Kitabı oku: «Toma de Decisiones», sayfa 2
Certeza o ceguera
Es usual que cuando la persona se incorpora a una empresa o a un nuevo puesto y pregunte con genuina curiosidad el porqué de algún proceso de trabajo, reciba una respuesta tajante: «Porque hemos determinado que es la mejor manera, por eso siempre se hace así». Desde luego, la pregunta no era ingenua. En nuestro subconsciente, por un momento, visualizamos una forma distinta de hacer las cosas, pero la respuesta, pesada como una losa, aplasta nuestras inquietudes reformistas y capitulamos pensando: «Primero tengo que aprender».
Aunque parezca dramático, esta escena podría ser una especie de versión sofisticada del experimento en el que varios simios en una jaula son bañados con agua a presión, cada vez que uno de ellos trata de alcanzar los plátanos situados en lo alto de un tubo, al medio de la jaula. Después de algunos intentos, seguidos del traumático baño, los simios golpean a cualquiera de ellos que ose subir por el tubo. Aún después de suspender el baño y reemplazar progresivamente uno a uno a todos los simios bañados o golpeados por otros nuevos, ninguno se atreve a intentar alcanzar la fruta. La paradoja radica en que ninguno de los nuevos, que propinan las golpizas, ha recibido el baño; solo ha quedado el modelo mental «nunca subas o dejes subir a otro simio por el tubo». Aun sin saber por qué lo hace.
En la jaula mental de las empresas, reprimir al nuevo gerente o empleado puede ser un desperdicio de valiosas oportunidades para mejorar o desarrollar aproximaciones distintas en los negocios. Sin embargo, los modelos mentales que actúan como filtros compartidos acerca de la realidad de la empresa —incluyendo la autopercepción, el mercado y los competidores—, pueden ser tremendamente nocivos y poner en riesgo el negocio. En la parábola de la rana hervida —mencionada en el libro La quinta disciplina, de Peter M. Senge2 —, una rana que es arrojada a una olla de agua hirviente salta fuera de ella de inmediato. Mientras tanto, otra rana acomodada en otra olla con agua a temperatura ambiente, no se alarma con el calentamiento lento y progresivo, y muere plácidamente sancochada sin siquiera intentar saltar fuera.
Las empresas, en una forma similar y trágica, suelen ser insensibles a cambios progresivos y lentos, y solo muestran capacidad de reacción frente a eventos o cambios drásticos y traumáticos. Este bloqueo mental se produce porque tenemos supuestos y modelos profundamente arraigados, generalizaciones, imágenes o historias previas de éxito que influencian nuestra visión del mundo, del entorno y guían nuestras acciones.
Estos modelos mentales, hicieron que los relojeros suizos no fueran los primeros en comercializar los relojes de cuarzo, que previamente habían inventado; y que Corea haya sido subestimada como potencia tecnológica. Estos modelos surgen como un instrumento de supervivencia y, por lo tanto, tienen efectos positivos, como permitir que conduzcamos nuestro automóvil por una ruta congestionada, atentos a todos los estímulos del trayecto y reaccionando con una rapidez inusitada, eficiencia y mínimo esfuerzo.
A nivel individual, los modelos mentales determinan la corrección de nuestros pensamientos, la conveniencia y validez social y moral de nuestras decisiones. Nos ayudan a relacionarnos, sobre todo con personas que comparten nuestros supuestos y puntos de vista, y a lidiar defensivamente con los opositores porque no tienen «una correcta interpretación de la realidad».
Son muy fuertes y arraigados porque son tácitos, implícitos, debido a que están establecidos y operan más allá del fondo de nuestra conciencia. Han crecido al abrigo de nuestras experiencias y, usándolos como referencias, nos ayudan a navegar en nuestra vida diaria haciendo las veces de un mapa.
Un buen mapa nos dará mucha información, pero no nos asegurará llegar al destino deseado; eso dependerá de la habilidad para reaccionar en la realidad de los negocios, para adaptarse y sortear obstáculos que no figuran en él. Una confianza ciega en el mapa puede determinar el naufragio de la empresa o del proyecto si no se usan otros instrumentos de navegación complementarios, como el sonar y el radar.
Como en otras culturas, los peruanos tenemos también modelos mentales muy arraigados. Mapas detallados sobre, por ejemplo, las bondades de ser «un país único en turismo». Sin embargo, ser «único» puede ser un grave riesgo si solo nos enfocamos en Machu Picchu, pues tiene, como todos sabemos, una capacidad de acceso y carga limitada. Tampoco podemos esgrimir el modelo mental «somos una potencia pesquera mundial», cuando potencia significa flota pesquera industrial sobredimensionada y una biomasa en precario equilibrio; o el muy vigente «el Perú tiene una ubicación geográfica privilegiada», cuando algunos puertos del Atlántico seguirán siendo más competitivos económicamente, a pesar de las carreteras transoceánicas.
Los modelos mentales, como los mapas, deben ser corroborados o replanteados en la práctica, en el terreno. Para que ello suceda, lo primero es tomar conciencia de los mismos, saber que existen y que influyen en nuestro comportamiento. Esta tarea debe ser dirigida por los líderes empresariales, dando un ejemplo de apertura.
Por otro lado, es importante lo que señala el mismo Senge: que los cambios de supuestos o modelos compartidos solo se pueden dar mediante la experiencia, no por consigna.
Cuando las empresas encargan estudios de consultoría para detectar los modelos mentales más arraigados en las dimensiones empresa, mercado y competencia, los más frecuentes son los siguientes: «somos una empresa líder», «los clientes se enfocan en el precio» y «la competencia tiene productos o servicios de menor calidad». Estos supuestos, a pequeña escala, son una repetición de trampas creadas por nuestra propia percepción que nos vuelven impermeables y rígidos con nuestras propias debilidades, y provocan una sensación de estabilidad forzada originada por una necesidad de certeza que puede terminar siendo la ceguera absoluta.
Después de todo, no podemos tapar el sol con un dedo, pero solo necesitamos dos dedos para taparnos los ojos. Quizá, por ello, el sentido del humor es una buena receta para atacar modelos establecidos, porque cuestiona nuestros supuestos y ese cuestionamiento es muy sano y relevante; tan relevante como el del explorador que, ante la cercanía de un león, rápidamente se ponía las zapatillas que llevaba en la mochila, mientras su paralizado compañero le decía: «¿Tú crees que vas a correr más rápido que el león?», a lo que responde el primero: «No, he descubierto que solo tengo que correr más rápido que tú».
Recuerda, no creas rígidamente en tus modelos mentales ni en los de tu empresa; no vaya a ser que —como un mapa desactualizado— te jueguen una mala pasada.
La manía de postergar lo estructural
Después de escuchar los debates políticos durante las elecciones, no resulta sorprendente comprobar que uno de los pocos temas de consenso es la urgente necesidad de ejecutar una profunda reforma educativa, de cuyos beneficios potenciales para el país somos conscientes una considerable mayoría de ciudadanos. Tan convencidos estamos de su urgencia, que siempre estamos seguros de que el próximo gobierno dará a dicha reforma un carácter prioritario. Sin ánimo de reducir el optimismo, es importante recordar que la misma o mayor expectativa nos acompañó en las últimas cinco elecciones. Los ofrecimientos políticos de realizarla fueron similares o más intensos que los de esta contienda. Se sucedieron ministros competentes y conocedores del sector, e inclusive ejecutivos exitosos con una enorme convicción en la necesidad de una reforma. Y ¿qué pasó? Pues lo mismo que probablemente ocurrirá con el próximo gobierno: medidas tibias, arreglos cosméticos, acuerdos timoratos con el Sutep3, más colegios y la misma deprimente y degenerativa calidad educativa que condena al fracaso a millones de niños y jóvenes.
Seguramente me preguntará el lector por qué soy tan pesimista. La respuesta —que ahora comparto— es producto de haber investigado el sector durante mucho tiempo4. Una reforma demanda, entre otras, una transformación del currículo, un sistema de desarrollo de competencias, recursos y materiales vigentes y, desde luego, la formación, selección y capacitación de profesores idóneos y bien pagados. ¿Cuánto costaría todo esto y cómo se financiaría? En realidad, el presupuesto se puede financiar, pero la barrera infranqueable está limitada por la pregunta: ¿Cuánto tendría que esperar el gobierno que haga la reforma para ver resultados tangibles? Los especialistas dicen que como mínimo entre diez y 15 años. Es decir, un gobierno correría con todo el costo y otro gobierno posterior sería el que disfrutaría políticamente de los beneficios. ¿Entendemos ahora el dilema que impulsa a todos los gobiernos a tomar solo acciones superficiales y a renunciar conscientemente a lo estructural?
En el ámbito empresarial, los ejemplos del mismo dilema son abundantes. Por ejemplo, ¿por qué un gerente y su fuerza de ventas optarían por darle mayor énfasis a la venta de productos más técnicos y complejos, que recién su empresa está introduciendo, si tiene otros productos estrella que se venden como pan caliente? Se supone que para mejorar el margen, el portafolio, el posicionamiento. Razones estructurales, pero, como en el caso de la reforma, lo que importa es el beneficio a corto plazo, la comisión que reciben y la facilidad para obtenerla.
Veamos otro caso. Una industria que acaba de instalar una nueva máquina de producción importada y que tiene el dilema de solicitar el apoyo de un técnico extranjero para repararla si se malogra, o enviar a sus técnicos a capacitarse para ello, asumiendo la inversión, el tiempo y dinero. El gerente se pregunta: «Si la máquina es nueva y tiene garantía, ¿qué probabilidad tiene de malograrse a corto plazo?».
Un último ejemplo sería el de un pequeño restaurante saturado de clientes y el consecuente dilema del dueño entre invertir más dinero para ampliar el local o poner más sillas y usar mesas más pequeñas.
Todos estos ejemplos tienen un factor en común: el sistema presiona a los responsables por una solución rápida que atenúe los síntomas del problema. A pesar de saber que no es la solución más adecuada, optan por el camino más fácil y en el que se encontrará la menor resistencia. Hasta ahí puede ser legítima la decisión, porque el sistema privilegia el corto plazo, pero el problema es que todas estas decisiones traen efectos colaterales. En el ejemplo de la reforma educativa, el ministerio se consolida alrededor de los que defienden el statu quo, la brecha en calidad educativa aumenta, y los profesores e indicadores empeoran cada año. En el caso de las ventas, la empresa es cada día más dependiente de sus productos clásicos, y el industrial y el empresario de restaurante dependerán cada vez más de la paciencia de sus clientes.
Este arquetipo o patrón de comportamiento es universal, solo que en países como el nuestro se exacerba. Lo estructural está destinado para los idealistas y los desprendidos. ¿Qué hacer?
1. Para empezar, ser conscientes de que la solución adecuada es lo estructural, que cuesta y toma tiempo.
2. Usar la alternativa rápida solo para ganar tiempo y prepararse.
3. Estar atentos y administrar los efectos colaterales, evitando que afecten nuestra decisión de ejecutar la solución estructural.
4. No esperar demasiado. La lavada puede costar más que la camisa.
5. Presionar agresivamente a los responsables, para que opten por una solución estructural.
6. No dejar bombas de tiempo a nuestros sucesores.
La escalera de la inferencia
Imagina por un momento que eres parte de un pequeño grupo nómade en los albores de la humanidad, hace 40 000 años, y que, de pronto, cerca de un abrevadero y estando solo, te topas con un extraño a corta distancia. Por un instante, quedas paralizado ante la magnitud de la inmediata decisión que debes tomar y de la cual depende posiblemente tu vida. Es posible que tengas solo tres alternativas: huir, atacar o intentar un contacto amistoso. Hasta ahí el dilema no parece intrincado. El desafío importante, debido al tremendo riesgo que se asume, está asociado a qué tan rápido podrás decidir correctamente entre las alternativas (y cuando decimos rápido, estamos hablando de fracciones de segundo).
Comparada esa decisión con las complejas decisiones del mundo empresarial, parece no ser tan difícil. Un gerente moderno podría alegar que la velocidad de esa decisión se facilita, porque la información procesada es poca. Veamos, amigo lector, si ese supuesto es correcto.
Para empezar, hay que evaluar datos sobre el extraño como talla, peso y contextura, y compararlos con los propios. De igual forma, se tiene que evaluar su lenguaje corporal y atuendo para interpretar niveles de hostilidad y desarrollo. Además, observar si tiene armas, si está solo y, por si fuera poco, cómo atacarlo si así lo decidiéramos o la posible ruta de escape. Recuerda que este análisis, y la consecuente decisión, requieren ser ejecutados en forma casi instantánea, y con el único apoyo de un incremento dramático en el nivel de adrenalina para activar al máximo nuestro organismo y prepararlo para responder con un uso intenso de los sentidos y de la energía.
Este proceso repentino es posible gracias a la escalera de la inferencia, simbólica denominación del proceso que nos lleva desde los datos extraídos de la realidad, que se encuentran en el primer peldaño, a las acciones concretas situadas en el último peldaño, pasando por las interpretaciones, los juicios de valor u opiniones y las conclusiones y decisiones. Los parantes de soporte y la conexión entre los peldaños no son otra cosa que nuestros modelos mentales —filtros biológicos, culturales y personales—, que activan relampagueantes subidas por la escalera. Por ejemplo, en el caso de nuestro ancestral protagonista, la escalera sería: atuendo extraño – enemigo – más fuerte – posible muerte en pelea – rápida huida. No olvidemos que decenas de miles de años de evolución han diseñado nuestra escalera sobre la base de una mezcla casi instantánea de intuición y razón.
Regresemos ahora con nuestro amigo, el gerente moderno, y hagamos la siguiente pregunta: ¿Podrá él subordinar su intuición al imperio de la razón, cuando requiera acciones rápidas e importantes en los negocios? La tesis que sostienen investigadores como Humberto Maturana es que no pueden lograrlo y que modelos mentales heredados de generación en generación, junto con la intuición, siguen controlando su escalera. Por lo tanto, muchas conclusiones, decisiones y acciones carecen de la objetividad necesaria y son de dudosa calidad.
Dos escaleras típicas en este contexto serían: datos del mercado potencial – oportunidad – buen proyecto – invertir. Sin embargo, otro gerente más cauto inferiría: mercado del competidor – riesgo – mal proyecto – no invertir. La tremenda diferencia en la decisión es consecuencia de ver el mismo estudio de mercado, pero enfocarse en datos distintos, a la usanza del vaso medio lleno o medio vacío. Algunos de esos sesgos intuitivos pueden ser extremadamente dañinos. Como lo han estudiado algunos especialistas, el ejemplo del sesgo utilizado para decidir huir o descartar el proyecto se llama efecto primacía, en el que la primera impresión sobre el extraño o el proyecto es la que cuenta y, por consiguiente, ya no se presta atención al resto de la información o a los detalles.
Recuerda cuán importante ha sido la primera impresión con las personas con las que te relacionas socialmente o trabajas. Como en el caso de una persona que acabas de conocer y sobre la que piensas: «Es educada, inteligente y amable, pero hay algo en ella que no encaja», efectivamente ese algo que no encaja es que su análisis racional aprueba a la persona, pero su intuición previamente ya la hizo subir por la escalera de inferencia — usando toda la herencia de la especie— para concluir con: «No te engañes, es una enemiga; cuídate de ella». Por eso, en una negociación, este sesgo genera una percepción de incompatibilidad de intereses entre las partes, y los acuerdos, por consecuencia, suelen ser tímidos, mediocres o superficiales. Se descarta el pleno potencial y no se logran sinergias importantes porque no se ponen de acuerdo en temas menores, como el nombre de la empresa conjunta o quién presidirá el directorio. También, se descartan o realizan negocios por corazonadas —porque la intuición ha jugado un rol importante en nuestra supervivencia como especie—, pero un buen tomador de decisiones no es totalmente intuitivo o totalmente racional: usa su intuición como una fuente de conocimiento y experiencia, pero también se alimenta de la fuerza de la razón.
En una investigación realizada en el Perú, se determinó que un 23% de los gerentes senior le asigna a los datos poca o mediana importancia, cuando toman decisiones estratégicas en su organización5. Recuerda, subir por la escalera de inferencia, sacar conclusiones rápidas y fáciles es parte de nuestra naturaleza, pero también es profesionalmente responsable bajar cada peldaño para verificar que los datos extraídos de la realidad sean adecuados y correctos, entender que cada persona elige datos diferentes y que, por lo tanto, su escalera será distinta. Por ello, dialogar sobre los datos es una buena forma de mejorar la decisión. De lo contrario, seremos como aquellos artesanos que, disponiendo de un martillo como única herramienta, inevitablemente empezarán a pensar que todo se parece a un clavo.
La columna izquierda
Resulta fascinante la devoción que tenemos por las relaciones sociales. El caso de los limeños está exacerbado por una herencia social muy ligada a la época del Virreinato, cuando el éxito estaba estrechamente asociado a la capacidad de las personas de relacionarse provechosamente con personalidades, autoridades o poderosos. La estructura política del momento alentaba ese tipo de conducta, puesto que, como capital, era el principal eje de tráfico entre Hispanoamérica y España. En ese contexto, la búsqueda de un espacio en la cadena de intermediación solo se podía lograr con una aceptación mayoritaria de sus integrantes. Para ello, el comportamiento cortesano y diplomático apropiado era indispensable, y el mayor éxito solía acompañar a todos aquellos que hacían de las relaciones un arte consumado.
Hoy, persisten algunos rasgos de la época colonial. Muchas personas devotamente se aferran a las formas, como último reducto distintivo que defiende su menguado poder. Será por ello que, cuando uno vive en Lima, debe tener mucho cuidado con lo que dice.
Seguro recuerdas vívidamente la última conversación difícil que sostuviste con un jefe, un colega, un subordinado o con un familiar o amigo. El elemento común de estas conversaciones insatisfactorias —especialmente con personas que uno acaba de conocer o con alguien que no es santo de su devoción— es que es muy difícil expresar los pensamientos y sentimientos verdaderos. Preferimos convertirnos en fieles servidores de un culto en el que se dice lo «correcto» y no necesariamente lo que realmente pensamos o sentimos.
Imagínate un escenario en el que le dices a las personas todo lo que piensas de ellas y todo lo que sientes, sin acudir a la anestesia. ¿Cuáles crees que serían las consecuencias de tan inmisericorde sinceridad? Conocedores de las mismas, acudimos solícitos al formato de la comunicación virreinal. ¿Has pensado en las consecuencias de no haberse expresado claramente? ¿No será acaso que estamos postergando definiciones estructurales solo para cautelar relaciones tibias e hipócritas y mantener la esperanza de que la otra parte madure su posición en forma consciente y repentina, algo que desde luego no suele darse? En algunos casos, llega a desarrollarse cierto cinismo porque ambos interlocutores saben que las conductas no son sinceras, pero tienen que fingir que lo son.
Chris Argyris, especialista en teoría del aprendizaje, ha definido este comportamiento como «rutina defensiva»: un acuerdo tácito entre las partes para mantener un incómodo pero estable patrón en sus relaciones. El origen se remonta a nuestro crecimiento, cuando desarrollamos ambición desmedida por el poder y el control de los demás, la necesidad de ser aceptado y aprobado y que la percepción que trasmitimos es más importante que nuestra verdadera forma de ser, más aún en una sociedad excluyente como la nuestra. En nosotros subyace un temor tan grande y básico, como a veces inconsciente, a la vergüenza y a las amenazas, y estamos dispuestos a hacer todo lo necesario para evitar tan dolorosas emociones.
La «columna izquierda» es un ejercicio desarrollado por el mismo Argyris y por Donald Schön, que utiliza una columna derecha para la transcripción de lo que se dijo y una izquierda para anotar lo que realmente se pensó y sintió a cada paso de la conversación, pero que no se puede revelar.
Si haces el ejercicio de recordar qué pensabas o sentías —cuando conversabas con tu jefe sobre el espinoso tema del aumento de sueldo que crees merecido y postergado— cuando le dices: «Los resultados de mi desempeño han estado por encima de tus expectativas y han creado valor para la compañía», es muy probable que en tu columna izquierda estés pensando algo como: «Vamos, tú sabes que lo merezco; me lo ofreciste; a ver con qué pretexto me sales ahora». O cuando dices: «Comprendo que no me puedas dar una respuesta inmediata», estás sintiendo frustración y quisieras decir: «Nuevamente me estás meciendo injustamente», pero te contienes.
Conversaciones similares ocurren cuando tú, en búsqueda de apoyo, conversas con un arrogante compañero de trabajo o con un amigo que quiere ser escuchado, pero que quizá no desea oír consejo alguno. Estas conversaciones suelen no ser las primeras ni las últimas con estas personas. Tienden a repetirse sin más cambio que el aumento de hipocresía y cinismo de ambas partes —atrapadas en un círculo vicioso de confrontación, resentimiento y dilemas éticos—. Lo más trágico es que nos deja poco espacio para salir y reflexionar fuera de nuestros rígidos roles, como un actor que solo puede y debe recitar su parte del guion. ¿Por qué lo hacemos? Entre otras cosas, para no perder el control, para proyectar racionalidad o sensibilidad, para proteger la forma en que queremos que nos vean y, finalmente, la principal razón: para evadir la responsabilidad por cualquier resultado inapropiado.
Usar la columna izquierda puede traer una mejora significativa en la comunicación personal y empresarial, siempre y cuando se haga como recomienda Fred Kofman, otro especialista en temas de aprendizaje organizacional:
1. Para empezar, no ignores tus sentimientos ni pensamientos, por más borrascosos que sean. Existen, acéptalos.
2. Tampoco te deshagas impulsivamente de esos «productos tóxicos». Sentirás alivio momentáneo, pero quedarás contaminado toda una vida. Tienes que filtrarlos y procesarlos.
3. Recuerda que si expresas en forma cruda lo que está en tu mente, recibirás una respuesta equivalente. Escoge una forma clara, pero educada, de decirlo.
4. No entierres indefinidamente estos tóxicos dentro de ti. Tu organismo y tu salud se resentirán.
5. Transforma las toxinas en antídotos, empezando por reconocer que la mayoría de pensamientos de tu columna izquierda son juicios de valor subjetivos.
6. Las malas relaciones son una responsabilidad conjunta. No hay un culpable ni una víctima.
7. Prepárate para conversar sobre temas importantes y usa la empatía.
8. Reflexiona sobre la utilidad y contribución de pensamientos y sentimientos en la solución de una controversia.
9. Finalmente, recuerda que tenemos temor a no ser aceptados y reconocidos tal como somos, y temor a pasar vergüenza. Pero no podríamos mejorar si no somos capaces de sacar a la superficie las verdaderas razones de por qué decimos una cosa y pensamos o hacemos otra. Tan real es este sentimiento que, mientras escribía este capítulo, tenía temor de estar hablando de mi propia columna izquierda, de estar abriendo mi container de productos tóxicos y ofender involuntariamente a alguien con una cuota desmedida de sinceridad. Intención de contaminar tengo, sí…, pero con el antídoto, no con la enfermedad.
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Para ilustrar esta sección, a continuación presentamos un video de Daniel Kahneman para el portal web Inconciente sobre un ejercicio para mejorar la toma de decisiones:http://www.inconciente.com/video_ampliado.php?id_Video=265 |
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