Kitabı oku: «Miradas egipcias»
Miradas egipcias
Prefacio
Zamen,1 en 2002 llegué por primera vez a Alejandría. “No baje en Sidi Gaber, hay que esperar Mahatta Masr la última parada del tren. Después, cruce la plaza y camine dos cuadras para llegar al Centro Cultural Francés Shera Nabi Daniel”. Mi cita con el cónsul es a las 7 p. m. El hall monumental del antiguo palacio del siglo xix está vacío. Sigo la música y bajo los escalones que llevan a la cafetería donde se encuentra congregada la gente. Tocan las notas de “Mi libertad” de Georges Moustaki.
“Aquí será, Madame Hélène, ahlan wa sahlan”,2 me dijo el cónsul al concluir la entrevista.
Cuatro meses después, aterrizó mi avión de madrugada en tierra alejandrina donde trabajé durante tres años.
Kan ya makan,3 en 1912 Paul Stévenin mi bisabuelo paterno llegó a Egipto en bicicleta, dice la leyenda familiar, pedaleando desde Chaumont, al este francés, como si cada kilómetro recorrido pudiera borrar los momentos de la tragedia apenas ocurrida en la que perdió a su primera esposa Jeanne Doléans al dar a luz a Pierre, su primogénito.
En Alejandría trabajó de maestro en un establecimiento jesuita o de la misión laica. Paul mandaba postales a su familia, en particular a su hermana, quien se había hecho cargo de su hijo recién nacido. Regresó el siguiente año a Chaumont donde siguió trabajando en una farmacia. Conoció a Marthe Debucand.
Inició la Primera Guerra Mundial y fue a combatir. Herido por una bala, se casó con mi bisabuela en 1915. Nacieron sus hijos René y Thérèse, mi abuela. Ella viajó mucho a Egipto, pero su destino era siempre el monasterio ortodoxo de Santa-Catarina del Sinaí.
Maktub,4 unos días antes de instalarme en Alejandría, mi tío Jean me contó la historia de Paul Stévenin. De no haber sido por él, no hubiera conocido la historia alejandrina anterior a la mía y tampoco hubiera escrito Miradas egipcias. Caminando por las calles, a la orilla del mar o por los mercados, me preguntaba qué venía a hacer en Egipto casi un siglo después de mi bisabuelo.
Miradas egipcias fueron escritas con la luz del mediterráneo y mi primera cámara digital. De regreso en México, con la nostalgia por Egipto metido en la piel, escribí los relatos que conforman ahora este libro.
Yáser
En Jan-El Jalili, el suq5 más fascinante y popular del corazón histórico de la ciudad cairota, hasta las brújulas se pierden en su laberinto de callejuelas. Antes de alcanzar la parte balizada reservada a los turistas, anduve en los dédalos del suq de los alimentos. Me senté en la terraza del café Fishawi, lugar de inspiración de Naguib Mahfuz, y consulté mecánicamente mi reloj de cifras arábigas. Allí, el tiempo no se mide, se vive observando la posición del sol y escuchando las cinco llamadas a la oración por el altavoz de la mezquita más cercana. A unos días de mi llegada, no sabía hablar el árabe dialectal así que aprendí primero a mirar para descubrir la realidad egipcia. Esta tarde presencié una escena contada por los espejos, que comunican e interpretan imágenes entre ellos. La foto podría ser más fiel que mi recuerdo incierto, pensé al sacar la cámara.
Esperando la llegada de los turistas entre Bab Al Futuh6 y Bab An-Nasr,7 Yáser se había ofrecido como guía para que Dorothy pudiera comprar regalos para sus sobrinos londinenses. Sentados en la terraza del café, la turista se resistió al té verde que le ofrecía su guía. “Quien bebe el agua del Nilo está destinado a regresar”, advierte la sabiduría egipcia. Dorothy no se arriesgó y prefirió calmar la sed con un refresco negro. El sombrero de paja la protegía del sol y escondía al menos su cabello cortado sin estilo, pero no la resguardaba de las miradas.
Experto en estadísticas, Yáser trabaja en la administración pública desde su titulación y completa su sueldo los viernes y sábados haciendo uso de su don para conversar en varios idiomas y oficia como guía. Hablaba en voz baja, procurando que las palabras quedaran en la intimidad. La confusión se había apropiado de Dorothy. Mirando a Yáser a los ojos, soñaba con una cancelación imprevista de su vuelo de esta noche rumbo a Inglaterra. La mano de Yáser se deslizó en la pierna de Dorothy, como un descuido y la duración de su permanencia quedó supeditada a la decisión de la mujer quién no la retiró. El gesto por debajo de la mesa se reflejó en todos los espejos del café.
El mesero recogió mi vaso de agua de limón apenas terminada y las bebidas de la mesa de la pareja.
Tarde o temprano, el regreso a Egipto se impone, el Nilo irrigado en las venas de quien alguna vez probó su agua, queda como una huella líquida que corre invariablemente hacia su lugar de origen.
Mona
La música lánguida y melosa de la musalsal8 de las ocho de la noche se instala en la casa de Mona, como una invitación para ver el romanticismo actuado por otros que se filtra a través del televisor. Desde su sofá, Mona entra a la sala donde ocurren las escenas de amor, traición o venganza carentes de suspenso, pero cuyas emociones salpimientan su vida. Abre una bolsa de pepitas para empezar a mondarlas mientras espera ferviente la llegada del hombre de ensueño que ocupa sus pensamientos todos los días a la misma hora, antes de que regrese su esposo Farid del trabajo, habitualmente hastiado por la insatisfacción que le procura su oficio de albañil. Mona suspira, no por los cinco años de matrimonio sino porque siempre ha soñado con el príncipe azul. En sus años mozos, nunca obtuvo el permiso materno para acercarse a un hombre en la universidad, tampoco en el club ni en el trabajo cuando era enfermera. Obediente, declinaba una y otra vez las salidas en grupo cuando éstas incluían un hombre. Su madre le explicaba en aquel entonces que algún día podría satisfacer todos sus antojos, pero con su marido. Mona había esperado hasta la fecha de su boda para descubrir los sentimientos extraordinarios vertidos y declamados en las canciones y en las novelas. Ahora, ilusionada por la historia televisiva de moda, Mona exclama el nombre del protagonista de la pantalla. Presencia la escena del amor perfecto actuada por Amir y Fátima tomados de la mano en el balcón alumbrado por la luz blanca de la Luna. Nombrado como el marido ideal por todas las revistas femeninas, Amir cumple en cada episodio los deseos de su público seguidor con una maestría sentimental inigualable. Con la mirada proyectada en la pantalla, Mona sigue las aventuras de la pareja, con alegrías o desdichas, como si su propia vida dependiera de ello, entre ensoñación, risas o incluso llantos cuando el genérico final la deja con el corazón desalentado. “Fátima tiene que decir que sí”, reacciona a veces por sus adentros, “¡Amir la quiere tanto!”
Sentado en la banca frente a la joyería de su viejo amigo Walid, en la Shera Faransa,9 Farid comparte sus desengaños amorosos. La princesa desposada hace media década se desencantó al paso de los años; fue perdiendo su encanto. Nabil lo invita a jugar tawla10 en el Brazilian Coffee. “Imposible, hoy es día de San Valentín”, le contesta Farid despidiéndose, “Mona me espera”, agrega sin pizca de convicción.
Después de haber pasado un tiempo considerable para explicarle al dependiente en mi árabe incipiente lo que quería comprar, salgo finalmente de la joyería con un anillo de matrimonio envuelto en una bolsita aterciopelada. Extraño día para la compra de una prenda ostentosa destinada a ahorrar explicaciones de índole administrativo. A pesar de haber indicado que se trataba de un regalo para una boda, noto que Walid sigue dudando de la credibilidad de mi argumento. ¿Quién compra una sola argolla?
Rafik
Cuando un tren arranca, son muchas las historias que se ponen en marcha, trayectos de vida que toman el camino de un nuevo destino, citas con el futuro cercano o más lejano. Más que la hora en la que salen de la estación, los trenes que van y vienen entre El Cairo y Alejandría son conocidos como El Faransawi,11 El Turbini o El Asbani.12 La primera clase helada por el aire acondicionado abierto hasta el extremo contrasta con la segunda clase generalmente irrespirable debido el calor humano acumulado en un viaje acompasado por los sobresaltos en los rieles. La distancia se recorre en dos horas y media o tres, tierra adentro del campo egipcio, alcanzando finalmente la ciudad de Banha y la orilla fértil del Nilo.
Rafik observa discretamente a una pasajera cuya presencia destaca entre las demás. Acaba de sentarse unas filas más adelante de su lugar después de haber acomodado a sus acompañantes músicos en el mismo vagón, con la intervención del controlador. El paso del carrito de comida invita a los pasajeros entrados en pláticas animosas a retomar sus asientos. Abogado como su padre y su abuelo, el corazón de Rafik resiente su estado de soltería desde la ruptura del compromiso con Rasha, la novia elegida por su familia y los comadreos de los vecinos que finalmente se habían apaciguado. Rafik declina los alimentos ofrecidos con tal de no perderla de vista. Nota que la mujer pide un café capuchino, por el sencillo placer de ver al encargado encender la mini batidora y colocarla en la taza humeante de un café instantáneo de sabor indefinido, para conseguir elevar una espuma bien elaborada hasta el punto del desborde. Rendida, la mujer toma unos sorbos simbólicos antes de abandonar la bebida en la mesita plegable junto con la cuenta y la propina reunida por un par de libras. Coloca su bolsa como almohada y cierra los ojos mientras la vida campesina sigue desfilando por las ventanas.
Alejandría, Damanhur, Tanta, Birkat El Saba, Quesna, Banha, El Cairo, un plano secuencia de 200 kilómetros cuyo rodamiento crea un ritmo acompasado sobreimpreso, acentuado por los frenos en cada parada. El campo extiende su alfombra verde, sus escenas de vida que detrás de la ventana transcurren como rollos de película que se graban en cada vuelta de rueda en los rieles. Los celulares vibran o suenan al entrar en Mahatta Masr.13 Disculpas puntuadas por un sinnúmero de fatalistas malesh.14
“Usted estaba en el Turbini, hace una semana, y…” Rafik se quita las gafas oscuras y me mira intensamente con la sonrisa irresistible de los vencedores del destino férreo. “Tardé dos días en encontrarla”.
Yúsef y Nabila
Son aproximadamente las cuatro de la tarde y en el cielo aún se advierte un azul declaradamente fuerte, pero dentro de media hora se verá teñido de pardo. Desde los tiempos del Egipto antiguo, el viento que recorre el desierto de Egipto a Israel marca la temporada del Khamsín,15 una serie de ráfagas de arena que acechan por cincuenta días seguidos varias ciudades egipcias en una carrera airosa desenfrenada. En cuestión de minutos, el cielo caerá sin remedio sobre Alejandría y la arena se introducirá por los mínimos espacios dejados abiertos en las habitaciones. Resistir será entonces inútil, el Khamsín seco y polvoroso se infiltrará en la boca, oprimiendo así la respiración, y en los ojos de los transeúntes que seguirán platicando por las calles. Más bien será preciso regresar a casa para encerrarse, esperando que el mensajero de arena haya cumplido con su tormentosa tarea estacional.
En este momento, Nabila llega su hogar después de haber limpiado el departamento del edificio de enfrente. La casa de Yúsef y de Nabila es una construcción armada provisionalmente arriba del techo de un edificio cuya vista da al mar. Habitar en medio de la profusión de las antenas parabólicas no ilustra ningún sueño, sino que más bien representa la única posibilidad para la pareja de vivir cerca de la costa. Nabila se apresura en recoger la ropa tendida antes de que el viento se encargue de repartirla por toda la ciudad. Todavía sentado en las rocas rompeolas que protegen la Corniche16 de los desbordes marítimos, Yúsef, con la paciencia innata de los pescadores, espera hasta el último momento para replegarse. Las palmeras envueltas en fundas lucen derechas como paraguas cerrados que quieren defenderse del viento violento cargado de polvo que amenaza con arrancarlas. Ahora es cuando la lluvia podría desatar su furia al instante. Al igual que todos los días, Yúsef había madrugado para escoger el mejor punto y aprovechar el momento cuando los peces suben a la superficie del agua para comer, pero hoy, inicio del calendario de las tormentas, era seguro que no habría pescado para cenar. ¡Ojalá Nabila tenga un poco de ful17 servido con esh18 para ofrecerle! Pensó Yúsef al recoger su mochila vacía.
Cierro mis ventanas, corro las cortinas y coloco trapos para tapar las aperturas por las que se podrían colar las partículas de arena. Prefiero no imaginar de qué manera podría desaparecer la casa improvisada en el techo durante los primeros días de la primavera.