Kitabı oku: «Determinismo y organización», sayfa 3
El determinismo como negación del vitalismo
Aunque esa lectura del determinismo que acabo de bosquejar no pueda ser desestimada, y deba ser tomada en consideración para entender muchos pasajes de los escritos metodológicos de Bernard, creo que también es necesario vincular esos compromisos epistemológicos de Claude Bernard con las opciones teóricas que él, efectiva y explícitamente, estaba proponiendo y desarrollando en sus investigaciones fisiológicas. Se puede considerar que allí Claude Bernard no solo estaba intentando mostrar las reglas que debían pautar el desarrollo de la ciencia experimental en general, sino que también estaba reforzando la impugnación del vitalismo supuesta en su programa para la fisiología experimental (cf. Reiss, 2009, p.118). Para ver eso tenemos que superar la simple analogía que ciertamente se puede hacer entre el modelo nomológico-deductivo de explicación y el modo en que Bernard entendía la explicación causal, yendo también más allá de la analogía, que tampoco hay por qué dejar de hacer, entre el critérium experimental y las justificaciones metodológicas de la persistencia en la búsqueda de explicaciones causales que encontramos en la filosofía de la ciencia del siglo XX.
Para entender cabalmente la forma en que se contraponen vitalismo y determinismo es necesario centrarse más en lo que Claude Bernard realmente entendía por ley, que es algo distinto de lo que hoy se designa con ese vocablo. Si lo hacemos, no solo veremos que la anticipación de Hempel y Popper es menos clara de lo que puede parecer a primera vista, sino que también veremos que, al insistir en la idea de ley, Bernard estaba menos interesado en una caracterización general de lo que debía entenderse por explicación científica que en el establecimiento de la propia condición de posibilidad de una ciencia experimental de lo viviente. Y, a ese respecto, el primer indicio a ser considerado es la importancia que Bernard le da al carácter matemático de esas leyes que la fisiología debía buscar18, una importancia que contrasta —muy significativamente— con la nula importancia que él mismo le da al posible carácter universal de esas leyes, condición esta que sí es central en la caracterización del modelo nomológico-deductivo de explicación propuesto por Popper y Hempel.
Para Bernard, meras correlaciones cuantitativas constantes entre variables particulares —como aquellas que pueden existir entre la producción de una hormona y una determinada reacción metabólica— no eran menos merecedoras del calificativo de “ley” que lo que podían serlo el principio de Arquímedes o el principio gravitacional (1984[1865], p.185). La ley, decía Bernard, “nos da la relación numérica del efecto con su causa, y ese es el objetivo en el que se detiene la ciencia” (1984[1865], p.108). Así, cuando conocemos una correlación entre dos magnitudes x e y de forma tal que controlando o graduando a x podamos determinar o graduar el valor de y, podemos decir que conocemos la ley que establece su vínculo causal (cf. Ravaisson, 1868, p.121). Lo podemos decir porque “la ley de los fenómenos no es otra cosa que esa relación establecida numéricamente que nos permite prever la relación de la causa con el efecto en todos los casos dados” (1984[1865], p.128 y 1865, p.654), y eso nos permite dar esta formulación del critérium experimental en la que no aparezca ninguna referencia al carácter universal de la correlación establecida:
Dado el registro C de un cambio M” en una magnitud Y, se debe formular y testar un conjunto de hipótesis [coherente con el cuerpo del conocimiento aceptado] tal que contenga: (1) la descripción B de otro cambio M” en otra magnitud X; y (2) la formulación de una relación matemática mínimamente constante y necesariamente asimétrica entre X e Y tal que cada valor de la segunda magnitud sea considerado como resultante del valor de la primera.
Si se quiere llamar “ley” a esa correlación constante, que era lo que Bernard hacía, solo es necesario recordar que allí no hay embutida ninguna exigencia de universalidad. Pero creo que también importa decir que Bernard está pensando en algo más próximo a los invariantes estables en intervenciones a los que James Woodward (2003) alude en su concepción experimental, o manipulativa, de la explicación causal (cf. Caponi, 2014a): un invariante estable en intervenciones es una correlación mínimamente constante entre dos variables tal que nos permite determinar, o controlar, los estados de una de esas variables por la mediación de una manipulación de la otra. El principio de Arquímedes es un invariante estable en intervenciones porque nos permite determinar o controlar el empuje que padece un cuerpo sumergido en un líquido por la mediación de intervenciones en el volumen de dicho cuerpo, o por la mediación de intervenciones en la densidad del líquido. Pero solo se trata de un caso muy especial: se trata de un invariante que por su universalidad también puede ser considerado como una genuina ley causal, en el sentido más hempeliano o popperiano de esa palabra.
Hay, entretanto, invariantes experimentales menos conspicuos que ese. Invariantes a los que, pensando en el sentido que Hempel y Popper le daban a la palabra “ley”, nadie les concedería estatuto nómico: tal el caso de la correlación entre las posiciones de un control de volumen y el volumen de sonido efectivamente emitido por un aparato de audio, aunque Claude Bernard no hubiese visto ninguna dificultad en decir que sí se trata de una ley. Sin embargo, más allá de estas disquisiciones sobre el significado de la palabra “ley”, lo que más debe importarnos aquí es que esa formulación del critérium experimental que acabo de proponer indica, con toda claridad, cuál es la primera y principal diferencia existente entre el programa experimental de Bernard y su contrapunto privilegiado: el programa de una fisiología vitalista propugnado por Bichat (1994[1800]). Para este último, la vida se sustraía a toda regularidad que permitiese calcular las reacciones orgánicas en función de una descripción numérica de fenómenos que pudiésemos considerar como sus causas, y por eso su estudio no podía responder al mismo tipo de estrategia metodológica que guiaba a la física19.
Mientras tanto, en oposición directa a eso, la concepción y el desarrollo del programa de la fisiología experimental exigía aceptar que los cuerpos organizados estaban desprovistos de cualquier espontaneidad que los hiciese refractarios al conocimiento y al control experimental: en ellos, al igual que en los fenómenos propios de los cuerpos brutos, la respuesta del sistema sometido a una intervención experimental debía ser siempre estrictamente proporcional a la magnitud y a la intensidad de dicha intervención, y lo que Bernard entendía por ley no era otra cosa que la expresión de esa proporcionalidad que podía ser descubierta midiendo la relación constante que existía entre la magnitud de la intervención experimental y la magnitud de la respuesta dada por el organismo. Que pudiesen descubrirse leyes fisiológicas así entendidas, ratificaba la legitimidad y la viabilidad de la vía experimental que Bernard proponía para la fisiología, y en la medida en que ese descubrimiento fuese considerado como el objetivo último de la investigación fisiológica, eso también aseguraba la suficiencia de dicha vía.
Como lo ha subrayado Cécilia Bognon-Küss (2012, p.413), para Bernard el determinismo era la propia condición de posibilidad de la ciencia experimental, y ahí residía el principal motivo de su combate en contra de lo que Rostand (1966, p.84-5) llamó “el fantasma obstinado de la fuerza vital”. Bernard consideraba que para poder desarrollar la fisiología experimental era preciso admitir “que en los seres vivos, al igual que en los cuerpos brutos, las condiciones de existencia de todo fenómeno están determinadas de una manera absoluta” (1984[1865], p.109), y eso significaba que: “una vez conocida plenamente la condición de un fenómeno, este debe reproducirse siempre y necesariamente conforme la voluntad del experimentador. La negación de esa proposición no sería otra cosa que la negación de la ciencia misma” (1984[1865], p.109), y el vitalismo no era más que esa negación. “Los vitalistas [decía Bernard] niegan el determinismo porque, según ellos, las manifestaciones vitales tendrían por causa la acción espontánea eficaz, voluntaria y libre, de un principio vital” (1878, p.56-7); y esa supuesta espontaneidad, esa putativa capacidad de autodeterminarse que tendrían los fenómenos vitales, además de inviabilizar la experimentación por hacer a los fenómenos orgánicos incontrolables, también llevaría a que el estudio de dichos fenómenos fuese indefectiblemente inexacto y mayormente refractario a la cuantificación (1878, p.57). Así por lo menos lo había entendido el propio Bichat (1994[1801], p.231-2)20, y Bernard siempre insistió en la negación de esa supuesta excepcionalidad de los fenómenos orgánicos (1856, p.17).
Invariantes cuantitativos
Para evitar posibles malentendidos, vale recordar que en sus Lecciones sobre los fenómenos de la vida comunes a animales y vegetales, Claude Bernard (1878) distingue dos tipos de factores que siempre habría que considerar, sin nunca confundir, en el estudio experimental de lo viviente: [1] las leyes preestablecidas que rigen la forma y el orden interno de los seres orgánicos, y [2] las condiciones físico-químicas determinadas que son necesarias a la aparición de los fenómenos que en ellos ocurren21. Pero no es a esas “leyes preestablecidas que rigen la forma y el orden interno de los seres orgánicos” que me estoy refiriendo en este primer capítulo. Lo haré, sí, y largamente, en el capítulo III, que está dedicado a esclarecer la naturaleza del problema que ese primer conjunto de leyes estaba supuestamente llamado a resolver. Aquí solo me estoy refiriendo a esas leyes, o invariantes, que son pertinentes a las condiciones necesarias a la aparición de los fenómenos biológicos. Estas leyes, cuya naturaleza Bernard consideraba ciertamente poco problemática, tenían que ver, precisamente, con las condiciones físico-químicas necesarias para la efectiva ocurrencia de los fenómenos que se dan en los seres vivos, y son ellas las que se deben considerar, como de hecho estoy haciendo, para poder comprender lo que Claude Bernard entendía por “determinismo”.
Estas últimas, las que aquí nos están ocupando, son leyes concernientes al orden de las causas próximas: las únicas causas que, conforme insistía Bernard (1984[1865], p.106), debían interesarle al físico y al fisiólogo. Estas quieren darnos a conocer el cómo de los fenómenos, nunca el porqué. Este, siempre según Bernard, yacía escondido en el orden de las causas primeras22, y con este las otras leyes, las morfológicas, estaban –de algún modo– más inmediatamente vinculadas23. Pero insisto en que esa cuestión, y la propia noción de “causa primera”, son asuntos que solo serán tratados en el capítulo III, aunque sí dedicaré una sección de este mismo capítulo a la noción de causa próxima. Por ahora, sin embargo, solo diré que esta última noción alude a factores que, dentro de ciertos límites, y en ciertas proporciones, son experimentalmente manipulables; y, dada la idea de que una ley (sensu Bernard) es una correlación cuantitativa constante entre dos variables, eso nos lleva, otra vez, a la exigencia de una representación cuantitativa de esas causas y de los efectos que de ellas resultan. Bernard asume eso con toda claridad:
En las ciencias experimentales la medida de los fenómenos es fundamental, porque es por la determinación cuantitativa de un efecto relativamente a una causa dada que la ley de los fenómenos puede ser establecida. Si en biología queremos llegar a conocer las leyes de la vida, es necesario no solo observar y constatar los fenómenos vitales, sino también fijar numéricamente las relaciones de intensidad en las cuales ellos están en relación los unos con los otros (1984[1865], p.185).
Según Bernard (1878, p.18), a una magnitud o intensidad de la causa debe corresponderle una y solo una magnitud o intensidad del efecto; y si eso no se verifica inmediatamente, debe inferirse que se están ignorando otros factores intervinientes que contribuyen a disminuir o a aumentar la magnitud, o intensidad, del efecto registrado (1984[1865], p.89). Y ahí reaparece ese determinismo del cual el experimentador jamás puede dudar (ver 1984[1865], p.109; 1865, p.656; 1878, p.379; 1879, p.51), determinismo del cual las leyes aludidas por Claude Bernard serían la expresión más cabal24, o como insistía el propio Bernard:
La ley nos da la relación numérica del efecto con su causa y ese es el fin en el que la ciencia se detiene. Una vez que tenemos la ley de un fenómeno, conocemos no solo el determinismo absoluto de las condiciones de su existencia, sino que también tenemos las relaciones referentes a todas sus variaciones, de manera tal que podemos predecir las modificaciones de ese fenómeno en todas las circunstancias dadas (1984[1865], p.108).
Ahí podemos ver, muy claramente enunciado, el principal punto de ruptura entre Bernard y el vitalismo de Xavier Bichat (1994[1800], p.123)25. Para este, la fisiología no podía esperar demasiado del método experimental (Bichat, 1994[1798], p.290) y debía desarrollarse, fundamentalmente, por la vía de la observación clínica (Grmek, 1999, pp.148-9). La razón de ello estribaba, precisamente, en la distancia existente entre la constancia de las leyes físicas y la inestabilidad de las fuerzas vitales (Bichat, 1994[1800] p.120):
Esa inestabilidad de las fuerzas vitales, esa facilidad que ellas tienen de variar a cada instante, disminuyendo o aumentando, imprimen a todos los fenómenos vitales un carácter de irregularidad que los distingue de los fenómenos físicos, caracterizados por su uniformidad (p.121)26.
Las fuerzas vitales, consideraba Bichat (1994[1800]), son
permanentemente variables en su intensidad, su energía, su desarrollo, pasan a menudo con rapidez del último grado de postración al punto más alto de exaltación, se acumulan y se debilitan alternativamente en los órganos, y toman, bajo la influencias de menores causas, mil modificaciones diversas (p.121).
En cambio, las leyes físicas “son fijas, invariables, constantemente las mismas en todos los tiempos”, y “son la fuente de una serie de fenómenos siempre uniformes” (Bichat, 1994[1800], p.121). Y para corroborar esa diferencia, Bichat (1994[1800], p.121) pedía comparar “la facultad vital de sentir con la facultad física de atraer”. Él decía que “La atracción está siempre en razón de la masa del cuerpo bruto en la que se la observa, mientras que la sensibilidad cambia sin cesar de proporción en la misma parte orgánica y en la misma masa de materia” (Bichat, 1994[1800], p.121). Es decir:
Diferentemente de la regularidad que impera en los fenómenos físicos, todas las funciones vitales son susceptibles de múltiples variaciones. Ellas se apartan frecuentemente de su grado natural, escapando a toda suerte de “calculo”; se harían necesarias tantas fórmulas cuantos casos se presentan. No se puede prever nada, nada se puede predecir ni calcular en esos fenómenos: lo único que tenemos al respecto de ellos son aproximaciones, y en general inciertas (Bichat, 1994[1801], p.231-2).
Por lo mismo, mientras la matematización era un objetivo perfectamente factible y legítimo para la física, ella podía resultar engañosa en el caso de la fisiología:
La invariabilidad de las leyes que rigen los fenómenos físicos permite someter al cálculo todas las ciencias que los tienen como objetos, mientras que aplicadas a los actos de la vida, las matemáticas jamás pueden ofrecer fórmulas generales. Calculamos la órbita de un cometa, la resistencia de un fluido que recorre un canal inerte, la velocidad de un proyectil, etc., pero calcular, con Borelli, la fuerza de un músculo, con Keil la velocidad de la sangre, con Jurine, Lavoisier, etc. la cantidad de aire entrando en un pulmón, es asentar sobre arena movediza un edificio en sí mismo sólido, pero que se cae cuando falla su base. (Bichat, 1994[1801], p.232).
No debe pensarse, por otra parte, que en el momento en el que Bernard desarrollaba sus trabajos, y ensayaba su fundamentación de la fisiología experimental, el vitalismo fuese un perro muerto (cf. Waisse-Priven, 2009, p.103; Lavabre-Bertrand, 2011, p.67). A mediados del XIX esas ideas estaban aún muy presentes (cf. Lemoine, 1864, p.16), y una figura tan influyente en la época, como lo era Johannes Müller (1851, p.25), también sostenía tesis vitalistas (cf. Albarracín, 1983b, p.92; Waisse-Priven, 2009, p.113). De hecho, y como puede verse en L’espèce humain, de Armand Quatrefages (1878, p.4-8), más de una década después de la publicación de Introducción al estudio de la medicina experimental el vitalismo continuaba siendo parte de lo decible, y así continuó siendo hasta las primeras décadas del siglo XX: exigiendo impugnaciones como las de Ralph Lillie (1914) y Herbert Spencer Jennings (1918). La idea de entelequia sostenida por Hans Driesch (1908, p.143) y James Johnstone (1914, p.329) es el ejemplo más claro y conocido de esa persistencia del vitalismo, y esta todavía era seriamente discutida a mediados del siglo XX (cf. Hartmann, 1960[1947], p.124).
La docilidad experimental de lo viviente
Aquí puede ser oportuno un paréntesis para introducir una aclaración terminológica sobre qué es lo que estoy entendiendo por “vitalismo”. En su Vocabulaire technique et critique de la philosophie, André Lalande (1947, p.1214) distingue dos acepciones de ese término: una estrecha, que remite exclusivamente a las tesis de la escuela de Montpellier, y a Paul-Joseph Barthez en particular (cf. Bognon-Küss, 2012, p.415; Morange, 2017, p.93)27, y otra amplia que, por ser aquella que Bernard considera e impugna en sus textos (cf. Lalande, 1947, p.1214-5), es la que estoy adoptando aquí. Según esa acepción amplia, es vitalista toda posición que admita que “los fenómenos de la vida poseen caracteres sui géneris, por los cuales ellos se diferencian radicalmente de los fenómenos físicos y químicos, manifestando así la existencia de una fuerza vital irreductible a las fuerzas de la materia inerte” (cf. Lalande, 1947, p.1214). En este sentido Bichat sería la expresión más clara de esa forma de entender los fenómenos vitales.
En él aparece con toda claridad, la postulación de una fuerza vital entendida como un agente causal específico que produce efectos en el orden de las causas próximas o segundas, sin someterse a la legalidad física. Esa fuerza, sin ser nada sobrenatural28, no solo es ajena al orden físico, sino que además se le resiste y subleva (cf. Bichat, 1994[1800], p.59). Bichat (1994[1800], p.57) había dicho que “la vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte”, y para él morir no era otra cosa que subordinarse al orden de lo inerte: el orden físico. Por eso, para evitar esa subordinación, era preciso que los seres vivos estuviesen animados por una fuerza que, aun siendo natural, fuese distinta de las fuerzas físicas y les permitiese resistir a estas. Los seres vivos, lo decía claramente Bichat (1994[1800], p.58), “sucumbirían si no poseyesen un principio permanente de reacción”, y “ese principio es el de la vida, cuya naturaleza es desconocida, pudiéndose apreciar solo por sus manifestaciones”.
Sin la fuerza vital, sin la vida entendida como agente causal y no como efecto o resultado, los fenómenos biológicos seguirían mansamente la dirección impuesta por los agentes de su entorno. La sequedad del ambiente los deshidrataría irremediablemente, y su temperatura siempre se equipararía con la de los medios circundantes. Más aún: la intensidad de esos procesos de deshidratación y de incremento o pérdida de temperatura sería siempre estrictamente proporcional a la de las condiciones imperantes en esos medios. A cada grado de temperatura ganada o perdida en el entorno correspondería una cantidad siempre proporcional de temperatura ganada o perdida por el organismo. Que eso no fuese así, Bernard lo explicaba en virtud de mecanismos de regulación interna tendientes a mantener la constancia del medio interno (cf. 1984[1865], p.103; 1865, p.644; 1878, p.112)29 a los que ya volveré a refirme en el capítulo II; pero Bichat lo explicaba por la intervención de la fuerza vital.
Ella era la responsable de que las reacciones orgánicas nunca fuesen proporcionales a los estímulos que afectaban a los seres vivos, y eso es como decir que, por la mediación de esa fuerza, tales seres desobedecían al principio de inercia: la magnitud o la intensidad de la respuesta que ellos daban a los agentes causales que los afectaban no era proporcional a la magnitud o a la intensidad de dichos agentes. Por el contrario, esa respuesta obedecía a ese factor interno que era la fuerza vital, y no a la perturbación advenida desde el entorno. Ese era el principio que hacía que la reacción del viviente no fuese pasible de predicción, no obstante el eventual conocimiento y la ponderación del factor que lo perturbaba. Ese principio, siempre voluble e inestable, actuaba espontáneamente, sin ajustarse a ninguna regla o proporción definida.
En sus Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza, Kant (1989[1786], p.135) había dicho que “la inercia de la materia no significa otra cosa que la carencia de vida como materia en sí misma”, y la vida no sería otra cosa que “la facultad de una sustancia de determinarse por sí misma para actuar a partir de un principio interno —de una sustancia finita que se determina a sí misma para el cambio— y de una sustancia material para determinarse a sí misma en el movimiento o en el reposo como cambio de su estado”. En este sentido, un cuerpo es inerte porque carece de cualquier capacidad de darse movimiento por sí mismo, o de resistirse —solo desde sí—, a cualquier agente exterior que lo empuje a moverse; y esa capacidad sería la vida que Kant le niega a la materia en general y que Bichat le atribuye a los seres organizados en particular. Estos no son seres inertes: son, justamente, seres vivos. Pero sería justamente por esa vida, por esa capacidad de sustraerse a cualquier proporción constante entre la intensidad de sus respuestas y la intensidad de los agentes que las suscitan, que esos seres se hurtarían, no solo a cualquier legalidad que pudiese permitir prever y calcular sus reacciones, sino también a cualquier experimentación que pudiese permitir conocer esa legalidad.
Todo es parte de lo mismo: lo que no es inerte, porque tiene vida, actúa espontáneamente sin respetar ninguna proporción entre sus reacciones y aquello que lo afecta o deja de afectarlo. Lo que es inerte, lo que tiene vida, es imprevisible y difícilmente controlable. No hay ahí leyes, como las de la física, que permitan calcular la reacción a partir de la acción, y, como no hay proporción contante entre lo que afecta al viviente y su reacción o respuesta, tampoco hay ahí posibilidad de control experimental: porque nunca descubriremos ninguna relación invariante entre nuestras intervenciones y el comportamiento del sistema intervenido. Lo que se sustrae a cualquier regularidad próxima de lo que Bernard entendía por “ley” también escapa al conocimiento experimental. Bernard podría haber hecho suyas estas palabras de Kant (1989[1786], p.135-6): “toda materia en cuanto tal está […] privada de vida”; es decir: toda materia es inerte, en sí misma carente de vida (cf. Grmek, 1991b, p.124). Y esa inercia, esa pasividad de la materia, esa disponibilidad para ser determinada desde afuera, era una condición sin la cual el método experimental nunca podría abrirse camino en el estudio de lo viviente (1878, p.18-9).
Por eso, para legitimar el abordaje experimental de la fisiología, Bernard (1984[1865], p.99; 1878 p.26) precisaba negar esa supuesta espontaneidad del viviente (Bognon-Küss, 2012, p.414). Precisaba suponer que: “los fenómenos de la vida no son las manifestaciones espontáneas de un principio vital interior” (1878, p.242). Dicha espontaneidad solo podía ser una apariencia resultante de nuestra incapacidad para asir un determinismo demasiado complejo (1984[1865], p.111; 1878, p.19)30. Una vez superada esa dificultad, por la insistencia en la propia experimentación, la ley involucrada en cada fenómeno estudiado se rebelaría, y sabríamos cómo controlar las reacciones del viviente graduando la intensidad y la duración de las intervenciones sobre él. Si la mediación de una inasible fuerza vital estaba descartada, eso era perfectamente posible (1865, p.643; 1878 p.57; 1947, p.150), y el efectivo establecimiento de algunos invariantes fisiológicos y la obtención de diversos resultados experimentalmente reproducibles ratificaba esa posibilidad.
Contrariando explícitamente lo que Cuvier (1805, p.v) había dicho al respecto en la “Carta a Mertrud”, que prologaba las Lecciones de anatomía comparada (cf. Caponi, 2008, p.29), Bernard (1984[1865], p.100) ya negaba que la complejidad organizacional del ser vivo fuese un obstáculo infranqueable para el desarrollo de la fisiología experimental. Para él, la fisiología, malgré Cuvier (1805, p.v-vi), no tenía por qué limitarse a lo que la anatomía comparada, o el conocimiento anatomo-clínico pudiesen enseñarle (cf. Caponi, 2008, p.30), sino todo lo contrario: su via regia hacia la verdad debía ser la experimentación. Pero ya volveré sobre ese asunto en el próximo capítulo. Lo que más me importa aquí es que Bernard también negase, de modo terminante, que esa supuesta espontaneidad, ilusoria en definitiva, pudiese impedir el desarrollo de una fisiología experimental. En contra de ese reparo, Bernard (1984[1865], p.120) dirá que: “tanto en las ciencias biológicas como en las ciencias físico-químicas el determinismo es posible porque tanto los cuerpos vivos como en los cuerpos brutos la materia no puede tener ninguna espontaneidad”31. O dicho con mayor claridad aún:
La materia viviente, al igual que la materia bruta, no puede darse actividad y movimiento por sí misma. Todo cambio en la materia supone la intervención de una relación nueva, es decir de una condición o de una influencia exterior. El papel del sabio es intentar definir y determinar para cada fenómeno las condiciones materiales que producen su manifestación. Una vez conocidas esas condiciones el experimentador deviene amo del fenómeno, en el sentido en que él puede darle o quitarle movimiento a la materia (1984[1865], p.122)32.
Pero, dado que —para Bernard (1984[1865], p.107)— “determinar” no puede significar otra cosa que el establecimiento de una relación invariante entre magnitudes tal que, registrada o producida cierta intensidad de la causa, podamos calcular o producir cierta intensidad del efecto, entonces la postulación de esa inercia, o ausencia de espontaneidad, de la materia viva resulta, al mismo tiempo y como ya lo señalé, idéntica a la postulación de su subordinación a leyes, y es también idéntica a la postulación de la docilidad, o disponibilidad, de esa materia para la experimentación (cf. Grmek, 1997 p.105-6). El viviente puede ser experimentalmente controlado porque su modo de comportarse se ajusta a regularidades contantes, y esto es así porque en él nada escapa a la inercia que también reina en el orden de los cuerpos brutos.
La negación del vitalismo, podríamos entonces también decir, implica el pleno encuadramiento de lo viviente en el marco de la legalidad física. O por lo menos eso es lo que Bernard parecía querer indicar cuando, en el Informe sobre los progresos y la marcha de la fisiología general en Francia, y en Sobre la fisiología general decía que:
La materia viviente de los elementos orgánicos no tiene, por ella misma, ninguna espontaneidad; como la materia bruta, ella solo reacciona bajo la influencia de agentes y de excitantes que le son exteriores. Los excitantes generales, aire, calor, luz, electricidad, etc. que provocan las manifestaciones de los fenómenos físico-químicos de la materia bruta también suscitan de una manera paralela la actividad de los fenómenos propios de la materia viviente. De donde resulta que la fisiología debe, para conocer la materia organizada, estudiar las condiciones físico-químicas de su actividad (1867, p.134; 1872, p.190).
Cosa que queda ratificada cuando, en una y otra obra, Bernard agrega que:
El error de los vitalistas fue creer que los fenómenos de los seres vivos no eran en nada semejantes, y hasta eran opuestos, por su naturaleza y por las leyes que los rigen, a aquellos que ocurren en los cuerpos brutos. Los fisiólogos físico-químicos o mecanicistas sostuvieron, por el contrario, y sobre ese punto tienen toda la razón, que las manifestaciones de los organismos vivientes no tienen nada de especial en su naturaleza, y que ellas entran todas en las leyes de la físico-química general (1867, p.134-5; 1872, p.190).
Idea, esa, que reaparecerá en las Lecciones de fisiología operatoria, en las que podemos leer que “la explicación de los fenómenos vivientes debe ser siempre remitida a leyes, a propiedades, a condiciones, a fenómenos físico-químicos. Solamente que esos fenómenos físico-químicos son de naturaleza especial. Ellos tienen instrumentos especiales, aunque entren en las leyes físico-químicas generales” (1879, p.xiii). Pero sobre ese asunto de las leyes físico-químicas subsisten algunas ambigüedades que Bernard no llega a despejar plenamente. Queda claro, sí, que los fenómenos biológicos no solo no están en contradicción o conflicto con la legalidad que rige los fenómenos inorgánicos, sino que ellos se pautan por esa misma legalidad: el rechazo del vitalismo por parte de Bernard, insisto, siempre fue terminante. Pero lo que no llega a quedar del todo claro es si él afirma una plena identidad entre las leyes fisiológicas y las leyes físicas, o si él supone que existen leyes específicamente fisiológicas. Si uno se pregunta si la explicación causal de un fenómeno biológico debe estar necesariamente estructurada con base en leyes físico-químicas, o si es legítimo construir explicaciones causales que supongan leyes específicamente fisiológicas, la respuesta que encontraremos en los textos de Bernard no llega a ser del todo nítida. Pero creo que eso se debe a un déficit de la exposición que el análisis puede permitirnos paliar.
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