Kitabı oku: «Kid en la Cumbre de los animales», sayfa 2

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CAPÍTULO TRES
LA CUMBRE

La enorme sala está llena. Las filas de asientos dibujan semicírculos que bajan hasta el escenario, donde cohabitan animales y micrófonos. Delante del escenario, el foso, habitualmente reservado a los bailarines o a las orquestas, se ha transformado en un estanque. La gran piscina, donde chapotean cetáceos y otras criaturas acuáticas, burbujea como un jacuzzi. Aquí y allá, contra las paredes y en los rincones, los asientos han sido sustituidos por perchas de pie o colgantes, por estanterías llenas de acuarios y peceras luminosas, por montículos de tierra y madera seca, a veces atravesados por profundas galerías, para acoger al mundo animal.

Los asientos están ocupados principalmente por mamíferos y reptiles. A Kid le cuesta entender lo que ve. Nada parece organizado, los animales no están agrupados por familias, sino diseminados por todas partes. Tampoco están agrupados por origen: africanos con africanos o americanos con americanos. Así, el caracal, al que identifica inmediatamente porque lo vio disecado en la Gran Galería de la Evolución, está agazapado bajo el asiento de un wombat, entre el socarrón marabú y la iguana crestada. Su mirada no se posa en ninguna parte, sino que rebota en los seres vivos sin alcanzar a tener una visión clara de lo que está pasando. Algunos asientos están vacíos, otros están a reventar. Impresionada por este desconcertante espectáculo, Kid se dice que nadie podría haber deseado tal caos, y que seguramente la organización planeó una colocación coherente, pero luego los animales se pusieron donde les apeteció. Le molesta tanto desorden, primero porque es desorden y no le gusta que todos hagan lo que les dé la gana, pero también porque no entiende la lógica de este lugar y se siente impotente y excluida. Kid aún no se ha movido, bastante tiene con respirar.


Aparece el dedo de la azafata, apuntando a un asiento vacío en el centro de la sala. Kid vuelve a dudar, pero un firme empujón en la espalda justo antes de que la puerta se cierre la obliga a moverse. Traga una gran bocanada de aire cargado y comienza a abrirse paso entre la multitud. A sus disculpas le contestan con gruñidos, aullidos, bramidos, graznidos, alaridos y gañidos.

Cuando llega a su asiento, se hunde en él durante unos minutos. Al principio, solo los ojos están inquietos en su cuerpo inmóvil, pero luego el pulso se le ralentiza, los pulmones vuelven a abrírsele y se le relaja la mandíbula. ¿Qué pinta ella aquí? No debería haberles hecho caso a sus compañeros de clase. El ciclo de sus pensamientos negativos se ve interrumpido de repente por algo que le palpa la cabeza. Cuando se atreve a girarse, se encuentra a un gibón enternecido acariciándole amorosamente el pelo. El animal es encantador y eso hace que se sienta segura, así que decide no apartarle la mano, cuidadosa de momento. Su confusión se disipa y su mirada acaba encontrando coherencia en la sala; es una reunión de animales y los hay por todas partes: sentados, posados, acostados, subidos por aquí y por allá. Así de sencillo. Ahora que tiene un sitio propio, un asiento al que agarrarse, el orden ya le importa menos. Reanimada por este pensamiento y más libre para aprovecharse del bullicio que la rodea, saca sus cosas de la mochila y las extiende sobre la tabla de madera que ha sacado del reposabrazos. Allí coloca la libreta de espiral en forma de estrella de mar, el boli-borrador, los chicles de grosella y la botella de agua. Una nueva mirada a la sala, una mano de gibón en el pelo y a Kid la invade un nuevo estallido de alegría. Primero la sonrisa y enseguida la risa loca. Entonces, lanza el grito de su especie y se une al bullicio.


Ocupada escribiendo en la libreta, no oye la respiración. Kid tiene que esperar a la detonación causada por la cola de la marsopa al golpear la superficie del estanque para levantar la vista. Detrás del chorro de agua que ha levantado el cetáceo, cuando ya han caído todas las gotas, aparece un gigantesco planeta azul y verde al fondo del escenario, proyectado en la pared. Una música sin alma sigue al estruendo. Sobre el atril se alza un pájaro secretario. Se desliza de un lado a otro del mueble, un movimiento que obviamente no estaba planeado, esperando a que se haga el silencio. A Kid le impresiona la altura de sus patas y se incorpora en el asiento para mirarlo. Así sentada, ve a otro miembro de su especie en la primera fila. Ve la cabeza calva y unos mechones de pelo gris de los que tiran dos capuchinos histéricos, que han acudido en calidad de miembros de una delegación del Amazonas. Kid no lo ha visto entrar, probablemente ya estaba sentado cuando ella llegó. El hombre, nacido en el siglo XX y representante humano de la cumbre, agita unas hojas de papel para abanicarse y se irrita con los dos capuchinos fanáticos, sacudido por bruscos movimientos de cabeza. Kid, sonriente, piensa que su discurso acabará volándose si no se relaja. La música deja de sonar y, en el atril, la rapaz vuelve a colocarse en el centro de un salto, con las alas abiertas, que acto seguido pliega a lo largo del cuerpo. Hay un silencio casi total, roto únicamente por el inevitable gorgoteo de los estómagos de los mamíferos.


—Queridas especies, queridos compañeros y compañeras, queridos invitados e invitadas, bienvenidos a esta primera Cumbre de las Especies. Diez minutos como máximo para cada uno es muy poco, todos tenemos mucho que decir, pero son diez minutos como máximo. Respetando el límite de tiempo, demostraremos nuestra buena voluntad.

El pájaro se queda inmóvil y mira a la asamblea con dureza. Con las plumas levantadas sobre la nuca, avanza hacia la multitud.

—Queridas especies, queridos compañeros y compañeras, queridos invitados e invitadas, bienvenidos a esta primera Cumbre de las Especies. Diez minutos como máximo para cada uno es muy poco, todos tenemos mucho que decir, pero así escucharemos a lombrices, mamíferos, insectos, crustáceos, aves, plancton, moluscos, tortugas y peces. Que esta sea una oportunidad para entendernos y para recordar que todos vivimos en el mismo planeta.

»Queridas especies, queridos compañeros y compañeras, queridos invitados e invitadas, bienvenidos a esta primera Cumbre de las Especies. Diez minutos como máximo cada uno es muy poco, pero estemos a la altura y demos a esta primera cumbre la fuerza de mover montañas.

El secretario se encoge de hombros y estira la cabeza hacia delante.

—Montaña... —murmura—. También podría haber dicho «llanura», o «mar», o «fábrica», o «edificio», o «tronco», o «elefante».

Perplejo, termina su anuncio dando un saltito nervioso. La luz se apaga y vuelve a encenderse al cabo de un minuto, esta vez dirigida hacia el estanque donde nadan una docena de criaturas.

Kid aplaude, pero enseguida cambia de opinión: sus aplausos han espantado a unos pájaros, que han asustando al muflón, que al sobresaltarse ha empujado a la tortuga de las Galápagos, que ha rodado hasta las patas del oso, que se ha dejado caer en el asiento y la ha pulverizado. Kid se encoge ante las miradas de desaprobación y mira al suelo: la tabla del reposabrazos está vacía, sus cosas han desaparecido. No se han caído, ni están en la mochila ni entre los asientos. Kid mira al gibón, que sigue posado sobre su cabeza.

—¿Has sido tú? ¿Has cogido mis cosas?

El mono suelta un hipido mientras se mete la punta de un mechón en la boca.

—No, no has sido tú. No es eso lo que te interesa.

CAPÍTULO CUATRO
CUERPOS Y RUIDOS

En el estanque, la marsopa toma la palabra. Como primer orador aborda, al igual que los demás representantes, los impedimentos y amenazas a la supervivencia de su especie. Habla de las redes de deriva que los ahogan y les impiden alcanzar la superficie para respirar, además de las lesiones en los oídos provocadas por el ruido de barcos y submarinos.

Kid no consigue concentrarse: ¿cómo va a escribir la redacción sin papel ni bolígrafo? Tiene buena memoria, pero recordarlo todo es imposible. Esto empieza bien...

El pez sierra, con el hocico fuera del agua, interviene en segundo lugar y exige que los seres humanos dejen de cortarles las aletas. Impresionada por su largo hocico dentado, que mueve sobre la superficie, Kid se calma y vuelve a concentrarse en escuchar a los peces.


Una vez más se distrae por un reflejo fugaz en la cuarta fila. Enseguida vuelve a ver otro destello a tres asientos de allí. Kid está segura: su botella está paseándose por ahí. Se levanta, aparta al gibón, que aún la agarra del pelo, y se va por el pasillo de la derecha. Un nuevo destello de aluminio entre los colmillos de un serval, y Kid comienza a seguirle la pista al felino.

—¡Oye, creo que tienes algo mío!


El pez piña, que estaba expresándose en la parte menos profunda del estanque, la oye gritar, pero no deja de hablar por tan poco, teniendo en cuenta que la mitad del público ya había desconectado de su discurso para hacer otras cosas: meter los dedos en las orejas del vecino, lamer las plumas de colores de unos o intentar echar un vistazo debajo de las escamas de otros. Lo que se dice es interesante, e interesa a los animales, pero los fuegos artificiales de formas y colores de los seres vivos presentes en la sala son aún más interesantes. Todos tienen muchos misterios que despiertan la curiosidad: ¿a qué sabe una pluma? ¿Qué profundidad tiene el agujero de una oreja? ¿Puede sostenerse una madera sobre una cabeza? ¿Una rana se pega al techo? ¿La preciosa pintura metálica de algunos escarabajos se descascarilla al rascarla? ¿Una serpiente no tendrá patas escondidas en alguna parte? Todos los animales saben por qué están allí, y Kid también lo sabe: para hablar o escuchar, pero los seres vivos son tan increíbles que la atención va pasando de un animal a otro, de un cuerpo a otro, de una sorpresa a otra.

El secretario llama al orden a un picabueyes que mira con deseo los parásitos que se han posado en el peluquín de un ratel:

—Queridas especies, queridos compañeros y compañeras, queridos invitados e invitadas, vosotros que habéis sido bienvenidos a esta primera Cumbre de las Especies. No nos comemos los unos a los otros, hemos dado nuestra palabra. Nos hemos comprometido a no comernos los unos a los otros, ni siquiera nos lo planteamos.

Distraída por la llamada de atención de la rapaz, Kid ha perdido el rastro del serval. Husmea bajo los asientos y por detrás de las patas y las colas de los animales hasta que, bloqueada por el mal aliento de un varano, renuncia a la botella y vuelve a su sitio. Se oyen chillidos, seguidos rápidamente por un concierto de gritos agudos y espasmódicos: la humana se apresura a subir por el pasillo y se deja caer en su asiento. Dos grandes monos se alzan detrás del atril y evalúan a los participantes. El chimpancé está nervioso, recorre metódicamente al público con su mirada febril en busca de algo. El bonobo que lo acompaña está más relajado y enumera fríamente las desgracias que sufren, como si fuera un menú: destrucción del territorio, caza, asesinato, por supuesto, consumo de carne, disfraces para divertirse, experimentación e, incluso, bicicletas con ruedas pequeñas para servir de diversión en el circo. El chimpancé grita de repente y escruta con la mirada a los asistentes, inmóviles ante tanta agresividad. Ha captado su atención, ya nadie se hace el listillo. El bonobo lo calma dándole un beso en la frente. A Kid no le da tiempo a relajarse: la mirada del chimpancé se ha detenido en ella y tanta ira la deja helada. Soporta heroicamente su mirada a la espera de que él continúe escrutando a los ocupantes de los otros asientos de la fila, pero él sigue mirándola fijamente. Es ella a quien busca, es ella a quien desprecia. Pero ella no ha hecho nada, no se ha comido ni ha matado a nadie, no tiene una bicicleta de ruedas pequeñas, y aun así él sigue mirándola. Kid se escurre lentamente en su asiento y por fin escapa a la mirada del chimpancé. Sabe que su especie es responsable de todas sus desgracias, que los humanos son los principales destructores del planeta; lo sabe, lo oye todos los días en el colegio, en la tele, en la radio... Lo sabe y lo ve, pero no todo es culpa suya. Cuando llega al suelo, se arrastra y va a esconderse detrás del oso dormido.


Kid se esfuerza mucho en casa: recicla, elige, ahorra, participa en acciones a favor del clima o del planeta, a veces se manifiesta. Siente que esta situación es un poco injusta: ella solo tiene once años y su especie ha estado alterando el planeta desde hace miles; le parece un poco despreciable decir que es culpa suya. Y el viejo de la primera fila, ¿no es también un poco responsable? ¿Quizás un poco más que ella? Entonces, ¿por qué el chimpancé la está fulminando con la mirada de esa manera? Ella está al tanto del problema, y se disculpa, y lo compadece profundamente, y hace todo lo que puede para cambiar, pero no es ella quien toma las decisiones, todavía no. La ira ha aliviado temporalmente el miedo, que se ha atenuado hasta convertirse en preocupación.

La humana se queda allí hasta que el discurso de los dos homínidos llega a su fin. Cuando levanta la cabeza, esquiva por los pelos a un enjambre de abejas, que se ha reunido bajo la barbilla del oso barbudo durante su siesta.

Kid, que no ha querido volver a su asiento desde que la mirada del mono la dejase congelada, se incorpora y echa a andar hacia dos asientos vacíos en la fila de abajo. De camino hacia allí, sorprende a un damán coloreando las rayas blancas de una cebra con su boli-borrador. Desconcertada y todavía nerviosa por lo que acaba de experimentar, balbucea:

—¿Qué..., qué estás haciendo con mi boli-borrador?

—Ah, ¿también es borrador?

—¿De dónde lo has sacado? ¿Dónde está mi cuaderno? ¿Quién te ha dicho que podías...?


—¿Cogerlo? Estaba en el suelo, así que es de todos, ¿no?

—No, es mío y lo necesito.

—¡Yo también! Ya te lo devolveré cuando termine mi cebra.

Kid no puede pensar con claridad.

—Devuélveme el boli y el cuaderno, tengo que hacer una redacción, por favor, sé bueno.

Kid intenta recuperar el boli por la fuerza, pero el damán se mete por debajo de los asientos.

Un clamor estridente le invade gradualmente los tímpanos y le vibra bajo el cráneo. En el escenario les ha llegado el turno de palabra a los animales pequeños: insectos, arañas, escorpiones y crustáceos.

—¡Somos el 80 %! —gritan a coro—. ¡Los invertebrados de patas articuladas representamos al 80% de los animales!

Desde todos los rincones de la sala, unos chillidos roncos y agudos se unen al clamor.

—¡Somos el 80 %!

En una pecera, un kril furioso se agita y vomita proclamas contra la contaminación, la pesca y el plástico.

—¡Somos el 80 %!

Los sonidos llegan de todas partes, imposibles de localizar y más aún de identificar. Kid se hunde en su nuevo asiento, apoya las manos en los reposabrazos y se concentra en los sonidos, que se vuelven cada vez más fuertes y explotan aquí y allá como fuegos artificiales. ¡Oh, qué grave tan bonito! ¡Oh, qué agudo tan hermoso! ¡Oh, qué prolongada estridencia! Los grillos frotan los élitros, las langostas se tocan la tibia, los abejorros zumban y las cigarras tocan los címbalos.

—¡Somos el 80 %! ¡Somos la comida de todos, los pilares de la cadena! ¡Sin nosotros, puf, se acabó! ¡Somos el 80 %!

Kid no ve nada, pero oye este mundo gigantesco. Sus ojos dicen que no hay nada, pero sus oídos dicen todo lo contrario. Al final, cierra los ojos, ya que no le sirven de nada, abre los oídos como nunca lo había hecho, y, recorrida por un escalofrío que le pone los pelos de punta, se abandona al ruido y se deja llevar.

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