Kitabı oku: «Firma con mi nombre», sayfa 6

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V

«Una voz puede decir tantas cosas, es rosa sonora para ser deshojada por el oído», pensó Genoveva cuando le llegó la voz de Cristian filtrada por la noche. Qué decía esa voz y el silencio del otro: que habían pasado juntos un buen rato. Las sumó a las muchas voces escuchadas en esta casa. Una casa era suma de voces, incluso de las pensadas y no dichas, también de aquellas que nunca debieron haber sido pronunciadas. Ella, bien lo sabía, las había escuchado todas... No todas, se corrigió, «solo Dios sabe cuál será la última que oirán mis oídos».

—Para que sientes cabeza y porque te amo —dijo su padre, besándola—, viaja y deléitate, pasea por el Viejo Mundo, visita a tus parientes.

¿Cómo entenderlo si con una mano la golpeaba y con la otra le hacía cariño? Con esa duda en mente dejó Cantarrana. Un mes después, en Valparaíso, se embarcó con su madre con rumbo al Viejo Mundo. Al puerto lo vio desaparecer lentamente subiendo al cielo hasta apagarse con su última luz en la noche. No supo cómo se quedó dormida. Despertó observando un mundo azul por la claraboya de su camarote. Durante largos días, contempló la estela de la nave persiguiéndola incesante. Ella no era como los otros pasajeros: viajaba hollada, sin piel, castigada, ni celebró el paso por la línea del Ecuador con champaña junto con el capitán, según la tradición del barco, sino buscó un sitio para ella en la proa de la nave, para estar sola, lo hizo su espacio privado, pero otra joven también había pensado lo mismo y una tarde lo encontró ocupado. «Me está robando mi lugar», pensó rompiendo así su solipsismo.

—Hermoso, avasallador —dijo la joven en voz alta, de pie frente al horizonte arrebolado como si lo dijera para sí en voz alta o quizás para que ella también lo escuchara.

—Sí —respondió ella—, hermoso y avasallador.

La joven se escabulló en el acto.

La buscó a la hora del desayuno, durante el almuerzo, en la cubierta y en el salón, sin resultado. ¿Sería parte de la tripulación? A los días, la encontró nuevamente en el mismo sitio. Esta vez se saludaron. Dijo llamarse Jimena Duarte. Viajaba en tercera clase. Esos camarotes estaban junto a la sala de máquinas, supo más tarde.

—Soy profesora —explicó, mirando el horizonte—. Tengo veinticuatro años y seré la gobernanta de los hijos de una familia diplomática. Me llevan a Europa, a París. ¡Voy llena de ilusiones!

Deseó tener su fuerza, su entusiasmo vital reflejado en cada de sus palabras y gestos. Pidió para sus adentro que no se fuera.

—Me dieron un libro en Valparaíso —contó Jimena— escrito por una niña muerta de tuberculosis antes de los trece años. Morir tan joven... Quizás ni siquiera alcanzó a conocer el mar. ¡Qué triste! —y la miró a los ojos.

Ella asintió con un movimiento y preguntó si era una novela.

—No, qué va, es un libro de poemas. Una de sus composiciones me gusta especialmente.

—¿Me lo prestas?

—Faltaba más, te lo regalo.

Genoveva entendió que esperaba saber su nombre y cuando lo oyó, sacó el libro de su cartera.

—Para ti, Genoveva, de parte de una compatriota —se lo entregó con el rostro impregnado de optimismo.

Luego, como si hubiera recordado algo urgente, partió dejándola con ganas de hablar más con ella.

Se llevó el libro a su camarote y, una vez acostada, comenzó a leer unos poemas sencillos, infantiles, pero uno de ellos la cautivó. Debía de ser el mismo recomendado por Jimena. Era distinto a los otros, su intensidad le tocó el corazón. Lo leyó en voz alta:

Tiene sueño la tarde que declina,

tiene sueño el sol que va a su ocaso,

tiene sueño el ave que no trina

y el hombre que se encuentra ya en descanso.

Tiene sueño la planta que se dobla,

tiene sueño el arbusto que se mece,

tiene sueño la brisa juguetona.

¡Pero mis ojos no!

Tienen sueños esos cielos azulados...

Y casi de inmediato se durmió con el libro en la mano. Fue su primera noche de sueño profundo en mucho tiempo.

A Jimena la vino a ver de nuevo cuando desembarcaron en El Havre. Desapareció entre la multitud, mientras ella y su madre eran conducidas a un hotel. Al día siguiente, salieron hacia París.

Su tío Vicente Vegochea, radicado en París por negocios, las acogió con su familia. Vivían en las afueras de la ciudad. El tío y sus hijos dedicaron parte de su tiempo a mostrarles la urbe. Cuando ya habían visto lo más importante, su madre quiso recorrer Europa como gitanos. Fueron a Amsterdam, Brujas, Bruselas, el sur de Francia, Florencia y Roma. Iban de una urbe maravillosa a otra. Florencia la recordaba con especial cariño por su historia y belleza; Brujas, por sus canales; y Roma, por sus pequeñas plazas y el ascenso a la cúpula de la iglesia de San Pedro.

Su madre se había dado la misión de mimarla, colmándola de imágenes, embebiéndola con la belleza del Viejo Mundo. Cuando se sintieron embotadas con tantas impresiones decidieron buscar un lugar apacible. Ese sitio lo encontraron en una caleta española habitada por sus pescadores y unos pocos turistas. A su madre la vio rejuvenecer, relajada, sin amarras por esos días. La solía tomar por la cintura, la contagiaba con su entusiasmo, sorprendiéndose al explorar y descubrir callejuelas, rincones, pequeños jardines al interior de los patios.

Las tardes las pasaban en un café cerca de una iglesia y cuando llegaba la hora de pagar la cuenta, estaba ya cancelada sin saber por quién, hasta que el mozo, gracias a una buena propina, les dijo al oído que era el señor del sombrero, él mismo que las saludaba con una gran reverencia cuando hacían su entrada, sacándose, justamente, su sombrero.

—Este mundo es nuevo para mí —dijo una tarde su madre, sentadas en el café.

—Más para mí —respondió ella.

«Por esos días, conocí de verdad a mi madre, diferente a la mujer callada, siempre a la sombra de mi padre», pensó Genoveva, mientras extendía sus manos sobre el brocado del cubrecama. La costa española escondía pequeñas caletas y en un punto, justo donde ellas se encontraban se convertía en un balcón de piedra sobre el mar, siendo el sitio predilecto de lugareños y visitantes para contemplar los atardeceres en todo su esplendor. Ellas también no escaparon a su embrujo.

Su estancia coincidió con la fiesta de la Virgen del Carmen, la patrona de la caleta. Llegaron a la iglesia justo al final de la misa, cuando los pescadores se disponían a cargar la virgen sobre sus hombros y sacarla al ritmo de sus pasos por las calles detrás de la banda del pueblo, mientras, desde los balcones, les lanzaban flores. Ya en la playa, la virgen sacudida por olas apacibles, fue instalada en la embarcación mayor, iluminada de proa a popa. Los pescadores, a fuerza de remo, la sacaron mar adentro. Una flotilla de embarcaciones menores siguió su estela. Ellas, apostadas en uno de los miradores, la vieron pasar bendiciendo el mar, la noche y las estrellas. El cielo, después, se llenó de fuegos artificiales. Más tarde la gente se congregó en el llamado balcón a bailar al compás de la música interpretada por una orquesta local, allí danzaron jóvenes y adultos. El señor del café apareció entre el gentío, saludándolas con su habitual reverencia y sacó a su madre a bailar. Hizo de anfitrión el resto de la noche hasta que el frío del amanecer cayó sobre los hombros.

—Llegó la hora del regreso —dijo su madre.

Volvieron a casa del tío Vicente a preparar el retorno. Sus últimos días los dedicaron a comprar regalos. Ella, en el Mercado de las Pulgas, tropezó con un cuadro apoyado en una silla, le llamó la atención, lo limpió con su mano enguantada y descubrió un ángel mirándola a los ojos, diciéndole: «llévame, sácame del abandono, del ruido, de los pisotones y te acompañaré siempre». Lo compró para ella.

Ese viaje ha sido el más importante de su vida. Lo sabe ahora cuando mira hacia atrás. Algunas imágenes quedaron y ciertos nombres: Jimena Duarte, el señor del sombrero y el ángel. Nunca pronunció el nombre de Francisco, pero no lo olvidó.

La figura de su padre sobresalía imponente sobre los amigos y familiares ansiosos de abrazarlas, esperándolas en el muelle cuando regresaron. Apenas puso pie en tierra, la atrapó una red de brazos cariñosos, besos y lágrimas. Su padre interrogó a su mujer con la mirada y ella inclinó su cabeza, diciendo sí a una pregunta no formulada.

No volvieron enseguida a Cantarrana acogiéndolas el palacete familiar en Santiago. Su vida cambió y se dejó cambiar. A los dos años se casó con Pablo Urruztía en Cantarrana. Al decir «sí» su padre sonrió y también doña Alonsa Urruztía, la madre de Pablo. Después hizo la vida mundana para la que parecía estar destinada. El médico comprobó su embarazo al año y, desde ese momento, vivió pendiente de aquel ser que se nutría de su pulso y sangre. Vio mujeres embarazadas como ella por todas partes como si se hubieran puesto de acuerdo en dar a luz al mismo tiempo. Su prima Paulina dijo haber vivido algo parecido. «Son las hormonas que despiertan ciertos sentidos de observación durante el embarazo y si al padre le pasa lo mismo es señal que será buen papá», concluyó.

Su hijo, un hombrecito, nació ahogado por su propio cordón umbilical. Ya vieja no podía decir «muerto», porque el solo hecho de decirlo le dolía. Sus padres sufrieron tanto como ella la pérdida. Lloró desconsolada. Perdió el gusto por la vida. Vomitaba continuamente, se puso flaca y fea, se sintió inútil. Un día llegó Eugene Olhaberry a su casa de paso a Cantarrana. Estuvo varios días durante los cuales la hizo reír. Desde entonces Eugene, como lo llama, es un ser maravilloso para ella.

Su embarazo siguiente lo ocultó hasta estar segura de ello. Rogó por ser madre de un hijo sano. La mala suerte o maldición de los Pérez-Azaña, que condenaba a los primogénitos, no podía ensañarse con ella una vez más. Llegó el día del parto. Dio a luz una niña sin complicaciones. Le puso Fernanda. Fue feliz, toda su familia lo fue, se lo demostraron llenando su pieza con flores.

Se dedicó a la pequeña en cuerpo y alma. Quiso darle un hermano para que no fuese hija única como ella, sin éxito. Cuando Fernanda inició el colegio se sintió vacía, añoró sus paseos ecuestres por Cantarrana. Para no añorarlos se hizo socia del Club de Campo, así pudo cabalgar de nuevo, fue otra vez amazona, una distinta, civilizada, de cóctel y glamour... ¿Por qué recordaba todo eso? No lo sabe. Tampoco por qué se dormía sin darse cuenta y despertaba como si resucitase después de una larga ausencia y ¿si no despertase? Sería quizás así la muerte.

Su tío Vicente de vuelta de Europa les pintó un cuadro inquietante del viejo continente. Se hablaba de guerra una vez más. Los hombres, por las noches, discutían los grandes problemas, fumando y con un vaso de licor en las manos. Su padre siempre decía: «tenemos problemas suficientes para hacernos cargos de los ajenos; si quieren matarse que lo hagan; mientras la guerra sea cosa de periódicos, no me incumbe».

Eso no le incumbía a ella cuando su mundo giraba en torno a Fernanda y sus pasatiempos: la equitación, ir de compras, cosas intranscendentes, sin hacerse grandes preguntas cuando todo estaba a su alcance. A veces, solo a veces, sentía algo extraño, indefinible que no lo apagaba ni el confort ni su vida despreocupada.

El mejor establecimiento de artículos de montar se encontraba cerca de la catedral. Hacía mucho tiempo que pensaba comprarse un par de botas nuevas de montar. Ese día se decidió ver un par expuesto en el escaparate. Entrar a uno de esos establecimientos siempre le ha producido la sensación de estar cerca de los elementos naturales apenas tratados, incluso los metales fraguados delicadamente para no gastar el cuero ni herir la piel del animal. Es un placer el solo hecho de contemplar los artículos de cuero finamente terminados, suaves a la mano, luminosos, fragantes.

—Usted sí sabe de calidad, señora.

El empleado la ayudó a descalzarse, mientras insistía en la belleza del producto y la de sus pies. Probarse ese tipo de calzado no es lo mismo que hacerlo con un par de zapatos. Se quitó la chaqueta, se puso de pie y se miró en el espejo y se estudió. Todavía era joven.

—Esas botas están hechas para usted, Genoveva.

Divisó una silueta casi olvidada en el espejo, ardieron sus mejillas, recordó una silueta protegida por la manta de la noche. Esa silueta fue despertando, tomando forma, acercándose por entre olores desprendidos de los cueros trabajados por manos amorosas.

—¡Francisco!

—Él mismo, con algunas canas —respondió.

No supo qué hacer, si seguir mirando el espejo o volverse si era cierto lo visto o llamar a su caballo, teniendo ya puestas las botas de montar, y echarse a galopar otra vez por los caminos de Cantarrana. El dependiente rompió la escena.

—¿Se las lleva? —preguntó.

Ella dijo: sí.

—¿Se las lleva? —insistió el empleado.

¿Dijo sí a la pregunta del vendedor o se respondió a ella misma?

Francisco compró lo suyo. Salieron juntos sin hablar. Había una cafetería a poca distancia y entraron en ella.

—¿Me perdona? —fue lo primero que dijo ya sentados en torno a una mesa.

—¿Por qué?

—Perdió su trabajo por mi culpa.

—No hay culpa... Yo era un timorato, un cobarde.

—¿Y yo qué era, una osada?

—Valiente. Y yo un Francisco Chandía y no un Pérez-Azaña.

—¿Eso cree?

—Así están hechas las cosas.

—No para mí.

—Pero se casó.

—¿Cómo lo sabe?

—No me pregunte cómo.

—Tengo una hija ya grande, se llama Fernanda.

—Llevamos la misma inicial –dijo sorprendido.

—Nunca había pensado en eso y yo le puse así —dijo con las mejillas rojas—. ¿No se ha casado, Francisco?

—Soy vendedor viajero de productos agrícolas y no tengo tiempo para echar raíces.

—¿Dónde se está quedando, Francisco?

—Como le dije, estoy en todas partes y en ninguna. Por ahora, me alojo en el hotel República, en la calle del mismo nombre.

Recuerda cada palabra dicha en ese momento. Francisco la deslumbró una vez más. Algo había en él que solo ella veía. Ese algo poderoso estremeció todos sus fundamentos, incluso los de su matrimonio. Anuló su razón, su sentido común, dejándola con una pregunta, sumida en un dilema: creía amar, si hubiera amado, no podía hacer lo que hizo.

Al día siguiente lo buscó en el hotel República. No fue difícil cuando era el único hotel en esa calle. Golpeó la puerta y la recibió sin miedo, como si la hubiera estado esperando todo el día o toda la vida. A sus 37 años descubrió que el amor era temblor, escalofrío, abismo, amaneceres. Tocó el fondo de su ser, supo lo que contenía y si no hubiera hecho lo que hizo habría muerto sin saber quién era ella. Los labios de Francisco marcaron su piel, su carne se apretó, su alma floreció y quedó fortalecida para vivir el resto de su existencia, aunque el precio por pagar sería alto. No le importó. Vivió para Francisco todo «ese tiempo» como lo llama, pero no lo encontró el último día de «ese tiempo». Una nota -carta debiera decir- le dejó en la recepción. Lloró al leerla. Entendió que no lo vería más. Esa nota-carta la guarda hasta el día de hoy. Entonces se dio cuenta que su matrimonio estaba muerto. La presencia de Pablo se le hizo insoportable, su olor y modales. Descubrió cuán trivial era su vida junto a él. No podían seguir juntos si era sincera consigo mismo. Pero ocurrió un milagro: estaba embarazada. Pablo no dijo nada; ella tampoco.

Con esa noticia se vino a Cantarrana. Nació Bárbara. Y no volvió. Su matrimonio pasó a ser una simulación tolerada de la que nadie habla y si hubo o hay comentarios estos no han llegado a su oído. Pablo muerto en su corazón, solo lo mencionó, lo menos, en tercera persona. Fue de nuevo la patrona de Cantarrana, pero fue castigada con ceguera y otros males, los que calla y resiste estoicamente, aunque su derrumbe físico no los pueda ocultar. Mañana llega Fernanda; ella se parece a los Urruztía y Bárbara le evoca a Francisco y con ese nombre en la boca, se durmió.

Jacinto ya no olía a axilas gracias a la colonia que Brunilda le regaló, prometiéndole, además, un perfume para el automóvil. La «Bruni» le alegraba la vida con su sola presencia. Su felicidad sería completa, si aceptara sus requiebros amorosos.

Le sobraba tiempo para examinar a las otras mujeres de la casa. ¡Vaya qué mujeres! La llamada miss sería potable si no fuera por su genio, seguro de que ningún vehículo de tracción animal se habrá estacionado en su zona prohibida. ¡Pobrecita! Así llegaría invicta al cielo. La señorita Bárbara estaba en su punto como las manzanas, pero de las prohibidas, era su dueño cuando la conducía en el vehículo y, sin embargo, lo dominaba con la mirada. La viejita de arriba no era tan ciega porque veía con los oídos. Quizás se hacía la enferma, porque tan vieja realmente no es. «¿Eres tú, Jacinto?», decía sin verlo las pocas veces que ha estado en el segundo piso. Las otras mujeres como la lavandera, la planchadora y otras que vienen cuando se las necesita, todas ellas son aves de paso, pero de todas hay una sola para él, Bruni.

Antes de acostarse estiró los brazos y no percibió hedor alguno en sus sobacos. Empezó a desnudarse. Al otro día, debía recoger a los padres de Cristian en la estación.

Durante la mañana lavó el auto, lo secó, lo dejó como nuevo. Lo miró orgulloso. No podía sí usarlo para citas amorosas. Era demasiado conocido y, a la primera falta, perdería su empleo. Un error así no cometería cuando se encontraba muy bien con los Pérez-Azaña. Quiso mostrarle cómo había quedado el auto a Meche, pero esta le dijo que no tenía tiempo «para esas cosas»; Bruni, tampoco podía, lo consoló, diciendo: «también iré a la estación, con el capataz en un birlocho. ¿Contento?».

—Más que suficiente —respondió, sonriendo.

Adela y Cristian lucían bronceados en el andén, esperando el tren de las cuatro de la tarde, a su lado, miss Winter, protegida por su sombrilla, se esmeraba en no transmitir nerviosismo en un momento en que su contrato como institutriz llegaba a su fin, justo cuando se había encariñado en demasía con Adela, Cristian y Cantarrana, algo que no le debía ocurrir a una profesional como ella, ajena a ese tipo de sentimientos.

El tren traía más vagones de lo habitual por causa de las vacaciones estivales. Fernanda apenas puso un pie en tierra, se vio rodeada de sus hijos. Su marido, Fermín, bajó a continuación y más atrás atrás lo hizo un variopinto grupo de personas. El último de los pasajeros descendió preguntándose si estaba en la estación correcta, mientras apoyaba en el suelo un bolso de golf. El pasajero despistado resultó ser un sobrino lejano de Fermín invitado para que lo entretuviera en Cantarrana. El capataz mandó a buscar más medios de transporte para trasladarlos a todos y a sus equipajes.

Los huéspedes se sintieron en otro mundo al llegar a la casa. Nunca habían imaginado una mansión así. El subdirector del diario más importante del país se sintió llamado a dar una disertación sobre su «desorden arquitectónico» al que calificó de «barroco fantástico», mientras los invitados aguardaban sus valijas.

Uno de sus mejores ejemplos era la escalera maciza con sus ranas vigilantes, de bronce, incrustadas en ambos pasamanos al subir y otras dos al llegar al amplio rellano que servía para tomar aliento, antes de emprender la subida de los próximos ocho escalones, de los dieciséis en total, -los contó como si fuera subiendo por ella- de la escala tan ancha como una avenida para bifucarse en dos caminos, uno hacia la izquierda y el otro a la derecha en dirección a las recámaras interiores. El salón no era oscuro gracias a las ventanas en forma vertical, de hierro macizo, por ambos lados, por donde caía abundante luz del occidente y del poniente y por las noches de la lámpara gigante colgada del techo. Algo neoclásico vio en los pasamanos y la suma dio en su cabeza algo teatral-operístico como si la casa hubiera sido concebida más como teatro que para ser habitada, pero dicha reflexión la dejó para sí y continuó. Las dos torres representaban, dijo, mirando hacia el techo, «la aspiración del hombre por alcanzar el cielo para trascender sobre el peso de la tierra que lo detiene». Las puertas, con sus adornos de hierro, vistas al entrar, eran otro ejemplo de este «barroco» tan particular al cual le agregó el adjetivo de «cantarrano». ¿Qué habría dicho si hubiera sabido que los Pérez-Azaña no tenían idea del barroco ni cosa parecida? Que nunca hubo un arquitecto de por medio ni un plano determinado. Que todo era producto de caprichos personales, malentendidos, arrebatos, a veces geniales y otros no tanto, cuya suma daba un producto arquitectónico único. El equipaje llegó y los visitantes se acomodaron en sus aposentos. La charla estética quedó a medio camino para disgusto del disertador.

—Doña Meche, ¿dónde están los chocolates?

—¿Qué chocolates, Jacinto?

—¿No le han traído ningún regalo?

—Si piensas en Fernanda, te equivocas: es más apretada que mano de guagua. Solo nos da más trabajo y preocupaciones. Mira la cantidad de gente que nos trajo. Unos zánganos como su marido —dijo, en la cocina, con el ceño adusto.

Luego, volviendo la vista hacia el mesón, dijo saliendo ya de su adustez:

—Tengo un recado para ti: debes ir, ahora mismo, a buscar a Ceferina —y añadió reafirmando sus palabras con la punta del cuchillo en dirección a Jacinto—. Me conseguí unas chiquillas hacendosas para la cocina, pero te advierto: no me las tocarás ni con la mirada. Son mis ahijadas —sentenció.

Jacinto volvió al vehículo. Respiró hondo, olía bien. Ceferina vivía cerca del matadero. Avanzó por una calle polvorienta llena de niños jugando a la pelota. Se abrió paso a punta de bocinazos. Después sintió una jauría de voces infantiles persiguiendo el vehículo. Se detuvo en la casa de ventanas verdes sin puerta, un portón en la mitad de la pandereta servía de entrada. A su llamado, acudieron los perros. Luego la misma Ceferina abrió.

—Espere —dijo.

Cuando volvió, traía una maletita de mimbre. Jacinto la miró: no estaba nada de mal la Ceferina.

—¿Me permite? —se ofreció servicial—. Siéntese al lado del piloto para que vea el paisaje.

Ceferina obedeció, callada, con las rodillas juntas. Jacinto la observó: no se parecía en nada a la morenaza de Bruni. Era blanquita, inocente y, de inmediato, le mató sus pensamientos pecaminosos.

El sobrino de Fermín fue el primero en bajar por la mañana. Los reflejos del sol en el agua lo deslumbraron. Pensó en una fuente o en espejo de agua, pero comprobó que procedían de una piscina llena hasta el borde mismo. Las inmensas áreas verdes, bien cuidadas, las asoció a un campo de golf, ubicando de inmediato el hoyo número uno, mentalmente golpeó la pelota siguiendo su hipotética trayectoria.

Su tío tenía razón sobre las bondades golfística de Cantarrana. Su plan de convertirlo en un paraíso de ese deporte no era tan descabellado, desde luego para disfrute de él y sus amigos. Su tío lo consideraba experto en la materia, lo decía de puro ignorante, porque, en verdad, nunca había ganado un campeonato de golf, a lo más, un décimo lugar en un torneo de segunda categoría.

El tío apareció haciéndole señas, verlo allí, a esa hora, fue ver al Príncipe de Gales tal como estaba en la foto colgada en el casino del Club de Golf. Lucía pantalón a media canilla, calcetines verdes, zapatos con la punta blanca y el resto marrón, suéter, corbata y gorro con visera. Era el doble perfecto del Príncipe de Gales visitando Cantarrana.

Luego de los saludos salieron a dar una vuelta por Cantarrana mapa en mano para trazar el futuro campo de golf. Durante gran parte de la mañana, caminaron, se detuvieron, midieron, hicieron observaciones, simularon unos golpes, felicitándose mutuamente de sus estados físicos respectivos.

Cuando volvieron contentos y satisfechos, los huéspedes disfrutaban de la fragancia de las flores y plantas del jardín de la casa. El subdirector del diario, su mujer y su hija, descansaban en sus reposaderas; Josefa Estrada, amiga íntima de Fernanda -conocida por su lengua mordaz-, hacía lo mismo con Pepito Jiménez, su eterno acompañante; doña Luz de Arteaga y sus dos hijas, solas aún porque su marido, corredor de bolsa, se le uniría más tarde, jugaban a las cartas; Luisito, adulador profesional y excelente jugador de cartas, con un vaso a medio llenar en la mano, las entretenía con sus comentarios.

Fermín, apenas instalado en el centro de todos, los sorprendió con la noticia: dentro de poco, Cantarrana contaría con su campo de golf.

—Por ahora —agregó—, practicaré mi swing con la ayuda de mi instructor —dijo, mirando al sobrino.

Luisito elevó su voz:

—Fermín querido, allí estaré para aplaudirlo.

El perfume de las flores, la visión de la encendida buganvilia, el césped cuidado con esmero por Elías, el magnolio gigante y su sombra, el agua de la piscina, el cielo despejado... La mezcla de todos esos colores y olores sumió a los huéspedes en la placidez y el abandono. Algunos dormían, otros divagaban con la vista en busca de un punto en el infinito o de sus propias almas. Fernanda recibía las caricias de Adela en sus mejillas, mientras Cristian leía una revista a su lado. Solo en Cantarrana experimentaba tanta armonía y sosiego, rodeada de sus amigos e hijos, con Adela, cada día más preciosa; con Cristian llamado a continuar la tradición de los Pérez-Azaña y prolongar la estirpe. Su Fermín, la otra parte de su corazón, su gran debilidad, no sabía ganar dinero, pero sí gastarlo con gracia exquisita. Los dos formaban una pareja glamorosa, infaltable en las recepciones sociales de Santiago para arriba y en las embajadas. Ella misma le sugirió invitar a ese sobrino lejano para que no se aburriese ni echara de menos su vida citadina. El golf, por el momento, ocupaba su mente, sabía si -por otros casos del pasado- que su interés no duraría mucho. La única de sus muchas ideas llevada a la realidad había sido la piscina en lugar de la fuente, pese al rechazo de su madre, que les sirve para paliar el calor y no trasladarse al estero como en los viejos tiempos. Ella se definía como una mujer moderna, práctica, pero tratándose de sus hijos y de su marido, no, era conservadora, apegada a la tradición. La llegada al jardín de los Benavente y los Subiabre la sacó de su estado onírico para atender esta visita protocolar fundada en la vecindad y en favores concedidos por los Pérez-Azaña a dichas familias. Este rito incluía un paseo con ellos por la plaza, a la hora de la fresca, señalando así la llegada oficial de los Pérez-Azaña a Cantarrana y con ello el comienzo del verano.

Cristian, cuando podía escaparse de los ritos sociales establecidos por su madre con sus huéspedes, sin que se notara su ausencia, recorría Cantarrana a su manera. A don Olaberry lo visitaba atraído por su modo de contar sus experiencias, llena de humor y con su acento tan particular. No faltaba a la tertulia en el salón o al aire libre promovidas por su madre, ocasiones donde su padre se explayaba sobre sus progresos alcanzados en la práctica de su deporte favorito. El sobrino, por su parte, zigzagueaba con una copa en la mano, se detenía frente a Bárbara, quien le sonreía cortés y luego pasaba a ocuparse de los otros contertulios como buena anfitriona, dejándolo desconcertado, aferrado a su copa como si fuera un salvavida en medio de un mar de voces.

—¡Cristian! ¿Dónde estás? —su madre lo llamaba de pronto y respondía con una seña antes de acercarse.

Al otro día repetía sus excursiones, yendo y volviendo de un sitio a otro, mientras el sol recalentaba las piedras por esos días. A la señora Josefina ya no la veía al frente de su casa, solamente los perros permanecían echados a la sombra con la lengua afuera. Una de esas noches notó las sábanas adheridas a su piel, abrió la ventana y muchos de los huéspedes habían hecho lo mismo para dejar entrar aire fresco. Por la mañana sintió una comezón en las narices. Aspiró una bocanada de aire para saber si su origen estaba en él. Notó que algo estaba sucediendo a su alrededor, lo podía ver en las ciruelas maduras cómo caían de las ramas, adhiriéndose a la suela de los zapatos, en las peras que rodaban por su propio peso en el tejado, fermentando al sol. La uva, por su lado, iba camino de ser vino; los zapallos adquirían la forma de doña Josefina; los tomates luchaban con el verde de sus hojas. La leche amarga de los higos contagiaba su dulzor. Las hormigas disciplinadas iban y venían por sus caminos; la buganvilia incendiaba los muros; las abejas sorbían el néctar de las flores; las mariposas y los matapiojos llenaban el aire con sus colores; el colibrí danzaba en el aire; las lagartijas calentaban sus cuerpos al sol. Parecía que todo llegaba al límite de su crecimiento y cuando de tanto ser, no pueden ser más, se descomponen en búsqueda de la resurrección. Algo estaba sucediendo, lo vino a saber cuando vio la vetusta máquina trilladora conducida por don Pantaleón avanzar por «La avenida de los aromos» con sonido a metales. Al lado de don Pantaleón, venía Manuel. Lo que estaba en el aire era el tiempo de la recolección de los frutos, entonces corrió en busca de su cámara fotográfica, le sacó una foto a su madre rodeada de sus amistades y salió corriendo detrás de las huellas de la máquina impresas en el camino.

Ese mismo día, cerca de las doce, Lucinda salía de su casa. La señora Josefina la saludó al verla pasar.

—¡Madre santa! ¡Estás muy guapa! —dijo—. Ya no vienes a verme. Manuel no se olvida de esta vieja, pero tú, sí —agregó con aire ofendido.

—Tengo otros deberes, no es por falta de aprecio —se justificó Lucinda.

—Descuida, lo digo por decir —rió la mujer, dibujando dos hoyuelos en sus mejillas.

Lejos de allí, el sonido jadeante de la máquina se detuvo. El silencio se apoderó del paisaje y, luego, un coro de voces llenó el espacio. Cuando Lucinda llegó a la era, los peones descansaban a la sombra de una montaña de paja dorada. Don Pantaleón conversaba con alguien de espaldas, quien, al sentirla, se volvió y le dijo:

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