Kitabı oku: «Asegurado en Cristo»
«Me encanta el mensaje de Greg Gilbert para el cristiano que sigue luchando, para el creyente que no tiene exactamente todo bajo control, para el seguidor al que le cuesta… seguir. Jesús ha dicho que el cambio está en marcha y que Él te dará una mano, pero no estará completo hasta el día del juicio final. Así que, deja de preocuparte. Lee Asegurado en Cristo, no te rindas y descansa en tu salvación».
Klyle Idleman, autor de No soy fan y Don’t Give Up [No te rindas]
«Si has sido cristiano por algún tiempo, te has hecho la pregunta. Quizás te está perturbando ahora mismo. ¿Cómo puedo saber que de verdad soy salvo? En este nuevo y brillante libro, Greg Gilbert corta la niebla de la confusión que rodea nuestras preguntas (y aprehensiones) relacionadas con la seguridad de la salvación. Saturado de vívidas imágenes y claras reflexiones bíblicas, Asegurado en Cristo volverá a afianzarte en Cristo, la roca firme. Todo lo demás es arena movediza».
Matt Smethurst, jefe de redacción, Coalición por el Evangelio
«El hecho de que los cristianos tengamos seguridad de salvación es una de las verdades más grandiosas de la Palabra de Dios, una de las afirmaciones más preciadas de la Reforma, y uno de los pilares centrales de la vida cristiana fiel. En este oportuno libro, Greg Gilbert, un pastor-teólogo tremendamente talentoso y fiel, presenta una defensa poderosa de la seguridad de la salvación con gran perspicacia pastoral y bíblica. El hecho de que Greg sea mi propio pastor solo hace que yo esté más agradecido por él y por este libro».
R. Albert Mohler Jr., presidente, Southern Baptist Theological Seminary
Publicaciones Faro de Gracia
P.O. Box 1043
Graham, NC 27253
www.farodegracia.org ISBN 978-1-629462-77-6
Assure by Copyright © 2019 by Greg Gilbert Originally published in English under the title Assured by Baker Books, a division of Baker Publishing Group, Grand Rapids, Michigan, 49516, U.S.A. All rights reserved.
©2021 Publicaciones Faro de Gracia. Traducción al español realizada por Julio Caro Alonso; edición de texto, diseño de la portada y las páginas por Francisco Adolfo Hernández Aceves. Todos los Derechos Reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida en cualquier forma o por cualquier medio —electrónico, mecánico, fotocopiado, grabación o cualquier otro— excepto por breves citas en revistas impresas, sin permiso previo del editor.
©Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina–Valera ©1960, Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas, a menos que sea notado como otra versión. Utilizado con permiso.
Para Matt: ¡Qué gozo es que no solo seamos hermanos en este siglo, sino también en que ha de venir!
Contenido
1 EL PROBLEMA DE LA SEGURIDAD
2 FUENTES IMPULSORAS DE LA SEGURIDAD: El evangelio de Jesucristo
3 FUENTES IMPULSORAS DE LA SEGURIDAD: Las promesas de Dios
4 LA FUENTE SOBRENATURAL DE LA SEGURIDAD: El testimonio del Espíritu
5 EL DEBILITAMIENTO DE LA SEGURIDAD: Las mentiras que creemos
6 LA FUENTE CONFIRMADORA DE LA SEGURIDAD: Los frutos de la obediencia
7 USOS INADECUADOS DE UNA BUENA HERRAMIENTA: Errores que cometemos al considerar nuestras buenas obras
8 ¿Y QUÉ DE LOS PECADOS HABITUALES?
9 LA LUCHA POR LA SEGURIDAD
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1
EL PROBLEMA DE
LA SEGURIDAD
EL ministerio pastoral tiene una buena dosis de gozo pero también de quebranto. Por un lado, hay momentos y eventos que hacen que uno quiera cantar alabanzas a Dios: nacimientos de bebés, intercambios de votos nupciales, ocasiones en que un querido hermano o una querida hermana ve actuar la mano de Dios de forma sorprendente y su fe es fortalecida como consecuencia. Esos son los momentos hermosos, los que hacen que el ministerio pastoral valga todas las penas. Pero, por el otro lado, hay momentos de profunda tristeza que hacen que el corazón clame a Dios de una manera completamente diferente: momentos en que hay que sentarse junto a una pareja que acaba de sufrir la pérdida de su cuarto bebé en un período de tres años, ocasiones en que debemos aconsejar a alguien a quien le diagnosticaron cáncer, que perdió su trabajo o que sufrió la pérdida de un ser querido, momentos cuando hay que leerle suavemente la Biblia por última vez a un amado santo que por fin va a partir a casa.
Sin embargo, hasta ahora no he experimentado nada más desgarrador en mis años de pastoreo que ver el colapso de la fe de un cristiano profeso. En realidad, ahora que lo pienso, quizás colapso no sea precisamente la palabra indicada porque rara vez es algo dramático o veloz. Es probable que en Internet hayas visto videos de demoliciones controladas de edificios; son rápidas, pulcras y organizadas, y, de un cierto modo especial, aun ordenadas. La pérdida de la fe no se parece en nada a eso. Si alguna vez has visto un video en cámara rápida que muestra un árbol viejo desmoronándose y descomponiéndose con lentitud, allí tienes una mejor imagen. Cuando la fe da lugar a la incredulidad, no hay una explosión controlada ni un colapso ordenado, sino más bien una reducción lenta, a ratos incluso imperceptible, hasta que llega el día en que observas y notas que simplemente no queda nada. Todo ha sido consumido.
Hace algunos años, vi cómo ocurrió esa disminución de la fe en la vida de un joven al que llamaré Trent. Nos era imposible saberlo en ese entonces, pero él terminaría siendo un ejemplo clásico de la semilla caída en los pedregales de la parábola del sembrador de Jesús: brotó en una explosión de vida aparente, pero muy pronto se quemó por el sol y se secó. Cuando Trent apareció en la iglesia, era un creyente nuevo entusiasmado y deseoso, y parecía estar destinado a crecer hasta transformarse en un guerrero espiritual. Tenía agudeza teológica, se mostraba ansioso por pasar tiempo con otros cristianos y, sobre todo. era un voraz lector. Leyó todo lo que nosotros como sus pastores pusimos frente a él: la Biblia, libros de teología y eclesiología, material devocional, comentarios, todo. Con el tiempo, conoció a una maravillosa jovencita cristiana en la iglesia, y se casó con ella luego de un noviazgo que pareció un modelo de fidelidad y responsabilidad. Todo en la vida espiritual de Trent parecía ser fuerte y genuino.
Sin embargo, allí comenzaron los problemas. No recuerdo con exactitud cuándo se asentó la podredumbre, incluso luego de todas nuestras conversaciones: no creo que el mismo Trent haya identificado el momento con precisión. Pero nuestra mejor hipótesis es que Trent empezó a leer un libro en particular (un libro bueno, no malo ni herético) sobre cómo debe ser el gozo cristiano ―cómo los cristianos deben gozarse en el sufrimiento, amar a Jesús y hallar su gozo en la bondad divina de Dios―. Entonces, comenzó a comparar su propio corazón, mente y emociones con lo que estaba leyendo. Por supuesto que hacer eso no es necesariamente malo. De hecho, puede ser bueno que el cristiano lo haga y es muy posible que tenga el efecto saludable de animarlo a hacer que su corazón suelte las amarras de los placeres de este mundo y se aferre con mayor firmeza a Cristo. Sin embargo, en el caso de Trent el resultado de compararse con la descripción del libro fue radicalmente diferente. En vez de verse desafiado a seguir adelante en fidelidad, se aterrorizó. ¿Por qué? Porque no veía en su propia vida la clase de gozo de la que leía en ese libro, así que empezó a cuestionarse si en verdad era cristiano.
A partir de entonces, la corrupción penetró con rapidez. En el curso de los meses siguientes, Trent cayó en un torbellino desesperante de introspección y auto condenación. A pesar de la frecuencia y el fervor con que lo exhortamos a mirar a Cristo y encontrar paz en el evangelio, Trent perdió el equilibro. Al final, simplemente afirmó que no podía decir que era cristiano porque no tenía el gozo ni el amor apasionado por Jesús que los cristianos deben tener, y dejó la Iglesia y, por último, la fe.
No me malentiendan. Desde luego que no todas las luchas del cristiano con la seguridad de la salvación son iguales a la de Trent, y, gracias a Dios, no todas las batallas del creyente terminan de una forma tan catastrófica. Sin embargo, estoy bastante seguro de que el conflicto de Trent con la pregunta «¿Soy un cristiano verdadero?» asecha a muchos creyentes, si no a todos, en un momento u otro de la vida. Cuando digo esto no es una simple obviedad ni una corazonada barata, sino el producto de decenas de conversaciones que he tenido sobre este mismo asunto en las mesas de alguna cafetería. Estoy seguro de que las cafeterías de Louisville no lo saben, ¡pero a lo largo de los años, les he hecho ganar un montón de dinero hablando con personas sobre la seguridad de la salvación!
Quisiera poder decir que las preguntas de la gente y las dudas con las que luchan son siempre las mismas. Eso facilitaría las cosas para mí como pastor. Si ese fuera el caso, podría corregir ese único malentendido bíblico, responder esa única pregunta teológica, y todo estaría bien. Sin embargo, las preguntas y dudas nunca son exactamente iguales, y casi nunca son simples. Sí, a veces el conflicto de una persona con la seguridad de la salvación se debe a una pregunta teológica en particular que no ha sido resuelta, y es maravilloso poder responder esa interrogante y ver cómo todo comienza a ponerse en su lugar. Pero en ocasiones la falta de seguridad se debe a algo mucho más complejo que una pregunta específica sin responder. A veces es algo más emocional que racional. A veces se debe a toda una cosmovisión teológica que está un poco desviada catastróficamente. A veces no hay una razón identificable en absoluto, y la persona parece verse absorta en el pavor existencial de terminar convirtiéndose en un «profeso superficial», como lo señalan las antiguas confesiones.
Para mí, la cuestión de la seguridad de la salvación ―o, para ser más preciso, de la falta de seguridad― es una presencia indeseable, aterradora e incluso sorpresiva en la experiencia cristiana, algo así como la figura de traje oscuro que se apareció en el baile del príncipe Próspero.1 Después de todo, el cristianismo en su esencia afirma tratarse de certezas, no de preguntas ni de dudas. Sabemos que Jesús es el Hijo de Dios; sabemos que murió en la cruz en rescate por muchos; sabemos que resucitó de la tumba; sabemos que ofrece perdón a todo aquel que confía en Él. Toda nuestra cosmovisión está basada en certezas, tanto históricas como teológicas, y eso es lo que distingue al cristianismo de la mayoría de las demás religiones del mundo. Las demás tienen preguntas; el cristianismo tiene respuestas. Las demás tienen enigmas; el cristianismo tiene verdades. Las demás exploran; el cristianismo declara.
Por lo demás, los mismos autores bíblicos escriben con un sólido sentido de certeza que parece ir más allá del hecho de que ciertos eventos realmente ocurrieron. Su certeza no parece ser meramente histórica, sino también existencial, incluso personal. No solo parecen convencidos de los hechos del cristianismo, sino también del significado redentor de esos hechos, y parecen estar seguros de que ellos mismos han sido alcanzados por esa redención. Más aun, estos autores incluso parecen esperar que su certeza personal se plasme también en los otros creyentes. Escriben como si quisieran que tú y yo estemos igualmente seguros de nuestra fe. De esta manera, el apóstol Juan dice en su primera epístola: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13, énfasis añadido). Pablo también escribe: «Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Romanos 8:38–39, énfasis añadido). El autor de Hebreos habla del juramento y la promesa de Dios como «segura y firme ancla del alma» (Hebreos 6:19, énfasis añadido). No hay mucho lugar para las dudas, ¿o sí? El lenguaje es fuerte y sólido: «para que sepáis»; «estoy seguro»; «firme ancla». La atmósfera de toda la Biblia no es un ambiente de dudas, sino más bien de una certeza tan fuerte que puede afirmar, como dijo Job, «Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19:25, énfasis añadido).
Pero si ese es el caso, entonces ¿qué de esta figura dudosa, oscura y terrorífica que se desliza por la experiencia de tantos cristianos acallando el regocijo y el deleite de la seguridad? ¿De dónde viene? ¿Por qué tantos cristianos encuentran tan difícil decir con Juan, Pablo y el autor de Hebreos: «Sé, estoy seguro; esta es una segura y firme ancla de mi alma»? Esas son algunas de las preguntas que quiero que tratemos en este libro. Pero antes de empezar debo ser franco: al terminar de leer este libro, no vas a salir con una fórmula mágica que acabará con todas las dudas. ¿Por qué? Porque no existe tal fórmula. Tampoco existe un concepto teológico fiel ni una respuesta fácil que pueda expulsar de una sola vez a la figura de traje oscuro de la fiesta. Somos criaturas finitas, con mentes limitadas y almas dependientes. De una forma u otra, la duda siempre será parte de nuestra experiencia, y la búsqueda de la seguridad siempre será una lucha hasta el día en que estemos con Cristo y nuestra fe se transforme en vista.
Aun así, anímate, pues, ya sea que lo notes ahora o no, la duda puede ser domesticada. Puede ser resistida. Puede ser puesta de rodillas. De hecho, puede que te sorprenda descubrir que es posible que la duda se transforme, irónicamente, en uno de los medios que Dios usa para incrementar nuestra fe en Jesús y nuestra dependencia de Él, para llevarnos de vuelta a la cruz y a la confianza desesperada en Cristo. A fin de cuentas, mi esperanza al considerar la duda y la seguridad en este libro no es tanto que tus dudas se desvanezcan por completo, sino más bien que puedas entender mejor la arquitectura de la seguridad cristiana y que, en consecuencia, la duda comience a perder algo de su poder destructivo en tu vida y que, tal vez, incluso te lleve a aferrarte con más fuerza a Cristo como tu única esperanza de salvación.
Por supuesto, nada de eso es fácil. Esa es la razón por la que estás leyendo un libro sobre este tema, y no una entrada de blog ni un tweet. El asunto de la seguridad cristiana siempre ha sido difícil, y hay complejidades por todos lados. Para empezar, algunos pasajes de la Escritura parecen haber sido diseñados para inquietarnos, para hacernos dudar de si somos realmente salvos, de si estamos de verdad incluidos en las promesas divinas de la vida eterna. Por ejemplo, observa 2 Corintios 13:5–6: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?». Espera un momento… ¿«a menos que estéis reprobados»? ¿Cómo es posible que eso armonice con una seguridad de salvación firme y sólida? Luego tenemos los famosos (o infames) pasajes de advertencia, especialmente los del libro de Hebreos. Ciertas oraciones como «Es imposible que los que… recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento» (Hebreos 6:4, 6) y «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hebreos 10:31) dejan a muchos cristianos con más miedo que confianza, y a veces incluso aterrados por la posibilidad de haber perdido la salvación.
Incluso sin considerar los textos bíblicos específicos, el tema de la seguridad de la salvación ha demostrado ser un sendero peligroso hablando en términos teológicos. Hay muchas maneras de extraviarse. Por ejemplo, algunos cristianos a lo largo de la historia simplemente se han rendido, afirmando que no puede haber seguridad de salvación en absoluto. En ocasiones, dicha afirmación en el fondo ha sido de naturaleza epistemológica ―o sea, la idea es que finalmente no podemos saber si somos salvos de verdad―. En otras ocasiones, ha sido una afirmación más objetiva, según la cual de hecho podemos perder la salvación que una vez tuvimos. Por otro lado, incluso para los que creen en la sólida doctrina de la preservación de los santos ha sido difícil responder la pregunta de cómo exactamente los cristianos pueden llegar a tener un sentido de seguridad. Cuando buscamos tener seguridad, es fácil que nos salgamos del camino y caigamos en dos errores opuestos: el legalismo y el antinomianismo. Si tenemos una predisposición legalista, tenderemos a procurar la seguridad de la salvación enfocándonos en nuestras propias obras, lo que es peligroso en sí mismo, pues nuestra seguridad puede transformarse sutilmente en un asunto de poner la fe en nuestras obras y no en Jesús. Por el contrario, si tendemos a tener un espíritu antinomiano (que significa literalmente «contrario a la ley»), descartaremos por completo las buenas obras como confirmación de la salvación y nos veremos expuestos al peligro de presumir de la gracia del Rey. Estas dos trampas ―el legalismo y el antinomianismo― deben evitarse si queremos tener una seguridad de salvación profunda, sólida y bíblica.
Pero seamos honestos. En el caso de la mayoría de nosotros, la cuestión de la seguridad de la salvación no está en nuestras mentes debido a un concepto teológico particular, ni siquiera porque tenemos curiosidad respecto a un pasaje de la Escritura con que nos topamos. Está en nuestras mentes debido a nuestro pecado. Vemos nuestras vidas, observamos el pecado que sigue existiendo en nosotros y nos preguntamos si es posible que la vida y el corazón de un cristiano verdadero sean así. Para algunos, el problema es que no vemos el crecimiento en la santidad que nos gustaría ver, incluso a lo largo del tiempo. Para otros, es que no experimentamos la victoria que quisiéramos tener sobre un pecado en particular. Y para otro grupo de personas (como Trent), es que el fruto, el gozo, la alabanza, la paciencia y el amor, que pensamos que debería caracterizar al cristiano simplemente no parece caracterizarnos a nosotros, al menos hasta donde podemos ver. Así que tememos y a ratos incluso nos desesperamos.
Entonces, con todas estas complejidades y dificultades, ¿cómo hallamos la seguridad? ¿Es siquiera posible? Bien, pienso que lo es, y pienso que la Biblia también dice que lo es. De hecho, creo que la Biblia enseña que la seguridad ―en un cierto grado― es la herencia de todo cristiano en virtud del nuevo nacimiento e incluso es inherente a la naturaleza de la fe. Sí, algunos cristianos experimentarán una seguridad más profunda y arraigada que otros. Y sí, el sentido de seguridad varía con las circunstancias y el paso de los años de la vida. Sin embargo, la seguridad no es como la olla de oro al final del arcoíris, un tesoro que solo unos pocos cristianos pueden disfrutar. No, más bien es como Juan explicó: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13, énfasis añadido). Él no escribió para minar la seguridad, sino para establecerla y fortalecerla. Quería hacer eso con todos los que creen, no solo con algunos.
Nuestro objetivo en este libro es explorar la idea bíblica de la seguridad cristiana y hacer preguntas como las siguientes:
• Según la Biblia, ¿cuál es el fundamento correcto de la seguridad cristiana?
• ¿Qué papel desempeñan nuestras buenas obras en nuestra seguridad?
• ¿Qué mentiras que minan la seguridad tendemos a creer?
• ¿Cómo es que erramos al considerar nuestras buenas obras?
• ¿Cómo hacemos para fortalecer la seguridad o incluso recuperarla si se ha perdido?
Entonces, durante los siguientes capítulos, nuestra tarea principal será simplemente explorar juntos la arquitectura de la seguridad cristiana, es decir, cómo la Biblia busca que los cristianos estén seguros de su salvación en Cristo. Creo que la Biblia revela cuatro fuentes principales de seguridad: el evangelio de Jesucristo, las promesas de Dios, el testimonio del Espíritu y los frutos de la obediencia. Al hacer uso de ellas, estas cuatro realidades ―cada cual en su propia manera particular y todas juntas en armonía la una con la otra― crean un sentido de confianza y certidumbre en nuestros corazones de que de verdad somos hijos de Dios y herederos de la vida eterna. Sin embargo, el problema y la razón por la que la seguridad de muchos cristianos nunca despega es que estas cuatro fuentes de seguridad no funcionan exactamente de la misma manera en nuestras vidas; tampoco deberíamos tratarlas a todas de la misma manera. ¿Qué estoy tratando de decir?
La mejor manera de considerar el asunto es decir que la Escritura presenta dos de estas fuentes de seguridad, el evangelio de Jesucristo y las promesas de Dios, como fuentes impulsoras. Dicho de otro modo, son los manantiales donde se origina nuestro sentido de seguridad de salvación, y mientras más profundicemos en ellas con entendimiento y fe, mayor será nuestra sensación de seguridad. Con respecto a los frutos de la obediencia (nuestras buenas obras como cristianos), parece que las Escrituras no los presentan como una fuente impulsora de la seguridad, sino como una fuente confirmadora, es decir, no es una fuente en la que debamos poner la fe, pero así y todo, puede servir para confirmar nuestro sentido de que en verdad somos hijos de Dios o, en su defecto, para advertirnos de que nuestra sensación de seguridad en realidad es falsa. Por último, la mejor manera de describir el testimonio del Espíritu es como una fuente sobrenatural de seguridad, un don de Dios a través del cual el Espíritu Santo engendra directamente en nuestras almas un hondo y profundo sentir de comodidad, seguridad y certeza.
Tal vez una analogía nos ayudará a entender la diferencia entre las fuentes impulsoras, confirmadoras y sobrenaturales de la seguridad. Como es sabido, ninguna analogía es perfecta, pero esta tiende a ayudarnos especialmente a diferenciar entre las fuentes impulsoras y la confirmadora (o indicadora) de la seguridad. Considera esto: en el diseño de un automóvil, hay una gran diferencia entre lo que impulsa la velocidad y lo que confirma la velocidad, entre el acelerador y el velocímetro. Si queremos que el auto acelere, pisamos el acelerador; ponemos peso sobre él, y el auto anda. Ahora, por supuesto, cuando hacemos eso, uno de los resultados es que el velocímetro del panel indica, muestra o confirma que el auto se está moviendo. Pero el velocímetro es una muestra de la velocidad, no la fuente de la velocidad. Si queremos más velocidad, no basta con que metamos la mano en el panel y usemos los dedos para empujar la aguja a la derecha esperando que el auto vaya más rápido. Para aumentar la velocidad, tienes que enfocarte en la fuente de la velocidad y poner peso sobre ella, no sobre el indicador de la velocidad. Entonces ―puede que te preguntes―, ¿qué sentido tiene tener un velocímetro? Pues bien, el velocímetro puede mostrarnos con mucha rapidez si estamos poniendo el peso indicado en el acelerador. Si el velocímetro dice «0», es probable que derechamente no tengamos el pie en el acelerador.
Quizás ya puedes ver cómo este ejemplo se aplica a la cuestión de la seguridad. Si queremos tener una seguridad mayor y más robusta, la forma de obtenerla no es manipular el indicador ―es decir, asegurarnos de hacer unas pocas buenas obras más y un menor número de malas obras para que podamos sentirnos más dignos del cielo―. Este es un punto importante porque, tristemente, es la manera exacta en que muchos cristianos reaccionan ante la falta de seguridad. Como muchas veces el sentido de duda y temor es producido cuando ven su propio pecado, piensan que por eso la solución es enfocarse en su pecado, en sus buenas obras o en su falta de buenas obras, lo que, desde luego, a fin de cuentas, es enfocarse en ellos mismos en lugar de enfocarse en Dios. Sin embargo, si esa es la manera en que reaccionamos ante la falta de seguridad, ¡podemos pensar también que la forma de responder a la falta de velocidad en nuestro auto es manipular el velocímetro! Eso es absurdo. La manera correcta de responder ante la falta de seguridad es enfocarnos en las fuentes impulsoras de la seguridad y poner peso sobre ellas: las promesas de Dios y el evangelio de Jesucristo. Si lo hacemos, el resultado será una mayor confianza respecto a nuestra salvación y un aumento en la clase de vida y obras santas que indican la existencia de la salvación verdadera.
Aquí va otra analogía que puede ser de provecho. El fruto de un árbol puede indicar la salud del árbol, pero si queremos conseguir un árbol más saludable, la solución no es hacer que el fruto se vea mejor. Más bien, hay que preocuparse de la raíz, que impulsa y crea la salud del árbol. De la misma manera, el fruto de nuestras vidas puede ser un indicador importante de nuestra salud espiritual, pero no lograremos aumentar nuestro sentido de seguridad y confianza respecto a nuestra salvación si solamente tratamos de hacer que el fruto se vea mejor. No lograremos mejorar la salud del árbol pegándole manzanas con cinta adhesiva ni pintando de rojo las manzanas podridas. No, tenemos que ocuparnos de la raíz, y luego el fruto, el indicador de la salud, mejorará.
¿Y qué del testimonio del Espíritu, la fuente sobrenatural de la seguridad? Bien, toda analogía se desmorona en un cierto punto, y este es ese punto. Me temo que el testimonio del Espíritu, que Dios imparte de manera directa y sobrenatural en el corazón del creyente, no tiene un buen elemento análogo en la imagen del auto. ¡En el mejor de los casos, podríamos pensar en él como una inyección de nitro casi totalmente inesperada directamente desde el cielo! Pero el punto es que cuando el Señor decide darle al creyente un sentido inusual de consuelo y seguridad, estamos frente a un regalo hermoso y tremendamente valioso, y por lo general llega con mayor poder justo cuando más se necesita.
Así pues, esta parece ser la arquitectura de la seguridad cristiana. Nuestra certeza de que en verdad somos salvos está basada y cimentada en la confianza inquebrantable en que Jesús salva a pecadores y en que el Padre honrará a Su Hijo cumpliendo Sus promesas. Mientras tanto, nuestras buenas obras (o la falta de ellas) funcionan como confirmación de que realmente somos salvos, o nos advierten de que algo no anda bien, de modo que podamos reaccionar como corresponde. Además, Dios, por Su Santo Espíritu, imparte en nuestras almas un sentido precioso, profundo y a veces intenso de nuestra redención y adopción como Sus hijos.
Probablemente no te sorprenderá que esta arquitectura de la seguridad refleje la arquitectura teológica de la salvación misma. Considera como muestra el pasaje de Tito 3:4–8:
Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna. Palabra fiel es esta, y en estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras.
Pablo hace aquí dos afirmaciones con respecto a las buenas obras. La primera es que las buenas obras no son la base, la razón, el fundamento ni la causa de nuestra salvación. «Nos salvó», escribe Pablo, «no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia». No obstante, la segunda es que una vez que hemos creído y hemos llegado así a ser herederos de la vida eterna, debemos «procurar ocuparnos en buenas obras». Ahora, la mayoría de los cristianos reconocen de inmediato la importancia de esas dos afirmaciones para la cuestión de la salvación: no somos salvos por obras, sino que las obras fluyen de la salvación. Dicho de otro modo, el orden correcto es salvación y luego obras. De hecho, si invertimos el orden, si pensamos que es «obras y luego salvación», hemos puesto de cabeza todo el evangelio. Esa «arquitectura teológica», por llamarla de algún modo, es clave para entender correctamente la salvación.
Bien, la misma arquitectura parece ser aplicable no solo cuando se trata de recibir la salvación, sino también cuando estamos buscando la seguridad de nuestra salvación. Si queremos aumentar o fortalecer nuestro sentido de confianza respecto a nuestra propia salvación, la manera de hacerlo es aplicar presión sobre nuestra fe y confiar en las promesas inquebrantables del Dios Trino en el evangelio de Jesucristo, no simplemente hacer un mayor número de buenas obras para que podamos decir: «¡Vaya! Ahora me siento bien con respecto a mí mismo». Si hiciéramos eso, de hecho, estaríamos desviando nuestra fe, nuestra confianza y nuestra dependencia, sacándolas de Jesús y llevándolas a nosotros mismos.
Nuestro propósito en los próximos capítulos es entender mejor las fuentes de nuestra confianza: el evangelio de Jesucristo, las promesas de Dios, el testimonio del Espíritu y los frutos de la obediencia. A lo largo del camino, consideraremos unas pocas mentiras específicas que tendemos a creer, falsedades respecto a Dios y el evangelio que de forma lenta pero profunda corroen nuestra seguridad. También consideraremos algunas maneras específicas en que tendemos a usar indebidamente el indicador de las buenas obras y veremos cómo podemos asegurarnos de usarlo de forma correcta, como la Biblia indica, y no de una manera que mine sin razón nuestra seguridad o (¡incluso peor!) desvíe nuestra fe sacándola de Jesús y poniéndola en nuestras propias obras. Por último, cerca del final del libro nos volcaremos a algunas preguntas prácticas: cómo debemos pensar respecto a lo que los cristianos hemos denominado «pecados asediantes» y qué podemos hacer para fortalecer nuestra seguridad o incluso recuperarla si se ha perdido.