Kitabı oku: «Fantasmas aztecas»

Yazı tipi:



Primera edición en MINIMALIA, agosto de 2008

Director de colección: Alejandro Zenker

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Viñeta de portada: Mauricio Morán

© 2008, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

03800 México, D.F.

Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57

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ISBN 978-607-7640-11-0

Hecho en México

Índice

Construcción de Fantasmas Aztecas y del narrador novelista, por Ruth Levy

Fantasmas Aztecas

Cinco mujeres y una diosa, por Ruth Levy

Construcción de Fantasmas aztecas y del narrador novelista

Ruth Levy

Gustavo Sainz, en la construcción de su narrador, partió de su conciencia creadora individual y de su poder de transformación; digo porque él puede hacer cuanto desee con sus ideas y con las palabras, porque demuestra en el texto el manejo de la fragmentación de sus conocimientos, y porque permuta la distancia de la mirada que va a otorgar a cuantos intervengan en su obra. Inventó a un narrador que implícitamente posee fragmentos de su propio conocimiento, a uno al que transformará en puro significante; a un narrador que podría consolidar respuestas al autocuestionamiento; y que —quizá— tiene sus mismas intenciones de representación y de similares atrevimientos de combinaciones con relaciones dialogísticas. Una de las influencias a la que es vulnerable el pensamiento del ser humano es que su intelecto puede crear interpretaciones de la realidad diferentes a las condiciones del sujeto en su estado diario de conciencia; también llegar a sintonizar su imaginación: con diferentes niveles de la realidad; con la historia cósmica, particular o universal; con su pasado biológico, cultural y espiritual; o bien como progresión histórica hacia el futuro; y, así, lograr trascender el espacio y el tiempo al prescindir cronológicamente del continuo lineal. Las novelas son escritas por seres humanos —habitantes del mundo real—, sus personajes aunque ficcionados, la mayoría de las veces se mueven también en un universo escrito “real”, y puede suceder que el narrador quiera desplazarlos a distintos tiempos y espacios conectados con las vivencias mientras desarrolla conexiones significativas entre ellos; así resulta una obra hipertextual —como Fantasmas aztecas de Gustavo Sainz—. Y no tiene que ser forzosamente una migración a otros mundos o épocas, sino aun cuando dentro del texto lo relaciona: con el exterior —involucrándose él mismo, o no—, con el instante de su invención, y con la hora de la recepción del lector. Dependerá del autor, de su manejo del espacio como entidad esencial y susceptible de transformación, si ofrece caminos en la red de conexiones gráficas que tiendan hacia la comprensión total de la obra. Italo Calvino manifiesta la improbabilidad de la existencia de la literatura sin la diversificación de niveles de realidad: “es más, la literatura se basa justamente en la distinción de distintos niveles de realidad y sería impensable sin la conciencia de esta distinción [...] Pero cuidemos de no confundir niveles de realidad (internos a la obra) con niveles de verdad (referidos a un ‘afuera’)” (Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Barcelona, Siruela, 1988, pp. 339 y 345). A los niveles de realidad se ligan, indisolubles, niveles de credulidad; Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) define tal actitud como suspension of disbelief (suspensión de la incredulidad); y es que el lector hace un pacto ficcio­nal con la “verdad” literaria, ya que lo que lee hace temblar gozosamente todas sus seguridades; acepta al buen mentiroso porque la credibilidad de éste es más una cuestión de cómo cuenta algo, que de lo que está contando. Por ejemplo: a pesar de que el narrador me dice que don Alonso Quijano perdió la cordura, que se convirtió en don Quijote y peleó contra dragones, yo quiero creer, llego a creer en la realidad de esa gesta por la maestría del narrador en la utilización de los medios lingüísticos que logran efectos estratégicos. En el universo escrito de Fantasmas aztecas se manifiestan cuatro voces narrativas: la de un narrador que únicamente introduce el libro con tres palabras, la del narrador novelista, la del protagonista, y la de uno de los personajes femeninos; sin embargo, para el propósito de mi trabajo, algunas veces sólo vincularé la del protagonista con la del narrador novelista; ésta, una voz que se moverá en otro nivel de realidad en la ficción, anunciado ya desde los dos puntos después de la tercera palabra del inicio de la novela: podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre decenas de coches (Sainz: 1999, p. 9). De repente se me desplaza hacia la metaficción; o sea, me encuentro de frente a otro ente ficcional dentro de la propia ficción. El narrador fabrica esa segunda “realidad”: estar en el minitaxi atrapado en el tránsito capitalino, en un papel que ha desempeñado otras veces. Esto último queda señalado por el empleo del adjetivo posesivo “mi”, y no del artículo inde­terminado “un” o del determinado “el”; un papel de novelista que él mismo constata en el cuarto párrafo: “las palabras de la novela que trato de escribir [...] y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela...” (pp. 9-10). El narrador ha incorporado su imagen anterior a un yo posterior; de este procedimiento resultará un escalonamiento de asimilaciones o de apropiaciones sucesivas que no deslíen los niveles de realidad dentro del texto, y que, además, me ofrecen rutas autoelegibles en la red de conexiones gráficas para que las comprenda en su totalidad. El tema de la novela va a surgir dentro de ese pequeño coche de alquiler que el narrador novelista mencionará docenas de veces y que se convierte en su particular axis mundi, en su moderno huevo filosófico y lugar de las transmutaciones gracias a la magia que encerramos en el minitaxi (p. 64). Un tema acerca de lo que él mismo afirma: “mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones” (p. 16). Esas “otras develaciones” alrededor del descubrimiento del Templo Mayor en el centro de la ciudad de México, con el desdoblamiento del sujeto de la narración, configuran varios temas paralelos que propone el narrador novelista y que podrían conformar otras tantas novelas que quedan inconclusas porque son sólo anotaciones en su cuaderno. Dentro de ese abanico temático debí esperar —y llegaron— destinos imprevisibles para cada uno de sus proyectos de inclusión de personajes o de acontecimientos para contar. Por lo pronto señalo qué distingo paralelo a la construcción del narrador novelista, y en los metatextos en Fantasmas aztecas —como obra revertida sobre sí misma en el acto de hacerse—:

• un narrador que utiliza un tiempo verbal condicional;

• otro narrador que es novelista y que recurre a la mayoría de los tiempos verbales;

• el narrador novelista va inventando una novela donde, en un pasado cercano, el protagonista debió cumplir la misión de detener el robo de piezas arqueológicas;

• el narrador novelista se involucra en ese tema;

• en el presente, el protagonista cuenta a otros cómo resultó la misión;

• el narrador novelista propone otros temas con despliegues temporales y espaciales en la historia de algunos pueblos; así como con inclusiones de mitos ya registrados o recién inventados, entre ellos el de fantasmas aztecas que no dejan descansar los restos de Hernán Cortés como castigo por la sangrienta profanación del Templo Mayor;

• el narrador novelista escribe el proyecto de su protagonista y construye a otros personajes;

• el protagonista re-cuenta su biografía al narrador novelista;

• el protagonista actúa el papel que le asignó el narrador novelista;

• el narrador novelista quiere otorgar otro papel al protagonista y retoma el mito de los dioses Huitzilopochtli y Coyolxauhqui;

• sólo en tiempo presente el narrador novelista habla de su novela. Las estrategias que propone, o que acota, el narrador novelista trasponen los límites o cánones que la tradición había erigido contra la realización de una obra artística. Esas recurrencias a variaciones metafictivas en el corpus narrativo llevan al lector del presente al pasado, y del mito a distintos niveles de ­realidad en el presente de la ficción. Esas libertades metaficcionales nos conducen a una variada cantidad de lecturas con diferentes objetivos de indagación y análisis.

(Un pre-texto)

Para Alessandra y Claudio, nunca ausentes durante la grafía y mecanografía, borradura y cifra, trazo y reflexión, caligrafía y entrerrenglonado, redacción, pena y algarabía de estos ideogramas, y para el indescriptible e insenescente Eduardo Matos Moctezuma, tan lejano y opuesto de mi principal protagonista, en reciprocidad por su Muerte a filo de obsidiana tan bien templada y por su repetida y entusiasta hospitalidad, y para Mary Urquidi por su amistad y sus cartas, y para don Rafael Jiménez Siles por todo lo que me ha enseñado, sin conclusiones de ninguna clase, y también para Marcio Sainz, bien decía Edwin Muir que nuestra existencia, así como nuestras obras, son una frase sin terminar…

No conocemos más que una ciencia, la de la historia […] dividida en historia de la naturaleza e historia de los hombres…

Marx: Ideología alemana, 1845

Nuestro último deber con la historia es volver a escribirla…

Wilde: Intenciones, 1891

La historia es algo que nunca ocurrió, contado por alguien que no estaba allí…

Gómez de la Serna: Greguerías, 1919

La Historia, que a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas…

Borges: El asesino desinteresado Bill Harrigan, 1935

La historia verdadera quizás no es historia de hechos e indagación de principios, sino farsa de espectros, ilusión que procrea ilusiones, espejismo que cree en su propia substancia…

Fuentes: Terra Nostra, 1975

I dislike Mexico and the Mexicans. They are so nationalistic. And they hate the Spanish. What can happen to them if they feel that way? And they have nothing. They are just playing-at being nationalistic. But what they like specially is playing at being red Indians. They like to play. They have nothing at all. And they can’t fight, eh? They are very poor soldiers—they always lose…

Borges: The New York Times Book Review, 1979

Podría empezar así: en mi papel de novelista, a bordo de un minitaxi atrapado entre decenas de coches que esperan reanudar su marcha rumbo al centro de la ciudad, inhalando o exhalando el aire rojo que penetra por las ventanillas, mirando hacia las esquinas sanguinolentas por la luz ortoral, o tratando de mirar, porque el ruido de afuera, la gente cruzando en varias direcciones, los otros automóviles, los edificios y la mixtura irrespirable que los envuelve, sugieren que esta ciudad tantas veces amada y gozable se acerca ineludiblemente a cierto holocausto…

para no hablar del ruido interior, sus voces secretas, los coros de la culpa y los muertos…

pasado y futuro (como recita un poeta norteamericano), dos flacas panteras negras como el carbón que recorren los límites de mi cerebro, las vetas de mi vida…

mi madre golpeando las paredes de su cuarto en un hospital indecible, investigadores febriles trabajando día y noche buscando mi condenación con dedos negros, las palabras de la novela que trato de escribir golpeándome con la parsimonia de quien clavara un ataúd, y el absurdo de mis libros anteriores, de cada resquicio quejas, zonas de silencio leproso, palabras de hombre perdido en la ciudad ocupada, la muerte cantando junto a sus páginas, y yo desviándome hacia un nuevo texto, en minitaxi hacia mi nueva novela…

Hernán Cortés en este libro, acorralado y feroz, su barba enarde­cida por una acumulación inusitada de moscas (casi) hirviendo, decidido inclemente a conquistar el Templo Mayor: y su escudo de pronto se desvanece y surge el velocímetro…

cómo hacer creer que alrededor de la palanca de velocidades brotan sacerdotes vestidos como los principales dioses del panteón azteca, rotan planetas salidos de un medallón que representa verticalmente al universo, se elevan hombres pájaro, caballeros tigre, dioses de la lluvia y serpientes emplumadas; cruza Quetzalcóatl, dios de la sabiduría, en su atavío de dios del viento; un cuchillo de sacrificios con mango de mosaicos policromados reclama verdugos de capas negras y largos cabellos…

en la guantera días biografiables y días en blanco, noches estáticas que parecen recostarse al borde del curso quieto de un río invisible, mujeres desconocidas inclinadas sobre las páginas de este libro…

el minitaxi confundido entre grúas de garfios amenazadores, hormigoneras y niveladoras ruidosas, camiones de volteo, conformadoras trepidantes y automóviles cada vez más calientes, detenido cuando debía ponerse en marcha rumbo al centro de la ciudad, al crucero donde practican la excavación del Templo Mayor, la develación del espacio sagrado de los aztecas…

incómodo por el paréntesis de espera, lanzando miradas rápidas al exterior como para prever cualquier sobresalto, miradas ávidas, como hace poco tiempo en Los Ángeles, California, bajo el poste giratorio del anuncio Shell y las palmeras inmóviles frente a una gasolinera, tan incómodo como ahora, sólo que entonces un coche amarillo, atrás, como una mancha no en el cielo crepuscular (que pasaba del azul al morado al rojo al vino al naranja al blanco), sino atrás, alargándose sin principio ni fin, y al mismo tiempo chirridos de frenos como traídos por el viento, voces chillonas, borrosas, hostiles, portezuelas que se abrían y cerraban, expresiones de asombro y consternación, órdenes sin solución de continuidad, pistolas, personajes con media cara (hosca) o medio cuerpo, repentinamente sin un ojo o una mejilla, completos después, cuerpos que entrechocaban y policías vestidos de civil que apuntaban con sus armas y jaloneaban dando órdenes mecánicas, vacías de todo sentimiento, obligándolos a descender y empujándolos (con brusquedad) para que abrieran las piernas y quedaran arqueados, inmóviles sobre los coches, palpándoles el cuerpo y humillándolos con esas tentativas de intrusión bajo la vigilancia de un gringo enorme de cara colorada (congestionada), altanera…

¿habría que suponer semejante desenlace como efecto de la posibilidad de evaluar una serie de supuestas piezas prehispánicas?…

en realidad ¿cómo prever cualquier efecto?…

lo impresionante de la violencia es que siempre hay alguien más iracundo, más vengativo, más arrebatado y fanático, porque lo escalofriante es que la violencia no tiene fondo…

al arqueólogo protagonista de mi novela lo llamó el más alto jerarca en cuestiones de Antropología e Historia, y le encomendó la misión de interrumpir el flujo de piezas prehispánicas robadas de México a Estados Unidos…

hay mexicanos, dijo o parece que dijo, en quienes descansa el país; y luego, más o menos: hay mexicanos que son México…

mi protagonista recibió también llamadas de senadores y diputados, y hasta de alguien que dijo hablar en nombre del Presidente de la República, cargándolo de atribuciones y desencadenando dentro de él una suma desconocida de valores, idiosincracias y potencialidades, heredándole una desmesurada responsabilidad, exponiéndolo a las tentaciones de la traición, la apatía y la comedia de las equivocaciones, siempre estudiado, permanentemente vigilado, sin tiempo de saber cómo, inmerso en una aventura donde todos los acontecimientos, desde el primer encuentro conmigo, supuesto cliente de una banda de traficantes de joyas arqueológicas que lo llamó para hacerlo pasar como su asesor, y lo invitó a viajar para verificar, comprobar, reconocer, señalar, en fin, hasta el hallazgo final de los objetos hábilmente escurridos a través de trampas y trampas aduanales, todos los acontecimientos, decía, lo asaltarían con inusitada violencia…

y cuando estábamos frente a las obras robadas me escuché una exclamación de (escandaloso) asombro y recordé un espléndido poema de Wallace Stevens que más o menos dice:

hay hombres cuyas palabras son como los sonidos naturales de sus lugares, como la cháchara de los tucanes en el lugar de los tucanes…

y frente a las piezas, cuidadosamente desenvueltas dentro de una cámara de humedad, pensaba si serían realmente el patrimonio de un país, si disminuían o destruían realmente las bellezas de los lugares de donde habían sido extirpadas, si estarían mejor conservadas en los Estados Unidos o en los museos nacionales, si es que llegaban a parar en algún museo y no en la casa de algún político (oportunista), y también, parafraseando al poeta citado, si no serían

invisibles elementos de México hechos visibles…

mi protagonista con aire desorientado, empeñado en una lucha manifiestamente desigual entre sus obligaciones y el placer de mirar bajo esa luz mortecina que, como las sombras en los cuadros de Chirico, subrayaba misterios allí donde no había ninguno, placer que abría paso a una rabia fría, contenida, que obnubilaba ideas e impedía hablar, de modo que intentaba iniciar un descenso a lo más profundo de sí mismo, acariciándose la barba merina y ajustándose los pesados anteojos, tratando de imponer cierto silencio al que sumaba diferentes gradaciones taciturnas, pues dar un fallo infalible requería sumergirse previamente en su propia profundidad, esto es, revisar la oscuridad de sus conceptos a la luz de cortapisas y silencios, cegarlos de manera que el mutismo procurara la confrontación, así, en un garage de Los Ángeles, con la posibilidad de llamar a los teléfonos directos de diferentes corporaciones policiacas o parapoliciacas, reconociendo o tratando de hacerlo, majestuosas y antiguas (húmedas) máscaras y estelas, fragmentos de murales, vasijas, figuras totémicas, ídolos, braseros y un vaso tallado en un solo bloque de obsidiana, como si su ciencia pudiera creer en la ignorancia, a la sombra de esas reliquias alumbradas por la luz enfermiza, o como si sus anteojos le permitieran ver lo que nadie más veía, ni los tres vendedores sibilinos, tejanos, ni su amigo novelista (supuesto cliente)…

todos atentos a las diferencias entre esas piedras (silenciosas) que parecían querer escuchar el ronroneo de los pensamientos de mi protagonista, que trataba de recuperar (parsimoniosamente) ciertos datos perdidos y escapar de un estado de autoconciencia, de antiacuerdo y antivoluntad que amenazaban paralizarlo por momentos, hasta que vio a un lado de la cámara de humedad varias fotografías en color de otras piezas, sobre un tapanco desmañado…

y esto ¿dónde está?…

eran diferentes cajas talladas, quizás aztecas, con glifos de jade alrededor, cajas que se usaban para conservar los corazones de los recién sacrificados, sin duda aztecas, y un adorno mixteco de oro con la representación vertical del Universo, además de un relieve del que no podía precisarse el tamaño, pleno de águilas y jaguares estilizados, seguramente tolteca…

y como no sabía muy bien inglés me pidió muy quedo que les preguntara dónde estaban esas piezas:

dígales que tenemos mucho interés en verlas, en incrementar el lote con ellas…

están en otra parte, poco lejos de aquí: gruñó el más azul de los vendedores, quien (evidentemente) entendía español, y agregó dos o tres frases en otro idioma, más firmes y categóricas…

lo que nadie sabía era que nos rodeaban más de veinte agentes del fbi que descendían de varios coches, ni que contaríamos con una audiencia de negros ociosos y desocupados, ni que íbamos a seguir con las piernas abiertas y los brazos en alto, la vista obstruida o cortada a veces por el paso rápido de polizontes, la cabeza rapada de uno de ellos (inclinado hacia adelante), recortándose sobre el piso de cemento manchado de aceite de la gasolinera: arrojando con fuerza al suelo a un joven de cabellos negros revueltos, y sus gritos ahogados se elevaban en la tarde como si todavía estuviera discutiendo, porque era el único que protestaba derechos y tronaba revanchas sobre aquel olor rancio a acetileno y el ruido de motores en marcha (una carrera al trote en dirección de un fairmont); ligeramente infatuados, moviéndose con rapidez, hasta que de pronto en la mente de mi protagonista todo es negro, algo lo alcanza en la cabeza y enseguida se encuentra derrengado, sacudiéndose y esforzándose, tratando de enderezar su cuerpo y ordenar sus ideas, intuyendo (más que mirando) tres siluetas empistoladas frente a las bombas de gasolina, mientras encima de ellos el cielo pasaba poco a poco del rojo al negro, y las pesadas palmeras antes inmóviles parecían inclinarse (amenazadoramente) alegóricas o mitológicas…

¿usted es el profesor Reyes Moctezuma?

sí, hijo de tu…, o algún ruido que sonaba como eso, mi protagonista preso de exaltación nerviosa, o miedo quizá, tratando de recobrar el aliento y todavía mirando en derredor, sobresaltado, las dos o tres siluetas fundiéndose en una…

por favorr no se preocupe (en inglés), la cara increíblemente flaca, brillo­sa, quemada por el sol, devastada por quién sabe cuántas aventuras o abusos o qué fiebre, inclinándose para ayudarlo a incorporarse…

apenas nos alejemos de aquí, yo mismo le quitaré las esposas…

lo que produjo otro efecto desasosegante, pues lo hizo complicar cierta violencia contenida, cierta caótica desesperación, y lo llevó de la evocación (o invocación) de la ternura de su esposa: felina, mizo, micho, moro, gato, bibicho, morroño, morrongo, miau, desmurador, micifuz en quien pensaba siempre en momentos de peligro, saturada de ser y comprensión, a la repetición de las circunstancias que lo habían llevado hasta allí, con la invariable sucesión de fases ligeramente invariables, pormenorización que terminaba siempre con

todo un científico allí sobaqueado ¿verdad?

agarraron y a cada uno, bueno, a todos, sin excepción, nos abrieron las piernas, y entonces yo dije hum, hasta piquete de fundillo nos va a tocar aquí, pues qué es esto, y agárrate que no sé qué, y pues ya estoy, maestro: según improvisa después para diversión de sus amigas; nada menos que el Director de Monumentos Prehispánicos y Presidente del Consejo de Arqueología con las patas abiertas en canal ¿verdad?, los negros gozando el espectáculo…

y (casi) podía verlos otra vez con sus camisas de colores brillantes y agresivos, tranquilos, lúgubres, nostálgicos, fuera del tiempo y desdeñosos allí, en las orillas de este episodio…

yo en el minitaxi, fetilizado o embarrocado por la acción mental de abandonar una imagen tras otra sin propósito, deseoso de dominar, interpretar el espacio sagrado e inmutable de los aztecas, las ruinas, esas cenizas perennes, los fantasmas tan repentinamente exhumados; comparando la exploración de mi inconsciente con las excavaciones arqueológicas, conclusión freudiana si las hay pero muy conveniente porque mi nueva novela trata de la extracción, digámoslo así, del Templo Mayor, entre otras develaciones, radiestesias, desenmascaramientos, y también ¿por qué no?, desnudamientos que nos han conducido hasta ahora…

como si a mi alrededor el aire, hipotéticamente transparente, hubiese adquirido de golpe cierto poder coagulante, petrificante, como los ácidos que fijan una fotografía, o como los cuatro sacerdotes (terribles) que detenían a la víctima de un sacrificio de brazos y piernas, ofreciéndola descoyuntada a otro sacerdote para que le arrancara el corazón…

la luz bermeja como si lloviznara sangre…

aunque el sacrificio de mi protagonista, si se diera el caso, tendría que ser más bien un sacrificio gladiatorio, pues ha empezado a asumir un papel ciertamente histórico, el de Jefe del Proyecto Templo Mayor en contra de hispanófilos que proclaman que sus antepasados no dejaron piedra sobre piedra, colonialistas que harán hasta lo imposible por impedir que se derriben vetustos edificios que estorban el develamiento, arqueólogos que dudan de sus antecedentes, y sobre todo, de su eficacia; amantes (celosas) que reclaman o protestan su impotencia en la lucha contra la opresión y la represión familiar; funcionarios que acusan el proyecto de utópico, total, una serie interminable de incidentes, detalles a veces importantes, razones para encolerizarse, o en otras palabras, fuerzas oscuras que tratarían de confundirlo o debilitarlo, de culpabilizarlo y decepcionarlo: otra víctima, o mejor, un protagonista que acepta el desafío…

¿y mi sacrificio?…

los antiguos indígenas ataban al cautivo a un enorme disco de piedra de manera que dispusiera de cierta libertad de movimientos…

¿no estoy inmovilizado ya en este minitaxi? ¿o es mi disco granítico el archivo de la que fue mi oficina, o mi casa marital con mi dulce esposa y los hijos que me hacen recuperar la infancia perdida?

los cautivos eran atados de la cintura, un brazo y una pierna a un poste fijo en el centro de un disco de piedra…

yo me derrumbo sobre mi pasado, o margino el pasado y veo con mi mujer alguna vieja película en la videocasetera, viendo crecer hasta mis ojos figuras provocativas que luego poblarán mis libros, o me revuelvo insomne,

toda la noche hago la noche, toda la noche escribo, palabra por palabra yo escribo la noche (Alejandra Pizarnik)…

los antiguos condenados al sacrificio gladiatorio pertrechados con armas de madera y de trapo para batirse con ellas sucesivamente contra jóvenes guerreros aztecas, caballeros águila y caballeros tigre armados con mazos de piedra y obsidiana, rodelas de cuero y colmillos de bestias feroces, hasta ser derrotados…

mis armas valen menos que la madera y el trapo, ni siquiera se palpan e implican, en el mejor de los casos, negar, tergiversar, racionalizar, demostrar, prevenir, desplazar, reverter, disociar, aislar, idealizar, desrealizar, en fin, arte verbal…

fetilizado, el minitaxi quieto, ni siquiera palpitando, o sí, una imperceptible vibración, la que distingue un organismo vivo de una máquina muerta, o una máquina en marcha de un mueble, el tablero de plástico endurecido brillando al sol (casi) respirando…

Hernán Cortés herido de un brazo manteniendo con dificultad el equilibrio de su caballo que resbala por los escalones de la pirámide llenos de sangre y un taxímetro; antiguos mexicanos ruedan vigas, lanzan piedras astrales, disparan sus hondas y tensan sus arcos, pero los españoles hacen fuego con sus arcabuces después de ganar cada escalón sagrado; (crepita el copal en los braseros) desde el santuario de Tláloc se despeñan maderos llameantes como rígidas serpientes de fuego; alguien reza y los demás gritan (gritan), hasta que Cortés impone que se despedace la (monstruosa) estatua de Huitzilopochtli, entre fanfarrón y despectivo (desafiante), pero nadie acepta, todos temen, porque terribles sortilegios se cernirán sobre aquel o aquellos que lo hagan, y Cortés vocifera molesto, sacrílego, extrañado de no turbar ni asustar con las palabras…

como en su lecho de agonía rodeado de fantasmas, horda mortal de avidez extrema y ferocidad extrema, también astucia, azuzándolo con la animosidad con que desperdigarían su osamenta, recogiendo sus huesos como los conquistadores recogían el oro, recogían las piedras preciosas, recogían los esclavos, destruyendo todo aquello que no podía venderse en Europa, disciplina y devastación simultáneas…

los huesos de Cortés enterrados en Texcoco y desenterrados 80 años después para cambiarlos a México, mil veces bendecidos y vueltos a bendecir, emparedándolos en el presbiterio de la Capilla Mayor de San Francisco, adonde se olvidaron por todos excepto por los fantasmas aztecas, ya que 100 años después, cuando trataron de desenterrarlo, no estaban en el presbiterio y tuvieron que derribar toda una pared hasta dar con él, o lo que quedaba de él, cerca del evangelio, esto es, en un lugar opuesto, sus restos confundidos con los de otra persona, proponiendo entonces sacarlo de allí y llevarlo al Hospital de Jesús, el cielo nublado, un cielo que se llenaba de cúmulos como marmita de bruja, un cielo de cobre, sofocante, agobiante, la ciudad de entonces como una gigantesca víscera en la que se pudrían los árboles y hasta las piedras…

calle tras calle la avenida saturada de automóviles, cada uno distinto pero asociado al siguiente, como si todos ellos en sus diversas conjunciones aceptasen invariablemente integrar lo que visto desde algún helicóptero policiaco (pues en la ciudad de México hace tiempo que prohibieron el vuelo de helicópteros particulares), podría ser una gran, terrible, ondulante y coloreada serpiente, manifestación concreta de cierta involución, persistencia de lo inferior en lo superior, de lo anterior en lo ulterior, principio del mal inherente a todo lo terrestre…

como si el minitaxi fuera una máquina del tiempo,

o el mundo se hubiera detenido, mi protagonista recordando que Castañeda aprendió en Ixtlán que para poder ver el mundo había que detenerlo…

el mundo: arcano vigésimo primero del Tarot, y en relación con los gnósticos, un sepulcro…

el minitaxi entonces como un sarcófago, principio y fin de la vida material, lejos de casa y lejos del trabajo…

porque la visita al Templo es una visita de trabajo, la grabadora lista, el cuaderno cada vez más ajado, la mirada atenta, esperando siempre el momento en que las piedras hablen, vigilando ansiosamente la excavación, las formas esfumadas que aparecen y desaparecen, el águila en su vuelo de picada, el joven búho, los cuatrocientos conejos de la embriaguez, los infinitos nombres del miedo…

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
246 s. 11 illüstrasyon
ISBN:
9786077640110
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
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