Kitabı oku: «Cleopatra»
Primera edición: octubre 2020
Título original: Cleopatra: I am fire and air
© 2017 by Harold Bloom c/o Writers’ Representatives LLC, New York. First published in the U.S. in the English Language by Scribner – Simon & Schuter. All rights reserved.
© de la traducción: Ángel-Luis Pujante, 2020
© Vaso Roto Ediciones, 2020
ESPAÑA
C/ Alcalá 85, 7° izda.
28009 Madrid
Imagen de cubierta: Composición realizada a partir de las obras A Procession of Shakespeare Characters, de autor desconocido, 1840, y Cleopatra and Caesar, de Jean-Leon-Gerome, 1865.
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ISBN: 978-84-121638-5-8
eISBN 978-84-122630-6-0
BIC: DNF
Depósito Legal: M-24743-2020
PERSONAJES DE SHAKESPEARE 2
Harold Bloom
Cleopatra
Soy fuego y aire
Traducción de Ángel-Luis Pujante
Para Emily Bakemeier
Índice
AGRADECIMIENTOS
NOTA DEL TRADUCTOR
1. Enfriar los ardores de una egipcia
2. Nada permanece, todo fluye
3. Desborda el límite
4. ¡Ah, mi olvido es un Antonio!
5. Antonio y Octavia: un sacrificio al poder romano
6. Yo no hice la boda, yo traigo la noticia
7. Mi placer está en Oriente
8. Te van a azotar
9. El dios Hércules se aleja
10. Esta inmunda egipcia me ha traicionado
11. Ya muero, reina, muero
12. La tierra tenía que haber lanzado leones a las calles
13. Ya veis, palabras y palabras
14. Un crío chillón hará Cleopatra niñeando mi grandeza
15. Que disfrutes de la bicha
16. Soy fuego y aire
NOTAS DEL TRADUCTOR
Agradecimientos
Quisiera dar las gracias a mi ayudante de investigación, Alice Kenney, y a mi editora, Nan Graham. Como siempre, estoy en deuda con mis agentes literarios, Glen Hartley y Lynn Chu. Tengo una deuda especial con Glen Hartley, el primero en proponer esta serie de cinco libros breves sobre personalidades de Shakespeare.
(H.B.)
Nota del traductor
Los pasajes de Antonio y Cleopatra citados en este volumen proceden de mi traducción de esta obra, publicada por la Editorial Espasa en sus ediciones de la colección Austral, de Teatro Selecto y de Teatro Completo (tomo I, Tragedias) de William Shakespeare. Las citas de Macbeth (edición revisada), Hamlet, Medida por medida, El rey Lear y El cuento de invierno también son de mis traducciones de estas obras, publicadas en las mencionadas ediciones. La de Los dos nobles parientes –obra colaborativa de Shakespeare y John Fletcher traducida por mí en colaboración con Salvador Oliva– figura sólo en las mencionadas ediciones de Teatro Selecto y Teatro Completo (tomo II, Comedias y tragicomedias).
La traducción del soneto 135 de Shakespeare procede de Shakespeare. Sonetos completos, de Miguel Ángel Montezanti (Buenos Aires, 2004), y la del 136, de su Sólo vos sos vos. Los Sonetos de Shakespeare en traducción rioplatense (Mar del Plata, 2011).
Las traducciones de W.B. Yeats son de Manuel Soto («Lapis lazuli», «Una mujer joven y vieja. Despedida», Madrid, 1991) y de Antonio Rivero Taravillo («La mosca zanquilarga», Valencia, 2010).
Las de la Biblia, de la traducción de Casiodoro de Reina (1569), revisada por Cipriano de Valera (1602) y otros (1862, 1909 y 1960), y editada por las Sociedades Bíblicas Unidas (México, 1960).
Las traducciones de los versos de D.H. Lawrence y del pasaje de Shelley son mías.
Para evitar la discrepancia entre puntos de estas traducciones y del texto de este libro, en algunos casos ha sido conveniente efectuar ajustes verbales. Asimismo, y para aclararle al lector algunos detalles lingüísticos o referencias literarias y culturales, he añadido al final del libro notas breves explicativas.
(A.L.P.)
Capítulo 1
Enfriar los ardores de una egipcia
En 1974 me enamoré de la Cleopatra de Janet Suzman, la actriz sudafricana que entonces tenía treinta y cinco años. Cuarenta y tres años después su imagen pervive en mí cada vez que releo Antonio y Cleopatra. Ágil, sinuosa, grácil y exuberante, la Cleopatra de Suzman permanece inigualable en mis largos años de asistir a representaciones en los Estados Unidos y en Gran Bretaña. La fiereza de la mujer más seductora de todo Shakespeare quedó captada en un retrato atlético cuyos cambios de humor reflejaban la fuerza propulsora de una sexualidad llevada a su apogeo.
Antonio y Cleopatra fue estrenada en 1607, un año después de la llegada de Macbeth. La historia de Antonio narrada por Plutarco entró en la mente de Shakespeare cuando recordó que el temor de Macbeth a Banquo se equiparaba al ensombrecimiento de Marco Antonio por Octavio César:
Ser rey no es nada sin estar a salvo.
Mi temor a Banquo se me clava hondo;
lo que reina en su temple soberano
hay que temerlo. Es muy decidido
y, además de ese ánimo intrépido,
la prudencia le guía su valor
para obrar sobre seguro. No hay nadie más que él
a quien yo tema, y bajo él mi espíritu
se siente coartado, como dicen que lo estaba
el de Antonio por César.
(Macbeth, acto 3, escena 1)
El amplio espectro de Antonio y Cleopatra abarca bastante más que una relación sexual. Con todo, sin la fiera sexualidad que Cleopatra encarna y estimula en otros no habría obra.
Cleopatra y sus naves huyen en la batalla de Accio, y Antonio la sigue. La consecuencia es el desastre casi total. La escuadra de Antonio queda destruida y muchos de sus capitanes se pasan al bando de Octavio César. En su vergüenza y furor Antonio culpa a Cleopatra y exagera su carrera erótica:
Te encontré como un resto ya pasado
en el plato de Julio César; fuiste las sobras
de Gneo Pompeyo, más cuantas horas ardientes
escogiera tu lascivia y al rumor
del pueblo no le constan. Pues, sin duda,
aunque adivinas lo que sea la continencia,
tú no la conoces.
(acto 3, escena 3)
Shakespeare intensifica la cruel visión de Cleopatra como plato egipcio. Como bien sabía, ella nunca fue amante de Pompeyo el Grande, que fue asesinado a su llegada a Egipto por orden de Ptolomeo XIII, uno de los hermanos de Cleopatra. Cuando Julio César llegó a Egipto, Ptolomeo XIII le presentó la cabeza de Pompeyo el Grande. César, indignado por tal afrenta a la dignidad de Roma, ejecutó a los asesinos. Shakespeare, captando una indirecta de Plutarco, hace que Antonio añada a Gneo Pompeyo, hijo de Pompeyo el Grande, que había estado en Egipto pero no llegó a gozar del lecho electrizante de Cleopatra.
Es importante observar que la dinastía ptolemaica, con Cleopatra como su última reina, era una familia grecomacedonia descendiente de uno de los generales de Alejandro Magno. Cleopatra fue la primera y única soberana ptolemaica que hablaba egipcio y griego. Se veía a sí misma como la encarnación de la diosa Isis.
Tras su corregencia con su padre Ptolomeo XII y después con sus hermanos Ptolomeo XIII y XIV, con quienes se casó, Cleopatra se enfrentó a ellos y se convirtió en la única reina, consolidando su puesto mediante su aventura con Julio César. Marco Antonio fue el sucesor de éste y llegó a ser la mayor pasión de Cleopatra, un amor tan vivificante como mutuamente destructivo.
Estos hechos esenciales son sorprendentemente engañosos cuando nos enfrentamos a dos de las personalidades más exuberantes de Shakespeare, Cleopatra y su Antonio. Siempre una urraca, Shakespeare recogió materiales de fuentes como Plutarco y tal vez de La tragedia de Cleopatra, de Samuel Daniel. Los historiadores modernos sospechan que Octavio César pudo haber ejecutado a Cleopatra o, al menos, haberla inducido al suicidio, lo que habría malogrado e incluso anulado el Antonio y Cleopatra de Shakespeare, ya que la exaltada apoteosis de Cleopatra perdería su fuerza imaginativa. Octavio ejecutó a Cesarión, hijo de Cleopatra y Julio César, y a Antilo, hijo de Antonio y Fulvia. Sin embargo, perdonó a los demás hijos de Antonio y Cleopatra.
Para empezar a comprender a Cleopatra y Antonio hay que entender que ellos fueron las primeras celebridades en nuestro depreciado sentido actual. Carismáticos, estos amantes confieren retazos de su gloria tanto a sus seguidores como a sus enemigos. Su largueza es infinita. Antonio es generoso, Cleopatra es otra cosa. Lo que da deja hambriento a quien lo toma. Hechiza y destruye.
Shakespeare sigue a Plutarco al mostrarnos a un Antonio de cincuenta y cuatro años y a una Cleopatra de treinta nueve cuando se conocen. Antonio decae en el curso de la acción, mientras que Cleopatra aumenta su intensidad y al final alcanza la grandeza suicidándose. El pobre Antonio yerra y tropieza. Su mayor parodia llega cuando, moribundo, es alzado al mausoleo donde Cleopatra se ha encerrado para que no la aprese Octavio.
Apartándose un tanto de Plutarco, Shakespeare hace que el genio o daimon de Antonio sea Hércules en vez de Baco o Dioniso. La identificación de Cleopatra con la diosa Isis, cuyo nombre significaba «trono», es esencial para entender los aspectos míticos de su personalidad. Isis recogió los restos de su hermano y esposo, Osiris, y de este modo facilitó su resurrección. La subida anual del Nilo se atribuía a las lágrimas de Isis al llorar a Osiris.
Cleopatra se identifica con el Nilo y con la tierra de Egipto. En su éxtasis final proclama que es aire y fuego, y ya no agua o tierra. La espaciosa imaginación de Shakespeare deja entrever que Cleopatra como Isis se casa con Antonio como Osiris y le da apoyo hasta que éste se suicida. Cada vez que releo y enseño Antonio y Cleopatra me encuentro musitando dos versos del poema «Don Juan», de D.H. Lawrence:
Es el misterio Isis
quien se habrá enamorado de mí.
Mucho de la Cleopatra de Shakespeare seguirá siendo un misterio. Como Falstaff, ella representa perennemente su propio papel. La teatralidad es tan intensa en Antonio y Cleopatra como en la primera parte de Enrique IV y en Hamlet. Cleopatra no quiere compartir la escena con nadie. Su precursor es el Mercucio de Romeo y Julieta. Shakespeare tiene que matarlo antes de que se arrogue el protagonismo. No es posible matar a Cleopatra ni a Falstaff porque sus obras morirían con ellos.
Por muy ambiguo que fuera Shakespeare en cuanto a la sexualidad femenina, especialmente en sus sonetos a la Dama Morena y en general en todas sus obras, su Cleopatra es inmortal porque es la fecundidad incesantemente renovadora de la pasión de una mujer en el acto del amor. Shakespeare juega con «will» –que, además de ser su nombre, connotaba deseo sexual e incluso los órganos sexuales masculino y femenino– cuando se dirige a su Cleopatra en la Dama Morena:
Todas desean, tú tienes deseo,
deseo de ganar, y demasiado,
bien a las claras tu fastidio veo
cuando a tu voluntad voy agregado.
¿No admitirás con tu deseo espacioso
que alguna vez se oculte el mío en el tuyo?
¿En otros el deseo es gracioso
y nunca el mío aceptará tu orgullo?
El mar, que es agua, acepta agua del cielo
que a su propia abundancia da grandeza;
siendo rica en anhelo, da a tu anhelo
alguno mío por lograr riqueza.
No mate al suplicante tu «no» hostil;
piensa tan sólo en uno: yo soy Will.
(Soneto 135)
Si al acercarme tu alma te reprende,
júrale a tu alma ciega que soy Will,
y tu alma sabe bien que a Will se atiende:
cumple mi ruego, no me seas hostil.
Will colmará el tesoro de tu amor,
lo llenará de Wills, mi will es uno.
Cuando la cantidad es muy mayor
al uno se le tiene por ninguno.
Que en tu cuenta total yo sea cero,
aunque debo ser uno en el conjunto;
que yo sea nada, aunque placentero,
y que esa nada agrade ya a tu asunto.
Mi nombre sea tu amor al mil por mil;
entonces me amarás: me llamo Will.
(Soneto 136)1
Shakespeare bien podría estar dirigiéndose a esa matriz sexual, su Cleopatra. Aunque ella tiene ingenio, agudeza, sagacidad política y astucia infinita, su principal atributo es su asombroso poder sexual. Tal vez esta Cleopatra fuera Isis para el Osiris de Shakespeare. En ninguna otra obra, salvo quizá en sus sonetos, se entrega tan plenamente a una fascinación que, sin embargo, le asusta. Recuerdo una vez más mi reacción ante la Cleopatra de Janet Suzman, en la que me debatía entre el deseo y la aversión.
En Shakespeare, la personalidad, más que desplegarse, se desarrolla. Cleopatra nos desconcierta porque es más astuta de lo que pueda imaginar un hombre. Puede ser tan ingeniosa como Falstaff, tan artera como Yago, y tiene la capacidad implícita de Hamlet para sugerir anhelos trascendentes. Y es irresistible.
Capítulo 2
Nada permanece, todo fluye
Antonio y Cleopatra es una procesión tragicómica. Desfila por todo el Mediterráneo desde Roma hasta Egipto y Partia, y abarca asombrosamente una década. Una desconcertante profusión de escenas breves acentúa el perspectivismo de Shakespeare, la noción de que lo que creemos ver depende de nuestros puntos de vista. El perspectivismo occidental empieza con el Protágoras de Platón, en el que argumentan Sócrates y el sofista Protágoras, y cada uno acaba en la posición que tomó inicialmente el otro. Emerson y Nietzsche perfeccionan el perspectivismo, pero siguen siendo inevitablemente platónicos.
En Antonio y Cleopatra, cómo vemos es quiénes somos. Si creemos que Antonio es un bruto en declive y Cleopatra una golfa ajada, sabemos mejor cómo percibimos, pero la grandeza nos elude. Si vemos en Antonio al héroe hercúleo, aún espléndido en su ocaso, y en Cleopatra lo sublime de la madurez erótica, ardiendo hasta su última llama, estaremos más cerca de sumarnos a la celebración de una comedia triste pero maravillosa.
Shakespeare emprendió la composición de Antonio y Cleopatra en la fase final de catorce meses extraordinarios en los que escribió El rey Lear, lo revisó, y entonces descendió al mundo nocturno de Macbeth. En ella se retrajo de la aterradora interioridad de El rey Lear y Macbeth, como si el propio Shakespeare necesitara emerger del corazón de las tinieblas a un mundo de luz y color. Les insto a releer El rey Lear, Macbeth y Antonio y Cleopatra en este orden, si pueden en tres o cuatro días seguidos. Será un viaje del Infierno al Purgatorio.
Nadie más en Shakespeare es tan metamórfico como Cleopatra. Se desborda como el Nilo. Flujo, reflujo y reinicio es su ciclo de fecundidad y renovación. Dando apoyo a toda vida, y especialmente a Antonio, nunca agota su euforia. El ardor de Cleopatra, sumamente sexual, transfigura su perspicacia política. Seduce a conquistadores de mundos porque es su gusto, pero también su plan de salvar a Egipto y a su propia dinastía. La envuelve un aura. Contemplarla es elevarse a una gloria terrenal y celestial. En ella Antonio encuentra apoyo y destrucción cuando su espíritu en declive no llega a sostener el esplendor vigorizante de Cleopatra. Lo que aflige a Antonio es que el fulgor de su extraordinaria personalidad se reducirá a la mera luz del día.
La más grandiosa escena de Antonio y Cleopatra es la seductora epifanía de Cleopatra cuando navega hacia su encuentro con Antonio. Siguiendo a Plutarco, Enobarbo, el más fiel y más sardónico oficial de Antonio, describe así el hechizo de la reina:
Enobarbo
Todo fue conocer a Marco Antonio y robarle el
corazón en el río Cidno.
Agripa
Allí se mostró a lo grande, salvo que mi informante lo
soñara.
Enobarbo
Yo te lo cuento.
El bajel que la traía, cual trono relumbrante,
ardía sobre el agua: la popa, oro batido;
las velas, púrpura, tan perfumadas que el viento
se enamoraba de ellas; los remos, de plata,
golpeando al ritmo de las flautas, hacían
que las olas los siguieran más veloces,
prendadas de sus caricias. Respecto a ella,
toda descripción es pobre: tendida
en su pabellón, cendal recamado en oro,
superaba a una Venus pintada aún más bella
que la diosa. A los lados, cual Cupidos sonrientes
con hoyuelos, preciosos niños hacían aire
con abanicos de colores, y su brisa
parecía encender ese rostro delicado,
haciendo lo que deshacían.
Agripa
Ah, qué esplendor para Antonio!
Enobarbo
Sus damas, a modo de nereidas,
de innúmeras sirenas, la servían haciendo
de sus gestos bellas galas. La del timón
parece una sirena. El velamen de seda
se hincha al sentir las manos, suaves como flores,
que gráciles laboran. De la nave,
invisible, un perfume inusitado
embriaga las orillas. La ciudad
se despuebla para verla, y Antonio,
entronizado, se queda solo en la plaza
silbando al aire, que, por no dejar un hueco,
también habría volado a admirar a Cleopatra,
creando un vacío en la naturaleza.
(acto 2, escena 2)
En la producción de Trevor Nunn, tan realzada por Janet Suzman, Patrick Stewart era un Enobarbo extraordinario. Se contagió del talento para el espectáculo con el que la reina egipcia se aseguraba de que su gloria se apreciara y difundiera.
Agripa
¡Asombrosa egipcia!
Enobarbo
Cuando desembarca, la invita a cenar
un enviado de Antonio. Ella contesta
que prefiere –lo suplica– que sea él
su convidado. El galante Antonio,
a quien nunca oyó mujer decir que no,
va al festín rasurado y recompuesto
y su corazón paga la cuenta
de lo que comen sus ojos.
Agripa
¡Regia moza! Por ella
el gran César llevó al lecho su espada;
él la surcó y ella dio fruto.
Enobarbo
La vi una vez
andar a saltos por la calle;
perdió el aliento, pero hablaba y jadeaba
de suerte que al defecto daba perfección
y, sin aliento, alentaba poderío.
(acto 2, escena 2)
El homenaje es soberbio. Hábilmente, Enobarbo expresa el arte de Cleopatra para perfeccionar un aparente declive y transformar su falta de aliento en poder amatorio.
Mecenas
Y ahora Antonio ha de dejarla totalmente.
Enobarbo
¡Jamás! Nunca lo hará.
La edad no la marchita, ni la costumbre
agota su infinita variedad. Otras son
empalagosas, pero ella, cuando más sacia,
da más hambre. A lo más vil le presta
tal encanto que hasta los sacerdotes,
cuando está ardiente, la bendicen.
(acto 2, escena 2)
Metiéndose al instante en el bolsillo el corazón de Antonio, Cleopatra dirige y representa un espectáculo erótico en el que su nave se convierte en un trono relumbrante que arde sobre el agua. Púrpura, oro y plata brillan vívidos y las velas perfumadas embriagan el viento hasta hacer que se enamoren. Las sensuales melodías de las flautas golpean amorosas sobre el agua operando como afrodisíacos. Cual Venus de seda y oro, la propia Cleopatra se reclina tentadora, rodeada de Cupidos con abanicos de colores que refrescan, mas dejando incandescentes las mejillas de la lúbrica reina.
A modo de sirenas y atentas a cada mirada de su señora, sus damas se inclinan ante ella con finura voluptuosa. Rendido de deseo, Agripa, que es seguidor de Octavio César, la aclama como moza soberana que se acostó con Julio César y dio a luz a su hijo Cesarión. Enobarbo es maravilloso en sus respuestas. Saltando por las calles de Alejandría, la no tan joven Cleopatra hace de su jadeo otra señal de dinamismo sexual.
El mayor homenaje de Enobarbo es el famoso: «La edad no la marchita, ni la costumbre / agota su infinita variedad». Radiante a sus treinta y nueve años, Cleopatra ofrece una realización sexual que cambia con cada acoplamiento. Si otras sacian el placer de sus amantes, sólo Cleopatra satisface y estimula más deseo. Y lo más escandaloso y exultante: los sacerdotes de Isis la bendicen cuando arde de lujuria. Hasta los actos más viles le cuadran si son suyos, pues en ella lo más vil se vuelve encanto. La idea de hacerse, de llegar a ser, es el estribillo de este gran espectáculo. En Antonio y Cleopatra hay diecisiete casos de esta idea y sus variaciones. Recuerdo un solo caso de ella en Hamlet, que es un drama de ser y dejar de ser. La obra de Cleopatra se centra en devenir.
¿Cómo llamar al mutuo amor de Cleopatra y Antonio? En primer y último lugar, es sexual. Cada uno de estos supremos narcisistas se contempla más radiante a los ojos del otro. Con todo, no son iguales. Antonio se somete incesantemente, pero Cleopatra no se rinde al flujo del tiempo. Shakespeare insinúa que Antonio se afirma en ella buscando apoyo para su alma vacilante. Sin embargo, ni la vitalidad imparablemente floreciente de Cleopatra logra impedir su caída.
Shakespeare era un maestro de la elipsis, de omitir cosas con el fin de despertar nuestra curiosidad por sus orígenes. Salvo en una escena fugaz en la que Antonio maldice la traición de Cleopatra,2 nunca los vemos juntos a solas. Cuando no se acoplan, ¿cómo se relacionan? Cleopatra menciona una ocasión en que hubo intercambio de género. Ella lo vistió con su ropa y se puso su armadura para empuñar su espada favorita, Filipos, con la que él derrotó a Casio y Bruto.
Es difícil visualizar la mutua soledad de estas dos fieras individualidades. Dependen de la admiración de sus seguidores. En ellos Shakespeare inventó una nueva clase de ser carismático en la que la adulación hace posible la dicha de la supremacía.
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