Kitabı oku: «El canto de la essentia»

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© del texto: Gustavo Vaca Delgado

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© en la composición de la portada: Amor de Colibríes, Óleo sobre tabla, Gustavo Vaca

© en la contraportada: Mi bodegón, Óleo sobre lienzo, Gustavo Vaca

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2021

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24 Edificio SEVILLA 2,

41018, Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: octubre, 2021

ISBN: 9788418996856

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

Como no podía ser de otra manera, a Sandra

Índice

Exordio

LIBRO PRIMERO FIORALBA

Capítulo I - Maja squinado

Capítulo II - Zea mays

Capítulo III - Solanum tuberosum

Capítulo IV - Tragoediae - Primer episodio En el pasado… Florencia, 1478

Capítulo V - Potus arabicus

Capítulo VI - Solanum quitoense

Capítulo VII - Manihot esculenta

Capítulo VIII - Tragoediae - Segundo episodio Florencia de nuevo, 1479

Capítulo IX - Theobroma cacao

Capítulo X - Farina

Capítulo XI - Cavia porcellus

Capítulo XII - Musa paradisiaca

Capítulo XIII - Chenopodium quinoa

LIBRO SEGUNDO: ALEGRÍA

Capítulo XIV - Anadara tuberculosa

Capítulo XV - Nicotiana tabacum

Capítulo XVI - Tragoediae - Tercer episodio … que inicia en Berlín Oriental, República Democrática de Alemania, en noviembre de 1955

LIBRO TERCERO: INGEBORG

Capítulo XVII - Solanum lycopersicum

Capítulo XVIII - Tragoediae - Cuarto episodio De vuelta al pasado… Italia, 1479

Capítulo XIX - Passiflora edulis

Epílogo

Dar las gracias

EXORDIO

Hubo una vez un hombre que, con la mirada clavada en la luna y el rostro contrito de penitencia, se aferraba con una mano a la barandilla y con la otra a su cigarrillo; lo hacía con tal vigor que los nudillos de ambas manos adquirieron una coloración mortalmente blanca, y los carpos, metacarpos y las falanges estuvieron a punto de inmolarse en polvo de huesos.

Ese hombre era yo y no hace tanto de aquel momento de furiosa vehemencia. Dos años, día arriba, día abajo. Si lo tengo tan presente, no es porque finalmente los huesos se molieran, que casi, sino porque en aquel estado caí por culpa de un evidente motivo y de aquel estado salí por culpa de una aún más evidente cabezonería.

Ya mi madre —que en paz no descanse, sino que siga juergueando sus partidas de cartas con sus amistades celestiales— lo había confirmado hace muchos años en mi más temprana infancia:

De cabezón no te gana nadie —había dicho ella, yo replicado con inocencia que para qué desearía yo dejarme ganar, y ella replicado de nuevo con el latigazo de su mano que hábilmente sabía estrellar con puntería de madres, con su anillo de al menos mil quilates, sobre mi boca y haciéndome arrepentir de mi insolencia.

Lo que antecedió a mi descorazonado momento descrito fue una colosal bronca con Misán, una de esas riñas que de vez en cuando acontecen en todo matrimonio y que a menudo se inflaman hasta el punto de incendiar todo el bosque de emociones, aunque hubiesen originado con un único e ingenuo chispazo.

Yo trajinaba en mi hábitat natural, la cocina, y así, entre cebollas en brunoise y zanahorias en rondelles, le lancé a Misán una elocuente respuesta a su pregunta.

—¿Y por qué no? —repuse con gran facundia.

—¡Porque es una estupidez! —dijo la moza que tiene el don de la palabra y atina siempre a utilizar las correctas.

—Pues a mí no me lo parece, al fin y al cabo…, es por una buena causa.

Sentía en mi mano el sensual roce de la empuñadura de mi cuchillo de chef de cerámica aeroespacial, el último grito en herramientas culinarias para frikis como yo. El balanceo de la herramienta sosegaba mi ímpetu al igual que los relojes de péndulo arrullan a los hipnotizados.

Misán y yo vivimos en Quito, capital de Ecuador, según el oráculo ubicable sobre las coordenadas 0°13'07"S 78°30'35"O.

En promedio, la ciudad se alza a 2850 metros sobre el nivel del mar como un sarpullido en la vasta cordillera de los Andes y compuesto por más de dos millones de granitos humanoides que lo habitamos.

Acerca de Misán y nuestro feliz reencuentro escribí en su momento otro relato que, al tiempo de escribir este, aún aguarda en una cajonera. Quizás un día se publique, por lo que aquí únicamente resumiré un par de detalles que sirvan para adentrar al lector en el contexto de esta historia.

Misán en realidad se llama Sandra, nombre que reduje cómodamente a un «san» monosilábico y antecedido de un «Mi» que nada tiene que ver con el adjetivo posesivo, sino con la tercera nota musical que es mi favorita. Como una nota fresca, Misán había reaparecido en mi vida treinta años después de habernos separado en tiempos estudiantiles, con la feliz prebenda de que en aquel entonces habíamos sido cálidos amigos y, en el ahora, somos ardorosos enamorados. La alta temperatura de nuestro vínculo actual está atizada por los fuegos de los treinta años que vivimos cada uno por nuestro lado. Nuestra amistad de juventud se había interrumpido cuando egresé de bachiller, y no se habían vuelto a cruzar nuestros caminos en tres décadas. Pero, cuando nos reencontramos hace ya unos años, casual o predestinadamente, nos surgió un frenético enamoramiento con alocados tintes de pasión madura y carnosa. Coincidimos en una fiesta cumpleañera de una amiga común a la que, aunque no había preparado la jugarreta, consideramos nuestra hada hechicera por habernos abierto las puertas a tan fabuloso amor. Desde la fiesta, Misán y yo no volvimos a separarnos, y así hasta ahora, venciendo las tempestades que toda pareja que se precie enfrenta alguna vez.

La que estaba yo narrando, la que inicia esta historia, era una riña más, aunque con visos de convertirse peligrosamente en más trascendental que anteriores peloteras.

Tal como lo recuerdo, estaba yo faenándome un pimiento rojo en juliana cuando ella bramó su terrible sentencia. Decir bramar es una licencia literaria que me tomo para dotar al momento de un mayor dramatismo. Porque Misán no sabe bramar, ni falta que le hace. Ella insinúa, y con eso basta para que la tierra tiemble, al menos la mía, la que yo piso.

—Muy bien, cabezón. Haz lo que quieras. ¡Pero hazlo sin mí!

Como aprendiz de literato no estoy capacitado para encontrarle palabras medidas a las sensaciones de rugidos, rayos y metrallas que sentí. No sabría ni cómo transcribir la galopante taquicardia que me entró al escucharla decir lo que dijo. Me retemblaron las rodillas, hice un último esfuerzo para verter el pimiento en la olla, y me arrastré derrengado hasta la terraza para encaramarme a la citada barandilla y al cigarrillo.

¿Realmente sería un proyecto tan descabellado?


CAPÍTULO I MAJA SQUINADO

Cuatro días antes…

Existen dos circunstancias que consiguen que yo me deje arrastrar hasta un centro comercial, de los que normalmente huyo por fobia y antipatías.

La primera es por las ineludibles compras quincenales de supermercado. La otra, que en este país a las librerías con oferta variada se las encuentra casi exclusivamente en un shopping center.

Añoro mucho las librerías de barrio añejas y valientes que sobreviven en Madrid. Durante muchos años, frecuentarlas había sido mi pasatiempo favorito, pero aquí, en Quito, la modernización nos ha hecho creer que las librerías que se sitúan en los centros comerciales tienen un aire más chic, y es que en Ecuador carecemos de muchas cosas, pero no de vanidad, y en chics no nos gana nadie.

De manera que fuimos el sábado al mediodía.

Dimos cumplimiento al protocolo de la compra y después Misán se dedicó a sus rutinas de gimnasia bancaria en varias sucursales dentro del mismo complejo. Aquellos eran mis momentos de tregua y yo podía ociar un rato por la gigantesca librería de la tercera planta.

Siempre que voy, realizo mi recorrido en idéntico orden. Serpenteo primero entre las mesas y estantes de las novedades, después enfilo por el pasillo de la literatura hispanoamericana, retrocedo por el de los bestsellers internacionales, y curvo hacia la oferta de literatura gastronómica. A la segunda planta solo subo cuando me sobran en los bolsillos unos pocos dólares para gastar y que no me sobran muy a menudo. Cuando sí, hago mi rondo por el mezzanine porque ahí suelen encontrarse las colecciones y, dentro de ellas, algún que otro tesoro a mejor precio que las ediciones individuales, sobre todo las de literatura clásica. Pero ese sábado no hubo dólares que sobraran y así me centré en mi rutina de la planta baja.

No suelo reparar mucho en los desconocidos con los que me cruzo, quizás porque los extraños me dan un poco igual y, a mi edad, muchos de mis conocidos otro tanto de lo mismo. Si me fijo en alguien, tiene que haber una buena razón, y en el caso del hombretón que captó mi atención había cuatro: era enorme, desaliñado, no era en absoluto chic, y hablaba solo en voz alta. Como locos los hay de muchas condiciones, incluso peligrosos, giré hacia el lado opuesto de la estantería para poner una barrera, pero no perderlo de vista. Al fin y al cabo, tiene su aspecto fascinante eso de observar a los locos. Al amparo de dos gruesos volúmenes de chocolatería lo observé y lo escuché mascullar:

—¡Ajo, cebolla y limón… agrandan el corazón! ¡Queso, puerco y vino… enferman al intestino!

Su voz era barítona y nasal, con un deje ronco y seseante. Con un ojo escondido detrás de un tomo de bizcochos dietéticos, lo escudriñé con el otro. Su edad me resultó indescifrable, entre los cincuenta y los setenta, lo que daría sesenta de media, pero su barba de gris lunar, espinosa y abultada, podía perfectamente engañarme en la percepción de sus años. Parecía más cerca de la antigüedad que de la modernidad; su cabellera era ambarina y desgreñada, larga y aglutinada en mechones viscosos. La nariz era de gancho, sin orificios a la vista, tapados estos por la pelambrera del mostacho.

—¡Huevos, nabos y coles… apestan los peroles! —fue lo siguiente que le oí.

Vestía lo menos chic imaginable, conjuntando rayas negras en el pantalón con cuadros verdes y rosados en su camisa estilo Mao, alpargatas de hippie, y en la mano sostenía una gorra marinera que poco antes debió estar sofocándole el cráneo en sudores.

—¡Ranas y serpientes… atontan a las mentes! ¡Frutas y verduras… evitan las pavuras!

Era, al menos, una cabeza más alto que yo, pero menguaba en porte por tener el cogote doblado como de buitre apesadumbrado.

—Los pasteles son para los golosos…

Me quedé atento a la siguiente rima, pero el hombre no hizo ninguna, aunque repitió la frase con igual entonación, solo que ahora, sin estirarse, mirándome a través de la grieta que se abría entre dos tomos de técnicas de repostería para principiantes.

—Los pasteles son para los golosos. Mejor acérquese aquí y contemple estos magníficos pescados.

Carraspeé y me encogí, pero sus ojos no aflojaron la presa, que era yo, y repitió:

—¡Acérquese, signore! Admire estos salmónidos.

Había calidez en su talante, lo que me animó a salir de mi escondrijo. Normalmente no me entusiasma la gente que le habla a un desconocido por hablar, como los viejos en las filas de los bancos que martirizan al vecino con sus quejas rancias, deleitándose con el sonido de su propia voz. Pero el barbado tenía su atractivo; me envalentoné y le seguí el juego, confirmándole que yo también encontraba a esos salmones y truchas de lo más graciosos.

—¿Usted cocina, signore? —preguntó. Pasaba las yemas de los dedos por las fotografías de los crustáceos. Tenía la mano fina, dedos largos, firmes, y uñas pulcras.

—Sí —le confirmé.

—Eso es bueno. Quizás deba abrir un restaurante.

—¿Qué le hace pensar que soy tan bueno como para eso?

La sonrisa le brotó oculta tras el enjambre de pelos que le cubría casi toda la boca.

—Lo delatan su barriga de sibarita y sus ojos que miran a este maja squinado con la misma fascinación que lo hago yo.

—¿Maja squinado?

—Este centollo. ¡Una gollería excelsa! ¿Qué haría con él?

—Perfumar su carne desmenuzada con emulsión de azafrán y ñora. Poco más.

Giró los ojos en señal de disfrute.

—No se me había ocurrido, pero puedo imaginar ese sabor. ¡Crocus sativus! ¡Grandioso! —me alabó, refiriéndose al azafrán.

Debe haber sido gratitud lo que me impulsó a preguntarle si él también se dedicaba a la cocina. Arqueó las cejas y ensombreció la expresión para acentuar su exhalación resignada.

—Lo hacía mucho…, cuando era más joven…

Pausó la conversación unos segundos, pero enseguida se sacudió la melena para recuperar su actitud afable.

—¿Y entonces qué?

—¿Qué de qué? —pregunté despistado.

—¿Acerté con lo del restaurante? ¿Lo pondrá?

—Ah, eso. Es complejo. Lo del capital, ya me entiende.

Me pareció advertir que entendía, que se solidarizaba con la frustración que manifesté con mi respuesta.

—Lo de los dineros siempre es un problema —confirmó—. Yo también sufrí lo mío, pero luego todo mejoró.

—¿Tiene un restaurante? —pregunté interesado.

—No.

—¿Y entonces por qué mejoró?

—Desistí —fue la escueta afirmación con la que me dejó en ascuas. Pero no hubo pesar en su respuesta y desvió mi atención hacia un libro de técnicas de servicio.

—Ustedes son unos privilegiados con estas modernidades. En mi época éramos más rudimentarios.

Al no entender, acerqué la mirada a la página que el anciano escrutaba. Admiraba unas molduras y chirimbolos de montaje, de esos que le dan forma a las elaboraciones al disponerlas sobre el plato.

—¡Cursilerías! —determiné para darme un aire vanguardista—. Siempre han existido.

El hombre bamboleaba con la cabeza hacia los costados. Aquel gesto era parte de su lenguaje corporal, una manía que parecía surgir mientras pensaba en algo.

—Son útiles y permiten trabajar con mayor finura —dijo—. Yo las hacía de barro o madera. Estos avances son inteligentes y originales para cocinar.

No logré apreciar la originalidad a la que hacía referencia. A punto estuve de blasonar con mis propias teorías sobre el arte del emplatado. ¿Pero quién era yo para aleccionar a un vejete extravagante que, mientras más hablaba, más aparentaba haber salido de la edad de piedra? Me conmovía la delicadeza con la que avanzaba por las páginas; reposaba las yemas de los dedos sobre las fotografías como si leyese en braille y los ojos se le iban desorbitando con las imágenes de las recetas. No todas sus muecas las supe interpretar, el hombre estaba lleno de ellas; su cara medio oculta tras el pelaje era un bailoteo constante de contracciones y gestos.

—Estas láminas son prodigiosas. Recién me familiarizo con lo que llaman fotografías. No me canso de mirarlas. Desde hace una semana vengo todos los días.

Admito que no soy muy ágil en reflejos intelectuales y el sentido de su observación me pasó inadvertido. Le estaba tomando gusto al momento y mi curiosidad por el hombretón iba aumentando, pero apareció Misán, tan hermosa de cara como sombría de mirada, efecto que nos provoca casi siempre una visita a los bancos. Se relajó al verme y acogió con agrado el teatral saludo del anciano, un tanto rimbombante para mi gusto, pero sin duda galante y de buena fineza.

—Ha sido un placer —musité al despedirnos, a lo que él replicó con un confiado:

—Hasta pronto.

Misán me resumió sus batallas bancarias y yo a ella el breve encuentro con el exótico extraño, confesándole que, aún con sus excentricidades, me había resultado simpático.

Risotto con jamón… ¡para mi corazón! —le vacilé a ella, con menos talento que el anciano para rimar, pero con irrefrenables deseos de prepararle un suculento almuerzo de sábado y, como siempre, llegar al alma de mi amada a través del infalible camino de las tripas.

CAPÍTULO II ZEA MAYS

Es una buena costumbre iniciar los domingos con más parsimonia que el resto de los días de la semana.

Parsimonia, en nuestro caso, significa mantener postrados los huesos hasta tarde en la cama, desayunar en ella, y perdernos en lecturas compartidas hasta que nos vence una primera siesta mañanera, un sueño mucho más reconfortante que el de la noche que lo precede. Abandonados a esta tradición, nos puede alcanzar con facilidad el mediodía, momento en el cual nos ponemos a la tarea de decidir qué almorzar ese día. Los roles los tenemos bien repartidos, equitativamente asignados dentro de una madurez que se tarda años en alcanzar: ¡Misán decide qué es lo que desea comer y yo se lo cocino! Resulta sencillo someterse a esta rutina.

El domingo que le siguió al sábado ya relatado, los antojos de Misán apuntaban hacia la comida nativa y yo, que me desvivo por complacerla porque en treinta años no había podido hacerlo, vencí de buen grado mi pereza y me fui al mercado de Iñaquito, a no excesiva distancia de casa.

Los mercados son universos que ejercen sobre mí una atracción extraordinaria, similar a lo que me ocurre con las librerías o las bibliotecas. No hay mejores lugares para pringarse uno del folclore local de una sociedad, y yo me jacto de haber visitado mercados en más de medio centenar de ciudades por medio mundo. Todos y cada uno se parecen en mucho y difieren en mucho más. Las ofertas las marcan los resultados agropecuarios de una región, las riquezas pesqueras, si es que las hubiera, y las tradiciones alimenticias de las poblaciones locales. Las capitales y grandes ciudades salen beneficiadas porque la ley de la mayor demanda causa un efecto exponencial en cuanto a la oferta y, en nuestro caso, los mercados quiteños amalgaman una vasta abundancia de productos de todo el país y parte del extranjero.

Sepa el lector no familiarizado con Ecuador, que esta es una nación más bien diminuta pero generosa en diversidad geográfica.

De izquierda a derecha, el punto sobre la «i» son las Islas Encantadas, las Galápagos, que a mil kilómetros lineales desde nuestra costa pacífica dotan al país no solo de relevancia turística, sino también científica al haber sido el edén exploratorio que llevó a Charles Darwin a afianzar su provocadora Teoría de la Evolución.

El litoral ecuatoriano, con seiscientos cuarenta kilómetros de costa bañados por un océano bravo, es de clima subtropical y jugoso, de amplias riquezas fruteras y marinas que, por desgracia, mas suelen terminar en las mesas de las naciones importadoras con mayor poder adquisitivo y de gustos angurrientos.

Ascendiendo desde la costa al cielo, se extiende la magnífica cordillera de los Andes, la que no solo nos corona a nosotros, sino también a los países vecinos. Esta serranía, o Sierra, como la llamamos, es la que en mayor grado guarda las herencias ancestrales del país, herencias que para los ignorantes se remonta únicamente a los tiempos incaicos, pero que en realidad se prolonga mucha más atrás en los tiempos, siquiera trece mil quinientos años, hacia el período del Paleoindio. La región andina nos obsequia su propia generosidad en cultivos y crianzas de animales, tesoros tan propios como la papa, o patata, que hoy en el mundo entero se devora como producto local, pero que tiene su cuna en al altiplano desde hace más de siete mil años y que, recién hace quinientos, fue llevada por los españoles hacia el continente glotón.

Desde las alturas de la Sierra uno se deja desplomar nuevamente hacia la derecha y termina por caer sobre la mullida y gigante región amazónica, la selva por excelencia, nuestra Amazonía, con flora y fauna tan variadas como caóticas y sobrecogedoras. Esta extensión, en su mayor parte salvaje, aunque ya no virgen, aporta también un generoso patrimonio de productos comestibles que determinan la idiosincrasia de nuestros mercados y de nuestras cocinas.

Sin mucha fijeza, canasto en mano como manda la ortodoxia al comprar en un mercado, vagué primero por los puestos de frutas y verduras buscando inspiración para el menú dominical. Me divertía con las sagaces insistencias de las vendedoras lengüisueltas al ofrecerme sus mercancías, pero, vista la hora, tampoco me podía distraer demasiado y opté por unas recetas de fácil preparación, pero cargadas de sabor nacional. Llevaría una generosa ración de mote con chicharrón y un corte fino de corvina para preparar un sabroso ceviche al que yo le agregaría variantes propias de autor. Hice un repaso mental a lo que había de productos en casa para únicamente comprar lo imprescindible.

Hacia el fondo del mercado se apostaban los puestos de pescados y mariscos, por costumbre abarrotados de gentío, y eso que comprar pescado y marisco en mi país se ha convertido en una especie de privilegio esporádico por su alto coste. No creo que resulte peregrino mi estupor cuando, en medio de la muchedumbre, como un obelisco que se imponía, divisé la cabeza plomiza del singular veterano del día anterior. Sorprendido, me situé en un lateral, incrédulo ante aquel imprevisto encuentro, y el gigantón me alcanzó a ver, me guiñó un ojo y se abrió paso para acercarse.

—Es una grata coincidencia —manifestó con un abrazo cordial y familiar. Maravillado, tardé unos pocos segundos en hacerle una renovada radiografía. Porque el hombre era el mismo, pero, quién lo dijera, parecía otro diferente con su reformado empaque. Muy alejado de sus pintas del día anterior, ahora vestía un presuntuoso traje de tafetán azul cobalto, de solapa de muesca y botonería dorada y bruñida. La camisa celeste la abrochaba en el cuello una magnífica pajarita nacarada con lunares azules. Los pliegues simétricos del pantalón le caían sobre unos zapatos de elegante puntera, negros alquitrán y con suela de cuero. El antagonismo con el personaje que había conocido en la librería era casi total, seguían estando las greñas, los matojos de pelo abundante, pero aunque con extravagancia por el contraste, el hombretón ahora exhibía distinción y urbanidad. No le pasó inadvertido mi escrutinio y feliz estuvo de explicarse.

—Tardé unos días, pero fui entendiendo que desentonaba. Me tenían tan absortos los libros que apenas había recorrido el resto de los almacenes. Preguntando, preguntando, me dejé asesorar. Esta vestimenta la adquirí ayer en la segunda planta.

Se pavoneó con comicidad y una vendedora de pescado con cara de congrio le premió con un atrevido piropo.

—El cambio es notable —le dije—. Aunque no estoy seguro de que yo hubiese elegido esa indumentaria para venir al mercado.

—Lleva razón, quizás deba hacerme de unos pantalones como los suyos. Parecen… robustos —añadió tras pensarlo un momento.

—¿Estos? Son vaqueros. Según de qué tipo use, son lo más incómodo que hay, aunque tienen su ventaja. Robustos es una buena manera de describirlos.

El hombre se confesó:

—Siempre he tenido mis delirios por la buena ropa. En mi época era distinta, pero este traje parece de lo más distinguido ahora. Sin embargo, no quisiera llamar la atención en exceso.

—Oh, no se preocupe por eso. Se vista como se vista lo haría. Solo cuídese de que no le cobren el triple a la hora de comprar. Tiene facha de aristócrata y las comadres de aquí huelen el dinero.

—Vine sin intenciones de comprar. ¿Cómo lo llaman? ¡Hago turismo!

Un sujeto que hacía turismo en los mercados tenía que caerme bien.

—¿Le importa que lo acompañe, signore?

—Adelante. Creo que ya es mi turno.

Seleccioné un filete de corvina limpia de dos libras y no me resistí a preguntar por los precios del camarón. Se exhibían apelotonados en bandejas plásticas raídas, ordenados por tamaños. Para mí era un juego habitual retar a los vendedores por cobrar precios demasiado elevados y amenazarlos con comprarle a la competencia de al lado. No es que se consiga mucho, pero un descuento de cincuenta centavos en cada libra sumaba un dólar si compraba dos, y yo aprecio el valor de cada moneda más allá de presumir de ser un buen regateador. Terminé por comprar aquel camarón para una inspiración posterior, y con el hombretón nos fuimos a la parte trasera del recinto donde se vende comida preparada. Aquí el buen hombre recorrió los puestos con rendida fascinación, le brillaron los ojos a la vista de los jugos recién preparados, los cerdos horneados a los que, astutamente, llamamos hornado, los caldos de gallina y guisos varios, pero lo que más suscitó su perturbación fue el mote que yo iba a comprar, el que se amontonaba en cajoneras con grasientas cristaleras.

—Aquí le confieso que no sé qué es —exclamó sorprendido y agarró la pequeña bolsa de degustación que la vendedora le extendía.

—Pruebe uno primero sin mezclar con lo demás. Es el maíz de grano grueso, pelado y cocido durante mucho tiempo.

—¡El zea mays! —bramó el otro con un pasmo cándido—. Solo lo he visto una vez en mi vida y nunca lo había probado. Desde España me trajeron unos granos, pero no sabíamos qué hacer con ellos.

—El maíz es americano, tanto o más que la patata, mi amigo. Usted parece italiano. ¡En Italia también hay maíz!

—Ahora sí —aseguró él—. Antes no.

Devoró el contenido de su funda con elegante mesura, a cucharadas, saboreando con ritualidad la mezcla del mote con cebolla, otros granos y el culantro picado, al que en otras partes llaman cilantro. La porción contenía tropezones minúsculos de chicharrón de cerdo lo que, sin embargo, no le entusiasmó.

—Nosotros también comíamos grasa de cerdo en fritura. No es buena, obstruye las arterias.

Compré varias raciones del mote con chicharrón negándome a prescindir del elemento crujiente de esta mezcla criolla y haciendo caso omiso de su advertencia. Al fin y al cabo, yo también conocía los claroscuros de la alimentación, pero defendía la teoría de que los domingos eran para concederse uno una licencia, y que no era mi culpa que muchos de los alimentos malsanos que ingerimos simplemente son los más deliciosos.

Lo invité a un jugo de alfalfa, el cual sorbió con deleite de sumiller y le evocaba con cada trago recuerdos de su niñez, del todo pintorescos, o así me sonaban sus remembranzas. Entrados en confianza, me permití una sugerencia.

—Viéndolo ahora así, trajeado y garboso, quizás un buen corte de pelo completaría la estampa.

Dando chasquidos con la lengua para arrancarle a su paladar los últimos sabores del jugo, afirmó, de nuevo con ese tambaleo lateral de la cabeza, que también lo había pensado y que a ello dedicaría la mañana del lunes.

La hermandad de compartir mesa, aunque fuese una pringosa y sucia, brindando con nuestros batidos de alfalfa, nos condujo finalmente a las presentaciones. De esta manera me fui afirmando en mis sospechas iniciales de estar tratando con una especie de lunático. Su procedencia en sí no era llamativa; venía de Francia, aunque era italiano, florentino para ser exactos, y respondía al nombre de Piero di Caterina. La locura o excentricidad se manifestaba en su manera de referirse a su procedencia —de cuna notoria y existencia bastarda—. En aquellos días, yo aún no disertaba con él sobre sus rarezas, esto vendría después, conforme se fue consolidando la confianza, al menos la mía, porque él desde un principio nunca varió su trato abierto y candoroso. El acercamiento, ya más formal, me impulsó a sugerirle que sería bienvenido en casa para el almuerzo, y no terminé de verbalizar la invitación, cuando él ya inició a bailar la cabeza hacia los lados a ritmo más acelerado, visiblemente agradecido y feliz. Me cuidé de darle un preaviso a Misán, que en estas cosas exagera una sensibilidad extrema y no es saludable sorprenderla sin advertirle de la visita de un extraño.

Con el motor del coche encendido, don Piero, que por edad y garbo me inspiraba esta forma de trato, exhaló una repentina disculpa y pidió que aún le esperase unos minutos porque no deseaba presentarse en mi casa con las manos vacías. Lo vi entrar en una de las tiendas de abarrotes del exterior y salir de nuevo, sonriente, con dos botellas de tres litros de Coca-Cola.

—Este ha sido uno de mis descubrimientos más deliciosos. Espero que a usted y a la doña también les guste.

—¿Coca-Cola?

—Así lo llaman. ¿Verdad que es una exquisitez?

Hice un esfuerzo para no sonar burlón, pero el asombro se impuso.

—¿No hay Coca-Cola en Francia? Digo… ¡por supuesto que la hay!

Don Piero carraspeó.

—Es probable, pero yo no la conocía. Espero que vaya bien con el pescado.

—De maravilla —aseguré desconcertado pero respetuoso con esta nueva extravagancia de mi invitado.

Refinamiento y galantería son algo que a la mayoría de los hombres se nos escapa. Entendemos su importancia, en ocasiones incluso nos esforzamos en darles aplicación, pero, generalmente, cuando nos jugamos una conquista o cuando sufrimos los achaques de la mala conciencia y pretendemos recuperar puntos. Digo esto con humildad y autocrítica, y lo digo, porque ni bien llegamos a casa, don Piero nos embalsamó a Misán y a mí con sus elevadas artes de elegante caballerosidad. A mí me petrificó la envidia por sus maneras y a Misán el beso de mano y las lisonjas grandilocuentes con las que alabó su hermosura. Porque Misán es hermosa, de sensualidad gatuna, rostro tostado con pómulos altos, ojos de color cocoa y labios carnudos con textura de nube. Su planta es distinguida, troyana, de curvas rumbosas. A mí me vuelve loco cuando pierdo la vista por sus magníficos collados, cuando miro su rostro primoroso centellar en medio de las ondulaciones de su melena.

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