Kitabı oku: «¿Por qué está mal amar?»

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ISBN: 978-84-1386-601-7

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A la persona que conoce a todas las personas que viven dentro de mi cabeza y apoya a cada una de ellas

NM

Capítulo I

Entre decisiones

Por dónde comenzar... Bueno, para hacerlo menos complicado esta soy yo en el momento que todo comenzó: último año de la carrera, treinta años, casada, paraguaya, de una ciudad situada a pocos kilómetros de la capital del país, pero lo suficientemente lejos como para denominarme pueblerina. Ah, casi lo olvido, mi nombre es Jazmín.

A ver, mi historia va como cuento americano cliché, jóvenes se enamoran, se casan apenas terminan la secundaria. Bueno, algo así y no tan así. Desde que recuerdo nunca tuve un solo sueño fijo, yo siempre quise ser muchas cosas, escritora, ingeniera, baterista, pero entre esas cosas hubo algo que nunca dudé, yo siempre quise tener una familia numerosa, la casa, el perro, el gato. Eso era mi sueño.

Siempre se dijo que casarse no es un reto, el reto es permanecer casado... Yo había vivido fácilmente una década de mi vida en una burbuja. Una burbuja de la cual estaba consciente, no teníamos muchos momentos rosas, de hecho, si describiera con un color esa primera década diría que era gris. Acepté esa realidad como «esto no es Disney, es la vida real», y muchas fueron las razones por las que hacía el juego de niños para mantener firme mi relación. Si se preguntan: «¿Cuál juego?»; ese, en el que cierras los ojos y piensas que el resto no te ve... Pues ese juego.

En diciembre de 2015 hubo una tormenta tropical con vientos de más de cien kilómetros por hora, esa noche temí por mi vida, sentí que la casa que con tanto sacrificio habíamos construido iba a desmoronarse. El viento soplaba, las ventanas eran golpeadas por los fuertes vientos casi recibiendo la fuerza de frente y tiritando, el techo se movió y sentía las tejas moverse, las goteras empezaron a aparecer y el viento intentaba levantar el techo casi por completo, corrí por las escaleras, asustada, recuerdo que agarré fuerte, casi paranoicamente, el brazo de Carlos —mi marido— y temblando le pedí por favor ir a casa de mis padres, lloré de miedo, fue la peor noche que recuerdo en mi vida adulta, estaba aterrorizada —y él también—.

Al día siguiente, a causa de la tormenta no teníamos luz —muy común en mi país—, esa mañana fui a la facultad a rendir el penúltimo examen de la carrera, no dormí nada del miedo la noche anterior, pero, solo quería terminar de rendir e ir a mi casa, para volver a estudiar y prepararme para el siguiente y último examen de mi carrera universitaria.

Ese día, luego del examen, fui a casa, para mi alegría ya volvió la luz, recuerdo que necesitaba unas clases que estaban en un grupo de Facebook del curso, mi intención era solo entrar y ver qué pasaba por ahí, pero en el escritorio de la computadora de la casa, había una carpeta desconocida, «Músicas», y la curiosidad fue la que me hizo darle un clic... Al abrir la carpeta no encontré nada muy raro, Carlos siempre compilaba músicas para vender o regalar a sus amigos, pero grande fue mi sorpresa que dentro había un backup de su teléfono y encontré mensajes de WhatsApp bastante explícitos, directos. Cuando comencé a leer, solo pensé que era de alguien más, pero mi cerebro tardó como quince minutos en entender que esas conversaciones no eran de extraños... Incluso ahora que lo escribo, intento justificar la situación, y no hay justificación.

Intenté pensar, y mi única reacción fue continuar descargando mis clases, y ponerme a estudiar, la idea de la confrontación no podía ser buena, decir algo, confrontar no estaba en mis planes, de hecho, no era la confrontación sino la respuesta que podía recibir la que me aterraba. Definitivamente yo no estaba preparada, no quería abrir los ojos. Fui a estudiar, al día siguiente yo tenía un examen.

La tormenta de la noche fue aterradora, pero solo fue un aviso divino de que la casa se estaba cayendo, y yo solo estaba en negación, era viernes, el lunes rendía. Me puse mis auriculares fuertes para no escuchar mis pensamientos y pasé el fin de semana estudiando.

Música recomendada: Me huele a soledad, MDO.

Finalmente, llegó el día, terminé de rendir, con eso terminaba la Universidad, me había costado mucho terminarla. Solo quien haya estado en esa situación de abandono-remonte entiende mejor que nadie que con los años estudiar se hace más duro y difícil. Pese a todo eso, ese fue mi último examen, el último de los últimos… Había terminado mi carrera estudiantil, no iba a tener un solo trabajo practico más, una exposición o un examen...

Me faltaba un pequeño detalle: la tesis, pero yo ya la había empezado validando mi anteproyecto en este último año, por lo que solo faltaba el trabajo de campo. Obviando ese detalle: Estaba en PAZ, compré mi última empanada de un señor que vendía empanadas con mandioca en una silla en pleno patio —obviando también que no era la situación ideal para venta de comida—; les cuento que era la mejor empanada del mundo.

Estaba llena de nostalgia y esa sensación de satisfacción de terminar algo que pensabas tan lejano. Casi siempre imaginé este momento, capaz si terminaba con mi promoción original, ese último examen se traduciría en una comida grupal, fiesta, abrazos, planes… En mi caso, tenía mi empanada en la mano y no quería volver a mi casa, el pequeño detalle es que no tenía con quién festejar ni a quién contarle lo triste y feliz que estaba en ese momento.

Luego de mi lapsus de felicidad, satisfacción, melancolía, volví a casa. En el camino, no dejaba de imaginar los posibles escenarios y ninguno me gustaba. En todos YO sufría, y me enojaba saber que la que sufría era YO. Siendo sincera, ese camino lo hice de inercia, no recuerdo haberme fijado siquiera en la calle. Dato inquietante y peligroso: iba manejando.

Llegué a casa, no había nadie, fui a la computadora, la carpeta seguía ahí… La leí mil veces, y no reconocía a la persona que tenía esa conversación, usaba palabras que nunca usó conmigo, esa sensación de traición hacía dudar todo. Todo aquello que construimos parecía nada. Miraba la fecha y hora. Cuadraba con nuestra vida, y no podía entender cómo alguien podía ser tan infame y mentiroso. Esa paranoia de querer respuestas. No soporté la situación y las voces en mi cabeza necesitaban salir, lo llamé y pregunté quién era la señorita XX, tranquilamente me dijo quién era y, de paso, me comentó que le había hecho un pedido de músicas y me advirtió que pasaría a retirar el CD en cualquier momento —fue entonces que, en un momento de adrenalina empecé a leer uno a uno los mensajes—, se vio descubierto y me dijo que vendría a casa en menos de treinta minutos…

Los treinta minutos se volvieron diez, y llegó nervioso, rozando la sobreactuación y admitiendo que sí, y que no había nada que hacer. Era evidente que estaba cansado hace tiempo, y estar conmigo era la condena más grave que podría haber tenido.

Una de las cosas más dolorosas fue que esa mañana, antes de ir a rendir, él era otra persona, fue tierno conmigo, desayunamos juntos… Todo era una mentira. Las lágrimas caían por mi rostro.

Sabía que no era plenamente feliz pero no sabía que vivir conmigo era un dolor tan inmenso, una condena tan pesada y un alivio tan grande verse descubierto.

Había visto muchas novelas de niña, había imaginado miles de situaciones estos días en los que evadí la confrontación, pero esa reacción que tuvo, no la imaginé jamás… Yo buscaba una excusa, yo quería escuchar que se arrepentía, no sé, esperé un poco de llanto, algo. Pero solo escuché que era cierto y que se iba a la casa de su mamá.

Subió las escaleras junto sus ropas en dos minutos y me dijo que nos partiríamos todo 50/50, que él iba a pagar esto y yo lo otro, que iba a usar un dinero que teníamos para estabilizarse mientras veíamos qué hacer. Yo estaba en el pasillo, muda y lagrimeando, solo lo veía cargar su bolso y decirme qué hacer.

Ahora, que lo escribo en papel y al releer la escena, parece que no fui solo yo quien se había imaginado universos alternativos, pero a diferencia mía, uno de sus posibles universos se cumplió y él sabía exactamente qué decir y qué hacer.

Quedé ahí, en el pasillo… Lo escuché cerrar la puerta tan fuerte que casi la derribó, mis lágrimas eran cada vez más gruesas y me costaba respirar bien.

¿Podría ser mi día más feliz y triste a la vez? Me fui a buscar ropa para bañarme, y aproveché para llorar lo que duró el agua caliente del calefón. Era diciembre y hacia como 40˚C.

Música recomendada: No querías lastimarme, Gloria Trevi.

Una de las ventajas de vivir sola es que puedes estar llorando por días y nadie se da cuenta, era lunes cuando todo eso pasó, estuve en mi duelo de una semana y el viernes fui a casa de mis padres, les conté lo que ocurrió, todos actuaron como que fue una pelea más y que todo se resolvería. Volví a mi casa y en el camino récordé por qué no había ido por consejos y contención a la casa de mis padres en un principio.

Estaba en una situación muy incómoda y fuera de toda razón, él seguía escribiéndome en tono amigable y yo contestando, sentí en el fondo de mi alma que mi rabia se había ido y me sentí tan sola que no me importaba ya lo que había pasado, le pedí que fuéramos a una psicóloga de parejas y que por favor vuelva a la casa. El seguía negándose a volver.

Me sentía muy mal y estaba muy sola. Estuve dos semanas en casa sola incluso después de ir a contarles a mis padres. Estaba yo ahí triste y no tenía ninguna persona a la que podía contarle lo que me pasó, alguien que al menos me escuche una y otra vez en mi delirio. Hablar sola no estaba resultando muy bueno, y solo tenía malos pensamientos.

Recuerdo muy bien el segundo día luego que él se fue, había enviado un mensaje a una amiga, y le dije que «posiblemente» mi marido me había engañado y que me sentía mal, se limitó a decirme que «yo no lo cuido mucho», «que me paso estudiando», «es difícil para ellos si nosotras no les damos atención”, «te descuidaste mucho también vos»… Esta de más decir que no volví a mencionar el tema.

Siempre pensé que tenía amigos, pero esas semanas sirvieron para darme cuenta lo extremadamente sola que estaba. Me di cuenta de que solo alejé a todos de mí y yo me metí en una burbuja con él, y solo contaba con él. Lloré, y le supliqué que volviera a la casa.

En cuando a ella, nunca pensé en ella, de hecho, desde el momento que supe quién era, solo ignoré la situación, la conocía, ella me conocía, pero el problema no era ella. Ni siquiera necesitaba decirle nada. Recibí mensajes de ella, explicando el «malentendido», pero nunca contesté. Nunca entendí los pasacalles de «Fulanita, robamaridos» —i.e. en mi país, es común ver este tipo de carteles en la calle, si no me creen, googleen—, no iba a hacer esas cosas. Nadie roba nada que no quiere ser robado. Ni siquiera estaba enojada con ella.

En el lapso de depresión postseparación estuve mirando páginas de Internet donde ofrecían becas de postgrado, había llenado varias, unas para España, otra para Chile, pero había una en especial que llamó mi atención, eran becas del gobierno con beneficios rozando a lo increíble para un país como el mío, no necesitabas conocer el idioma del país porque incluía curso de idiomas y preparación.

Esas semanas sola y triste habré completado entre madrugadas de insomnio miles de formularios de becas. No tenía ninguna esperanza, pero está de más decir que mis cartas de motivación tenían una veracidad y lucidez de aquella persona que no tiene nada que perder y lo entrega todo.

Luego un mes de separación, Carlos volvió a la casa con condiciones muy explícitas, dejando en claro que lo hacía solo para hacerme compañía, casi casi rozando la lástima. Lo más triste de todo es que yo acepté.

Pasaron los días, y enero se hace eterno cuando no hay mucho que hacer, yo empecé a trabajar en lo que podía desde mi pequeño consultorio ubicado en la casa, uno de esos calurosos días de enero recibo un correo de convocación a una entrevista para una de esas becas, al leer el correo mi primera reacción fue ir corriendo a decirle a mi mamá para que me acompañe.

No tuve ocasión de comentar todos los detalles con Carlos, intenté decirle dos o tres veces, pero su respuesta fue NO: «no, ese tipo de becas tienen algo raro», «no, ese tipo de becas ya están todas cocinadas», «no hay dinero para ir a perder un día en esas cosas».

La noche anterior a la entrevista, le dije que iría al mercado para traer comederos y juguetes para la veterinaria, le dije además que iría con mi mamá, mi hermana y mi sobrino, y antes de dormir le dije: «También mañana es mi entrevista». No respondió. Me hice la dormida, y funcionó. Dormí.

Al día siguiente, fuimos todos juntos como acordamos, llevaba una blusa azul que compré en mis mejores años y que aún me quedaba muy bien y me hacía sentir segura. Estaba motivada, tenía una linda sensación, antes de llegar al lugar guiadas por un GPS de celular, una nube blanca invadió el auto, y comenzamos todas a toser, fue aterrorizante, pensé que se estaba incendiando mi auto, mi chilere —los autos usados de Japón pasan a retiro en Chile, luego van a Paraguay a tener otra vida, son conocidos por problemas eléctricos y suele ocasionar incendios—. Paré súbitamente en medio de la calle, los vendedores de frutas de Mcal. López —cerca de la Embajada Americana— fueron mi salvación, uno de ellos entró al auto para poder revisar de dónde venía el humo, otro revisó el tablero, otro dirigía el tráfico, grande fue nuestra sorpresa cuando dijo: «Señora, solo fue tu extintor que se abrió…».

Resulta que durante el viaje mi sobrinito no tuvo mejor distracción que venir pateando el extintor ubicado bajo el asiento del conductor, intentó decirnos mil veces, pobrecito, pero estábamos tan asustadas… y bueno, no le prestamos atención. Subimos de nuevo al auto para retomar el camino, pero esta vez con el reloj en contra, busqué un estacionamiento cerca del lugar y entré a mi entrevista casi en horario alemán, en punto. El detalle resaltante: el polvo del extintor en mi blusa azul, en mi pantalón negro y en mi pelo alborotado no tuvo tiempo de limpiarse.

Una vez sentada, tuve la posibilidad de explicar mi situación y rompió bastante el hielo en la mesa examinadora, si puedo recalcar algo creo que la situación me ayudó bastante. Respondí las preguntas relajada, segura y, a pesar de todos mis problemas personales, familiares y mi apariencia totalmente desastrosa, al salir de la entrevista tuve la sensación que había tomado la mejor decisión de mi vida.

Los resultados serían anunciados en quince días, pero yo estaba segura de que mi nombre estaría en esa lista. Sí, parece escena de «en busca de la felicidad», pero fue real y me pasó a mí.

Ni siquiera pensé jamás en ese país, yo crecí viendo Disney, la idea de ir a otro lugar siempre se resumía en New York, pero ¿Francia?, realmente nunca pensé ni siquiera como un lugar de vacaciones. De hecho, el francés ni siquiera me parecía atractivo y pensaba que era muy sobrevalorado todo ese asunto de la «alta moda».

Los días pasaron casi en un abrir y cerrar de ojos, solo veía la hora que me den la respuesta, llegó el momento y me llegó un atento mail en el cual me invitaban a una reunión donde nos explicarían cómo funciona la beca. Y en el final del mail, ¡una atenta felicitación! Había logrado un lugar, aún no garantizado porque estábamos sujetos a pasar el examen de idioma en un tiempo récord de trece semanas de curso intensivo.

Pasé de la apatía a la euforia, de la felicidad al miedo, tenía una oportunidad de seguir estudiando y a la vez conocer un hermoso país, necesitaba salir de donde estaba, pero no sabía si estaba preparada para irme. Estaba contenta pero muy asustada.

Imprimí el correo y salí corriendo a contárselo a mis padres, ¡mi mamá estaba feliz!!! ¡Todos estábamos felices y bastante incrédulos, era un logro muy grande!!!

Y, en ese momento, en ese instante dije que SÍ me merecía eso. Luego de tanto tiempo, me sentí feliz.

Pasaron los días, llegó el 14 de febrero, todos estábamos ansiosos, estábamos tan asustados que se sentía un ambiente de preescolar en el cual solo faltaban los llantos y las mamás llorando en el portón.

Era el día de los enamorados, pero ahí nadie estaba pesando en corazones. Todos teníamos una historia, aún no nos conocíamos, pero elegir salir de tu país por las razones que sea es porque tenés una historia, no necesariamente debe ser mala, pero está asociado a sueños, vivencias y experiencias. Una persona que decide partir tiene algo que contar, eso no hay duda.

Los meses pasaron entre libros, exámenes, gramática y dormir viendo YouTube con todos los profesores de francés conocidos. También nos enviábamos músicas en nuestro grupo de WhatsApp para intentar abrir los oídos con músicas francesas, Stomae, Maître Gims, Indila, teníamos jueves de películas a ver si éramos capaces de entender algo sin subtítulo. Esas trece semanas fueron caóticas, poco tiempo, mucho entusiasmo y ansiedad. Además, es comprensible el lío de las conjugaciones y las innumerables excepciones de la lengua de Voltaire bajan un poco los ánimos, pero a la vez dan el challenge de aprender una lengua extranjera donde decir noventa es sumar cuatro veces veinte, más diez. Todos nos habíamos complicado la vida.

La situación en mi casa no había mejorado, pero esta vez no tenía tiempo porque, aparte de hacer mi curso intensivo de francés, debía terminar una tesis de universidad… Sí, se acuerdan de que no la había presentado. Bueno, debía presentarla antes de mayo o perdería mi beca.

En esas circunstancias, créanme que ningún corazón roto, autoestima por el suelo, o problemas conyugales es importante. Pasé de largo todo, pasaba entre mi tesis, mi curso, mis exámenes y mi desesperación porque el día solo tenía veinticuatro horas.

Ese periodo fue difícil, pero Carlos, aunque visiblemente no estaba de acuerdo con la situación, fue clave para que pueda salir de esa situación entre revisiones, borradores, impresiones y reimpresiones, fue un sostén invaluable. Sea lo que sea que nos pasó como pareja, no había borrado el cariño de mejores amigos que teníamos.

Llegué en medio de ese caos a entender que el matrimonio tal como me habían enseñado y lo que imaginaba o esperaba se había acabado, pero lo que sentía por él iba mucho más allá de amor de pareja. Tenía gratitud y compañerismo, y le hacía saber eso cada mañana cuando me llevaba al curso de francés. Tal vez habíamos terminado como pareja, pero una década de amistad y gratitud estaba ahí, firme al pie del cañón.

Llegó el día de mi entrega de tesis, y al día siguiente era mi examen final de francés. No hubo festejo, ni comida de agasajo, ni siquiera un pollo con ensalada. Nada. Fui a entregar mi tesis, hice mi disertación como quien entrega un trabajo diario de la escuela y luego fui a mi casa a estudiar mis conjugaciones. Tenía un examen que definiría mi futuro académico, las comidas y las cenas vendrían después.

Al día siguiente, luego de rendir mi examen final de francés, solo recuerdo haber salido de ese lugar sabiendo que di lo mejor de mí, el resto no me importaba. Yo di todo. Llegué a casa y dormí, sin dudas, la siesta-noche más gratificante de mi vida.

Los días posteriores pasaron sin muchos sobresaltos, todos los días a las 7 am estaba lista para empezar otro día de trabajo, mi pequeña veterinaria en casa tenía muchos clientes y felizmente siempre había algo en que ocupar mi cabeza. Los días pasaban rápido y sin darme cuenta abría y cerraba los ojos y así como empezaba, así terminaba otro día. Todos los dueños de mis pacientes sabían que estaba esperando la respuesta de la beca, y todos estaban ansiosos conmigo. Tenía un poquitín de presión social, pero estaba feliz con eso.

Hasta que llegó el día, llegó el mail de confirmación y la publicación oficial: ¡Lo había conseguido!, pasé el examen con buena nota. Ese lugar era mío y me lo gané con ganas y esfuerzo, ¡vaya que sí! .

Luego de lista, fueron horas y días de pura emoción, preparar mi inventario en la veterinaria, despedidas improvisadas, saludos, en fin… fue como tener todas las felicitaciones y atenciones que pospuse por muchos años, en un solo momento.

Para hacerlo oficial se hizo un evento, el cual me sirvió de colación, festejo de fin de carrera, festejo de fin de tesis, festejo de TODO. Aún tengo la foto, y la considero totalmente mi foto de «colación» (i.e. graduación).

Fueron semanas de idas y vueltas, firmas, sellos, preparaciones de mi viaje y había llegado el momento de tener «la conversación» con Carlos, sí, la que estuve ignorando hace varios meses. La conversación tan temida salió en el camino, sin que la busquemos, y él decidió buscar a dónde ir. Era la ocasión para finiquitar esta situación sin hacer mucho drama. La excusa del viaje nos venía bien, él quería salir de ahí, y yo también. Llegamos a la conclusión que no había más nada. Él pensaba que era una mala idea la beca en vista nuestra situación y que fue una mala decisión. Al final, tuve culpa, me sentí egoísta. Pero ya no iba a dar marcha atrás.

Fueron decisiones fuertes, sin pensar mucho, era la primera vez que tomaba una decisión tan personal. Y asumí toda la carga, me sequé las lágrimas y di mi mejor rostro a todos los que me felicitaban por el logro obtenido. Siempre sonrío cuando alguien menciona «lo fácil salió todo» y «la suerte que había tenido».

Capítulo II

«Violá le french hat, voilá le french fries»

(Carrie Bradsaw)

Entre semanas de despedidas, besos y abrazos, ciertas reconciliaciones, olvidamos casi todos los problemas y nos concentramos en las cosas del presente. ¡Llegó el día, fue una fiesta, muchas expectativas, todos ilusionados como nunca había visto el aeropuerto con tanta energía y felicidad!

Y yo estaba ahí, con mi boleto en la mano, también Feliz por irme, volar feliz. Estaba viajando de manera diferente, iba de estudiante, mi trabajo era ser estudiante. ¡Lo había deseado y lo logré!

La despedida fue amena, besos y promesas de mejores tiempos. Abracé a Carlos sabiendo que lo nuestro se había roto, pero ver su rostro cansado y con tanta incertidumbre como yo, me hizo decirle que lo amaba y que deseaba que sea feliz. Le deseé la misma felicidad que tenía yo en ese momento, y le dije que busque lo que le haga feliz.

No fue un cliché, lo deseé de corazón.

Llegamos a una ciudad del centro de Francia, caracterizada por hablar el «verdadero francés»; al aterrizar nos dimos cuenta de que nuestro nivel de francés era tan bueno como para hacerse comprender en… inglés.

Teníamos clases de lunes a viernes, era un lugar increíble, profesores nativos, ambiente cultural, salidas culturales, plena inmersión, era sin dudas una experiencia que, por mis medios, jamás hubiera siquiera imaginado. Me esforcé mucho para seguir el ritmo de las clases, deberes y actividades, y luego de la primera evaluación, me nombraron delegada de curso. Esto me pareció tan lindo y halagador porque ahora era fácil, solo me preocupaba por aprender el idioma, no tenía miles de cosas en la cabeza, ahora solo tenía una responsabilidad: ser estudiante.

Pasaron las semanas y las revoluciones iban bajando, el ritmo de las clases era intenso, pero iba mejorando adaptándome, mi rutina era instituto-casa, viceversa. Iba caminando a todas partes, nunca había caminado tanto en mi vida entera, del apartamento al instituto eran dos kilómetros, y lo hacía ida y vuelta, sin ningún problema, si algo estaba aprendiendo en Francia era eso: a caminar, y no caminaba con rabia, lo disfrutaba y mucho. Recuerdo que, en Paraguay, no quería caminar dos cuadras para salir a la ruta principal, para cosas sencillas utilizaba el auto, sin ninguna necesidad. Hacer un trayecto de dos kilómetros ida y vuelta sería un castigo. Pero aquí no. Tenía el Tram frente a la residencia de estudiantes, pero caminar se había vuelto una rutina.

Todas las tardes, a la vuelta del instituto mi parada obligatoria era una panadería, comprar pan se había vuelto religión, y de vez en cuando compraba un baguette con salchichas, era una perdición de pan, gracias a las caminatas aún no se veía el resultado del baguette entero que me comía todos los días. Otra cosa que había aprendido en Francia era a usar vestidos. No me había fijado que nunca los había usado, antes solo usaba jeans, shorts, pantalones. Pero ¿vestidos?, no, ni siquiera me lo hubiera imaginado. Pues esta estaba siendo yo, una estudiante con sus vestidos de verano y su caminata a paso lento de todos los días. Me estaba gustando tanto y me sentía tan bien.

Un día cualquiera llegó un grupo de estudiantes de EE.UU. o, como dirían aquí, «americanos», este grupo era grande y las clases y recesos eran prácticamente en inglés. Venían solo por tres semanas, y aprender francés no era su misión principal, aparentemente.

En ese grupo había una persona que desde el inicio llamó mi atención, era sumamente reservada, parecía que vivía en su mundo, no participaba en clase, no hablaba siquiera con su grupo, estaba ahí, sin estar. Las actividades en el instituto eran programadas por semana, siempre eran de dos, y como esta persona no hablaba con nadie, en mi rol de delegada me tomé la libertad de proponer a la profesora hacer el binomio con ella para intentar integrarla al grupo. La profesora aceptó y esta semana trabajaría con ella.

Ese día trabajamos toda la mañana en absoluto e incómodo silencio interrumpidos por un oui/non esporádico; por más que intentaba no encontraba manera de hacer conversación ni en inglés ni en francés. Como las clases iban hasta la tarde me resigné a la idea de tener una larga y aburrida semana.

Luego de todo el día juntas, sorpresivamente me dijo: «¿Te gustaría intercambiar números?»; respondí sin pensar: «¡Sí! ¡Claro!», entre asustada y sorprendida, al menos fue un avance.

Mis días empezaban temprano, desayunaba, leía la clase del día anterior mientras veía la tele sin entender mucho de lo que decían, me metí en la cabeza que debía meterme el francés dentro de mi ADN. El acento francés no lo conseguiría, eso era evidente, pero mi meta era ir a la panadería y poder pedir mi pan sin temblar.

Al día siguiente, tuvimos una reunión anunciando los paseos de fin de semana, tocaba una visita a un castillo. ¡Un castillo! Bueno, ¡se imaginan mi emoción! Sí, mi papel de delegada sobreemocionada se ajustaba totalmente a mi perfil. Nos anotamos casi todos sin pensarlo en la primera opción. Cuando vi a mi tímida amiga dudando si ir o no ir, intenté convencerla, pero para mi sorpresa la razón por la que ella estaba dudando era porque había otro lugar para visitar ese mismo día. La diferencia era que en la otra actividad había una fiesta de disfraces en un castillo más grande y con laberintos. Cuando me puse a leer el flyer, era OMG, sobreexcitada era poco, ¡hiperventilada! —esa es la palabra que me definía—, al ver mi cara de felicidad ella anotó nuestros nombres en la lista y quedamos en ir a la fiesta de disfraces. Cuando borré mi nombre del primer evento, y comenté la razón todo el grupo se sumó a nosotras, le dí el crédito a ella, y todos aplaudieron su decisión.

Luego en plena clase recibí un mensaje: «Vamos a comprar los disfraces!», al mirarlo giré a buscar a mi amiga en una esquina del salón de clases con una media sonrisa, esperando la respuesta, le respondí: «¡Obvio!». Inmediatamente me respondió con un emoji de fiesta. Esa tarde, al salir del curso, salimos juntas para buscar el disfraz perfecto, para mi sorpresa, mi amiga jamás fue tímida, ni reservada, de hecho, cuando tomó un poco de confianza me había comentado todos sus gustos entre dos tiendas de ropas. Yo estaba escuchándola y no podía creer, o sea, había pasado estos días haciéndome una idea de lo que era —tímida, reservada, taciturna— y me sentí mal al prejuzgarla sin darme tiempo de conocerla. Y me prometí nunca más juzgar a la gente sin conocerla.

No encontramos un disfraz pero sí máscaras de carnaval, entonces pensamos ponernos máscaras, con eso sería más que suficiente. Hubiera querido comprarme un vestido de la época de Luis XIV, pero era becada, no magistrada.

El sábado llegó y nos reunimos todos para ir a la fiesta de disfraces, todo el grupo de estudiantes —esta de más decir que me sentía en una película americana, crecí con eso, así que perdón, pero todo lo que veía me parecía un cliché—.

Yo fui con mi grupo y mi rol de delegada me daba la responsabilidad de no dejar fuera a nadie y asegurarme de que estemos todos a la ida y a la vuelta. Llegamos a un castillo de verdad, había mucha gente y yo advirtiendo a todos en todos los idiomas posibles que debíamos encontrarnos a la 01.00 am a más tardar o nos dejaba el bus. Hice mi lista, puse mi alarma, tenía el número de todos y también del chófer por si nos dejaba el bus —sí, me lo tomaba en serio—.

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