calle de Florencia, su estudio en París, un museo de arte. “Estaré siempre de regreso a Europa…”, dice al fin. Lo más valioso de mi vida y de mi pintura nació allá, y uno solo nace cuando crea.
Fernando Botero expondrá en este mes de mayo en la Biblioteca Nacional. Los que saludaron en 1951 y 1952 a un talento indudable de la pintura colombiana, confirmarán en esta oportunidad que las posibilidades de este pintor han sido realizadas excediendo en mucho los pronósticos más optimistas. Admiro ahora en él, además del pintor, al hombre que ha indagado en los secretos más hondos de este arte para llegar al secreto misterio, a la última luz del descubrimiento de sí mismo por medio de la pintura, a su independencia artística, a su independencia espiritual, y que me hace pensar en la gran verdad hegeliana del hombre que reivindica en la pintura su independencia frente a la naturaleza y a los hombres.
El Colombiano, “Dominical”, pp. 6-7. Medellín, 28 de mayo de 1989.
(Publicado originalmente en 1955).
1965
FANNY, EL FESTIVAL DE ARTE DE CALI
Si Cali no fuera Cali, sería el cielo, o una mujer. Entonces se llamaría Fanny, Sixta, Marta o Maritza.
Que Dios me perdone, pero no puedo separar nada de lo que amo de un rostro de mujer. Por ejemplo, cuando era creyente, pensaba que la Virgen era Dios, y mi complejo de Edipo teológico era para la Inmaculada. Mi nostalgia del Paraíso es una Eva desvestida a la última moda, inventando trucos para vestirse con Adán. Y cuando pienso en el Festival de Arte de Cali, ¿en quién voy a pensar sino en Fanny?
Esta artista se ha vuelto un símbolo, un imperativo de la acción, un dínamo que mueve mil cosas y personas con el pensamiento, una hecatombe, una Biblia, una filosofía del método para llevar a la práctica esa pesadilla de la imaginación que es el Festival de Arte de Cali.
Para que sea posible esa aventura espiritual ha sacrificado el sueño, la identidad, su pertenencia, y a su marido, quien desde el día en que Fanny es elegida “coordinadora” –desde luego unánimemente–, se resigna a dormir solo, comer solo, hablar solo, aburrirse solo, y todo solo, excepto ciertas cosas que solo se pueden hacer entre dos.
Pues el pobre marido entra a casa cuando Fanny sale; o sale cuando Fanny entra. Al fin vuelve a “capturar” a su mujer cuando ella ya no existe, o está desintegrada en el nirvana, es decir, cuando el Festival termina. Entonces, de la cabecera de su cama cuelga un diploma que bien podría ser un epitafio. Reza cariñosamente:
“La ciudad de Cali, a Fanny, en gratitud”.
Fanny solamente, amorosamente, a secas, como la verdad. Pues esta mujer a quien el Gobernador le dice Fanny, el obispo le dice Fanny, y solo Pedro le dice mi amor, ha terminado por perder su apellido como Desquite, como Rasputín, como X-504. Se ha vuelto un símbolo de lo más puramente caleño como el TEC, o La Manuelita.
Fanny es de esos seres tan vitales que uno olvida que de repente se pueda morir. Con su energía, Colombia podría mandar su primer cohete a la luna. Incluso uno puede imaginarse perfectamente que Dios después de hacer de la nada a ese monumento de Fanny, se acostó a hacer la siesta, se durmió sobre los laureles, y se olvidó de nosotros.
Un esfuerzo tan colosal está bien en Dios que es inmortal. Pero no en Fanny que hace de la nada un festival de arte nacional olvidándose de que solo es una mujer como Dios manda, pero no tan divina ni tan inmortal como Dios Padre.
Y por olvidarlo, una tarde casi se muere en Bogotá: la fulminó un ataque. El abogado Gustavo Vasco, su afortunado anfitrión capitalino, sin saber qué hacer ni qué rezar, confundió un ataque al corazón con la crisis de la poesía, y llamó al poeta Bonilla-Naar para que la salvara. El galeno muy ofuscado se presentó con su estetoscopio lírico, y empezó a pulsar las lánguidas palpitaciones de la adorable moribunda.
El poeta, finalmente, profetizó que se trataba de un ataque, de una desgracia para la cultura, que Fanny se iba a morir, con sus cuarenta grados de fiebre, tan desfigurada que no se parecía a Fanny, la fatalidad misma. Entonces ella como que abrió una pestaña y susurró que llamaran a Gonzalo Arango a ver si se me ocurría alguna brujería para conjurar el peligro, pues yo había estudiado algo de magia negra con los jaibanás (brujos) en las selvas del Atrato.
El poeta Bonilla, mi rival en concursos literarios, se puso muy celoso de su ministerio, pero no tuvo más remedio que telefonearme al Bar Caruso para darme la noticia. Sinceramente yo no creí en el tal ataque de Fanny, aunque mi colega juraba y gemía por el teléfono, diciendo que era algo espantoso, inminente, y que la última voluntad de la artista exigía mi presencia. En cuanto a él –agregó–, ya había hecho todo lo poéticamente posible para salvarla, y solo quedaba por intentar un milagro. ¿Yo qué pensaba? Entonces dije:
—Vea, doctor Bonilla, lo que Fanny tiene es un guayabo bogotano, dele un Alka-Seltzer, puede que eso le haga el milagrito.
El poeta trinó de ira, me acusó de charlatán, y colgó el teléfono. ¡Diablos!, me dije con remordimiento, ¿y si fuera en serio? Salí disparado como una bala. En el camino robé una rosa del jardín de una inspección de policía, y con una flor roja en la mano me presenté a exorcizar la muerte.
Evidentemente, la pobre Fanny estaba más blanca que un querubín, y yo le apliqué mi estetoscopio florecido en la nariz. Leve mejoría. El doctor Bonilla se deshizo en elogios a mis dotes de taumaturgo, me pidió permiso para respirar el aroma de la flor, y en pleno éxtasis declaró que ese perfume era el olor de la poesía misma. Yo le dije:
—Usted no conoce una verdadera rosa, doctor. Esta es una rosa subdesarrollada, una col. Si usted quiere conocer una rosa de verdad, una rosa caleña, tendría que ir a Cali en junio, más o menos en el verano, por la época del Festival de Arte; entonces usted podrá ver rosas que con solo olerlas resucitarían un muerto.
—¡Oh, no! –exclamó el galeno con escepticismo cartesiano.
—Si no cree pregúntele a Fanny, ¿verdad, cariño? (había olvidado que Fanny estaba en pleno apogeo de surmenage). No obstante, abrió la pupila, me vio, y dijo arrastrando las letras:
—Hola, ca-ri-ño…, ¿qué ho-ras son…?
—Las seis.
—¿Las seis? Demonios, a las siete tengo que estar en el grill del Hotel Cordillera exhibiendo el documental del Festival de Arte. –Y diciendo esto a velocidades de rayo se desembarazó del afiebrado sudario, lamentándose de que ya era muy tarde para ir a la peluquería, y se esfumó al baño a tirarse las mechas sobre la frente.
El poeta Bonilla no salía del asombro, del milagro, y no sabía dónde meter su inútil y estúpido estetoscopio, protestando por la evidencia.
—Es imposible, no puedo creerlo, esta mujer estaba más muerta que el Frente Nacional.
—Doctor, eso le pasa por olvidar que Fanny es Fanny, que Fanny es un milagro, que Fanny es un Festival.
Desde entonces, el escéptico e inspirado poeta doctor Bonilla juró dejar la medicina para dedicarse a la magia negra, a pesar de lo cual este año tampoco nos ganamos el Premio Esso.