Kitabı oku: «La muerte de la bailarina», sayfa 2
Mucho antes
Un domingo especial: 8 de diciembre. Temprano la vistieron con el traje de primera comunión, toda blanca, con la cabellera rubia parcialmente oculta por el velo. Tenía ocho años, nunca antes se había sentido tan hermosa, tan parecida a María, la virgen que la observaba desde el altar mientras se arrodillaba para recibir la hostia. Luego, las fotos de rigor en la plaza del pueblo. «No te muevas, mira el pajarito». Tres tomas le hizo el fotógrafo con su cámara de cajón y fuelle. En la primera estaba sola, con el blanco misal entre las manos. La segunda, junto a sus padres y la tercera con sus tres hermanos y su hermana, cinco años menor que ella.
Su madre colocó diligentemente las tres imágenes en el álbum familiar, antes de afanarse en los últimos preparativos del gran almuerzo. La mesa se armó bajo el parrón, con tablones sobre caballetes y un gran mantel blanco que tapaba las rústicas maderas. Llegaron tías, tíos y primos a festejar a la niña, junto a los abuelos maternos. El cura, que también fue invitado, compartió la empanada de entrada y bebió discretamente un vaso de vino, antes de marcharse para atender otras invitaciones de feligreses en ese día tan especial. «Una pena que no pueda quedarse a almorzar con nosotros, padre. No sabe lo que se pierde: el asado de cordero está riquísimo», le dijo su madre al sacerdote.
«Venga, mi niña linda», la llamó su padre cuando terminaron los postres y la hizo sentar en sus rodillas. Entre orgullosa e incómoda escuchó cómo la elogiaba ante los familiares, al tiempo que la estrechaba en sus brazos y le transmitía su aliento a vino y tabaco. La más rubiecita, la primera de su curso en la escuela, la más inteligente de todas, que ya a los cinco años sabía leer y escribir. «Será doctora o abogada, ¿verdad, mi amor?», dijo mientras le estampaba un ruidoso beso en la mejilla y le palpaba los muslos por sobre el vestido blanco de primera comunión.
«Ni doctora ni abogada, quiero ser bailarina», pensaba ella. Guardaba en su velador una lámina a colores con la reproducción del cuadro de Degas: la esbelta mujer inclinada, atándose la zapatilla de ballet. Fue con sus hermanos al único teatro y cine del pueblo cuando se presentó una compañía de danza clásica venida de la capital y quedó fascinada con las evoluciones de bailarinas y bailarines al ritmo de piezas musicales que jamás había escuchado.
A falta de música culta en su hogar, ensayaba frente al espejo con cualquier tema que transmitía la radio, desde pasodobles, tangos, polkas, milongas, mambos y rancheras, hasta charlestón y fox-trot. A menudo era sorprendida en sus fantasías bailables por Evaristo, su vecino y amigo que cada día saltaba la pequeña tapia que separaba los dos patios para jugar con ella.
Jugaban a todo: a las adivinanzas, al luche, al salto del cordel, a la cocina con pasteles de barro e incluso a juegos masculinos como las bolitas o el trompo. Pero ella prefería sobre todo bailar para Evaristo, aunque el niño, un año mayor, se burlara a veces, pero generalmente terminaba aceptando ser su pareja, tomarla de la cintura y ensayar torpemente los pasos de un ritmo que igual podía ser un vals, un corrido o un bolero. Bailar para acompañarla, siempre torpe, en un pasodoble de Los Churumbeles de España, en un mambo de Pérez Prado o en un chachachá de la Sonora Matancera.
Jugaban y bailaban con inocente alegría, riéndose de sí mismos, desatendiendo los llamados de sus madres para hacer las tareas escolares, aunque respondían cumplidamente a los llamados para compartir unas onces de té con leche y pan con palta.
Un micromundo infantil poblado de ilusiones sobre el futuro. Ella le aseguraba a Evaristo que tal vez sería doctora o abogada solo para satisfacer a su padre, pero que al mismo tiempo seguiría con la danza y el ballet para llegar a ser la primera figura de una gran compañía. Más práctico, el niño le decía que su anhelo era ser dueño de un inmenso camión, ganar mucha plata y comprar y comprar más camiones hasta poseer una gran flota de transporte, porque no quería ser un simple empleado de la estación del ferrocarril como su padre. Ella tampoco se veía criando niños y cocinando todo el día como su madre. Se burlaba de su amigo y calificaba sus sueños de vulgares, usando una palabra recién aprendida en la escuela. Y él le respondía que era demasiado ambiciosa, que no hay doctoras ni abogadas que a la vez hagan danza o ballet en los escenarios en giras por todo el mundo y que con suerte terminaría bailando en un circo o en una taberna.
Taberna era otra palabra nueva. La aprendieron de sus madres que en los fines de semana aguardaban la llegada de sus maridos, los cuales postergaban el regreso a casa en veladas de tragos y juegos de dominó o brisca, donde el padre de Evaristo perdía la mitad de su salario, según contaba el niño, repitiendo las discusiones familiares.
El padre de ella, en cambio, no aceptaba reconvenciones. Llegaba pisando fuerte y ante cualquier asomo de queja de su madre lanzaba sobre la mesa cuatro o cinco billetes, «porque gano buena plata y en esta casa no falta nada», decía. Era tratante de ganado. Salía cada mañana temprano en su camioneta hacia los campos cercanos a negociar caballares, ovinos o vacunos que revendía en la feria agrícola o llevaba a los remates.
Ahora
El padre Jacques termina de beber su café y mordisquea el último trozo de pan amasado con queso de cabra. Un desayuno frugal, el mismo desayuno que toma cada mañana desde hace diez o quince años, no recuerda bien, pero es uno de los hábitos que adquirió en el pueblo. «Ay, si el hábito hiciera al monje», piensa divertido, con las pocas trazas de humor que le quedan. Repara entonces que su existencia es una interminable sucesión de rutinas: confesar, bautizar, casar, impartir la extremaunción, pronunciar responsos mortuorios, visitar regularmente los caseríos de su parroquia, oficiar misas, sermonear…
Una rutina alterada por la fallecida bailarina. Durante un año su puntual asistencia los segundos jueves de cada mes al confesionario desordenó la vida del anciano párroco. Al principio la vio como una feligresa molesta, que cumplía un ritual sin sentido, una formalidad que transmitía una beatitud vacía, masoquista, de autoproclamada pecadora empeñada en expiar sus ofensas a Dios a fuerza de penitencias. Comenzó acusándose de su condición de mujer de la noche, que provocaba miradas lascivas y malos deseos en los hombres que acudían al cabaret, pero al mismo tiempo, a su manera, podía considerarse virtuosa porque no vendía ni prestaba su cuerpo.
«Cristo acoge a todas las criaturas en su seno», le respondía el cura desde el otro lado de la rejilla y le recordaba el pasaje bíblico de María Magdalena. Con su hilo de voz, ella le iba refutando que no se trataba de emplazar a los que se creyeran libres de pecado para que lanzaran la primera piedra:
–Es que yo he recibido ya muchas piedras, padre, como si me hubieran lapidado sin darme muerte, condenada a seguir cargando eternamente mi cruz.
Al padre Jacques le exasperaba en las primeras confesiones ese tono de doliente seguridad, de erudición y cultura que transmitía la mujer con su voz bien modulada, mientras percibía desde su puesto de confesor esos ojillos miopes, unos labios con comisuras ya plagadas de arrugas y esos cabellos rubios que comenzaban a opacarse y echar canas. Porque su tono era también de porfía, ya que las penitencias iban encadenando hasta el segundo jueves del próximo mes una historia, tal vez una telenovela en la que era ella quien ponía el guion.
En esas confesiones monocordes se hilaban episodios remotos acompañados de afanes de hoy, como si ella se hubiera impuesto una misión que necesitaba de bendiciones eclesiásticas para llevarla a cabo. Y el cura advertía, con alarma, que su hastío inicial se transformaba en expectativa. Un ansia que él quería rechazar, o al menos ocultar con un tono de malhumor agresivo.
Entonces, cuando la bailarina hizo su periódica aparición el segundo jueves del tercer mes, la recibió –antes de la ritual fórmula del «Ave María Purísima»– con una imprecación:
–¿Quién eres hoy, la Odalisca, la Pantera, la Magdalena?
–Soy la pecadora que no busca perdón, sino justicia –le respondió.
El padre Jacques recuerda mientras termina su desayuno y enjuaga la taza. Mueve la cabeza, como si quisiera sacudir y expulsar esos recuerdos en un ejercicio imposible, porque a la postre acepta y quiere creer que la bailarina se cruzó en su vida como una prueba a la cual lo sometió Dios, pero que no es capaz de superar.
Mucho antes
Retornaba a casa satisfecho, más temprano de lo habitual. En el remate de ese miércoles obtuvo un buen precio por un toro y tres novillos, y todavía mejor por una pareja de percherones. A la hora del almuerzo disfrutó una cazuela de pava y una botella de tinto con otros tratantes de ganado, pero se excusó de acompañarlos a un bajativo en el bar que podía prolongarse en los juegos de cartas y hasta extenderse más tarde a una «excursión», como les gustaba decir, en una casa de tamboreo y huifa.
Se detuvo en la plaza, en la única librería del pueblo, para comprar una caja de 24 lápices de colores para su niña. Pensó que debería llevarle también un regalo a la hija menor y adquirió un volumen a color de cuentos infantiles.
Condujo relajado la camioneta, fumando y ordenando en su mente las tareas del día siguiente, con los fundos y caseríos que visitaría para averiguar sobre potenciales vendedores de ganado. Un trabajo que lo obliga a madrugar, pero que renta bien y le permite mantener una familia de cinco hijos, bien alimentados y bien vestidos, que no se avergüenzan ante nadie en el pueblo y que de grandes tendrán sus profesiones, sin pasar las mismas penurias que él sufrió para labrarse una buena posición.
Y una vez más piensa en su niña, su hija favorita, la futura médica o abogada, su mayor orgullo, próxima a cumplir once años. Llegando a casa la besará en la frente y las mejillas y le dará la gran caja de lápices de colores, un pequeño presente, un modesto anticipo del enorme regalo que tendrá el próximo mes para su cumpleaños.
Estaciona la camioneta en la calle y entra discretamente a la casa con la intención de sorprender a sus hijas a la mesa del comedor, donde hacen habitualmente las tareas escolares, para darles los regalos. No las encuentra ahí y va a la cocina. Su esposa, con algo de nerviosismo, le dice que están jugando en el patio, desde donde llegan los ecos de un bolero de Pedro Vargas.
Ve entonces a su niña enlazada con Evaristo. Bailan mientras la hermana menor ríe y palmotea. Bailan con gracia, vienen practicando hace tres años. Pero él irrumpe furioso, separa a la niña de un tirón de su pareja de baile, la abofetea y le ordena que vaya de inmediato a hacer sus tareas. Ella llora y corre al comedor, seguida por su hermana menor que tiene una expresión de pánico.
Evaristo queda solo en medio del patio e intenta balbucear una excusa o explicación, pero él lo jala de una oreja y le grita, furioso, que se vaya a su casa, que no quiere verlo nunca más rondando a su hija. Intenta calmarse mientras va al encuentro de su esposa para echarle en cara su falta de autoridad. La increpa: primero los estudios, la disciplina, y en su fuero interior revive la reciente imagen del baile de su niña con Evaristo. Ningún pelafustán se va a meter con ella y va a torcer su futuro, se dice, y no quiere advertir los celos en la violencia con que trató al niño.
Esa noche, durante la comida, les advierte a su esposa y a los tres hijos varones que deben cuidar a las niñas.
–Bastante tengo con trabajar todo el día para mantener este hogar y esta familia sin que ustedes pongan su parte. No puedo estar pendiente de todo. Esta casa no es un salón de baile, aquí se estudia y se trabaja. La radio no se enciende mientras no hayan hecho todas las tareas. No hay permiso para jugar, ni para salir a la plaza o al cine si hay malas notas en la escuela o en el liceo –recalca mientras pasea una mirada severa que nadie se atreve a sostener.
La esposa y los hijos asienten. La hija menor, a su vez, revuelve la sopa con los ojos fijos en el plato. Y la niña hace esfuerzos para no llorar y siente que en su mejilla arde todavía la bofetada.
Ahora
Son casi las ocho de la noche. Se reúnen, como suelen hacerlo casi todos los viernes, alrededor de la mesa mayor de la fuente de soda-bar-restaurante, que es también la sede del club de rayuela. Ya están todos al tanto de que el juez Correa fue hasta las casas patronales del fundo La Esperanza para reunirse con don Pelayo Eguiguren.
–¿Vieron? –comenta don Enrique–, yo les dije que por ahí había una pista.
–¿Entonces fue doña Susana la que mandó a matar a la bailarina? –inquiere don Domingo casi en un susurro.
–Una dama como ella no se va a rebajar a eso –interviene don Desiderio.
–¿Habrá participado doña Susana en la entrevista del juez Correa con don Pelayo? –pregunta don Rodolfo.
–Dicen que es una vieja muy, pero muy celosa, que tiene cortito a su marido, pero don Pelayo siempre se las arregla para escapársele –contraataca don Enrique.
–No era nada de fea cuando se casaron, pero con los años se dejó engordar y se echó a perder –opina don Lisandro.
–Sí, pues, con razón don Pelayo sale a echar sus canitas al aire.
–Claro, una vez lo vi donde las Morales, siempre acompañado por el Segundo ese, su fiel capataz –recuerda don Domingo.
–¿Y usted en qué andaba donde las Morales, mi estimado? –lo interroga socarronamente don Desiderio.
–En nada, yo solamente pasaba de casualidad por ahí –se defiende don Domingo.
–Sí, seguro que así fue –dice ahora con ironía don Desiderio.
–No me embrome. ¿Acaso usted, acaso alguno de los que están en esta mesa, no han ido jamás donde las Morales?
Don Rodolfo advierte que se están saliendo del tema y, en tono conciliador, subraya que a don Pelayo lo vieron al menos tres veces en el cabaret.
–¿Y quién no anduvo alguna vez por ahí? ¿Quién de esta mesa puede decir que nunca vio empilucharse a la bailarina? –interroga, al borde de la carcajada, don Desiderio.
–Pero tampoco eso sería razón para mandar a matar a una persona –reflexiona don Domingo.
Hacen una pausa para ordenar dos botellas más de vino y una pichanga de picles, quesos y trozos de arrollado como picoteo.
–¿Y por qué el juez Correa no citó a don Pelayo a su oficina para tomarle declaración en vez de ir hasta La Esperanza? –pregunta don Rodolfo.
–Porque en este país los ricos mandan hasta a la justicia –le responde don Desiderio.
–Ya pues, no se me ponga comunista –lo reconviene amistosamente don Enrique.
–Tal vez fue hasta el fundo en una visita social, de amigos –lanza don Domingo.
–¿Visita social en su horario de trabajo? Esa sí que no me la creo –le refuta don Enrique.
–O fue por otro asunto, sin relación con la muerte de la bailarina, tal vez un trámite de herencia o una denuncia de robo de ganado
–insiste don Domingo.
–Esa me la creo menos todavía –sigue contradiciéndolo don Enrique–. Yo digo que este fue un crimen por encargo.
–Eso nunca se va a aclarar –le responden casi a coro los demás contertulios.
–No te cleo, le dijo el chino al piano –acota don Domingo.
–Dicen que dos días antes de la muerte de la bailarina anduvo por La Esperanza un tipo muy sospechoso –vuelve a la carga don Enrique.
–¿Y quién lo dice? –pregunta alguien.
–Lo escuchó don Luis en su negocio.
–¿Pero quién era el tipo sospechoso? ¿Quién dice que lo vio?
–insiste don Desiderio.
–Se cuenta el milagro, pero no el santo –señala don Enrique, encogiéndose de hombro.
–Yo escuché que apareció en esos días un hombre con aspecto de facineroso, que nadie había visto antes por el pueblo, pero que no rondaba La Esperanza, sino la pensión de doña Eufrasia –relata don Domingo.
–Está buena la pichanga, ¿pedimos otra? –consulta don Lisandro.
–Bueno –asiente don Rodolfo–, y también otra botellita, ¿seguimos con el Santa Emiliana?
Mucho antes
Ya tiene catorce años y va en el tercer año de la secundaria. Los negocios de su padre marchan bien, aunque él bebe demasiado. Cuando llega a casa borracho, generalmente los sábados de noche, es más agresivo verbalmente con su mujer, que sumisa le sirve la cena y no le contradice en nada. Pero él insiste en esos desplantes autoritarios como si el hecho de reafirmar su condición de jefe de familia, de proveedor y patriarca hogareño fuera un recurso para disimular la borrachera o, si se quiere, proclamar que tiene derecho a emborracharse todas las veces que le venga en gana.
Los tratos de compra y venta de ganado van tan prósperos que su padre decidió invertir en ampliar la casa. Hizo construir un segundo piso con cuatro dormitorios: uno para el hijo mayor, un segundo cuarto para los otros dos hijos varones y dos dormitorios aparte para las niñas. Su hermana menor tiene un cuarto más pequeño, mientras que ella, en su nuevo dormitorio, tiene espacio para un escritorio donde puede hacer sus tareas escolares y estudiar en paz para que llegue a ser, le recalca su padre, una gran abogada o una famosa doctora.
«Soy enérgico porque es la única forma de que ustedes lleguen a ser algo en la vida», les suele recitar a sus hijos. A veces cuando llega bebido les lanza ese discurso con aires de amenaza e incluso con castigos físicos. Un viernes golpeó a su hijo mayor porque en su libreta de notas trimestrales apareció con calificaciones deficientes en dos asignaturas.
A ella también la golpeó, pero fue hace dos años, cuando se peleó con su hermana menor a propósito de una revista de historietas y esta, en desquite, corrió a acusarla con su padre porque estuvo bailando otra vez con el Evaristo. «¿Es verdad? –la interrogó él–. Mírame a la cara cuando te hablo, ¿es verdad?». «Sí, pero fue apenas un ratito», se defendió. «¡Ni un ratito ni nada!». Se sacó el grueso cinturón de cuero para darle azotes una y otra vez en las pantorrillas, mientras gritaba enardecido que se merecía ese castigo, que así aprendería a no mover las piernas con cualquiera. Esa misma noche fue a verla, ya acostada. La abrazó y la besó en la frente. «No me haga rabiar, mi niña, no me haga rabiar».
Ahora
El juez Correa revisa una vez más el expediente. Es una carpeta con pocas hojas. La primera es la copia del certificado de nacimiento, donde consta que hace cuarenta y tres años llegó a este mundo Laura Candelaria Vega Corrales, hija de Amílcar Vega y Candelaria Corrales. Otras fotocopias, un tanto borrosas, conseguidas diligentemente por el cabo Carrasco, reproducen parte de la libreta de familia para establecer que fue la tercera de cinco hermanos, detrás de Amílcar Luis y Carlos Alberto, y antes de Roberto Alfonso y Angelita María, a quien le llevaba cinco años de ventaja.
El juez Correa relee asimismo el certificado de defunción, donde se detalla que Laura Candelaria era soltera, sin hijos. Allí consta como presunta causa de muerte un paro cardiorrespiratorio, provocado supuestamente por una ingesta excesiva de alcohol y asociado a una cirrosis hepática avanzada. Así lo escribió el joven doctor Zúñiga, quien se declaró incompetente para realizar una autopsia. Este doctorcito, piensa el juez, que con su incompetencia me dejó este embrollo lleno de presunciones. Esta misma mañana le informaron que el joven médico ya no está en el pueblo, que terminó su internado y ayer regresó a la capital. Mejor que se haya ido, reflexiona el magistrado y recuerda que fueron dos días de espera inútil de un médico legista que abriera el cadáver.
Finalmente el juez Correa dio la autorización para el funeral, aunque quedó flotando en los corrillos del pueblo una autopsia que nunca se hizo. Permitió la sepultación atendiendo los ruegos de doña Eufrasia, quien le insistió que su pensionista murió de pena, que no había más vueltas que darle al asunto. Y, claro, doña Eufrasia tenía un cierto derecho a solicitar que no se atrasara el entierro.
–Señor juez, yo pagué de mi bolsillo el ataúd, modesto, pero digno al fin, porque yo quería mucho a la pobrecita, que vivió y murió tan sola en este pueblo. Y además, usted comprenderá que ya necesito sacar el cadáver del living de la pensión, antes que los demás alojados se empiecen a enojar.
El expediente se completa con las declaraciones de la propia dueña de la pensión, del cabo Carrasco y de Nicolás Kaforis, dueño único y administrador del cabaret Noches de París, quien dejó constancia de que Laura Vega Corrales prestó servicios como artista en su local durante doce meses según un contrato de palabra, que él honró puntualmente pagándole cada mes con un cheque al portador. Esto fue corroborado, en otra declaración, por Ramiro Durán, cajero de la sucursal local del Banco del Estado, donde la occisa, en efecto, cambiaba regularmente el cheque de su salario.
Cierra la carpeta del expediente y la devuelve a su anaquel. Este día no hay audiencias que atender y recuerda que tiene pendiente desde la semana anterior una conversación con don Pelayo Eguiguren, quien lo viene sondeando para que sea candidato a regidor en las elecciones municipales del año próximo, una vez que se jubile en el Poder Judicial. Le ordena entonces a su ayudante que lo lleve en la camioneta del Juzgado hasta el fundo La Esperanza.
El latifundista lo trata de magistrado, no de señor juez como el resto de la gente. Cree sentirse honrado con ese tratamiento, pero a veces duda, según el tono que emplee don Pelayo.
–Usted sabe, magistrado, que las cosas se están poniendo complicadas en el campo. Muchos campesinos ya no quieren ser medieros y se están organizando en sindicatos para reclamar tierras, porque dicen que habrá una reforma agraria. No falta el que escucha noticias en la radio o lee periódicos que circulan por ahí y se enteran que hasta el gobierno gringo quiere cambios. Y qué decir de los curas, incluso este padre Jacques, un viejo que parece tan manso. Menos mal que está por irse. Cuentan que quiere pasar a retiro y volverse a Bélgica.
El juez Correa lo escucha mientras comparten un whisky como aperitivo.
–No sé si usted lo habrá advertido, magistrado, pero de vez en cuando aparecen agitadores por los pueblos y caseríos. Muchas veces fingen ser vendedores de telas o de enciclopedias, pero también andan con sus revistas que hablan de Cuba y otras patrañas. Figúrese usted que mi padre donó el primer terreno aquí para una escuelita rural donde los lugareños aprendieron a leer y a escribir, ¿y de qué les sirven ahora esos conocimientos? Nada menos que para dejarse envenenar por esa propaganda.
El juez acota discretamente que se necesitan algunos cambios, que los campesinos quieren honestamente progresar.
–Cierto, magistrado, de eso se trata –lo interrumpe don Pelayo–, de progresar honestamente entre todos, no de lanzar por la borda lo que hemos construido con años y años de esfuerzo, sin caer en la anarquía. Usted, que es un hombre culto, entiende lo que quiero decir.
–Le entiendo muy bien.
–Por eso –retoma su discurso el dueño de La Esperanza– queremos contar con gente como usted entre las autoridades de la comuna.
Correa le recuerda que faltan diez meses para los próximos comicios municipales y que él está próximo a jubilarse en el Poder Judicial.
–Usted, un hombre joven aún, con vocación de servicio, tiene todavía mucho que entregar a su comunidad. El municipio es esencial muchas veces para aclarar litigios de tierras, como usted bien lo sabe. Necesitamos un regidor que sepa y nadie mejor que usted, que es un hombre independiente, pero que contará con el apoyo nuestro si se presenta de candidato. No le pediremos que firme los registros de mi partido. Pero en el futuro, quién sabe, usted puede ser un alcalde de lujo o hasta diputado.
En ese momento entra en la sala doña Susana. El juez se pone educadamente de pie.
–No se pare, no se pare, solo quiero saludarlo y pedirle que le dé mis buenos recuerdos a su señora esposa, magistrado.
«Ella también con esa palabrita y ese tonito», piensa el juez Correa, mientras estrecha la mano regordeta de la mujer.
–Dígale que no se olvide de la velada del próximo mes con las damas rotarias.
–No faltaba más, señora Susana, ella lo tiene muy presente.
–No les quito más tiempo. Sigan conversando sus asuntos. En verdad es una generosidad de su parte venir hasta acá con la cantidad de trabajo que debe tener en el Juzgado.
–Bueno, uno se organiza, mi estimada señora.
–Tantas cosas que pasan y le caen a la justicia –agrega la dueña de casa–. Todo el mundo no para de hablar de la muerte de la tipa esa, la que bailaba en el cabaret… Ay, mejor me retiro porque si no le puedo estar dando lata sin parar, ¿verdad, Pelayo? Siéntase en su casa.
–«La muerte de la tipa esa, la que bailaba en el cabaret…» –remeda con humor don Pelayo cuando su esposa los deja solos–. Mi mujer es como todo el pueblo, vive de las habladurías. Si no hubiera tantas copuchas, este sería un pueblo de mudos.
–Sí, pues, usted sabe que… –empieza a decir calmadamente el juez.
–Sí, lo sé ¿que me atribuyen amoríos con la bailarina? ¿que mi mujer la mandó a matar? ¿que contrató al asesino más profesional y sanguinario que ha pisado la tierra? –se ríe don Pelayo–. Por favor, magistrado (otra vez el tonito), espero que usted no crea esas patrañas.
–Mi tarea como magistrado (subraya y alarga la palabra) no es creer o no creer, sino proceder cuando hay pruebas y los chismes no son ni siquiera testimonios, menos aún elementos probatorios. Todo este embrollo se armó porque el doctorcito Zúñiga no hizo su pega. Mañana mismo, don Pelayo, cerraré el expediente.
«Mejor que lo cierre de una vez», se dice don Pelayo, mientras rememora que visitó tres veces el cabaret en el último año. Kaforis, como él lo llama, lo recibió siempre con la máxima discreción, acomodándolo en la mesa de un altillo que el griego llama pomposamente «palco reservado», convenientemente oscurecido y oculto de las miradas de los otros parroquianos y con vista privilegiada hacia el escenario.
Allí los instalaba con Segundo, su fiel capataz y guardaespalda. En la segunda y tercera visitas, el propio Segundo bajó, siempre cauteloso, hasta el camarín de la estriptisera para invitarla a la mesa de su patrón y ella aceptó. Don Pelayo hace ahora frente al juez un gesto con que se sacude a la vez una mosca y esos recuerdos. Da por seguro que Kaforis no mencionó estas visitas en su declaración, y que si las hubiera mencionado, el magistrado las obvió.
Terminan de beber el segundo whisky. El juez Correa declina amablemente la invitación de compartir el almuerzo.
–No se olvide de mi oferta, lo necesitamos. Hay un sillón de regidor en su futuro.
–Lo pensaré, don Pelayo, lo pensaré.
Regresa al pueblo pasado el mediodía, con ganas de cerrar la oficina e irse a almorzar. Pero en la sala de espera está Ramiro Durán, quien lleva cuarenta y cinco minutos aguardándolo, le cuenta su secretaria.
–Es que mire, señor Correa, me escapé del trabajo para venir a verlo.
–¿Quiere rectificar, cambiar o anular su declaración, Durán?
–No, señor juez, no se trata de eso, aunque sí hay algo de eso.
–Explíquese, hombre.
–Es que tengo una amiga que trabaja en la oficina del Correo.
–¿Una amiga o una noviecita? –bromea el magistrado.
–No, pero, bueno, sí…
–¿Y entonces?
–Ella se llama Teresa Acosta y es también cajera, como yo, pero en el Correo.
–Claro, no va a ser en el banco, ¿y qué pasa con ella?
–Es por el caso de doña Laura Candelaria Vega, la bailarina del cabaret, la muertita.
–¿Y qué tiene que ver su amiga o novia con doña Laura?
–Es que Teresita recuerda que ella fue dos veces al Correo a hacer giros de plata.
–¿Mucha plata?
–No, poca, seguro que era parte de su sueldo en el cabaret.
–Bueno, supongo que ella tenía derecho a regalar su plata a quien quisiera.
–Cierto, señor juez, pero en los dos casos los giros fueron para la misma persona. Teresita hizo copias de las guías. Tal vez sirvan para la investigación.
–¿Qué investigación?
–Es que todos en el pueblo dicen que hubo cosas poco claras en su muerte.
–Tonterías, puras habladurías.
–Lo mismo pienso, pero quizás a usted le pueda servir el dato de los giros, por eso le dejo las copias de las guías, pero para callado, por favor, porque si sus jefes en el Correo se enteran de que Teresita las copió, ella lo puede pasar mal.
–Pierda cuidado, Durán, y dígale a su Teresita que duerma tranquila y que le agradezco su colaboración.
«Y yo que ya quería cerrar este caso», piensa con algo de desaliento el juez cuando Durán se despide.
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