Kitabı oku: «El paradigma de la enfermedad y la literatura en el siglo XX», sayfa 4

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La caracterización de la razón como equivalente de la muerte se justifica a partir de su incapacidad para penetrar los aspectos más decisivos y definitorios de la condición humana y, en particular, el impulso hacia la perpetuación de la vida:

La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo, hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo, hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga la vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres (ibíd.: 73).

Los procedimientos racionales son equiparados escuetamente con la carencia de vida que se asocia con la falta de creencias firmes. El relativismo y el escepticismo son las consecuencias más inmediatas de los procedimientos racionales que conducen a la disolución de los horizontes de esperanza y la emergencia de una desesperación irreparable.

La incertidumbre y la angustia son las que producen la eclosión de la única forma de satisfacción que Unamuno concibe como legítima: la conciencia lúcida del combate ininterrumpido entre las fuerzas de la razón analítica y el impulso de perpetuación de la vida personal. Ambos son mutuamente incompatibles y la aportación del discurso de Unamuno consiste no en tratar de resolver la aporía de esta contraposición, sino en hallar en ella el origen de un pensamiento no solo innovador sino también intelectualmente poderoso. Anticipando a Heidegger y Camus, Unamuno concibe la lucidez frente a la naturaleza aciaga de la condición humana como la única fuerza sobre la que fundar un pensamiento honesto. Más que convencer con argumentos perfectamente estructurados y sistemáticos, Unamuno aspira a persuadir imperativamente por el efecto de una experiencia personal incontrovertible.8

La aporía entre razón y situación existencial no tiene una resolución o conclusión asequibles. En lugar de tratar de hallar un compromiso o resolución entre ambas, Unamuno opta por mantener la tensión entre ellas sin proponer nunca una clausura del conflicto. El pensamiento moderno hasta Kierkegaard y Nietzsche se ha caracterizado por la búsqueda de la superación de contrarios. Hegel es el ejemplo más notorio ya que cierra la historia de manera concreta al fijarla precisamente en su tiempo y en la figura de Napoleón. Como muestra el caso de Hegel y el posterior de Marx y las construcciones utópicas a las que el siglo XIX fue adepto en particular, las clausuras sintetizadoras no solo pueden ser erróneas sino que suelen generar excesos mayores que aquellos que tratan de corregir y superar. Unamuno presenta una propuesta alternativa que declina la opción de la coherencia sintetizadora por juzgarla una contextualización limitadora y estéril de la condición humana moderna: «No quiero poner paz entre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mi razón; quiero más bien que se peleen entre sí» (ibíd.: 95). En lugar de la supeditación de los componentes emotivos de la naturaleza humana a la razón analítica, Unamuno sugiere una vía que preserva la fuerza de la vitalidad emotiva y hace del dolor que acompaña a la desdicha y la enfermedad un hecho que no ha de ser reprimido o remediado, sino que debe ser ubicado en el centro de toda reflexión filosófica y cultural. El dolor contribuye a mantener la conciencia abierta a realidades que de otra manera quedarían excluidas del repertorio de posibilidades viables porque producen incomodidad y no pueden ser explicadas e interpretadas de manera satisfactoria.

Además de ser la garantía de la lucidez y la honestidad intelectual y existencial, el dolor es también la única vía fiable y, en última instancia, legítima para el amor. El conocer y el amar, los atributos humanos fundamentales, se centran en el dolor y la desazón que produce ese dolor. Es más, sin la experiencia del sufrimiento, el sujeto carece de motivación para emprender una búsqueda cognitiva y amorosa profunda:

No hay verdadero amor sin el dolor, y en este mundo hay que escoger o el amor, que es el dolor, o la dicha…Desde el momento en que el amor se hace dichoso, se satisface, ya no desea y ya no es amor. Los satisfechos, los felices, no aman; aduérmense en la costumbre, rayana en el anonadamiento. Acostumbrarse es ya empezar a no ser. El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más divino, cuanta más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la congoja, tiene (ibíd.: 159).

De acuerdo con el método discursivo de Unamuno, esta aseveración, como otras suyas, carece de argumentación y razonamiento lógicos sistemáticos por considerarlos innecesarios. El método de Unamuno es aseverativo y la persuasión ocurre no por demostración y verificación, sino por una exposición intensa y emotiva de lo propuesto. La dramatización es más poderosa y efectiva que el proceso de demostración y verificación. Es más, la demostración racional tradicional se le aparece como un procedimiento menor y desprovisto de capacidad de persuasión auténtica. Convencer, para Unamuno, debe apelar a la emotividad más que a la mente, en un proceso que es afín a la experiencia religiosa, más que a la académica e intelectual.

Puesto que la dicha conlleva la pasividad y el quietismo y la nulificación de los impulsos más determinantes de la condición humana, la supresión de la dicha se transforma en una empresa ineludible. Hay que invalidar la búsqueda de la felicidad como la orientación decisiva de las sociedades. La felicidad se convierte en un modo de ensimismamiento que le impide al ser humano realizar su potencial más noble y digno que, al mismo tiempo, lo aproxima a la divinidad, es decir, lo hace imperecedero y omnipotente frente a la temporalidad.

Al estatismo de la dicha se contrapone la impaciencia y el desasosiego constante de la congoja y la ansiedad que nos mantiene despiertos ante la incapacidad de la rutina y la costumbre. La opción de Unamuno por el sufrimiento es un acto de subjetivismo, de obsesión con la suerte y el destino del yo personal que prevalece por encima de las realidades de la colectividad social en la que ese yo queda incluido. Si se ha de elegir dramáticamente entre el destino del yo personal y el de la comunidad en que ese yo está inserto, para Unamuno la elección es obvia. La suerte del yo es más urgente e imperativa que la de la colectividad. Puede juzgarse esta postura como propia de una fijación absoluta y limitadora en el propio yo que situaría la redención personal por encima de toda otra consideración transindividual. No obstante, la propuesta de Unamuno, aunque centrada y cimentada en el yo propio, se extiende a la condición humana en general y, en realidad, constituye una llamada a todos los seres humanos para que hagan de este impulso de aserción y preservación del yo la motivación central de su existencia. Solo después de esta ubicación primordial de la empresa individual es posible dirigirse adecuadamente a las otras actividades de naturaleza social y cultural. En lugar de la negación de toda actividad que quede al margen de la búsqueda de la perpetuación del yo –que sería la posición de una visión fundamentalista y exclusivizante–, Unamuno propone que todas las actividades humanas pueden alcanzar su máximo de realización cuando están ordenadas según una jerarquía de prioridades apropiada.

Hay, sin embargo, otras consideraciones de carácter social y cultural en las que esta propuesta radical de Unamuno queda implicada. El autor no aborda los efectos que la crítica del concepto de la paz, la exaltación de la categoría de la guerra y el enfrentamiento de contrarios puedan tener no solo para la historia intelectual, sino en particular para la política de algunos Estados que podrían hallar en ella una forma de justificación de sus programas de violencia y expansión. La trayectoria de los fascismos clásicos, desde Mussolini hasta Hitler y Franco, es un ejemplo (Evans: 430). Para estos regímenes, la guerra no es una aberración temida y abominable de la historia humana, que estaría destinada a desaparecer en el futuro de una humanidad más progresiva y pacífica. Al contrario, la guerra es escuetamente una necesidad imperativa del Estado para lograr por otros medios lo que la política convencional no es capaz de obtener. Hitler lo propone así en Mein Kampf cuando arguye que la negociación política equivale a la claudicación y la rendición, como le ocurrió a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial cuando, según la lectura de Hitler, se traicionó el designio y los intereses inviolables de la nación alemana en nombre de una paz tan elusiva como estéril (Hitler: 206). Y Francisco Franco no dudó en recurrir a la violencia de la guerra contra un régimen legítimamente constituido para conseguir sus objetivos ideológicos y políticos.

No es ciertamente Unamuno un proponente de la guerra como instrumento político, sino como metáfora de un método filosófico; pero, no obstante, el paradigma de la irreconciliación de contrarios puede relacionarse con el desacuerdo y la falta de concordia como modos más auténticos de posicionamiento social y político. Es evidente que la sociedad española contemporánea no responde ya a estas características de enfrentamiento absoluto, pero la de los años veinte y treinta era más receptiva a este planteamiento, como se ve en la historia violenta y trágica del país en esa época.

La crítica del proyecto moderno en Unamuno es legítima y profunda y conecta directamente con el pensamiento posmoderno –desde Vattimo hasta Lyotard–que pone de relieve las insuficiencias y los excesos de la razón universalizante (Vattimo, 1992: 3). Es esta una aportación fundamental de Unamuno al discurso intelectual del siglo XX. Su capacidad para no hacer ningún compromiso con los presupuestos del paradigma predominante en su época es justamente la que le permite adelantarse a su tiempo en el análisis crítico de un modelo que, a partir de su deformación y bastardización, iba a verse asociado con alguna de las mayores aberraciones de la historia de la humanidad.

Unamuno no intuye esos excesos de la historia del siglo XX probablemente porque era imposible hacerlo desde la perspectiva específica de su momento. Lo que sí logra es percibir y evaluar de manera dramática el Zeitgeist de una época y el modo de enfrentarse con sus deficiencias. Propone, además, una orientación para superar esas deficiencias. Una orientación que, aun careciendo de información y metodología específicas, es una explícita llamada de alerta. Ciertamente, se puede estar en desacuerdo con algunas de las premisas y conclusiones de Unamuno: su descalificación del núcleo de la filosofía cartesiana moderna es la ilustración más destacada. Lo que el pensamiento de Unamuno no permite es la indiferencia frente a sus propuestas que lo identifican con el destino del homo modernus, al que asigna un destino señalado por el fracaso de una empresa tan grandiosa como, según él mismo concluye, finalmente autodestructiva.

Nietzscheanamente, Unamuno tiene un concepto blutig de la actividad literaria y filosófica. No hay separación en él entre el yo y el objeto de su estudio. Por esa razón, no es apropiado requerir de él la objetividad y el razonamiento lógicos que son de esperar de un pensador académico convencional. Su posición hace de la exposición explícita del yo y la conciencia subjetiva –sin ninguna de las reservas o caveats que son propias de la confesión autobiográfica–una aseveración inequívoca y personal de la naturaleza apocalíptica del modo de pensamiento que se visualiza, según Kant, en La paz perpetua, como el paradigma que ha de producir al final del tiempo la concordia universal, y concluye en el paroxismo del conflicto de las naciones y las civilizaciones predominantes del planeta. La obra de Unamuno no supera las primeras décadas del siglo XX. El alcance de su obra se extiende, no obstante, hasta la actualidad del siglo XXI, que no ha hecho más que profundizar el enfrentamiento entre propuestas ideológicas en principio inconmensurables e incompatibles entre sí.

Unamuno no abandona nunca su identificación con el canon de la cultura occidental, que no solo no niega, sino que conoce de manera experta y promueve con convicción y apasionamiento. No es fácil hallar una mayor preocupación e implicación directa y personal en la suerte del destino de la historia de la cultura que en Unamuno. Dentro de estas coordenadas, halla en la cultura nacional un punto de redención no solo del país sino también de Europa y sus ramificaciones culturales. Tal vez su postura es excesivamente introvertida y es posible que no sea la más productiva. No obstante, es claro que, al desenmascarar alguna de las deficiencias más notables del paradigma moderno, Unamuno abre un marco de posibilidades que todavía son productivas en la actualidad.

El estudio de la fe queda enmarcado en este paradigma compuesto de elementos antagonistas en el que el enfrentamiento no resuelto entre principios contrapuestos es determinante. Unamuno concibe la fe en términos de género sexual y le asigna la cualidad de la gracia recibida, afín a la que la Virgen María recibe de un Dios todopoderoso que aspira a elevarla a una categoría excepcional. Atribuye a la fe la característica de la pasividad y la quietud, que son contrarias a la impulsividad de la acción que atribuye a la masculinidad. Como es propio de otras obras suyas, en este caso, un rasgo en principio negativo como la pasividad se transforma en una cualidad altamente favorable para la perceptividad espiritual. El hombre está dotado de «libre albedrío», la capacidad de actuar según su voluntad de manera autónoma e independiente, pero esa característica, que le sirve para transformar su entorno por medio de la acción y el conocimiento, le previene el ser plenamente receptivo a la espiritualidad divina.

El hombre arquetípico, en su búsqueda cognitiva, desafía a Dios, mientras que la mujer arquetípica está abierta a la visión y recepción de Dios y, de ese modo, eleva su redención y exaltación a un estado superior y más elevado. En La tía Tula, Tula hace de la negación del placer sexual y la afirmación de la introspección y el autosacrificio la vía para la grandeza que las figuras masculinas o dependientes de la masculinidad, como su hermana Rosa, no pueden alcanzar. En Unamuno, la feminidad se asocia con los atributos minusvalorizados de la condición humana, como la sensibilidad para la espiritualidad y la conexión de la conciencia con las fuerzas cósmicas: «La fe es pasiva, femenina, hija de la gracia, y no activa, masculina y producida por el libre albedrío» (Unamuno, 1981b: 76). La iniciativa masculina es engañosa en cuanto que se extravía en empresas vanas que alejan al hombre del único camino genuino que es la fusión con Dios y que ha de producir la permanencia metafísica eterna del yo individual. La feminización del discurso cultural está en consonancia con la angustia dramática de la fe que procede por convicción y creencia personal, más que por demostración y verificación científica.

Unamuno juzga que la institucionalización del cristianismo y su conversión en una estructura política rígidamente jerarquizada significa una adulteración del cristianismo primordial, que surge al margen de las instituciones del poder y el prestigio social y político. Esa es la razón por la que el cristianismo debe recuperar su afinidad con la sensibilidad y la emotividad individual y, en particular, con el sufrimiento, reivindicando el concepto sangrante y doliente que caracteriza al cristianismo evangélico. La sangre de Jesucristo ha de volver a fluir al margen del estatismo y la inflexibilidad de un cristianismo solidificado y monumental: «El Cristo no solo derramó sangre en la cruz…y aquellas gotas de sangre eran simientes de agonía, eran las simientes de la agonía del cristianismo» (Unamuno, 1981b: 144). De acuerdo con esta visión, el cristianismo no debe ser un movimiento de vanagloria y triunfalismo, sino que debe reconectar con las realidades más humildes de la vulnerabilidad, la enfermedad y la derrota, que son consustanciales con la condición humana. Solo cuando el cristianismo reconecte con esta orientación definitoria será posible confirmar la reinserción de este en la conciencia moderna fragmentada y frustrada ante la impotencia de unas fuerzas humanas obviamente insuficientes. La agonía del cristianismo concluye con una exclamación de desesperanza: «¡Cristo nuestro, Cristo nuestro, ¿Por qué nos has abandonado?» (ibíd.: 144). El abandono de Jesucristo tiene su origen en el alejamiento por parte de la conciencia moderna de la ambición espiritual, un alejamiento que Unamuno aspira a revertir y corregir.

La concentración en los componentes no normativos y convencionales de la conducta del sujeto le conduce a interesarse en la consideración de un estado singular de la mente humana: la locura. Dentro del paradigma de la modernidad, la locura es evaluada como directamente contraria a la razón y queda, por tanto, destinada a la periferia social y cultural. La locura produce la marginación del mainstream de la sociedad e implica el rechazo de los estamentos sociales predominantes. Michel Foucault ha señalado que es el paradigma moderno el que condena represivamente al loco a no formar parte del núcleo social y a quedar fuera de él, hasta que se produzca una curación de la enajenación que aleja al loco de la vida juzgada como socialmente aceptable y legítima (Foucault, 1977: 176; 1972: 79). De un modo que diverge de estas posiciones, Unamuno propone una reversión de este orden dentro del cual la locura queda excluida de los parámetros de la epistemología moderna.

Nuestro autor no estudia la locura como un hecho clínico o médico, sino como un fenómeno cultural, y ve en el carácter de la locura y el loco una nueva vía y un método epistemológicos que contrastar con los de la razón analítica y científica. Es comprensible, por tanto, que elija la figura de Don Quijote como el emblema icónico de una transfiguración cultural radical. La locura puede concebirse como una enfermedad o aberración, pero puede ser también un vehículo cognitivo que desafía la convencionalidad de la conducta individual y social y nos permite reconstruir y reestructurar un marco hermenéutico diferencial con el que aproximarnos al mundo. Unamuno mantiene que enfrentarse con tres siglos de racionalidad cartesiana conlleva un enfrentamiento directo y absoluto con ella, que es paralelo al de Don Quijote en su negación de los datos de su entorno físico. Por ello, Unamuno se ve necesitado de atribuir a Don Quijote una realidad objetiva incuestionable que supera incluso la de los seres humanos reales.

Para él, Don Quijote es tanto o más auténtico y filosófica y culturalmente determinante que Descartes y Kant y, en su modelo cultural, sus aportaciones son más decisivas que las de esas figuras clave de la filosofía moderna. Es tal la certeza de la realidad de Don Quijote que el significado de sus actos llega a anteceder y preceder a los del autor porque, al ingresar en el paradigma cultural, la figura de Don Quijote se hace autónoma y genera discursividad independientemente de la agencia inicial del autor. A partir de esta reversión de la secuencialidad y jerarquía de la agencia cultural, es Don Quijote quien dicta al propio Cervantes el texto de la obra, y Cervantes aparece como un mediador entre la visión penetrante de un demente y una realidad que se presenta como aparencial.

La precedencia de la letra sobre los datos objetivos es otro modo de oponerse a la presión de la incuestionable objetividad de la ciencia y el pensamiento empírico y positivista. La experiencia y la verificación empíricas se redefinen como estrategias para encubrir la esencia mítica y mágica de la realidad que, para Unamuno, es primigenia e incontrovertible. Un loco es quien es capaz de visualizar lo que se oculta a las mentes convencionales, y sus ficciones adquieren el carácter de realidad objetiva. La verdad lo es cuando procede de una mente que está por encima de las normas preexistentes y se atreve a cuestionarlas y superarlas. La ficción y sus figuras son más poderosas que los creadores de esas ficciones y por ello dedica el núcleo de Vida de Don Quijote y Sancho a la figura de Don Quijote, al mismo tiempo que concede solo una atención tangencial a Cervantes:

Muchas veces tenemos a un escritor por persona real y verdadera e histórica por verlo de carne y hueso, y a los sujetos que finge en sus ficciones no más sino por pura fantasía, y sucede al revés, y es que estos sujetos lo son muy de veras y de toda realidad y se sirven de aquel otro que nos parece de carne y hueso para tomar ellos ser y figura ante los hombres (Unamuno, 1975: 227).

De este modo, la persona equilibrada y racional de Cervantes se ve sobrepasada e incluso desbordada por la grandeza desmesurada y genial de Don Quijote.

Unamuno precisa de esta grandeza y este exceso epistemológico y psicológico para producir la revolución cultural que persigue. La locura de Don Quijote no es literal, no constituye un caso clínico que pueda ser tratado siguiendo una terapia específica. Es más bien la motivación para la creación y la emergencia de un nuevo paradigma conceptual que oponer a lo que Unamuno percibe como la orientación descarriada del pensamiento de su época. La empresa de Don Quijote, que define como su capacidad de trascender la realidad objetiva y aparencial, es una incitación a romper el orden creado por el saber institucionalizado e inerte que paraliza el conocimiento genuino que, para él, va adscrito al fluir de la vida frente a la inmovilidad de lo que él caracteriza como metodología racional lógica.

Este movimiento tiene connotaciones religiosas y, por ello, Unamuno alude al imperativo de una cruzada que tendría como finalidad rescatar el sepulcro de Don Quijote de sus supuestos protectores e intérpretes expertos:

¿Hay por ahí muchas almas solitarias a las que el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues, a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponernos todos en marcha –porque yo iré con ellos y tras de ti–a rescatar el sepulcro de Don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está. Ya nos lo dirá la estrella refulgente y sonora (ibíd.: 14, la cursiva es mía).

Don Quijote es una figura icónica que incita no a la pacificación de las conciencias, sino a su convulsión, de manera que ese conjunto de conciencias igualmente afectadas y transfiguradas por la influencia de la locura quijotesca pueda redefinir la empresa de Don Quijote no como una actividad académica, sino como una verdadera labor de transformación espiritual y ética.

Los términos barbaridad y cruzada son explícitamente claros respecto a la motivación excepcional de este movimiento que se propone como una reversión absoluta del statu quo, no solo intelectual sino también vivencial y existencial, por encima de las argumentaciones y reflexiones en torno al tema. En lugar de saber y certeza, la propuesta de Unamuno ofrece solo inseguridad e incertidumbre. El paradero del sepulcro de Don Quijote es desconocido y el procedimiento para hallarlo no se centra en la interpretación y la explicación convencionales, sino en un modo de inspiración indefinida que es afín a lo sobrenatural y extraordinario: será una estrella la que provea la orientación que conduzca al descubrimiento de la nueva versión de un Quijote, reescrito como un emblema de una mente poseída por la necesidad de transformar el envejecido y rutinario procedimiento de la razón moderna.

Una lectura estrecha y prosaicamente literal de esta versión de Don Quijote podría ver en ella una incitación a la convulsión social y política colectiva que fue la característica determinante de las tres primeras décadas del siglo XX, de las que Unamuno fue un integrante destacado. No obstante, esa sería una lectura limitadora. Su propuesta no pide llevarse a la práctica concreta. Es de naturaleza subliminal, espiritual y estética y debe insertarse en el movimiento antimaterialista y subjetivizante que reacciona frente a los excesos del modelo materialista que se implanta en el discurso intelectual de la segunda mitad del siglo XIX. Con Kierkegaard, Nietzsche y Bergson, Unamuno rechaza las restricciones de una visión confortante pero limitada del mundo.

Uno de los componentes definitorios de la modernidad es su exaltación de la técnica, que se concibe como una extensión y realización específica del modo de pensamiento científico y de sus premisas y objetivos. La visión crítica de la ciencia, tanto teórica como aplicada, no parte en nuestro autor de una posición conservadora que se opone al progreso por considerarlo una amenaza contra el orden ideológico del catolicismo y el absolutismo del poder político, ejemplificado en la monarquía. He argüido previamente que Unamuno inicia su carrera intelectual en concordancia con el programa liberal convencional. No le preocupan la ciencia ni la técnica como amenazas contra el statu quo político y social. Lo que le inquieta del marco científico y técnico es que puede convertirse en exclusivo y desplazar, hasta impedirlos, otros modos de pensamiento y aproximación epistemológica. Unamuno difiere de la posición que jerarquiza la ciencia como el modo cognitivo primordial descalificando otros modos de aproximación a la realidad.

El debate de las dos culturas que el grupo de Bloomsbury inglés y, en particular, Bertrand Russell y C. P. Snow convierten en uno de los ejes del debate intelectual de la primera mitad del siglo XX, adquiere en Unamuno caracteres intensos y dramáticos.9 Unamuno presiente que el método empírico y de conocimiento aplicado sustituirá a la versión humanística del saber y la desplazará como secundaria y arcaica. Frente a esa jerarquización, propone la reafirmación de un método de saber que es voluntarista y no está primariamente fundamentado en el razonamiento lógico. El ingeniero, que en el imaginario del siglo XIX es el icono del progreso (como ocurre, por ejemplo, en Doña Perfecta de Galdós), es atacado como un impedimento contra la espiritualización del mundo que persigue: «¡Fuera el ingeniero! Los ríos se pasarán vadeándolos, o a nado, aunque se ahogue la mitad de los cruzados. Que se vaya el ingeniero a hacer puentes a otra parte, donde hacen mucha falta. Para ir en busca del sepulcro basta la fe como puente» (ibíd.: 17). El nuevo orden del pensamiento y la existencia visualiza al poseedor del poder de transformación de la técnica como un obstáculo para la reescritura de la empresa de Don Quijote, que es una experiencia definida no por el discurso empírico y técnico, sino por el imperativo de la ruptura de la razón lógica y la motivación de una nueva búsqueda ontológica.

Esa búsqueda ontológica se funda en principio en la reescritura de la tradición hermenéutica en torno a Don Quijote, para insertar en ella el carácter de empresa demencial que la caracteriza en su origen primordial. Hay que destacar que ese origen originario y supuestamente más genuino y legítimo del texto de Cervantes no ha existido nunca de manera objetiva. Las interpretaciones de ese texto son múltiples e incluso ilimitadas. Lo que hace la lectura de Unamuno es dotar al texto de una entidad ontológica que sobrepasa las lecturas de carácter social, antropológico y cultural que son las predominantes en torno al libro. La lectura de Unamuno es absolutizante y convierte a Don Quijote no solo en un personaje y una figura de ficción, sino en el emblema de una posición epistemológica y existencial que trasciende el campo literario y estético para adquirir dimensiones espirituales universales. Don Quijote es el vehículo para reivindicar una versión existencial y subjetiva de la historia cultural con la que oponerse a las construcciones sistemáticas vinculadas con el hegelianismo y el materialismo empiricista de raigambre comtiana. La subjetivización de Don Quijote responde a la necesidad personal de Unamuno de oponerse a las restricciones de una metodología materialista que le niega al yo personal de Unamuno la posibilidad de perpetuarse de manera eterna y permanente.

El arrebatamiento o vértigo que sobreimpone a Don Quijote carece del componente irónico y humorístico que es un componente constitutivo del texto cervantino. Don Quijote, en Unamuno, es solamente un emblema de la pasión y la entrega a una causa trascendental que él promueve con entusiasmo: «Procura vivir en continuo vértigo pasional, dominado por una pasión cualquiera. Solo los apasionados llevan a cabo obras verdaderamente duraderas y fecundas» (ibíd.: 18). Se han elidido de Don Quijote los componentes y los matices que podrían poner en entredicho esta versión absolutizada suavizando y modificando sus dimensiones. Además, Unamuno le confiere a Don Quijote una capacidad de ejemplaridad y aleccionamiento que procede no de la cordura y la razón –a las que convencionalmente van adscritos el prestigio y la ascendencia intelectual y moral– sino de su negación más completa. La locura es condicio sine qua non, el fundamento ineludible para la realización de una existencia plena y genuina.

Hay, además, otro rasgo que atribuye a Don Quijote y que se opone a la metodología empírica propia de la ciencia positiva incluso hasta la actualidad. Don Quijote niega la versión de la realidad tal como se presenta a través de los sentidos. El mundo no visible y no táctil, no aprehensible sensorialmente, es precisamente el que le interesa a Unamuno. Y en Don Quijote halla la figura que configura y consolida ese mundo. Frente a la afirmación de los datos concretos del mundo objetivo, el Don Quijote de Unamuno propone la realidad no-aparencial, la que es reacia a los procesos de la argumentación lógica y experimental como el núcleo del mundo con el que la conciencia debe entrar en contacto para hallar la realización personal ansiada. Más que la explicación del mundo, el desciframiento de sus enigmas, el Don Quijote unamuniano prefiere el ensimismamiento y la fascinación por esos misterios, la comunión con lo inefable e inexplicable, lo que no puede ser interpretado y descifrado: «Y, cómo llegaste, oh maravilloso Caballero, al hondón de la sabiduría, que consiste en tomar por invisibles y fantásticas las cosas de este mundo» (ibíd.: 65). El conocimiento más profundo consiste en la aserción de lo que no parece posible ni real, lo que desafía lo convencional y lo aceptado de manera consensuada y colectiva.

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