Kitabı oku: «Cuentos de Arena»
Hélène en su propia arena
Guadalupe Loaeza
El destino de Hélène Blocquaux hizo que llegara un día a México. Fue un 2 de marzo del año 1988, fecha que nunca olvidará la autora de Cuentos de arena, ya que ese día, clarito sintió que su vida daba un vuelco de 180 grados. Nunca se imaginó que este país la atraparía cuerpo y alma; de allí su gana de entregarse a él. Hemos de decir que Hélène venía de Francia muy bien preparada para su nueva misión, después de estudiar la carrera de Lenguas Extranjeras en Clermont-Ferrand, la ciudad donde naciera el filósofo, Blaise Pascal. Al llegar a México, su compromiso era bien específico, enseñar la lengua de Molière en la Universidad Autónoma de Morelos. Lo que entonces no sabía era que unos años después inauguraría la primera Alianza Francesa en Cuernavaca; tampoco sabía que en la “Ciudad de la eterna primavera” nacerían sus dos hijos y menos sabía que el destino le tenía otra misión, para unos años después, muy lejos de México. No, Hélène, nunca se imaginó que viajaría a la ciudad donde se encontraba la biblioteca más famosa del mundo, ¡¡¡Alejandría!!! Una biblioteca que formaba parte de las siete maravillas del mundo. ¿Qué le esperaba en Egipto, país donde su bisabuelo, un siglo atrás, había ejercido su misma vocación? Aparte de haber sido nombrada, en el 2002 como la directora del Centro Francés de Alejandría, ¿quién más la aguardaba con tanta impaciencia? Nada menos que la escritura, así como la fotografía, dos artes que la acompañaron durante toda su estancia. Hay que decir que fue en Alejandría donde realmente Hélène empezó a escribir, es decir en un país que no era el suyo, ni por adopción, pero que sin embargo, resultaba sumamente inspirador.
No obstante la gratísima e interesante compañía de su amiga la escritura, Hélène empezó sentir nostalgia por Francia. A pesar de no conocer su ciudad natal, Grenoble, donde nació el 15 de julio de 1966, por extraño que parezca, echaba de menos sus montañas, pero sin duda por lo que sentía más nostalgia era por sus hijos. Es cierto que, para ella, mudarse de un país a otro se había convertido en una costumbre en su vida. No pasó mucho tiempo en viajar a París, donde se inscribió en el Conservatoire Européen d’écriture audiovisuelle. Allí se especializó en series televisivas.
Un buen día gris y frío, mientras caminaba por Saint-Germain-des-Prés, súbitamente le vino un cafard terrible por México. Nada más llegar a su departamento y sin pensarlo dos veces tomó el teléfono para hacer la reservación de su boleto con destino al país de sus hijos, pero sin fecha de regreso. Corría el año de 2006. De nuevo, el destino le tenía preparada otra cita impostergable: la escritura de su primer libro, Cuentos de arena. Su inquietud por contar historia había empezado desde su escolaridad en Francia. Aún conserva dos momentos muy reveladores: haber visto, un buen día, de qué manera la pluma fuente se ponía a escribir impulsada por algo misterioso. Así empezó a crear un poema muy cáustico para una tarea de inglés. El segundo momento, se trata de la descripción de un personaje para un examen de francés. Ella pensaba que para escribir había que tener un don o bien un poder especial, así que leyó con absoluto fervor la experiencia de otros: Marguerite Duras, Paul Auster, Amélie Nothomb, etcétera. En tanto los leía, Hélène intentaba descifrar los secretos del acto de escribir. Y sin darse cuenta, ya los había descubierto y hasta puesto en práctica.
Andando el tiempo y no conforme por haber escrito su primer libro, Hélène se dio a la tarea de narrar un monólogo musical titulado “Lilah, el juego de la vida y cómo se juega” para la cantante Lila Déneken. En 2013, escribió la serie “Sonoro 2013”, para el Instituto Morelense de Radio y Televisión, la cual consistía de diez documentales sobre la música de cámara. Después de un año, algo continuaba haciéndole falta a Hélène: la enseñanza francesa y su literatura. Fue así que empezó a colaborar con la Editorial Hachette, formando maestros de francés en el uso de formatos audiovisuales, lo cual le permitía viajar por todas las ciudades de México. Más tarde, impartió talleres de guión en la uninter de Cuernavaca. Y en 2016 desarrolló storytellings empresariales para México y España. Escribió los documentales “Cuernavaca histórica” y “Campo experimental universitario”. Y en 2017, regresó como coordinadora y docente en la recién creada licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la uaem.
Una vez escrita la presentación de los cachitos de la vida de Hélène Blocquaux, nos preguntamos, bueno pero ¿qué fue lo que realmente encontró en el mundo de la lucha libre donde se pelea el bien y el mal? Un tema nada fácil y complejo. Sabemos que le llamó particularmente la atención lo que representa para ella esta tradición tan mexicana, lo que descubrió Hélène, después de una ardua investigación, fue una cultura pletórica de trajes, máscaras y rituales; una cultura llena de colores, de lenguaje florido y de público (de todas las clases sociales) que desahogaba sus emociones gracias a las canciones (las que acompañan a cada rudo o técnico al ring); le llamaban la atención el réferi (vendido o leal), las edecanes, los vendedores, en suma, se sintió atraída por un deporte-espectáculo sonoro y colorido donde los golpes sí son reales, aunque muchos espectadores todavía no lo creen. Para ella, la lucha libre define a la perfección lo que es México, un país de gente valiente que nunca se rinde ni siquiera cuando el dolor o el miedo apremia o cuando en la situación más desesperada aparece, como solución, la magia.
Entre pláticas y entrevistas con las estrellas del ring, Hélène escuchó decir a una luchadora canadiense (retirada del país y de la lucha libre) Dark Angel, un lema de vida, cuya consigna es fundamental para llegar a ser un buen luchador: “si te caes siete veces, levántate ocho veces”. Y reflexiona: “A lo mejor todos somos luchadores, héroes de la vida, por los golpes y riesgos que se parecen a los saltos desde la tercera cuerda. ¿Cuáles son las historias que apenas se atreven a comentar los luchadores entre ellos cuando conviven en el vestidor, en el camión, bajo la regadera o durante la comida de fin de año? Algo sucede que nunca se ha contado ni escrito, ahí es cuando empiezan”.
Una vez por semana, Hélène iba a las luchas libres, una vez por semana, intercalando la de los jueves y las del domingo. Al mismo tiempo leía todo lo que encontraba sobre la lucha libre, vio todas las película de “El Santo” y las de “Blue Demon”. Una noche de insomnio, de pronto se le ocurrió el título de su libro: Cuentos de arena, “donde nacen las historias inexplicables de la lucha libre, después de la función”, como dice su autora y pensando en el lugar de los combates. Primero escribió once cuentos para un programa de televisión. Estos fueron leídos, con gran éxito, por Sophie Alexander, en diferentes escenarios.
Desafortunadamente, se acabó el presupuesto, pero ella, siguió escribiendo sus cuentos que se publicaban, cada semana en Bajo el Volcán, la Sección Cultural de la Unión de Morelos. Llegó a juntar 52 historias. En 2009 demolieron la “Arena Isabel” y Hélène quiso rendirle homenaje al lugar donde habían nacido sus relatos.
Un día, fue a recoger a su hijo a la casa de Miriam Cacho (hermana de Lydia) y ella le dijo que su madre, Paulette Ribeiro, también de origen francés, había escrito asimismo, un libro sobre la lucha libre. No lo podía creer, alguien más como extranjera se había sentido atraída por el mismo tema. Vaya casualidad. De inmediato se puso a buscarlo y no nada más le encantó, sino que le inspiro para escribir otros cuentos.
A mí también me encantaron e inspiraron los cuentos de Hélène. Al terminar de leer su libro, concluí, que los mexicanos nos deberíamos de sentir orgullosos de la lucha libre, una tradición que existe desde hace muchas décadas, gracias al primer luchador mexicano, Enrique Ugartechea, “el luchador enmascarado” y quien en 1863 creara las bases de lo que sería la lucha libre mexicana. Lo que es un hecho irrefutable es que ya es Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México. Un verdadero fenómeno cultural, como dice el cronista Carlos Monsiváis y gran admirador de Blue Demon Jr. Este deporte-espectáculo dice en su decreto expedido en el marco de la Ley de Fomento Cultural que: “exige de sus protagonistas conocimiento, técnica, fortaleza y valor simbólico”. En esta declaratoria se considera que: “la lucha forma parte de las industrias culturales y ha convocado a las clases populares al encontrar formas de expresión y difusión como el cine y otros espectáculos”, (Proceso). A pesar de lo que digan sus detractores, la lucha libre goza de muy buena salud y sigue tan popular como hace años. La Parca (Jesús Alfonso Escoboza), el gran luchador mexicano quien trabajara para la Lucha Libre AAA Worldwide, comenta con toda su contundencia: “Estamos muy emocionados todos los luchadores; por ser un deporte popular a veces no nos toman en serio, pero es una realidad, hoy podemos gritar orgullosamente que somos parte de la cultura mexicana y de verdad esto lo hacemos con amor. Algunos vamos al extranjero y ahí nos reconocen el arte de luchar, por eso me siento muy contento, decir que la lucha libre es cultura ya no son palabras sino un hecho”.
Confieso que cuando Hélène me invitó amablemente a prologar su libro, me pasmé: “cómo lo escribiría si no sé nada de este deporte, el cual encuentro hostil y totalmente ajeno a mis intereses?”, pensé. Pero bastó con que leyera el libro Cuentos de arena, para darme cuenta de lo errada que estaba. Para mi sorpresa, mientras intentaba informarme aún más sobre este deporte-espectáculo, mi marido me confesó que en su juventud había sido un gran amante de la lucha libre. Sabía todo sobre Wolf Ruvinskis, quien primero fue boxeador, para convertirse después en un gran luchador, junto con la Tonina Jakson formó lo que se llamó “la pareja infernal” y se enfrentó a leyendas como el Santo, Tarzán López, Blue Demon, Black Shadow, el Médico Asesino y el Lobo Negro”. Todo esto me lo contó Enrique con mucha nostalgia. Igualmente me habló de “El murciélago enmascarado” y de las películas del Santo y las que filmó Crox Alvarado, especialmente “Una rosa sobre el ring” y “Los Tigres del Ring”. De todo lo que me platicó mi compañero sentimental, como dice la revista ¡Hola!, lo que más me impresionó fue la historia de André René Roussimouf, un luchador francés al que llamaban: el Gigante, porque tenía una enfermedad llamada acromegalia, que quiere decir que su hormona de crecimiento seguía funcionando aún a la edad adulta. Desafortunadamente André René de 2.24 de altura, murió a los 46 años. El Gigante llegó a ser Campeón Mundial de Parejas de la WWF y Campeón Mundial Peso Pesado. Curiosamente también él nació, como la autora, en Grenoble. De niño era tan grande y ocupaba demasiado lugar en el transporte escolar, por ello un amigo de su padre, el dramaturgo y Premio Nobel de Literatura, Samuel Backett, se ofreció llevarlo todos los días, en su camioneta, al colegio. “¿De que hablaban en el camino?”, le preguntó, en una ocasión, un periodista al gran luchador. “No hablábamos de otra cosa, que no fuera el cricket”, contestó el Gigante.
A pesar de que llevamos veinte años de casados, Enrique jamás me había comentado su pasión por la lucha libre y todas las historias que se sabía de los luchadores: “¿Por qué nunca me has invitado a la lucha libre?”, le pregunté intrigada. “Pensé que no te gustaría para nada”. Vaya prejuicio que a veces tienen los hombres respecto a los gustos de su esposa. He de decir que tampoco yo le había contado que en una ocasión, hace muchos años, había ido a una lucha libre en la Arena México. No recuerdo quiénes luchaban, pero de lo que sí me acuerdo es del público eufórico y totalmente entregado a su respectivo héroe. También tengo muy presente lo que gritaba este público tan imaginativo y creativo: “¡El racimo, el racimo!”, gritaban a todo pulmón. Cuando le pregunté a mi amigo Nicolás Sánchez Osorio quien nos había invitado, qué quería decir “el racimo”, se echó una carcajada y como buen esnob, me contestó en francés: “les bijoux de famille!!!” Claro, ya me lo había imaginado, pero quería corroborar que se trataba, efectivamente, de los testículos. De allí que cada vez que el luchador quería darle gusto a su público, sus manos se dirigían de inmediato hacia “el racimo” de su contrincante, lo cual a éste le resultaba sumamente doloroso, pero divertidísimo para los admiradores de su luchador. Seguramente se me fueron muchas expresiones de este tipo, porque eso sí, eran muchísimas las que exclamaban desde las gradas y todas ellas, naturalmente, tenían que ver con los típicos albures muy mexicanos. Parece ser que muchos de estos “fans” nada más van a las luchas especialmente para gritar todo aquello que han guardado en su “corazoncito” durante una semana.
No hay duda de que las máscaras son parte fundamental de este espectáculo. Es sabido que los luchadores invierten grandes sumas de dinero en su respectiva máscara, mallas y capas. Dice Octavio Paz que el mexicano lleva dos máscaras: la que muestra al mundo y la otra que es su auténtico yo, porque en realidad se siente muy solo y porque no quiere que nadie conozca su mundo. Buena definición de nuestro premio Nobel, especialmente en lo que se refiere a los luchadores mexicanos. En relación con este tema tan seductor, recomiendo al lector, el capítulo 9 del libro de Hélène, titulado: “Biografía de una máscara”. En él, la autora nos cuenta, de una forma fluida y con una narrativa llena de sensibilidad y conocimiento del tema, el misterioso destino de la “Máscara de Jade”.
Como dice Hélène Blocquaux: “La lucha libre nunca muere sino todo lo contrario: al verse moribunda es cuando renace de la bravura de los gladiadores de los barrios con la misma fuerza de su nacer. Con la valentía intacta y sin dejarse desmoronar por ningún obstáculo por más grande que sea”. Para entender aún mejor lo que nos quiere decir la autora, los invito a leer Cuentos de arena, escrito con pasión y amor por este verdadero fenómeno cultural mexicano.
7 de octubre de 2020
Cuentos de arena
Marcado por la lucha
La noche iba a ser larga, tal vez interminable, para Efrén quien no sabía cómo ocupar a Camilo y a Marcial a esta hora avanzada de la noche. ¿Quieren ir a las luchas?, preguntó al azar, cuando pasaban delante de la arena. Los niños habían oído hablar de los gladiadores, los héroes que llenaban las revistas con sus glorias semanales, pero nunca habían entrado a una función. Efrén les compró unas habas enchiladas a cada uno, entregó los boletos y les dejó por primera vez unas monedas para sus antojos. “Regreso a medianoche, no se separen”. Emocionados, Camilo y Marcial entraron corriendo, sin despedirse de Efrén, ansiosos por alcanzar un buen lugar.
Camilo no sabía que mientras estaba ovacionando al Escapista Volador, gritándole “¡Tú puedes!”, su padre libraba su última lucha a dos cuadras de ahí, en una cama del hospital de la ciudad, junto a su madre inconsolable. Mientras devoraba el espectáculo con su mirada cándida, Marcial preguntó a su primo: “¿Crees que nos compren una máscara del Pirata?” “Prefiero la del Barón, es mi ídolo, cuando sea grande quiero ser como él, y también como mi papá”, contestó. El impacto del espectáculo para Camilo y Marcial era total, se sentían parte de los combates. Los luchadores ejecutaban sus llaves en exclusividad para los que se quedaron de pie durante toda la función a pesar de las quejas y refunfuños permanentes de la familia sentada atrás. La lucha los había atrapado, absorbidos por su encanto. No existía más ruido que el grito del distinguido público, ni más color que el de las máscaras y del atuendo deslumbrante de los luchadores.
El padre de Camilo se despidió discretamente de la vida, con una última mirada amorosa dedicada a la compañera de su existencia, mientras que en la arena Camilo sentía súbitamente que lágrimas más fuertes que su edad llenaban su corazón y la piel enrojecida de su rostro por tanto defender verbalmente al Barón. “¿Qué te pasa?”, trató de indagar Marcial. “No sé, se me salpicó el refresco a la cara”, respondió avergonzado. Aprovechó el relevo de luchadores para secarse rápidamente con la manga de su camisa. “Los hombres no lloran”, le repetía siempre su padre. Al terminar la función, Camilo recogió y sacudió su chamarra pisoteada en el suelo, junto a su butaca. En la bolsa derecha se encontraba la pipa favorita de su padre. La acarició con respeto y temor a la vez, pensando que de seguro su padre la estaba buscando y se iba a hacer acreedor de un regaño injusto.
Camilo no supo, sino hasta varios años después, que su padre había fallecido. La funesta noticia fue escondida por la versión familiar: su padre estaba ausente por motivo de un largo viaje. Pasó mucho tiempo y Camilo sigue asistiendo a la arena por la fuerza de la costumbre, como alguien que tiene una cita, un compromiso inaplazable qué atender. A veces, se queda afuera, platicando con los mascareros o los luchadores. Insiste cada semana en que su primo lo acompañe, como cuando eran niños.
Del aserrín a la lona
Desde que la lucha existe, el ring ha sido el escenario espectacular del pancracio. Y en algunos casos, seguramente muy contados, ha servido de dormitorio para algunos aventureros en busca de emociones nuevas o para los deseosos de ahorrarse el costo del boleto de entrada a la arena. Aquella sonada noche, víspera del gran estreno del nuevo cuadrilátero, el equipo de herreros encargados de instalarlo se quedó a dormir en él. La viuda Florencia Méndez, madre de Marcial, había suplido con diligencia las funciones de vigilante para ganarse la vida desde el fallecimiento de su marido. Aun sin él, la arena seguía siendo su vida, su casa.
Pablo ajustaba las cuerdas del ring en cada función con la precisión de un relojero.
“Vamos a descansar un rato”. Memo, Lalo y el Guayabas instalaron los colchones sobre la lona antes de caer en un sueño profundo.
El relleno de aserrín iba a desaparecer de la arena, para ser remplazado por una capa rechoncha y amortiguadora de hule espuma debajo de la lona extendida con orgullo a los cuatros postes. El cuadrilátero recién montado estaba reluciente un día antes de su estreno.
Memo despertó, aturdido por una pesadilla. Maldito café que había tomado en exceso para permanecer despierto y terminar su trabajo. Dio un paseo por las gradas. La luz de la calle se filtraba por las ventanas y lo guiaba por los asientos de madera. A pesar de los ronquidos sonoros de sus compinches, concilió nuevamente el sueño. Un tablazo, o algo que parecía serlo, hizo brincar a los herreros desconcertados y asustados. El nuevo relleno no absorbió el ruido sino al contrario, lo expandió por toda la arena. Memo revisó la entrada, Lalo las ventanas y el Guayabas las butacas de una en una sin que apareciera por lo menos un pedazo de madera. El cansancio no venció el susto tremendo que se habían llevado. Intentaron dormir de nuevo. Imposible. Memo, Lalo y el Guayabas hablaron hasta el amanecer de sus amoríos de la infancia para olvidar el ruido de sus propios suspiros que se hacían eco en la arena vacía. Lalo imaginó a las tres de la mañana que un señor los observaba, sentado en una butaca de las primeras filas, pero sus compañeros lo callaron, suplicándole que no se bajara del ring para averiguarlo. Se refugiaron entonces en la oficina de la arena.
Al día siguiente, doña Florencia Méndez llegó sonriente con una charola de pan dulce recién salido del horno de la panadería y cuatro vasos de café humeante: “El mundo pertenece a los que se levantan temprano”.
Su rostro se crispó al contemplar el nuevo ring: “Ay Basilio, ahora sí te hubiera dado un infarto”.
Despertando para desafiar el pasado, el espíritu de Basilio que antes se dedicaba a barrer el aserrín después del combate, seguía errando para afirmar: “Yo soy el vigilante de la arena”. Tomó de la mano a su esposa y ambos salieron por la puerta cerrada.