El Dios Escandaloso

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El Dios Escandaloso
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Copyright © 2020 Guido Pagliarino – All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor – Libro distribuido por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) – Italia – P.IVA/Código fiscal: 01585300559 – Registro mercantil de TERNI, N. REA: TR – 108746

Guido Pagliarino

EL DIOS ESCANDALOSO

Ensayo

Traducción de Mariano Bas

Guido Pagliarino

El Dios escandaloso

Ensayo

Traducción del italiano al español de Mariano Bas

Originales en lengua italiana:

1a edición, Guido Pagliarino, «Il Dio Scandaloso», ensayo, solo en e-book en diversos formatos, Smashwords Edition, © 2015 Guido Pagliarino

2a edición corregida y aumentada por el autor, Guido Pagliarino, Il Dio Scandaloso, ensayo, Copyright © 2018 Guido Pagliarino, libro y e-book, distribuida por Tektime

La imagen de portada fue creada electrónicamente por el autor Guido Pagliarino

Anónimo, Mosaico, siglo XI-XII, Última cena, Basílica de San Marcos, Venecia

«¡Cuánto tienes de discutible, Iglesia y aun así cuánto te amo! ¡Cuánto me has hecho sufrir y aun así cuánto te debo! (…) ¡Me has dado muchos escándalos y aun así me has hecho entender la santidad! No he visto en el mundo nada más oscurantista, más dañado, más falso y no he tocado nada más puro, más generoso, más bello. (…)  No, no está mal contestar a la Iglesia cuando se la ama: está mal contestarla escuchando desde fuera, como si uno fuera puro» «(…) una Iglesia donde la caridad y la solidaridad con el hermano obliga mucho más allá del culto y las purezas legales. Una Iglesia que sea el Evangelio. Una Iglesia que sea esperanza. Una Iglesia que sea amor. Se ha acabado el tiempo de las complicaciones, de los pesados arreos, de las cosas externas que distraen, de los estucos inútiles, de las procesiones infantiles».

Hermano Carlo Carretto


BREVE PRÓLOGO DEL AUTOR

Al despedirme del lector en mi libro Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida,1 yo escribía: «El cristiano encuentra la paz en el corazón al seguir la figura evangélica de Cristo en la fe de que es Dios. Jesús dijo en torno al año 29: “Quien quiera ser el más grande que se haga el más pequeño y sirva a los demás”. Lo hizo él mismo a lo largo de su vida y hay un símbolo muy poderoso en el evangelio de San Juan, en el lavatorio de pies que Cristo lleva a cabo poco antes de la Pasión». Entreabría así una puerta sobre el argumento del Dios-Amor «el Dios es Amor: ho Theòs Agápe estín»2 al servicio de los hombres, un Dios con un mandil no solo neotestamentario, sino que ya asoma en la Antigua Escritura, como he explicado en el ensayo inmediatamente anterior a este, El viento del amor.3 Considerando estudios derivados del Concilio Vaticano II, hablaré también de este Dios-Amor según el Nuevo Testamento, según el cual la Revelación divina se cumple con Cristo: un Dios que en Jesús da ejemplo e invita a los cristianos de todos los tiempos a actuar como él: según los cristianos, siempre con pleno respeto a los creyentes hebreos, el Antiguo (o Primer) Testamento está incompleto, reclama una integración y ese cumplimiento, expuesto en los mismos libros neotestamentarios, se realiza en Cristo Salvador, que da claridad al sentido de los textos veterotestamentarios y, además, en cualquier caso, justifica su propia inclusión en la Biblia, como normalmente pasa con el Eclesiastés, un libro que, aunque no carezca de serenidad, parece pesimista y no se relaciona con la luz de Cristo, por lo que el cristiano reflexiona: «Sí, sin Jesús la vida sería precisamente la tragedia nihilista que cuenta el Eclesiastés»; a ese respecto, Giacomo Leopardi fue un gran lector del Eclesiastés y este libro, no teniendo el poeta fe cristiana, contribuyó a determinar, con otras fuentes, su pesimismo cósmico. La Palabra divina se revela progresivamente por medio de hechos históricos que han inducido a la reflexión teológica. El gobierno de la Historia por parte de Dios constituye la nota común entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: considérese que, para la Iglesia, como expresó el Concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum, el Testamento sí está «inspirado y quienes lo generaron se inspiraron en la medida en que contribuyeron a su constitución» y no solo el Nuevo Testamento, sino también el Antiguo «es palabra de Dios y conserva un valor perenne», pero hay que tener en cuenta que los escritos del Antiguo Testamento «contienen también cosas imperfectas y temporales» y que «asumidas integralmente en la predicación evangélica, adquieren y manifiestan su significado completo en el Nuevo Testamento y, a su vez, lo iluminan y lo explican».4 Siguiendo con la Dei Verbum,5 añado que «para extraer con exactitud el contenido de los textos sagrados, se debe atender al contenido y a la unidad de toda la Escritura». Así que presentaré la figura jesuánica del Dios que sirve a los hombres, destacando el contraste entre esta y aquella temible imagen divina castigadora que se dibujaba en las enseñanzas eclesiásticas antes del Vaticano II, concilio que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I, sobre todo con el estudio de los testamentos en sus idiomas originales y ya no con la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo. Lamentablemente, no todos siguen la línea conciliar y la idea de un Dios terrible todavía sigue viva en ciertos entornos en la propia Iglesia y no solo entre los seguidores del reaccionario obispo Lefèbvre. Hay quien continúa enseñando sustancialmente que hay que temer y servir a Dios con actos de culto, como a Yahvé en tantos versículos del Antiguo Testamento, siguiendo esa Ley que, por el contrario, San Pablo, en su epístola a los Gálatas,6 afirma que existía solamente como el siervo-pedagogo que tenía el cometido de conducir a la escuela de Cristo. Ese siervo que lleva al niño a la escuela ya es inútil después de las enseñanzas piadosas del Maestro Jesús, y además es evidente que quien ama no difama, no roba ni hace otras cosas similares sin sentir un peso que le hace respetar la moral. Pero, según los evangelios, a Cristo no le basta con que no se haga mal al prójimo: desea que se lo ayude. Acabo donde empecé, con el Dios revelado por Jesús, completamente enamorado de los seres humanos hasta el punto de quererlos para siempre con Él en su eternidad y que, por tanto, se pone a su servicio para este fin concreto. Para comodidad de quien no frecuente la Biblia más que ocasionalmente, he añadido un apéndice con las abreviaturas de los nombres de los libros bíblicos.

Guido Pagliarino

CAPÍTULO 1
(EL DIOS QUE SIRVE AL SER HUMANO)

Bibliografía principal de este capítulo: AA.VV., Manuale di storia delle religioni, Gius. Laterza & Figli, 1998; Carlo Buzzetti y Carlo Ghidelli, Le tappe della lettura della Bibbia, Edizioni San Paolo s.r.l., 2003; Giulio Busi, Simboli del pensiero ebraico, Giulio Einaudi editore s.p.a., 1999; Gianfranco Calabrese, Il Signore che dà la vita – Identità e missione dello Spirito Santo, Edizioni San Paolo s.r.l., 1998; Giuseppe Casarin, «Simbolo, segno e sacramento, in Giovanni l’evangelista dalle ali d’aquila», número monográfico de la revista Credere oggi, nª 5/2003, Messaggero di Sant’Antonio editrice, octubre de 2003; Rémy Chauvin, Dios de las hormigas, Dios de las estrellas, traducción de Rafael Lassaletta Cano, Editorial Edaf, S.L., 1989; La civiltà cattolica (editorial del director de la revista, Gian Paolo Salvini), «Il giudizio particolare dopo la morte», cuaderno 3415, 3 de octubre de 1992; «L’inferno: riflessioni su un tema dibattuto», editorial, en La civiltà cattolica, cuaderno 3578, 17 de julio de1999; Alberto Maggi, Cómo leer el Evangelio y no perder la fe, Ediciones El Almendro, Córdoba, 2010; André Manaranche, Un amor llamado Jesús, Editorial Cultural y Espiritual Popular S.L., 1992; Daniele Menozzi, «La Chiesa cattolica», pp. 129-251 en, di AA. VV. (a cargo de Giovanni Filoramo y Daniele Menozzi), Storia del Cristianesimo, vol. IV, Gius. Laterza & Figli, 1997; Aldo Moda, «Linguaggi teologici del post-concilio», en Archivio teologico torinese, año 5, 1999, nº 2; Alviero Niccacci, La casa della sapienza, voci e volti della sapienza biblica, Edizioni San Paolo s.r.l., 1994; Ettore Paratore, «San Girolamo – L’età del Basso Impero», en Storia della letteratura latina, RCS Libri S.p.A., 2000; Liliana Rosso Ubigli, «La visione negativa della storia nell’ “apocalittica” giudaica», en «Leggere la storia come salvezza», número monográfico de Parola, Spirito e Vita – quaderni di lettura biblica, nº 1 enero-junio de 2003, Centro editoriale devoniano; Giuseppe Ruggieri, «Tempi dei segni e segni dei tempi: dalla Humanae salutis alla Gaudium et spes», en «Leggere la storia come salvezza», número monográfico de Parola, Spirito e Vita – quaderni di lettura biblica, nº 1 enero-junio de 2003, Centro editoriale devoniano; fuente en Internet: Catechismo della dottrina cristiana pubblicato per ordine del sommo Pontefice Pio X, en el sitio web del Museo San Pio X, http://www.museosanpiox.it/index.php en la página http://www.museosanpiox.it/sanpiox+Catechismodottrinacristiana.html; Alberto Maggi, texto de la conferencia «Vangeli: storia o teologia?», Archidiócesis de Ancona Osimo y Centro Pastorale Stella Maris – Colleameno de Torrette di Ancona en los días 22, 23 y 24 de febrero de 2002, en el sitio web http://www.studibiblici.it en la página http://www.studibiblici.it/conferenze/storiaoteologia.htm; Alberto Maggi, texto de la conferencia «Il Dio impotente», en Senigallia en la Scuola di Pace Vincenzo Buccelletti en los días 15, 16 y 17  de enero de 2003, sitio web Studi Biblici, página http://www.studibiblici.it/Conferenze/IL_DIO_IMPOTENTE.pdf

 

Retrato del aspecto del Dios que sirve a los hombres presentado por Jesús con la palabra y con su propio comportamiento a favor del prójimo.

Hay un enorme contraste entre esa figura y la temible imagen de Dios que se presentaba en las enseñanzas eclesiásticas antes del Vaticano II, concilio que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I, sobre todo profundizando en el estudio de los testamentos, y del Nuevo en particular, indagando en sus idiomas originales y ya no en la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo.

El Dios que sirve

Estamos en la noche entre el jueves y el viernes de la semana en que cae la Pascua hebrea, en el mes de abril del año 30 (según algunos, en el año 33: a este respecto, se puede acudir a mi ensayo Jesús, nacido en el año 6 «antes de Cristo» y crucificado en el año 30: Una aproximación histórica, Tektime, 2020). La vida pública de Jesús estaba a punto concluir. Faltaban su pasión y muerte y después la Resurrección, aunque esta no se manifestará a todos: afectará solo a los apóstoles y los discípulos, es decir, a la primera Iglesia, que recibirán de Cristo la orden de comunicar ellos mismos la buena nueva de Este como resucitado y salvador (leer, por ejemplo, Mateo 28:16-20) y de suscitar la fe en sus oyentes. Pedro afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles del Nuevo Testamento: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de una cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él reciben el perdón de los pecados, en virtud de su Nombre» (Hc 10:39-43).

Como dice el evangelio de San Juan, libro pleno de símbolos, en la noche entre el jueves y el viernes que precedieron inmediatamente a su pasión y muerte, Jesús, durante la última cena, enseña y tranquiliza a los suyos y también los instruye con una acción: lavándoles los pies. Ese lavatorio es en primer lugar un emblema de la pasión y muerte que ya están próximas: a diferencia de los demás evangelios, el de Juan presenta toda la pasión de Cristo como una marcha triunfal hacia la glorificación, la misma cruz es su trono de rey del universo, el sufrimiento psicológico y físico se simboliza en síntesis en el lavado de los pies de los suyos. Pero no hay solo un símbolo en esa acción. Con ella, Jesús da alegóricamente la más grande de las enseñanzas, que ratificará de inmediato con palabras: el mandamiento nuevo del servicio al prójimo, que es una manifestación de amor, no solo hacia el igual, sino hacia Dios, ese Dios infinito que el hombre, en su propia limitación, no puede amar-adorar adecuadamente si no es indirectamente, queriendo el bien para todos los seres humanos que encuentra y en los cuales se refleja Jesús-Dios.

Según el evangelio de San Mateo, Cristo ya había dicho a los suyos: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estaba de paso, y me alojasteis; desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y me vinisteis a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?" Y el Rey les responderá: "Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, lo hicisteis conmigo”» (Mt 25:31-40).

El episodio del lavado de pies se cuenta en el evangelio de San Juan: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin. Durante la Cena, cuando el demonio ya había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús que el Padre había puesto todo en sus manos y que él había venido de Dios y volvía a Dios, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura. Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura». (Jn 13:1-5). «Después de haberles lavado los pies, se puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿entendéis lo que acabo de hacer con vosotros?”» (Jn 13:12). He omitido los versículos 6 a 11 que aquí no nos interesan.

No sé si el lector ha advertido que Juan Evangelista, por lo que parece no se ha acordado de quitarle el mandil a Jesús: mientras que al aprestarse a servir a sus amigos Cristo se levantó, se quitó la ropa (símbolo de su muerte corporal) y se puso la toalla-mandil a la cintura, tras terminar la acción se vuelve a poner la ropa (símbolo de la resurrección de su cuerpo, en forma gloriosa y espiritual, como dice el Nuevo Testamento en la Primera Carta a los Corintios paulina) y vuelve al comedor, pero el mandil, no se lo quita en ningún momento. Es verdad que esta omisión se ha advertido en la exégesis bíblica (cf. Alberto Maggi, texto de su conferencia «Il Dio impotente», cit.) que ha evidenciado su importancia teológica: no es en realidad un olvido, que tanto San Juan como los demás evangelistas hayan omitido o insertado por casualidad, sino que es a su vez un símbolo, no solo sutil, en su discurso, como el quitarse y volverse a poner el manto, sino que en el hecho de omitir emblemáticamente que se quite el mandil con el que ha lavado los pies de los discípulos. Jesús nunca se lo quitará, porque Él siempre estará al servicio de los hombres, no solo como hombre en su vida terrenal, sino asimismo como Dios: se ha despojado de la apariencia de su majestad infinita para servir a los hombres, hijos del Padre y sus amigos fraternos. En otro lugar del evangelio de San Juan se lee: «Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15:15). He escrito la apariencia porque en el servir por amor, hay que destacar verdaderamente, no hay humillación, sino elevación, como Jesús ya ha explicado a los apóstoles en el evangelio de San Marcos (Mc 9:35), antes de la última cena: «Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiera ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”». Cristo atestigua así que su majestad divina se basa en el amor y, por tanto, si el ser humano quiere divinizarse en Él, el Dios-Hijo, debe a su vez servir al prójimo, exactamente igual que Él. Jesús no hace nada por sí mismo, se lo ha visto hacer al Padre, que, para el cristianismo, constituye con el Hijo y el Espíritu Santo un único y solo Dios.

El Espíritu Santo, según el misterio trinitario cristiano, es tanto Espíritu del Padre que ama al Hijo como Espíritu del Hijo que ama al Padre, pero se distingue en cuanto es verdadera Persona divina y no sentimiento, en cuanto es Amor infinito y lo infinito solo es divino. Además, este Amor infinito se desborda, según la teología cristiana, sobre los seres humanos, llamados a la divinización en lo eterno en la persona del Hijo glorioso, gracias al sacrificio del mismo Hijo encarnado.

Cristo procede de la Primera Persona y es Dios único con el mismo Padre y con el Espíritu Santo. Dice a sus discípulos: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14:9); «El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió» (Jn 12:44-45). Por tanto, el lavado de pies se desarrolla en primer lugar desde el Ser del Padre, en el sentido de actitud espiritual, de que servir al hombre forma parte de su propia esencia. Es algo inusitado, incluso escandaloso en tiempos de Jesús, según la Ley de la élite de Israel, es decir, quienes pertenecen o se mueven en torno al templo y el sanedrín, una especie de senado político y religioso en Jerusalén. Estos enseñan que Yahvé es el legislador y juez omnipotente, la suma majestad que ni siquiera puede nombrarse, la divinidad a la que todos deben servir incondicionalmente con temor y afirman que, si alguien traiciona ese deber, Dios lo castiga, en primer lugar, enviando desgracias y enfermedades al propio infiel y a sus descendientes y luego no concediéndole la vida eterna.

Sin embargo, no todos los jefes de Israel creen en la supervivencia después de la muerte: solo los miembros del partido de los fariseos. La idea de la resurrección de los muertos no es muy antigua, solo apareció entre los hebreos hacia el siglo II a.C, y todavía en los tiempos de Jesús el vértice de la élite religiosa de Israel, es decir, los saduceos, de cuya secta vienen los sacerdotes del templo de Jerusalén, piensa que premios y castigos, tanto para el afectado como para sus descendientes, se dan en esta vida y que después de la muerte no hay nada. La vida eterna es un concepto estrictamente fariseo y de la secta de los fariseos pasó al pueblo y es en esta tradición en la que se inserta, innovando, Jesucristo, que, según el cristianismo, es el primero entre los resucitados y la causa de la resurrección de todos los demás.

Antiguamente, la impresión común era que la lepra era la peor de las enfermedades, no solo porque en aquel entonces era incurable, sino también porque se consideraba un castigo divino por los pecados más graves. La Torah, es decir, la Ley hebrea, Impone al leproso un aislamiento absoluto del resto del pueblo. Es un marginado que, al salir a la calle, debe gritar a todos su estado, para que se retiren a su paso, no solo para no contagiarse, sino, ante todo, sino para que no se produzca una impureza religiosa y no se pueda volver a adorar a Dios en el templo, salvo después de una larga serie de actos de purificación: el orden se había invertido con el paso del tiempo y el verdadero objetivo, la salud general, que había sido cubierto por la religión por los antiguos sacerdotes para favorecer la obediencia de la norma, se convirtió en secundario, de forma que el medio se convirtió en fin. Por tanto, en los tiempos de Jesús, el leproso se veía como un pecador imperdonable y ya muerto para la sociedad. Cristo, al iniciar su vida pública, de una señal primera y muy fuerte de que es realmente Dios curando a un leproso y, además, aun siendo este impuro según la mentalidad vigente, lo toca, siendo intocable, con gran escándalo de los biempensantes de aquel tiempo. Se empeña, en resumen, en dar la vuelta a la mentalidad social: Dios, por amor, se pone voluntariamente al servicio de los hombres y no pide que le sirvan, sino que le imiten; la pureza e impureza están en las decisiones buenas o malas y no en ninguna otra cosa. ¡Imaginémonos cómo pudieron acoger esta Revelación los sacerdotes y los escribas-fariseos! En el cristianismo, como dicen los Hechos de los Apóstoles: «El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra. Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que Él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hc 17:24-25). ¿Dónde acabaría entonces el poder de los sacerdotes, que al trabajar en el templo actúan como intermediarios con la Divinidad? ¿Dónde el de los escribas, es decir, los doctores de la Ley? El Nuevo Testamento en la primera epístola de San Pedro, no dice que la Iglesia es enteramente un pueblo de sacerdotes: «Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pd 2:9). Como todos los cristianos forman parte de la Iglesia, por tanto, todos son sacerdotes, e incluso el creyente laico puede dirigirse directamente a Dios, ya no hay necesidad de intermediarios poderosos y a sueldo, como en Israel. Con el cristianismo ya solo existe la figura del presbítero, literalmente el anciano, el único habilitado por la Iglesia para consagrar la Eucaristía, pero ya no la del sacerdote que ofrece animales en sacrificio a Yahvé en nombre de los fieles. En la Eucaristía, el cristiano creyente y practicante se siente y está realmente en comunión directa con Dios: hablo de católicos y ortodoxos y en general aquellos fieles que creen en la presencia real de Cristo resucitado en el pan y el vino consagrados.

 

Normalmente los protestantes consideran la Eucaristía como un simple recuerdo de la última cena de Jesús. No lo luteranos, ya que, para Lutero, Cristo estaba realmente presente en la propia Eucaristía, según lo que llamaba la consustanciación: para él, la sustancia del pan y el vino permanecía invariable, pero a ella se añadía la presencia real de Cristo tras la consagración.

Este Dios que ama sin condiciones es una idea perturbadora que libera finalmente del temor y llena de alegría a los miembros de la primera Iglesia, pero que es tan contraria al sentido común que, después de un tiempo no muy largo, se nubla en no pocos cristianos, a pesar de estar tan claramente escrita en el Nuevo Testamento.

1Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida, Prospettiva Editrice, 2003-2007. Descatalogado y cuyos derechos volvieron al autor el 1 de enero de 2008.
21 Jn 4:8 y 4:16.
3El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento, 2019, Tektime Editore © Guido Pagliarino.
4Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación, nn. 14, 15, 16.
5Ibíd. n. 12.
6Gal 3:19 y 3:25.
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