Kitabı oku: «Miradas egipcias», sayfa 2

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Sherín


En el suq19 de Mansheya, la calle más angosta se llama Shera es-setta.20 Ahí, en medio del tumulto femenino, los artículos colocados en un orden atrevido son regateados hasta el agotamiento por el vendedor y la desesperación de la clientela. Las mujeres deambulan en unifila para surtirse de retales, botones, hilos o perlas. En este espacio, que amenaza con encogerse en cada instante por el desbordamiento humano, resulta imposible rebasar al de enfrente sin tropezarse contra uno de los muchos puestitos bizarros que lo bordean. Los colores se mezclan con las esencias y los anuncios sonoros vanaglorian el mejor precio o calidad. Sherín saca delicadamente de su bolso un velo de tela delgada y frágil para entregárselo al costurero; Noha, su amiga de la infancia, curiosea por las tiendas de telas.

Los ojos casi cerrados y la respiración contenida, Sherín ya no puede mirar de frente; la impresión de encontrarse súbitamente frente a su amor anterior a unos días del festejo de su nuevo compromiso con un ejecutivo bancario se convierte en una lista de dulces recuerdos que no hacen más que entrechocarse. Sherín toma asiento para recuperar el aliento. Su relación con Hazem estaba hecha de sentimientos amorosos y bellas palabras mientras las familias calculaban o emprendían negociaciones interminables en torno de los bienes.

Regresan de golpe las agujas del reloj temporal para llegar al instante cuando la unión entre Sherín y Hazem se deshiló brutalmente por decisión paternal. Al no haber alcanzado un capital que le permitiera comprar un departamento, Hazem había tenido que renunciar a la boda y al amor de Sherín. Sabía que su prometida nunca iba a aceptar casarse sin la aprobación de sus padres.

La tela rosa corre debajo de las agujas de la máquina procurando no romperla. Es el velo nupcial revelador del compromiso inminente de la mujer. ¿Se puede remendar una vida o reparar el pasado con tal de intentarlo nuevamente? Noha saca a Sherín de su ensoñación sin percatarse de la presencia sutil de Hazem. Procura admirar el rosa sutil del velo y lo dobla rápidamente para convencer a la futura desposada de acudir a la imprenta a recoger las invitaciones.

Recorriendo las calles alejandrinas, siento mis pasos despertar un pasado que no era mío. Si de alguna esquina surgiera un hombre de otro siglo para contarme su historia olvidada por mi familia ¿lo escucharía o bien seguiría con paso redoblado mi propio camino?

Mohamed


El edificio número 9 de la calle Sultán Hussein es el territorio asignado a Mohamed el bawab21 como lo había sido también el de su padre y su abuelo, un campesino desarraigado llegado de su Nubia22 natal para probar su suerte alejandrina medio siglo atrás. Cada mañana, Mohamed saca un banquito consolidado precariamente con pegamento para sentarse en la calle a escuchar los pájaros matutinos y saludar a los empleados madrugadores o a los niños de uniforme escolar. Cuando no se encuentra en la calle, Mohamed vigila la entrada del inmueble desde su diminuto cuarto ostentosamente llamado portería, ubicado del lado izquierdo del elevador. Adentro, un colchón desgastado ocupa casi la totalidad del lugar y se alcanza a ver hasta el fondo una puerta de acceso al patio interior para revisar de vez en cuando, los contenedores de basura. Aunque no se separe la basura, la mayoría de los desechos se recuperan e inician un nuevo ciclo de vida útil.

Los egipcios están acostumbrados a contar con la ayuda del indispensable bawab, enterado de la vida de todos y en particular del estado civil de cada uno de sus habitantes. Guardián sigiloso y salvador de la moral del lugar, Mohamed pide que la puerta no se cierre cuando Fuad visita a su prometida a solas, resuelve las compras de último momento en la tienda más cercana o lava el coche mediante un generoso bakshish23 cuyo monto queda a la apreciación del locatario solicitante. Mohamed sueña con regresar a vivir a la tierra de su abuelo y volverse labrador, sin embargo, Iman su esposa insiste en que la vida es más amena aquí en la nostálgica Alejandría, la segunda capital de Egipto, lugar aspiracional de un futuro más alentador.

Una noche, al llegar, no veo a Mohamed ni en la calle ni en la portería cuya puerta está abierta. Las paredes despintadas cubiertas de adornos y recuerdos resumen la vida de Mohamed: un calendario del año y otro de diez años atrás, la foto sus cinco varones escalonados y diversos papeles con apuntes y números sostenidos por tachuelas. Un discreto raspado de garganta me hace sobresaltar, Mohamed se encuentra detrás de mí. Le explico que probablemente he perdido mis llaves y que necesito llamar a un cerrajero. “Primero, hay que avisar a la policía”. Presiento que se avecina una larga noche de desvelo. Mohamed frunce el ceño y recoge un juego de llaves dejado seguramente por Imán. “¿No serán éstas sus llaves?”

Abrir la puerta de mi departamento unos minutos antes de la medianoche fue un momento de peculiar alegría.

Mina


Mina apresura el paso para llegar puntualmente a la cena organizada por el grupo de arqueólogos internacionales con motivo del último gran descubrimiento submarino. Unos días atrás, las aguas azuladas y apacibles que esconden tesoros desde épocas milenarias entregaron a la búsqueda de los buceadores una estatua femenina cuya identidad seguía sin revelar. En descendencia directa de los faraones, Mina el copto24 siempre ha reivindicado su condición de egipcio auténtico al no celebrar ninguna celebración musulmana, ni siquiera la fiesta del Aíd El kebir25 en la que un tercio de la carne se regala a los pobres mientras que los demás alimentos se comparten durante la comida familiar. La ofrenda de los animales no es parte de sus tradiciones, al menos que despose una mujer de otra confesión y se convierta al islam. La hermosa Alejandría se encuentra envuelta en sutiles fragancias marinas mezcladas con el tabaco perfumado de las shishas que acostumbran fumar los egipcios a cualquier hora. Este aroma tan característico como inolvidable desaparece en estos días religiosos debido a la concentración de sangre de los corderos derramada en los patios de los edificios y en las calles. Una fetidez tan fuerte, que para caminar por las calles me tengo que tapar la boca y respirar sin parar el perfume impregnado en un pañuelo, procurando no voltear hacía las banquetas todavía maculadas. A lo lejos, sólo el silencio imponente del mar, aunque tengo la sensación de escuchar todavía los balidos desesperados de los borregos cautivos en los balcones, esperando la hora de su sacrificio. En el restaurante, los arqueólogos se deleitan con el pan árabe recién horneado que acompañan con una amplia variedad de salsas antes de decidirse por ordenar el platillo principal. Mina lee la carta y Jean pregunta si desean pedir una botella de vino. “No les puedo servir nada de alcohol, señores, durante Ramadán”,25 interviene categóricamente el mesero, “pero tengo un té delicioso”, agrega con un tono de complicidad. Sorprendido por su atrevimiento, Mina prefiere quedar callado. El hombre regresa unos instantes después. Un vino tinto de cuerpo oscuro escurre de la tetera para ser degustado por los comensales en tazas de porcelana blanca.

Desde la ventana de mi departamento en este día de asueto, contemplo la tranquilidad del Mediterráneo que ofrece la tarde. Pasarán días antes de que desaparezcan el olor y las huellas de la sangre expuesta por la cohorte de los corderos sacrificados.

Murad


Si bien el colorido de los taxis alejandrinos es invariablemente bicolor,26 tanto el modelo como su estado pueden resultar de peculiar aspecto y llegar hasta lo insólito, si pensamos en la edad del chofer que suele sumar menos años que los de su vehículo. Conduciendo al ritmo del tumulto y tomando el pulso de su gente en la calle, Murad recorre diariamente la ciudad por todos sus puntos cardinales. Pero su ritmo cardiaco se acelera conforme su coche se aproxima a la Biblioteca Alexandrina27 en los horarios de entrada y de salida de los empleados. Murad está enamorado de una mujer cuyo nombre logró conseguir después de varios meses de investigación y de preguntas a los guardias de la biblioteca. Nihal, de cabello teñido de rubio y peinado siempre a la perfección, es bibliotecaria. Detenido en un embotellamiento, Murad se empieza a desesperar y toca el claxon a pesar de la prohibición oficial. En Alejandría, tocar el claxon es hacerse acreedor de una multa; por lo tanto, los conductores hacen un uso menos frecuente que sus homólogos cairotas quienes no conciben manejar sin el ruido continuo del mismo. Ahí, circular por las calles es un espectáculo auditivo y acrobático que procura la misma sensación que la práctica de un deporte extremo agregando los decibeles. Por ejemplo, el cruzar la Corniche sin resultar atropellado es una hazaña merecedora de un premio a la vida. Cuentan los Alejandrinos que los peatones fueron olvidados durante la construcción de los 30 kilómetros al haber muy pocos accesos subterráneos. Murad enciende el radio para distraerse tratando así de olvidar que Nihal seguramente ya salió del trabajo y que hoy será un día sin disfrutar de su presencia efímera. Un pasajero sube apresurado y pide a Murad llegar cuanto antes a la biblioteca para recoger a su novia. Acostumbrado a recoger las confidencias de sus clientes, Murad sonríe, pero en esta ocasión, con un extraño apretón en el corazón. Bromea con el hombre, mirándolo a través del retrovisor con tal de indagar más. Parece abogado por su vestimenta y por la seguridad con la que cree llegar a tiempo pese al tráfico incesante. Murad se seca la frente con un pañuelo y logra rebasar en zigzag a varios coches. “Mafish mushkela28 ya Basha,29 ya casi estamos”. Murad se percata súbitamente que nunca ha preguntado si su amada tiene novio o, por qué no, marido. ¿Y qué tal si…? Sería demasiada coincidencia reflexiona el chofer estacionándose a unos pasos de la entrada principal. Una mujer íntegramente velada de negro sube al taxi, Murad arranca y sube el volumen del radio para celebrar una tarde tan feliz.

Arabi kwayyes ya madam”.30 Después de decirme que hablaba bien el árabe local y enseñarme alguna palabra nueva o nombre de calle, seguía invariablemente preguntándose sobre el esposo que inventaba: diplomático alemán, matemático francés, maestro americano para evadir la pregunta.

Malak


Las líneas de kohl ablandadas por el calor en su pleno apogeo empiezan a derretirse lentamente sobre el rostro maquillado de Malak cuando el director manda a corte. Con el astro solar elevado hasta el zenit, la temperatura desértica asciende a cifras prohibitivas para la supervivencia del equipo de producción de la película. La actriz retira sus joyas faraónicas delicadamente, como si fueran de oro verdadero y se va despidiendo del personaje que interpretó durante varias semanas el papel estelar de su carrera actoral. La reina Nefertiti saldrá en la pantalla grande el próximo verano, será el éxito y la admiración de todas las egipcias jóvenes o mayores. Malak se aleja del escenario, se sienta en una duna, toma un puñado de arena caliente que deja pasar entre los dedos y medita contemplando la inmensidad dorada alrededor suyo. Cautivada por el silencio absoluto del horizonte sin fin que impera en el paisaje de la nada desértica, cierra los ojos dejándose invadir por un sentimiento embriagante de soledad absoluta.

La película, aunque su final siga inconcluso, relata la historia dramatizada de la célebre reina del Egipto antiguo. El equipo de guionistas todavía no ha escrito el desenlace, puesto que a pesar de ser la más famosa, se sabe relativamente poco acerca de la vida de la heroína. ¿Por qué razón, gozando de una fama tan grande, Nefertiti desapareció súbitamente del lado de su amado esposo Akhenatón? Hasta la fecha, se desconoce dónde fue enterrada y tampoco hay indicios que confirmen la ubicación de su momia. ¿Cuál será entonces la escena escogida para finalizar el largometraje? Malak se levanta y prosigue su camino sin rumbo como quien emprende un viaje onírico en busca de sí mismo. A lo lejos, uno de los camarógrafos advierte la ausencia de la afamada protagonista. Grita su nombre, pero las palabras resuenan sin eco en un vacío ensordecedor. Enmudecida, disuelta en el cielo o bien en la arena, la voz del hombre se apaga; Malak desapareció. Las huellas de los jeeps en su camino de regreso al oasis de Siwa no tardarán en ser borradas por el viento cuando llegue la noche fría. La calma total y angustiante se reinstala en el lugar de filmación como si nada hubiera pasado.

Al día siguiente, mientras delineo mis ojos con un crayón de kohl obsequiado por una niña del pueblo, me sorprende la increíble noticia que corre por todas las estaciones de radio y las televisoras del país: la reina Nefertiti desapareció por segunda vez. El silencio desértico tiene el poder de absorber para siempre las ilusiones, las palabras y las promesas incumplidas de amor. Aprovecho mi primer paseo para abandonarlas ahí, sin pesar alguno.

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