Kitabı oku: «El ladrón de sueños»

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Heidi Zoraida Iuorno

El ladrón de sueños


1ª edición en formato electrónico: marzo 2021

© Heidi Zoraida Iuorno

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

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Heidi Zoraida Iuorno





El ladrón de sueños




A mis padres, por todo el apoyo y amor incondicional.


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Era una noche helada de invierno, sombría y silenciosa. De los postes que iluminaban la ciudad colgaban pedazos de hielo como espadas; de las fuentes, los chorros de agua brotaban como cascadas congeladas y las calles parecían pistas de hielo resbaladizo. Esa misma noche ocurrió algo extraño, muy extraño: Lyor Krin había robado los sueños de Kira y los de otros niños de la ciudad.

Cuando Lyor frotó entre sus manos las piedras coloradas de su collar mágico, una luz brillante, como un rayo, atravesó la ciudad expandiendo destellos de colores por todos lados, transportando los sueños robados en pequeñas esferas de cristal.

Lyor Krin adoraba las noches heladas como esas. Pero, sobre todo adoraba el silencio libre de voces y risas de los niños. ¡Oh, sí! Sin duda eso era lo que más le gustaba.

Esa noche la mayoría de los niños había ido a dormir temprano. Kira no fue la excepción. Apenas terminó de cenar dio el beso de las buenas noches a sus padres y se retiró a su habitación. Una vez allí, escribió en su diario lo que había hecho durante el día, y cuando hubo terminado, lo apoyó sobre la repisa, cogiendo a su vez un cuento de la pequeña librería. Se acostó en su cama y luego de leer algunas páginas se quedó dormida y el libro se escurrió entre sus manos, permaneciendo sobre su pecho.

De repente, Kira se despertó de un sobresalto al percibir la luz brillante. Y, por un instante y sin motivo aparente, su corazón se agitó perturbado, al mismo tiempo que la envolvía una extraña sensación de vacío. Notó el libro que tenía apoyado sobre su pecho y, sin interés, lo arrimó y volteándose hacia el otro lado, se durmió. Ella ignoraba que, desde esa noche de invierno, su vida cambiaría para siempre.



2




Cuando Lyor era un niño, le gustaba imaginar que era un pirata, un explorador o un superhéroe. Sus padres, contrarios a la fantasía, le gritaban continuamente apartándolo de esos sueños y forzándolo a mantener los pies en la tierra. Él terminaba por encerrarse en su habitación para mirar con tristeza los afiches colorados de superhéroes que tenía colgados en las paredes.

Un día, cuando Lyor regresaba de clases, vio que su mamá lo esperaba impaciente en la puerta de la casa. Caminó hacia ella sin atreverse a mirarla a los ojos. Habría preferido correr y desaparecer lejos de allí.

—Tenemos que hablar. Entra de inmediato a la casa —ordenó ella con voz amenazante.

Entrando notó que su padre, el señor Krin, también estaba enojado, pero su mirada mostraba más desilusión que rabia.

—Hoy llegó esta carta de la escuela —dijo la mamá entregándosela al hijo—. Léela —ordenó.

Lyor colocó su morral en el piso y con la mano temblorosa tomó la carta. No quiso leerla en voz alta porque temía que su voz quedara atrapada entre sus cuerdas vocales.

Queridos señores Krin: les escribo para comunicarles que desde hace algún tiempo Lyor no cumple con las actividades de clase. Siempre ha sido un niño alegre, pero desde hace algún tiempo se ha vuelto triste y retraído. Espero que consideren mis palabras y le ayuden a ser el niño que era antes. Con afecto, la maestra.

Él nunca habría imaginado que su maestra hubiese podido descubrir lo que realmente sentía en su interior: “¿Cómo habrá hecho la maestra para adivinar lo que yo siento?” se preguntó. De todas formas, pensó que después de esa carta, sus padres le permitirían volver a jugar libremente imaginando cosas asombrosas. Pero lamentablemente no fue así. El grito estremecedor del padre hizo que volviese a la realidad:

—¡Eres un niño malo! Nosotros hacemos tantos sacrificios para mandarte a la escuela... estoy seguro de que no haces las tareas en clase por estar... estar soñando todas esas basuras que sueñas —dijo el padre con la voz entrecortada.

—Trataré de no hacerlo más —dijo Lyor con temor.

—Pero claro que no lo harás más, a partir de esta noche y hasta que no te hayas olvidado de esas tonterías, irás a dormir sin cenar —gritó la mamá mientras entraba en la habitación del hijo y de forma brusca rasgaba en varios pedazos los afiches. Ambos padres habían malinterpretado las palabras de la maestra y en ese momento no comprendieron las graves consecuencias de sus actos.

Lyor lloró toda esa noche y se prometió a sí mismo que no jugaría más a ser un explorador o un superhéroe. Forzado por sus padres, se vio obligado a no soñar nunca más.

Los años pasaron, y cuando la madre de Lyor murió, ella se llevó a la tumba el dolor de ver como su hijo crecía y se volvía una persona solitaria y esquiva. Por mucho tiempo, su madre lamentó haber sido tan dura con él y de no haberle permitido tener una infancia feliz.

Aquel niño se había convertido en un hombre con un corazón cubierto de espinas, como un cactus. Creció lleno de rencor hacia todos los niños que, a diferencia de él, si podían soñar, y esos sentimientos de odio hicieron que llevase a cabo un plan que ningún hombre en el mundo había hecho jamás. Día tras día su plan se hacía posible: robar los sueños de los niños de la ciudad.

El señor Krin, después de la muerte de su esposa, había quedado completamente solo, ya que Lyor salía por horas y a veces, incluso, permanecía días fuera de la casa. El padre en todo ese tiempo ignoró lo que hacía su hijo, aunque presentía que algo malvado se escondía en su corazón.



3



En el centro de la ciudad había un lugar que pocos conocían. De hecho, solo personas extrañas lo visitaban: el Templo de los Muros, cuyo fundador era Lyor que, desde algunos años, interesado en la magia, había decidido construir un altar para poner en práctica sus hechizos.

Este templo, rodeado por paredes en piedra, escondía en su interior una amplia sala ocupada únicamente por gruesas y altas columnas también en piedra. Al fondo se asomaba una escalera en madera marchita que conducía al altar, decorada por velas de varios tamaños dispuestas en el suelo; otras ocupaban una mesa, que a su vez contenía libros antiguos escritos por legendarios magos, y hojas sueltas con fórmulas difíciles de descifrar.

Un mueble de madera con repisas anchas y largas, casi como una biblioteca, reposaba apoyado a una pared, pero en vez de libros, esta contenía pequeñas esferas de cristal.

En el Templo de los Muros se reunían personas de todo el mundo; era un lugar de culto conformado por la Sociedad de los Magos: las Brujas, que para ir de un sitio a otro usaban serpientes voladoras. También estaban los Hechiceros Malvados, los caracterizaba la arrogancia y la envidia. El otro grupo de magos era formado por los Caballeros de las Sombras; nadie sabía cómo eran físicamente, ya que eran sombras y se movían muy rápido.

En cambio, Lyor formaba parte de los magos que, a través de la magia oscura, buscaban simplemente venganza. Una amarga venganza que les dejaba en el alma un dulce sabor de satisfacción.

Lyor era respetado por todos aquellos que formaban esta sociedad, pero a su vez era considerado un hombre solitario y amargado; a veces se referían a él como el hombre de hielo, ya que se comportaba de modo frío y cortante; su sonrisa era rígida, nada espontánea. Caminaba siempre de prisa de un lado a otro por las calles de la ciudad, casi como un rayo en un cielo tempestuoso. Lyor era un hombre alto y flaco. Su cara era huesuda y de quijada pronunciada. Sus pequeños ojos negros se escondían en profundas arrugas que ponían en resalto su larga y afilada nariz. Su cabello gris y corto pasaba casi desapercibido dentro del sombrero negro de ala corta. Sus largas y huesudas piernas permanecían dobladas incluso mientras caminaba y mantenía los hombros encorvados, casi como si no pudiesen resistir a la fuerza de gravedad. Toda su andadura era curva: parecía un hombre viejo, aunque, en realidad, era más joven de lo que aparentaba.

Vestía siempre de negro y de modo extravagante: usaba un sobretodo largo hasta las rodillas y debajo un pantalón estrecho que destacaba los zapatos puntiagudos. Nunca usaba medias, ni siquiera durante los meses de invierno. Solo el collar de piedras coloradas resaltaba en su vestuario.

Su padre, el señor Krin, ya era un hombre muy viejo. Sin embargo, un día decidió seguir al hijo. Lyor caminaba rápido y al padre se le hacía difícil mantener el paso. Se detuvo un momento para retomar aliento, mientras lo veía entrar en un extraño lugar.

Varias personas se encontraban dentro del templo y su hijo se perdió entre la gente. Algunos se encontraban de rodillas adorando quién sabe a qué Dios; otros vagaban sin sentido alguno; cerca de él pasó veloz una mujer que sollozaba mientras volaba sobre una extraña serpiente; en medio del templo había un hombre que lo miraba fijamente y, sin motivo, este comenzó a reír.

El señor Krin, sintiendo miedo, decidió salir de allí, pero antes de que abandonase el templo vio al hijo subir una escalera. El padre se confundió entre la multitud y lo siguió: subió la escalera de madera marchita y crujiente debajo de sus pies; cuando llegó al otro extremo se halló en una extraña sala iluminada por velas.

Si las miradas congelaran, el señor Krin hubiese quedado gélido al instante, porque Lyor, notando la presencia del padre, lo miró con tal desamor y desinterés que una panela de hielo hubiese sido más cálida.

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