Kitabı oku: «El gato de la bruja»
Contenido
1 El gato de la bruja, y la bruja del gato
2 La historia de Trasto
3 Cómo Trasto encontró a su bruja, y cómo Ca
4 Primer día del gato en casa de su bruja
5 El gato y su bruja se van de paseo
6 La Reina de las mariposas
7 El jardín mágico, y los gatos de la otra b
8 ¿Dónde está Trasto?
9 Sobre brujas y árboles
10 Trasto, Martinko y Marita
El gato de la bruja
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico
Dirección editorial: Ángel JiménezInag
Imagen de cubierta: Díaz Banda
Primera edición: abril, 2018
El gato de la bruja
© Helena Cosano
© Ilustraciones: Díaz-Banda
© éride ediciones, 2018
Collado Bajo, 13
28053 Madrid
éride ediciones
ISBN libro impreso: 978-84-16947-80-5
ISBN libro digital: 978-84-16947-89-8
Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico
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Helena Cosano
Nació en la India y ha vivido en varios países. Es autora de libros como Cándida Diplomática, Almas Brujas (premio Rubén Darío, 2014) o Teresa. La mujer. Desde pequeña se ha sentido atraída por la espiritualidad y el pensamiento mágico, que la llevaron a una filosofía vegana de respeto hacia todos los seres vivos. Actualmente es activista por los derechos de los animales.
Díaz-Banda
Es una bruja moderna. Nació en Don Benito (Extremadura), donde desde pequeña mostró interés e ilusión por la pintura y el amor a los animales. Su obra, de la que ha realizado numerosas exposiciones, se caracteriza por la alegre intensidad de los colores y la delicadeza. Cuando fue madre descubrió el maravilloso mundo de los niños y la magia que los envuelve, dando voz y color al contarles cuentos. Actualmente vive en la Sierra de Guadarrama con sus hijos y su perrita Mirra, donde la naturaleza la inspira constantemente.
Helena Cosano
El gato de la bruja
Ilustraciones: Díaz-Banda
éride ediciones
El gato de la bruja, y la bruja del gato
Érase una vez, un gato que tenía a su bruja. Todo gato sueña con una, pero muy pocos la tienen, porque no hay muchas brujas en estos tiempos que corren. Sin embargo, todas las chicas que aman a los gatos tienen alma de brujita, y podrían, con tiempo, dedicación y con una maestra, convertirse en brujas de verdad. Este gato vivía con una bruja de verdad y era, pues, un gato feliz.
El gato no era negro como en los cuentos, sino pelirrojo. Se llamaba Trasto, porque era un poco trasto: se echaba justo en medio del pasillo a propósito para que los humanos se tropezaran, abría grifos y se le olvidaba cerrarlos, se subía a las cómodas y a los muebles de la cocina, y a veces trepaba a los árboles tan alto que luego le daba miedo bajar y había que pedir ayuda.
La bruja se llamaba Casandra, y también ella era pelirroja, con pecas. Los dos tenían los ojos verdes y una mirada felina y pícara. Los dos eran alegres y solitarios. A los dos les gustaba viajar y explorar el mundo, quedarse pensativos mirando por la ventana, dormir mucho para ver cosas maravillosas en sueños, y contemplar las llamas de la chimenea. Sobre todo, a los dos les encantaba jugar juntos, y cuando estaban agotados de tanto jugar, Trasto se hacía un ovillo sobre las rodillas de Casandra y se ponía a ronronear hasta que se quedaba dormido. A veces se hablaban con palabras humanas, a veces con maullidos, y a veces simplemente con el pensamiento. La bruja siempre sabía lo que sentía su gato, y el gato siempre sabía lo que sentía su bruja. Eran los mejores amigos del mundo, y se querían mucho.
Casandra era una bruja moderna. No tenía una cabaña de madera en un bosque perdido, ni una casa toda hecha de golosinas. Sino que vivía en el último piso de un edificio más alto que la más alta torre, en una gran ciudad. Tan alto, tan alto era, que se encontraba entre las nubes. Y abajo se veía, pequeñita, la inmensa ciudad de los humanos.
Allí tenía que ir Casandra cada mañana, a la Universidad, donde estudiaba una carrera aburrida y no le podía revelar a nadie que era bruja. Volvía por la tarde. Trasto se ponía siempre muy contento y le daba la bienvenida ronroneando y frotándose contra sus piernas, y Casandra le saludaba, le preguntaba qué tal su día (pero Trasto no tenía mucho que contar, porque se lo había pasado enterito durmiendo), y le servía su comida preferida. Luego se hacía una infusión de hierbas mágicas, encendía la chimenea, y los dos se tumbaban juntitos en el sofá a mirar las llamas.
Vivían en el último piso de un edificio muy alto. Mirando por la ventana, era como vivir en el cielo, todo rodeado de nubes. A lo lejos se veían montañas azuladas cuya cima casi siempre estaba nevada, y cuando las noches eran muy frías todo parecía llenarse de estrellas. También había bosques de abetos y un lago inmenso, tan grande como el mar. El mundo era muy hermoso más allá de la gran ciudad.
La ciudad a Trasto le parecía peligrosa. Eran felices en su pisito de madera con muchas ventanas, alfombras de colores, plantas y flores que Casandra cuidaba con todo cariño, un sofá grande y cómodo, cojines traídos de países lejanos, estanterías llenas de libros y una chimenea. ¿Acaso se puede desear algo más?
La historia de Trasto
Trasto casi no recordaba a su mamá gata. Era muy pequeñito cuando encontró a su bruja. Pero Casandra conocía su historia y, a veces, se la contaba:
Su madre gata vivía en una casa muy bonita y grande, con jardín, a las afueras de la ciudad, al borde del bosque. Un día, un gato alto, fuerte, de pelaje cobrizo, inmensos ojos verdes, bigotes negros rizados y expresión irónica, se metió en el jardín de la casa, y la vio.
La futura madre de Trasto estaba sola ese día, tumbada al sol sobre el césped. Su familia humana no estaba, se habían ido todos al parque de atracciones para celebrar el cumpleaños de la hija menor, y la futura madre de Trasto sabía que no regresarían hasta el anochecer. Y el futuro padre de Trasto también parecía saberlo, porque él normalmente temía a los hombres.
Era un gato solitario, aventurero. Llevaba una vida casi salvaje en el bosque. Siempre había vivido solo, hasta el punto que había olvidado cómo ser educado, cómo resultar agradable o gracioso, cómo hablar con una dama. Y la futura madre de Trasto intimidaba: era una gatita coqueta, caprichosa, muy lista y, según cuenta el futuro padre de Trasto, un tanto orgullosa. Él la vio, le pareció la gata más bella que jamás hubiera visto, y le dio tanta vergüenza que se subió al árbol más próximo, desde dónde podría contemplarla en secreto. Se escondió entre las ramas, y se puso a mirarla desde allí.
Ella de pronto cambió de posición. Al moverse, el sol lanzó destellos sobre su cabellera pelirroja, el brillo cegó al gato que la miraba. De pronto, ella se tumbó boca arriba, para mirar el cielo y que el césped le rascara la espalda, y él de repente vio una barriguita más blanca que la nieve. En ese preciso momento, un pajarito azul se acercó a ella…
Había decidido permanecer escondido, pero el instinto fue más fuerte y no se pudo resistir: de un brinco, saltó del árbol y se abalanzó sobre el pájaro. Pero también ella tenía reflejos de cazadora: y cuando el gato iba a apresarlo, se dio cuenta de que ella ya lo tenía entre sus patitas blancas y rosadas. Los dos gatos se miraron por primera vez a los ojos. Estaban a pocos centímetros el uno del otro, y cada uno se percató de que el otro tenía unos maravillosos ojos verdes, grandes, rasgados y llenos de luz. Él notó que ella tenía largas pestañas negras, y ella admiró los bigotes rizados de él. Mientras los dos gatos se miraban como hipnotizados, el pajarillo se abrió paso entre las patitas de la gata, echó a volar y desapareció en el cielo.
—Lo quería atrapar para ti —explicó el gato, avergonzado—. Para regalártelo. Pero tú fuiste más rápida…
—¡Gracias! —dijo ella con una sonrisita coqueta—. Me divierte mucho jugar con pájaros. Nunca les hago daño, de hecho soy amiga de varios.
—¿Amiga? ¿No te los comes?
—¡¡¡Cómo voy a comerme a un amigo!!! No, yo como lo que me ofrece mi amita, un pienso vegetariano y unas croquetas muy ricas que saben como a marisco, y unas bolitas con malta para digerir bien las bolas de pelo, y hierba de trigo, y otras cosas riquísimas que no sé cómo se llaman…
—Me llamo Kiko —dijo el gato, futuro padre de Trasto.
—Yo me llamo Nina —dijo la gata, futura madre de Trasto.
Y los dos intuyeron que iban a ser muy importantes el uno para el otro. Él no sabía qué era el marisco, siempre había vivido en el bosque, y en el bosque no había marisco. Tampoco sabía lo que era malta, ni pienso. Él no tenía ninguna amita que le ofreciera nada. Los gatos salvajes comen lo que encuentran, aunque no esté nada rico, porque tienen hambre y no hay otra cosa. Todo lo que contaba Nina con su voz cantarina sobre los lujos de la casa grande en la que vivía con humanos le parecía maravilloso. Y a ella, todo lo que él le contaba sobre el bosque, la hacía soñar con peligrosas aventuras. ¡Era tan interesante Kiko, tan valiente! Y le encantaban sus bigotes negros, con esos rizos tan distinguidos, y su voz grave, y su forma pausada de hablar. Y Nina a él le parecía tan inteligente, sabía tantas cosas, y ¡las contaba de una forma tan divertida! Y, ¡ay! era tan, tan guapa, con esa melena pelirroja, la naricita rosada, la barriga blanca como la nieve y esos inmensos ojos verdes llenos de luz.
Fue una tarde mágica. Estuvieron tumbados al sol contándose cosas, mirando el cielo, las nubes, los pajaritos, hicieron carreras, se subieron juntos a los árboles, jugaron a pelearse, y luego Nina le enseñó a Kiko dónde estaba su comida y Kiko devoró todo el pienso que quedaba y dijo que nunca había probado nada tan rico.
Pero de pronto se oyó el motor del coche, y Kiko, que siempre había vivido en el bosque, se asustó y salió corriendo.
Llegó la familia humana, cansada, contenta y ruidosa. Nina, según su costumbre, se acercó a recibirlos. Hubiera deseado presentarles a Kiko, pero ese gato era un cobarde sin modales… Se sentía un poco enfadada con él, y un poco triste. Esa noche se durmió, como siempre, sobre la cama blanda y rosa de su amita preferida, y soñó con Kiko, soñó que jugaban juntos en el césped y que se dormían abrazados al sol.
Al día siguiente, lo primero que hizo al despertarse fue mirar si estaba en el jardín. Pero no le vio ese día. Ni el de después. Kiko sabía que había humanos cerca y no se atrevía, aunque a distancia observaba la casa, buscando el momento propicio… Nina, mientras tanto, pensaba tanto en él que ya no le apetecía jugar y hasta se le olvidaba comer. Así pasaban los días, y la futura madre de Trasto estaba cada vez más triste.
El domingo de la semana siguiente, se volvieron a marchar todos. Nina se durmió al sol para soñar con Kiko. Y cuando abrió los ojos, ¡Kiko estaba allí con ella! Se miraron a los ojos, que ambos tenían muy verdes, rasgados y llenos de luz, y se abrazaron tan fuerte como si no fueran a separarse nunca.
Nadie conoce bien el resto de su historia, porque los futuros padres de Trasto nunca la quisieron contar. Pero fue una historia triste. Kiko le tenía demasiado miedo a los humanos, y Nina no estaba hecha para la vida salvaje del bosque, pero él le contó fantásticas aventuras y ella aceptó probar, así que abandonó a su familia humana y se fue con él. Se querían mucho, mucho de verdad, pero no fueron felices.
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